Los militares y la nueva Administración Trump, ¿vuelta al realismo?

Michael Flynn, nombrado asesor de Seguridad Nacional por Trump, en 2012. Foto: Erin A. Kirk-Cuomo / DoD (Dominio público)

Tema

El presidente-electo de EEUUDonald Trump, ha nombrado a dos militares retirados, el teniente general Michael Flynn como próximo asesor de Seguridad Nacional y al general (US MarinesJames Mattis como secretario de Defensa. Considera como candidatos a otros generales igualmente prestigiosos y retirados para la Secretaría de Estado: David Petraeus y John Kelly.

Resumen

La larga e inconclusa guerra contra la yihad, la configuración paulatina del Orden Mundial hacia el power politics y la aminoración del multilateralismo, son indicios de la adopción de un enfoque más realista de la acción exterior estadounidense. En la configuración de la Administración Trump aparecen militares para puestos de gran responsabilidad, a pesar de las recriminaciones del presidente-electo en la campaña contra muchos de ellos. El desempeño en política de militares que han dirigido recientemente operaciones militares y han sido cesados en sus cargos por motivaciones políticas abre todo un abanico de cuestiones, especialmente sobre las relaciones cívico-militares, a las que se dedica este ARI.

Análisis

La elección de Donald Trump como presidente de EEUU ha generado todo tipo de especulaciones sobre la política exterior y de seguridad que seguirá su Administración. Las reacciones se han sucedido tras su reunión con cada uno de los posibles candidatos a dirigirla desde los puestos más prominentes de su gabinete. Consideración especial merece el nombramiento del teniente general del Ejército de EEUU Michael T. Flynn como asesor de Seguridad Nacional y la designación del general de los Marines James Mattis como secretario de Defensa. A estos dos nombramientos se unen otros que también estarían en consideración para la Secretaría de Estado, como el también general de Marines John F. Kelly y el del Ejército David Petraeus. La aproximación del presidente Trump a militares de prestigio ha suscitado interrogantes sobre el papel que tendrán en la futura política exterior de Washington.

Todavía es pronto para evaluar la razón y el impacto de esta aproximación sobre la política exterior y de seguridad de la nueva Administración, porque la retórica de la campaña electoral no permite deducir ninguna visión definida de su comportamiento futuro. Lo más probable es que el nuevo presidente y su equipo tengan que elegir entre un escaso número de opciones estratégicas para hacer frente a la multitud de problemas y situaciones que aporta la realidad internacional. La Historia muestra que la presencia de militares en la Administración ha sido más relevante cuando EEUU se ha encontrado implicado en conflictos armados, una servidumbre que las Administraciones heredan debido a su vocación de nación indispensable para la seguridad internacional y a su condición de potencia hegemónica mundial. En la campaña presidencial de 2008, el entonces candidato Barack Obama se enfrentó a dos guerras abiertas, en Irak y Afganistán, calificando a la primera como “mala”, con la que había que acabar, y a la segunda como “buena” y a la que se tendrían que dedicarse todos los esfuerzos. El aserto de bondad y maldad no se tradujo luego en una estrategia, combinando medios y modos para alcanzar los objetivos señalados durante la campaña, sino en una simple guía política –la denominada “doctrina Obama”– para cambiar unos y otros según las circunstancias.

Durante la campaña electoral, la situación militar en Irak se encontraba estabilizada tras la escalada de la intervención militar estadounidense (surge) a cargo del general Petraeus y cuyos indicadores apuntaban a una salida progresiva. En base a ella, el entonces candidato apostó por anunciar su retirada que se consumó siendo ya presidente, y tras rechazar las autoridades iraquíes prorrogar la presencia de tropas estadounidenses sobre su territorio a partir de 2011. Tres años después, el Gobierno iraquí tuvo que dar marcha atrás y pedir al comandante en jefe que ordenara la vuelta de las tropas a Irak porque el ejército que habían formado fue incapaz de enfrentarse al Estado Islámico.

