Londres 7-J: análisis de urgencia

Londres 7-J: análisis de urgencia

Tema. Los atentados del 7 de julio en Londres representan el tercer gran ataque terrorista en suelo occidental, tras el 11-S americano y el 11-M español. Esta repetición de los ataques implica que estamos ante una amenaza estratégica de larga duración.

Resumen: Aunque se carece todavía de datos acerca de la autoría de los atentados, todo apunta hacia un origen yihadista. Puede que los autores hayan logrado entrar en Gran Bretaña burlando los controles, o puede tratarse de un grupo local como el que realizó los atentados de Madrid, posibilidad que resultaría aun más inquietante que la anterior, porque demostraría una vez más el atractivo que el mensaje de al-Qaeda tiene en sectores minoritarios de las comunidades musulmanas de Europa. No estamos, sin embargo, ante un ataque dirigido tan sólo contra la civilización occidental, ya que el terrorismo yihadista atenta también continuamente contra objetivos musulmanes. Se impone pues una amplia cooperación internacional para la erradicación de la amenaza terrorista, que representa hoy un gran obstáculo para el entendimiento entre los pueblos y el desarrollo humano.

Análisis: Para evaluar el significado de los atentados de Londres, examinaremos en primer lugar su probable origen, analizaremos la tesis de que estamos ante un ataque contra la civilización occidental, nos detendremos en el problema que supone la radicalización yihadista en el seno del islam europeo y entraremos en el debate acerca de la respuesta más adecuada ante lo ocurrido.

¿Un atentado yihadista?

Aunque hasta el momento no se puede afirmar nada con seguridad, lo cierto es que nadie piensa en otra posible autoría. Como suele ocurrir con los atentados perpetrados por grupos vinculados a la red de al-Qaeda, han aparecido reivindicaciones con firmas diversas. En primer lugar una “organización secreta de Qaedat al-Jihad en Europa” emitió un comunicado que presentaba los atentados como una venganza contra “el Gobierno británico cruzado y sionista por las matanzas que comete en Irak y Afganistán” y amenazaba con nuevos ataques a los restantes “gobiernos cruzados”, especialmente a Dinamarca e Italia. Aunque en algunos portales de la red de orientación yihadista se ha expresado cierto escepticismo acerca de la autenticidad del comunicado, ni siquiera ellos discuten el origen del ataque (SITE Institute, 7/VII/2005). Un segundo comunicado ha sido emitido por las Brigadas Abu Hafs al-Masri, que también reivindicaron los atentados de Madrid, aunque puede tratarse de una firma de conveniencia para los ataques yihadistas más que de un grupo con existencia efectiva. En todo caso, la explicación de los motivos de los atentados es muy similar a la del otro comunicado. Los ataques no cesarán, advierte, hasta que los musulmanes vivan seguros en Irak, Afganistán y Palestina.

Esto supone que los atentados de Londres no sólo han sido muy similares a los de Madrid por sus características (bombas en medios de transporte públicos en horas de gran afluencia de viajeros), sino que también lo han sido por sus propósitos (suponiendo que, como parece probable, el objetivo inmediato del 11-M fuera forzar la retirada española de Irak).

La siguiente pregunta es si, también en el caso de Londres, los terroristas formaban parte de un grupo vinculado a la red yihadista global pero integrado por residentes locales. Es pronto para saberlo, pero resulta significativo que algunos expertos lo consideren como la hipótesis más probable. Es el caso de Lord Stevens, antiguo jefe de la policía metropolitana de Londres, quien ha declarado que cerca de 3.000 musulmanes nacidos o residentes en Gran Bretaña habían pasado por los campos de entrenamiento de al-Qaeda y que existían tantos aspirantes a terroristas en el país como para que no fuera necesario traerlos de fuera (The Sunday Times, 10/VII/2005).

