Tema: Las zonas fronterizas en Asia meridional presentan un grado elevado de conflictividad y de actividad ilegal y son una fuente constante de tensión entre los Estados de la región.
Resumen: El presente análisis examina el panorama de las zonas fronterizas en Asia meridional, caracterizadas por un elevado grado de conflictividad y actividad ilegal y por ser una fuente constante de tensión entre los Estados de la región. En las periferias de Asia del Sur persisten un gran número de conflictos abiertos, con un más que cuestionable papel de los Estados en muchos de ellos, y abundan las actividades delictivas, como el tráfico de seres humanos y el de drogas. La escasa cooperación entre Estados y la doble agenda de éstos en relación a algunas disputas favorece un clima de inseguridad e impunidad. Detrás de todo ello se observa que sigue estando ausente una perspectiva regional para entender y abordar estos problemas.
Análisis: Desde la frontera afgano-paquistaní en la parte occidental hasta la indo-birmana y bengalo-birmana oriental, cada una de las líneas divisorias que separa a los Estados en el sur de Asia representa una fuente de conflicto, ya sea plasmado en una disputa entre Estados, ya mediante las dinámicas transfronterizas que involucran a actores subestatales con distintos intereses y agendas en juego. La magnitud de los contenciosos varía en importancia, siendo en la actualidad el avispero afgano-paquistaní el que está desgarrando la zona. Además, al examinar detenidamente el microcosmos fronterizo de toda Asia meridional, trasciende un panorama donde hay una gran actividad ilícita y también subversiva con respecto a los gobiernos centrales de estos países. Sin embargo, huelga decir también que es en estos territorios de indefinición donde las estrategias estatales adoptan sus formas más coercitivas, en especial en lo que se refiere a luchas políticas disidentes para definir criterios de inclusión y exclusión en el Estado nación.
Las disputas fronterizas y las periferias conflictivas
Casi todos los países de Asia meridional mantienen entre ellos disputas de diverso origen; unas son de herencia colonial, como la frontera de la línea Durand que separa Afganistán de Pakistán, mientras que otras surgieron a consecuencia de la partición del subcontinente y del marco regional posterior (como las disputas marítimas). Del mismo modo, existen una serie de conflictos autonomistas o secesionistas en varios de los Estados de la región. El significativo número de contenciosos territoriales que permanecen abiertos desde hace décadas (a los que puede sumarse la disputa fronteriza sino-india) indica que ha habido escasos esfuerzos y voluntad para abordarlos y acercar posiciones. El énfasis en por dónde trazar la línea fronteriza, y demarcarla sobre el terreno, prevalece sin prestar gran consideración a las comunidades locales afectadas, que no sólo quedan divididas sino también, en muchos casos, marginadas y desposeídas de los derechos más básicos. Quizá el ejemplo más evidente en la región sean los habitantes de los más de 200 enclaves existentes en el área fronteriza entre la India y Bangladesh, que siguen aislados en cada uno de estos países, pero de igual modo puede aplicarse a las familias divididas por el conflicto de Cachemira. En esa lógica, el juego de poder entre los Estados se manifiesta de manera evidente, al igual que la centralidad y la proyección regional de la India, que posee más margen de negociación y respaldo político que sus vecinos.
La realidad hace ver que en Asia meridional existe una escasa cultura de negociación, que no sólo se aprecia en los contenciosos bilaterales abiertos, sino también en la actitud con que se tratan las tendencias centrífugas o disidentes que amenazan a la unidad nacional. El último episodio de tal tendencia ha sido la gran ofensiva militar con la que el gobierno cingalés ha acabado con la insurgencia tamil, pero igualmente se puede señalar la actual actividad militar del gobierno indio en algunos Estados del norte y centro del país para contrarrestar la influencia de los grupos maoístas. Es evidente que las tácticas de violencia de esas organizaciones son totalmente injustificables, pero su misma existencia y su supervivencia en el tiempo son la expresión de formas de marginación política y económica que han sido ignoradas por los gobiernos centrales, cuando no indirectamente fomentadas por éstos.