En Afganistán, la guerra “buena” comenzó a deteriorarse y se fueron desvaneciendo las expectativas de progreso hacia la construcción de un Estado (nation building) a pesar de las contribuciones militares y civiles de EEUU, de sus aliados en la coalición internacional y de los donantes internacionales del Programa de Naciones Unidas dentro de un enfoque integral (comprehensive approach). El presidente Obama encargó al general Stanley McChrystal que diseñara una misión de contrainsurgencia para revertir el deterioro pero se encontró con que para llevarla a cabo, el experimentado general solicitó un incremento sustancial de tropas –otro surge–, que en clave de política interna no era tolerable para el presidente. El desfase entre objetivos estratégicos y recursos militares que evidenció la “doctrina Obama” se tradujo en una autorización tardía, reducida en el número de tropas y limitada en el tiempo, que condujo a la dimisión del militar encargado de ejecutarla y al anuncio por el comandante en jefe de la retirada de tropas. La guerra “buena” se había convertido también en “mala”, simplemente porque el coste de la victoria era inaceptable.

Desde ese momento, la Administración Obama nombró un comandante militar en Afganistán por año y agudizó las malas relaciones entre los responsables militares y la burocracia de Washington. La inconsistencia de la “doctrina Obama” se volvió a repetir en Libia, cuando el presidente se vio envuelto en un nuevo conflicto contra la opinión de sus responsables militares y, cediendo a las presiones de la Secretaría de Estado, convirtió lo que iba a ser una misión para proteger a los civiles en la “peor decisión de su mandato”.

La decisión del futuro presidente Trump de contar con militares en cargos gubernamentales estadounidenses no es una novedad, y cuenta con precedentes tanto en Administraciones republicanas como demócratas, por lo que no puede cargase en la cuenta de las “excentricidades” de Trump. El general Marshall ocupó las carteras de Estado y de Defensa tras la Segunda Guerra mundial. Posteriormente, los generales Alexander Haig y Colin L. Powell ocuparon la Secretaría de Estado con los presidentes Ronald Reagan y George W. Bush, respectivamente. El último, siendo militar en activo, fue también consejero de Seguridad Nacional con el presidente Ronald Reagan, llegando a desempeñar en 1989 el cargo de presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor (Chairman of the Joint Chiefs of Staff).

En las Administraciones Obama también se designaron para puestos de responsabilidad a alguno de los militares a los que ha contactado el presidente-electo Trump, como el general Petraeus de director de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, en sus siglas inglesas), al general Mattis como comandante del Mando Central, que incluye a Irak y Afganistán, y al teniente general Flynn como director de la Agencia de Inteligencia de la Defensa (DIA). Fueron nombramientos que, en su día, no levantaron tanta polémica, aunque Petraeus dimitió del cargo debido a un escándalo extramatrimonial y Flynn pidió el retiro tras tener que dimitir forzadamente debido a la forma heterodoxa de desempeñar el cargo.

¿Qué es lo que lleva a Trump a contar con estos militares para puestos claves de su gabinete? Las respuestas publicadas van desde intereses de las empresas de la industria armamentista a la simple acusación de su nombramiento por ser “halcones”. Tampoco puede achacarse la preferencia por militares a que el presidente Trump vea en el empleo del poder militar un instrumento necesario para la implantación de un nuevo Orden Mundial, evolución que lleva en proceso desde hace más de un decenio. Contando con una mentalidad empresarial es probable que –como muchos de sus votantes– no comprenda cómo es posible cosechar tan pocos resultados con tanto esfuerzo realizado. Esto explicaría por qué ha recurrido a militares significados para conocer las modalidades y consecuencias de la aplicación del poder militar antes de convertirse en comandante en jefe de un país que lleva más de 15 años en guerra. Quizá trate de averiguar por qué tras los inmensos recursos empleados en guerras interminables, tras una sucesión de “victorias” tácticas sobre la insurgencia y constantes descabezamientos de grupos islamistas, no se ha conseguido alcanzar algo parecido a la victoria.

Durante la campaña electoral, Trump, al criticar la política exterior de su antecesor, también criticó el liderazgo militar, afirmando que “bajo el liderazgo de Barack Obama y Hillary Clinton, los generales han sido reducidos a escombros”. Esta crítica significaba que los cargos militares no habían plantado cara a la falta de liderazgo, una acusación contra la que reaccionó el general Joseph F. Dunford, actual Chairman de la Junta de Jefes de Estado Mayor, y que reabrió el debate sobre la subordinación de los militares al poder civil. Aproximarse ahora a militares de prestigio, incluso siendo retirados, puede ser también una muestra de appeasement con el estamento militar.