En el supuesto de que se tratara realmente de terroristas locales, algo que resultaría peligroso en el crucial tema de la convivencia entre la comunidad musulmana británica y sus conciudadanos de otras creencias, ello no excluye que tuvieran conexiones internacionales, como las tenían los autores del 11-M. Hasta el momento no se sabe nada al respecto, pero la policía británica se ha interesado por el caso del marroquí Mohamed Guerbouzi, nacionalizado británico en 1994 y supuesto miembro del Grupo Islámico Combatiente Marroquí, que pasó a la clandestinidad pocos días después de los atentados de Madrid (The Sunday Times, 9/VII/2005). Y también han llamado la atención de los investigadores británicos los informes españoles acerca de Mustafá Setmariam Nasar, un sirio nacionalizado español, posiblemente implicado en el 11-M y en la actualidad supuesto colaborador de Abu Musab al-Zarqawi, el jefe de al-Qaeda en Irak, que habría indicado la conveniencia de atacar a Gran Bretaña (The Sunday Times, 10/VII/2005).

Todo esto no son más que especulaciones, que sólo podrán ser confirmadas cuando avance la investigación. Pero hasta el momento la mayoría de los observadores apuntan a una estrecha similitud entre los atentados de Madrid y Londres. Entre quienes lo ponen en cuestión destacan algunos comentaristas que siguen aferrados a la teoría conspirativa, contraria a los resultados de más de un año de investigación exhaustiva, según la cual el 11-M no habría sido obra exclusiva de los yihadistas, sino que tendría además “motivaciones estrictamente domésticas”, según proclamaba un editorial de El Mundo del día 9.

Los atentados de Londres resultan sin embargo más inquietantes que los de Madrid por dos motivos. En primer lugar, simplemente porque el territorio de la Unión Europea ha sido objeto de un ataque masivo por segunda vez en algo más de un año. Y en segundo lugar porque, si los atentados de Madrid representaron una relativa sorpresa, los de Londres han tenido lugar en un país que consideraba casi inevitable un ataque y que, de hecho, había desbaratado otros anteriores. Si ni siquiera la atención constante que los británicos han dedicado a la amenaza yihadista desde el 11-S ha sido capaz de evitar lo ocurrido, la peligrosidad de la red yihadista queda subrayada.

La repetición de atentados de este tipo no pondría en peligro la solidez de nuestras instituciones políticas, ni de nuestra economía, ni de nuestros valores, pero a pesar de ello puede considerarse una amenaza estratégica, por el grado de inquietud que podría generar en la población. Ello pudiera tener dos consecuencias muy negativas. La primera es que la opinión pública europea reaccionara en un sentido aislacionista, rechazando de plano toda acción de política exterior que pudiera disgustar a los yihadistas, lo que supondría renunciar a toda posibilidad de influir en una evolución positiva del mundo árabe, con el riesgo de que ello debilitara a las corrientes modernizadoras. La segunda es que se generara una reacción de rechazo hacia los aproximadamente quince millones de musulmanes que residen en la Unión Europea, lo que a su vez crearía en ellos una sensación de marginación favorable al reclutamiento yihadista.

¿Un ataque contra Occidente?

El peligro es por tanto grave y conviene identificar su naturaleza. La primera cuestión es la de si estamos ante una ofensiva coordinada contra la civilización occidental. Así lo afirma, por ejemplo, un editorial de ABC del día 9, según el cual el terrorismo integrista ha desencadenado una guerra con un objetivo global: “la expansión del islam y la claudicación de las democracias”.

Lo cierto es que para los yihadistas, y en general para todos los integristas islámicos, Occidente es un enemigo por un doble motivo, por su poderío económico y militar, que le otorga una gran influencia sobre el mundo islámico, y por su influencia cultural, que ellos perciben como una fuente de corrupción, especialmente en los terrenos de la emancipación femenina y de la libertad de costumbres. El riesgo es que la constatación de esta realidad indudable nos conduzca hacia la tesis del choque de civilizaciones y de la supuesta incompatibilidad de valores entre el islam y Occidente. Desde esa perspectiva, estaríamos ante una insidiosa amenaza islámica, que se manifestaría tanto en el terrorismo yihadista como en la llegada masiva de inmigrantes musulmanes, reacios a asimilarse a nuestra cultura, o en los oscuros manejos de los servicios secretos árabes. Una perspectiva desde la cual resulta muy difícil la cooperación, tanto con los gobiernos de los países islámicos como con las comunidades musulmanas, que sin embargo pueden ser, unos y otras, nuestros mejores aliados en la lucha contra el yihadismo.