Por otro lado, durante los procesos de negociación en curso se aprecia una notable falta de voluntad política para aplicar los acuerdos, proveer de infraestructuras y llevar adelante otras medidas con miras a mejorar las condiciones de unas zonas, generalmente muy empobrecidas a causa de la violencia. Los acuerdos del gobierno indio con varios grupos insurgentes del noreste del país sólo han tenido un éxito muy limitado, mientras que los acuerdos de paz del gobierno bengalí de 1997 con los grupos indígenas del área de Chittagong Hill Tracts, si bien han propiciado cierta normalización política en esta región, no han resuelto los derechos de la propiedad de las tierras de la población local, entre otros asuntos.
Tales escenarios ponen de manifiesto las dificultades que tienen los países de Asia del Sur para acomodar las actitudes de disensión frente a una identidad nacional dominante todavía en fase de definición o de elaboración. Esto es así porque la experiencia colonial, y la particional (en el caso de la India, Pakistán y Bangladesh), todavía se percibe como reciente y sigue estando en el centro del debate político bajo las formas más insospechadas. El nacionalismo paquistaní posee un importante elemento de “antiindianidad” y el bangladeshí es esencialmente antipaquistaní (pero también sospecha de la India), mientras que en Bután y en Sri Lanka el discurso de inclusión y exclusión se halla fundamentalmente dentro de las fronteras del Estado (en base a la adhesión a una etnia dominante o grupo lingüístico y religioso). Incluso en un país que clama ser secular o laico como es la India, ciertas formas de disensión política siguen siendo controvertidas, como se ha podido ver recientemente con el caso del ex ministro de Asuntos Exteriores y miembro del Partido Popular de la India (más conocido como Bharatiya Janata Party o BJP). A la expulsión del partido tras la publicación de una obra sobre la partición en la que daba un juicio positivo sobre M.A. Jinnah (el fundador de Pakistán) se le sumaron las duras críticas de otras formaciones políticas consideradas más plurales y tolerantes, como fue el propio Partido del Congreso. Esos ejemplos, aunque circunscritos al ámbito político, tienen su traslación a la práctica del plano negociador con posiciones poco constructivas acerca del actual escenario cambiante.
La porosidad de las fronteras
Frente a las disputas irresueltas, el otro gran problema lo plantea la gran porosidad de las fronteras ya existentes, donde a pesar de la densa militarización y control sobre la población local, se llevan a cabo actividades ilícitas con diverso impacto para estos Estados. Así, por ejemplo, la frontera entre Bangladesh y la India soporta un importante flujo de movimientos ilícitos, no sólo por razones económicas sino también con fines delictivos (como es el tráfico de seres humanos) y de lucha política armada (el movimiento separatista de Assam). De éstos, es quizá el tráfico de seres humanos el que posee una mayor dimensión regional y hasta mundial, pues niños y mujeres, principalmente, son objeto de tráfico con fines de prostitución y explotación laboral hacia otros países vecinos y regiones próximas, como es el caso del Golfo. La frontera indo-bangladeshí representa tan sólo un punto de origen en la zona, al que se unen otros como Nepal y la propia India, siendo la frontera indo-paquistaní por donde se realiza el tránsito hacia los posibles destinos.
Además, mientras que los gobiernos se enfrentan continuamente respecto de asuntos transfronterizos que afectan a las actividades de grupos separatistas y extremistas, se aprecia una cierta pasividad a la hora de combatir a las mafias que comercian con seres humanos y el crimen organizado que conlleva ese tráfico. Para atajar estas mafias, la legislación interna en estos países sigue siendo débil y no se suele aplicar y, cuando lo hace, resulta incluso claramente disfuncional. Por otro lado, pese a los escasos acuerdos multilaterales existentes para combatir esos delitos, circunscritos generalmente al ámbito regional de la ACRAM (el Acuerdo de Cooperación Regional en Asia Meridional, más conocido por sus siglas inglesas SAARC), no se adoptan medidas concretas para su desarrollo y aplicación.