Tanto Mattis como Flynn son dos profesionales de prestigio. El marine es un icono en el Cuerpo, personaliza las cualidades del guerrero, demostradas por enésima vez en Faluya en noviembre de 2004, algo que compatibiliza con el oficial general que posee una sólida formación intelectual, para actuar en el nivel estratégico-militar. Es un pensador estratégico con un enorme bagaje histórico. Mattis dirigió el Mando de Transformación de la OTAN y el Joint Forces Command, impulsó la transformación de las Fuerzas Armadas estadounidenses y junto con Frank Hoffman puso las bases de lo que empezó a denominarse hybrid warfare,1 concepto operacional aplicado a las tácticas rusas en la ocupación de Crimea en 2014.Como comandante del Mando Central valoró personalmente la situación en la región y el peligro que representaba Irán en plenas negociaciones para lograr un Acuerdo sobre el Programa Nuclear iraní, lo que aceleró su cese por la Administración Obama.

Mattis es el primer militar que ejerce como Secretario de Defensa desde Marshall en 1951. El general Mattis reúne las condiciones de liderazgo, visión estratégica y subordinación necesarias pero hay que tener presente que los grandes guerreros, generalmente, no son buenos burócratas, y que el Pentágono es la burocracia militar con el mayor presupuesto y número de funcionarios del planeta.

Flynn gestionó, en diferentes niveles de responsabilidad, la inteligencia militar tanto en Irak como en Afganistán y comprobó que se centraba en los niveles inferiores, los tácticos, pero no así en el contexto estratégico. Con ello Flynn captó que la denominada “Doctrina Obama” que se aplicaba a cualquier problema estratégico no superaba el nivel táctico. Ahora, como asesor de Seguridad Nacional, es muy probable que Flynn ayude a clarificar a Trump su visión del mundo. Como militar tendrá claro que no debe empeñarse el poder militar en guerras sin posibilidades de victoria, e intentará contemplar el contexto internacional a través de los ojos de sus enemigos, no a través de clichés de la corrección política, algo que le permitirá identificar las debilidades propias y las del adversario.

La cuestión que puede hacerse, a la vista de las personalidades militares que el Presidente electo Trump ha seleccionado o entrevistado para su Administración para ocupar puestos importantes, es si serán idóneos para los cargos que van a desempeñar y, sobre todo, si desde el Departamento de Defensa se mantendrán las relaciones de subordinación de los militares al poder civil. Si algo puede asegurarse es que tanto a Mattis como a Flynn sus currículos les avalan para desempeñar cargos de responsabilidad, aunque tendrán que gestionar un contexto estratégico y doméstico más complejo que aquel en el que se han desenvuelto en las últimas décadas, lo que les obligará a adoptar unos usos políticos inéditos para ellos, opuestos, en ocasiones, a su ethos militar.

Conclusiones

Tanto los secretarios de Estado y de Defensa como el consejero de Seguridad Nacional van a tener que gestionar un contexto estratégico resultado de la evolución de una situación potencialmente peligrosa, como es el desorden mundial creado por las diversas sinergias resultantes de la globalización, que ha dado lugar a la proliferación de centros de poder. La persistente ausencia de una coherente estrategia estadounidense puede ser el catalizador de conflictos en contextos potencialmente amenazantes como un empeoramiento de la situación en Oriente Medio, el incremento de las tensiones en el Mar de la China o el riesgo resultante de las tensiones con Rusia propiciado por el desequilibrio de poder militar con Europa.

La gestión de un nuevo Orden Mundial necesita personas capaces. ¿Personajes duros para tiempos difíciles? Las motivaciones para ello y sus posibles consecuencias pueden ser indiciarias de la posible configuración de la futura política exterior estadounidense. Lo más probable es que se abandone la senda utópica y se adopte una actitud realista, descrita por Robert Kaplan como “una sensibilidad basada en un maduro sentido de lo trágico, de todo lo que puede ir mal en política exterior por lo que la prudencia y el conocimiento histórico están inmersos en la mentalidad realista”. Flynn y Mattis lo son, pero los hechos, como en todos los órdenes de la vida, darán su veredicto.

Enrique Fojón
Infante de Marina


1 Lieutenant General James N. Mattis, USMC, y Lieutenant Colonel Frank Hoffman, USMCR (Ret.) (2005), “Future Warfare: The Rise of Hybrid Wars”, Proceedings Magazine, noviembre, vol. 132/11/1,233.