¿Por qué? Porque todos estamos amenazados. Para los yihadistas, nosotros los occidentales somos el “enemigo lejano”, pero los malos musulmanes, es decir todos los fieles que no comparten su alucinante interpretación del islam, son el “enemigo cercano”. Y las víctimas las pone muy a menudo el enemigo cercano. Un pequeño ejercicio de cuantificación lo puede mostrar. En la base de datos del Memorial Institute for the Prevention of Terrorism (MIPT) aparecen registrados 96 atentados que durante el año 2004 causaron más de diez muertes, de los cuales 55 tuvieron lugar en países musulmanes que han experimentado una reciente intervención occidental (Irak y Afganistán), 21 en países en los que poblaciones musulmanas se enfrentan a un gobierno no musulmán (India, Rusia, Filipinas e Israel), 12 en otros países musulmanes, otro representó un ataque yihadista contra el territorio de un país occidental (España), y los siete restantes tuvieron lugar en otros países no musulmanes. Un análisis más detallado mostraría que la mayoría de las víctimas del conjunto de esos atentados eran musulmanas. Lo que esto revela no es por tanto que el terrorismo yihadista constituya una expresión del conflicto entre el islam y Occidente, sino que el mundo islámico se ve azotado por una epidemia de violencia fanática (Occidente las ha conocido peores, recuérdese el nazismo), que se traduce en atentados contra Occidente por ser el “Gran Satán”, contra Rusia, Israel, India y Filipinas para expulsarlos de Chechenia, Palestina, Cachemira y Mindanao respectivamente, y contra un gran número de musulmanes que, por un motivo o por otro, incurren en las iras de quienes se han intoxicado con la idea terrible de que matan para complacer a Dios.

La curación de esa epidemia es algo que corresponde sobre todo a los propios musulmanes. Como acaba de escribir el columnista estadounidense Thomas Friedman, “es esencial que el mundo musulmán admita el hecho de que en su seno hay un culto de la muerte yihadista”, y si no lo hace “ese cáncer en su cuerpo político va a infectar en todas partes las relaciones entre musulmanes y occidentales” (El País, 10/VII/2005).

Terrorismo yihadista e islam europeo

Un deterioro de esas relaciones sería especialmente grave dentro de la propia Unión Europea. Como lo demostraron los atentados de Madrid, y es posible que demuestren los de Londres, basta que una muy pequeña minoria de la comunidad musulmana local se entregue al yihadismo para que nuestra seguridad se vea seriamente amenazada. Y a su vez esa comunidad corre el riesgo de verse rodeada de un muro de hostilidad por culpa de una minoría de sus miembros, algo de lo que son en estos días dolorosamente conscientes los musulmanes británicos. Así es que a todos nos interesa la pronta erradicación del terrorismo yihadista en Europa. La participación activa de la comunidad musulmana en esa empresa común será la vía más eficaz para desmentir las sospechas que van surgiendo en distintas partes de Europa y que pueden alimentar los votos de los partidos xenófobos e incluso la violencia racista. A su vez, sin un entendimiento con las comunidades musulmanes, resultará muy difícil ejercer la labor de vigilancia de los extremistas, que resulta el instrumento más eficaz para la prevención del terrorismo.

El ejemplo de Gran Bretaña es particularmente relevante, porque hasta el 11-S se singularizó por la extraordinaria libertad de acción que daba a los radicales islamistas asentados en su suelo. Al respecto puede leerse, por ejemplo, un reciente análisis del israelí Yael Sahar (International Policy Institute for Counter-Terrorism, 7/VII/2005). Así, el egipcio Abu Hamza y el palestino Abu Qutada pudieron lanzar durante años su mensaje de odio desde Londres, sin que las autoridades británicas intervinieran. Hoy Abu Hamza está en prisión en espera de juicio y Abu Qutada bajo vigilancia en su domicilio, pero otro furibundo predicador con base en Londres, el sirio Omar Bakri, sigue en activo y en abril del año pasado declaró a una publicación portuguesa que al-Qaeda preparaba una gran operación en la capital británica y explicó que la vida de los no musulmanes no tenía valor alguno (The Sunday Times, 10/VII/2005). Por otra parte, la justicia británica no ha accedido todavía a la extradicción de Rachid Ramda, reclamado por la justicia francesa desde 1995, por su presunta implicación en los atentados que el GIA argelino llevó a cabo en París aquel año (Le Figaro, 9/VII/2005).

Esa actitud pasiva hacia las incitaciones al odio religioso no ha evitado que Gran Bretaña se haya convertido en objetivo yihadista principal por su intervención en Irak. El problema es que, entre tanto, la propaganda yihadista ha ganado miles de adeptos entre los jóvenes musulmanes británicos, según revela un informe conjunto del Home Office y el Foreign Office, que The Sunday Times acaba de dar a conocer y que merecería un análisis más extenso del que aquí podemos llevar a cabo (Young Muslims and Extremism).

Respuestas ante la amenaza

Una respuesta posible consistiría en una mayor cooperación europea en la guerra contra el terror que encabeza Washington. Se trata de una estrategia que, como su propia denominación sugiere, ha primado las intervenciones militares. Primero en Afganistán, donde efectivamente ha eliminado la principal base de retaguardia de la propia al-Qaeda, y luego en Irak, con un resultado más que discutible, tanto en términos de la situación del país, sometido a una implacable ofensiva terrorista, como de la legitimidad de la operación de cara a la opinión mundial, ya que ni se ha demostrado vínculo alguno entre Sadam Husein y al-Qaeda, ni se ha comprobado que hubiera armas no convencionales dispuestas para ser utilizadas. Ahora bien, resulta que los medios militares tienen una utilidad limitada para enfrentarse a grupos terroristas (sirven sobre todo para derrocar a los regímenes que los apoyen) y que la batalla de la opinión resulta crucial para cegar el reclutamiento del enemigo. Así es que nos encontramos con que Irak se ha convertido en un vivero de terroristas y con que el apoyo de la opinión mundial a la guerra contra el terror está en general en descenso y, lo que es más grave, es extremadamente bajo en los países árabes, como lo ha puesto de manifiesto una reciente encuesta de The Pew Global Attitudes Project, que resumimos en el Gráfico 1.

Si la guerra de Irak no ha dado los resultados esperados y si constituye el motivo, o el pretexto, que los yihadistas arguyen para asesinar indiscriminadamente a ciudadanos anónimos, en una ciudad en la que hubo manifestaciones masivas contra esa guerra, lo mismo que en Madrid, una medida posible sería la retirada de las tropas europeas. Esa ha sido una sugestión que, en diferentes tonos, se ha podido oír en estos días. Lo ha dicho el escritor marroquí, premiado en Francia, Tahar Ben Jelloun, según el cual Londres está en el punto de mira de al-Qaeda por su compromiso militar con EEUU en Irak, mientras a España al-Qaeda le guarda consideración porque “ha obedecido sus órdenes” (sic, cuando en realidad la retirada española se produjo en virtud de una decisión que el Partido Socialista había anunciado antes de los atentados), por lo que recomienda a Italia que proteja a sus ciudadanos desvinculándose del juego norteamericano (La Vanguardia, 9/VII/2005). Por su parte, el escritor pakistaní residente en Gran Bretaña Tariq Alí ha escrito que la verdadera solución al terrorismo reside en “poner fin inmediato a la ocupación de Irak, Afganistán y Palestina” y que el horror continuará a menos que se reconozca que los atentados contra gente inocente son tan bárbaros “en Bagdad, Jenin o Kabul como en Nueva York, Madrid o Londres” (El País, 10/VII/2005).

Olvidémonos de la brutal sinceridad con que Ben Jalloun propone obedecer a al-Qaeda y de su olvido de que los terroristas del 11-M siguieron preparando atentados después de que los españoles votaran por el partido que se había opuesto a la intervención en Irak. Reflexionemos un momento sobre la implicación de Tariq Alí de que en Irak, Palestina y Afganistán todos los actos de violencia han sido cometidos por occidentales e israelíes (o cruzados y sionistas para utilizar el lenguaje yihadista). Olvida que Jenin era un refugio de extremistas palestinos que cometían atentados contra civiles en Israel, que en Bagdad hubo un tirano sanguinario llamado Sadam Husein y que el régimen de los taliban sometió a las mujeres de Kabul a una opresión atroz. Y que ahora mismo los insurgentes iraquíes están realizando atentados contra la población civil de su país.

La cuestión fundamental es si la retirada occidental que propugnan estos autores, y también gentes más sensatas, contribuiría a la seguridad de los ciudadanos, allí y aquí. El resultado sería dificultar la consolidación de los gobiernos democráticos que afganos e iraquíes han elegido libremente, con el peligro de que ambos países quedaran atrapados en un largo ciclo de violencia, que en el caso de Irak podría implicar la escisión del país en tres comunidades enfrentadas. ¿Es eso una receta para la paz? Indudablemente no, pero no cabe subestimar el atractivo implícito del argumento, que en definitiva consiste en que quizá murieran más afganos e iraníes, pero que no estando nosotros implicados en ello, nadie vendría a ponernos bombas en Madrid o en Londres. Es el atractivo del aislacionismo, que en el caso europeo puede ir acompañado del inconfesable argumento de que, después de todo, ya se ocuparan los belicosos estadounidenses de asegurar un poco de orden en el mundo.

Otra línea de argumentación sugiere, por el contrario, que para derrotar el terrorismo Occidente debe promover la democracia y el desarrollo en el mundo árabe e islámico. Esa es la posición oficial de Washington y es cierto que si bien el esfuerzo dedicado a esta tarea ha sido muy escaso en comparación con el dedicado a las intervenciones militares, la ocupación americana de Afganistán e Irak ha llevado a que esos países tengan las primeras elecciones medianamente libres de su historia.

El argumento se ha vuelto a oír tras los atentados de Londres, en las dos versiones muy distintas en que se suele dar. La escritora Irshad Manji ha sostenido que “Occidente tiene que intervenir en el mundo árabe por el bien de nuestra seguridad colectiva” y debe hacerlo promoviendo la democracia para evitar que el islamismo violento se convierta en la única salida de los descontentos. Así es que recomienda a Europa que se una a EEUU en el intento de que los islamistas pacíficos se impliquen en procesos electorales (El Mundo, 9/VII/2005). Digamos que esta es la versión posibilista y prooccidental del argumento. Pero desde una perspectiva de desconfianza hacia las iniciativas occidentales, como ocurre en el caso de un reciente artículo de Gema Martín Muñoz, el argumento a favor del Estado de Derecho (el término democracia no lo usa) puede convertirse en una condena de todos los gobiernos musulmanes aliados de Occidente. Su argumento es que la lucha antiterrorista debe desarrollarse con el mismo estricto respeto al Estado de Derecho en nuestras democracias occidentales y en los Estados árabes y musulmanes con los que se coopera. “Contribuyamos enérgicamente a construir verdaderos Estados de Derecho en los países musulmanes y habremos ganado una batalla capital al terrorismo” (El País, 9/VII/2005).

De acuerdo, pero no siendo previsible que ningún Estado musulmán enfrentado a una amenaza terrorista vaya a adoptar de la noche a la mañana las mismas prácticas de estricto respeto a los derechos de los detenidos que tras una larga historia ha conseguido adoptar la próspera y pacífica Europa, el dilema real que se plantea es el de cooperar con regímenes que distan de la perfección democrática o no cooperar en absoluto. Como a menudo ocurre, terminamos enfrentándonos al problema del mal menor. El respeto a las reglas de la democracia y a los derechos humanos del actual Reino de Marruecos no es comparable al de Suecia, pero ciertamente se trata de un régimen muy preferible al de Sadam Husein, al de los taliban, o al que impondrían en caso de triunfo quienes prepararon los atentados de Casablanca y Madrid. Visto que tenemos el mismo enemigo, ¿no deberíamos cooperar con Marruecos?

Otra línea de argumentación es la que sostiene que, para acabar con el terrorismo, hay que construir previamente un mundo mejor. Un editorial de El Periódico lo exponía así el día 8: “el terrorismo global es un mal que hay que destruir, pero se debe arreglar el mundo atajando las injusticias que padece, y que nutren la central del terror”. Juan Luis Cebrián lo ha explicado recientemente con más detalle, indicando que en la batalla contra el terrorismo hay que abordar la integración de los inmigrantes, el multiculturalismo, la lucha contra las desigualdades y la eliminación del egoísmo de las sociedades capitalistas (El País, 8/VII/2005). Es difícil no estar de acuerdo con que en un mundo perfecto no habría terrorismo y la eliminación de la miseria y la injusticia en el mundo es una tarea deseable en sí misma. Pero como fundamento de una estrategia contra el terrorismo, el argumento tiene tres defectos. En primer lugar, si para eliminar la amenaza terrorista en nuestro suelo, lo que debe ser nuestro primer objetivo, hemos de esperar a que desaparezcan las injusticias del mundo, más vale que nos resignemos a esperar bastante. En segundo lugar, la eliminación del terrorismo es en sí misma un factor que ayudaría poderosamente al desarrollo humano de los países afectados por esta lacra, ya que ni la inversión económica, ni la libertad creativa ni la solidaridad social florecen bajo las bombas. Y, en tercer lugar, si el terrorismo nace de la injusticia y la miseria, no está claro porqué Bin Laden surgió de la relativamente próspera, aunque tremendamente integrista, Arabia Saudí, mientras que en muchos países más pobres a nadie se le pasa por la cabeza que la solución de sus problemas comience por poner bombas en Londres.

Conclusión: La guerra contra el terrorismo, en su acepción militar, tiene una aplicabilidad limitada, y la utilización del concepto para justificar una intervención en Irak que respondía a otras motivaciones, ha conducido a una pérdida de legitimidad de quien la promovió. El aislacionismo representa una huida hacia adelante. La promoción de la democracia en el mundo musulmán es una iniciativa positiva, pero no representa una respuesta a la amenaza terrorista aquí y ahora, y lo mismo cabe decir, incluso en mayor medida, de la lucha contra las injusticias en el mundo.

¿Hay que resignarse pues a convivir largos años con el terrorismo yihadista? No necesariamente. El camino de la victoria sobre el mismo pasa por dar máxima prioridad al tema, como se merece debido a las consecuencias desastrosas que pudiera tener la repetición de atentados como los de Madrid y Londres. El objetivo principal debe ser reducir al mínimo la amenaza terrorista en nuestro suelo y el segundo ayudar a los países musulmanes para derrotarlo en el suyo. Los medios, en términos generales se conocen: incremento de los recursos tecnológicos y sobre todo humanos disponibles para la lucha antiterrorista, reformas legislativas para evitar los puntos débiles de los que los terroristas se aprovechan, mayor cooperación internacional, en especial con los países musulmanes, e integración de las comunidades musulmanas europeas en la tarea de eliminar una epidemia que les afecta especialmente. Lo fundamental es tener las prioridades claras.

Juan Avilés
Director del Instituto Universitario de Investigación sobre Seguridad Interior