En referencia a la frontera indo-bangladeshí, los respectivos gobiernos de Nueva Delhi y Dacca han acercado posturas en algunos asuntos –recientemente el gobierno de Dacca accedió a la extradición de dos miembros de la Frente Unido de Liberación de Assam–, pero el mayor obstáculo sigue siendo la falta de comprensión del problema como un fenómeno transnacional y no como algo que emana de la parte vecina. La India y Bangladesh siguen sin tener un tratado bilateral que permita combatir asuntos como el tráfico de seres humanos y, además, el problema de la inmigración bengalí en la India suscita constantes desacuerdos entre ambos. En el caso de la frontera indo-paquistaní, casi siempre referida en el plano bilateral en relación al problema del terrorismo y del separatismo cachemir, la colaboración parece casi inexistente. Tan sólo se han establecido algunas medidas de cooperación policial y diplomática como resultado del proceso de diálogo bilateral, fundamentalmente para asuntos de información en determinados delitos y la situación de prisioneros en el país vecino. Éstas han servido para aliviar en parte situaciones anacrónicas, como el caso de los humildes pescadores capturados por ambos países debido a la disputa fronteriza marítima, que suelen pasar largos períodos en las prisiones del país contrario antes de ser liberados.
El actual panorama demuestra que es la ausencia de una perspectiva regional por parte de las principales elites dominantes en esos países la que determina este escenario inseguro e inestable. A esa ausencia se suma la falta de una adecuada política de vertebración territorial inclusiva, sobre todo en las periferias del Estado. Un claro ejemplo son la India y Pakistán, que poseen una actitud casi siempre represiva y poco dialogante a la hora de abordar los movimientos disidentes en sus respectivas periferias territoriales, como puede verse en los casos del tratamiento del nacionalismo beluchi (en Pakistán), cachemir (en los dos países), asamés (en la India) o incluso la rebelión naxalita, entre otros. La teoría de la conspiración, que afirma que detrás de estos movimientos está la mano de los servicios secretos del país vecino enemigo, suele prevalecer sobre el reconocimiento de que existe un problema dentro del territorio nacional y, por ello, las operaciones militares van dirigidas a atajar toda disidencia que sea considerada antinacional. Sin embargo, aun cuando esa participación externa es evidente, como con el apoyo de Pakistán a los muyahidines cachemires, ésta no resulta suficiente para deslegitimar la existencia de un conflicto político en el país (en este caso concreto en la India) que necesita una solución.
En ese sentido, no conviene olvidar la situación de la centralidad de la India, que comparte fronteras terrestres y marítimas con casi todos los Estados de la región, a excepción de Afganistán. La India puede convertirse en el principal motor de vertebración de esta área, tanto por razones territorial-geográficas, que afectan a las infraestructuras y comunicaciones, como por su mayor capacidad y estabilidad económica frente a la de sus vecinos. Aun así, la realidad también hace ver que este gigante, y concretamente sus periferias, constituyen un factor de inestabilidad de primer orden en Asia del Sur que pone en graves dificultades a los Estados vecinos, en particular a los más pequeños y vulnerables. En diversas ocasiones, las conexiones transfronterizas de determinados grupos (como los naxalitas o maoístas, otros grupos de liberación nacional y también formaciones islamistas) han perjudicado las relaciones entre Nueva Delhi y los gobiernos de Dacca y Katmandú, de tal manera que ha habido una gran presión sobre estos últimos. Generalmente, cuando tal presión ocurre, esos pequeños Estados vecinos suelen reaccionar apelando a un sentido de unidad nacional frente a lo que se considera como la hegemonía e injerencia indias, es decir, con un claro tono antiindio. Como resultado, las trifulcas basadas en el juego de la dialéctica política no contribuyen a resolver el problema planteado.
La actividad transfronteriza violenta y la política exterior
Para entender adecuadamente la conflictividad existente en las zonas fronterizas de Asia meridional, conviene no olvidar el papel que tienen los gobiernos como potenciales facilitadores, cuando no instigadores, de la misma. Quizá en ningún otro lugar se aprecia mejor que en Pakistán el uso de las fronteras permeables para la exportación del conflicto y la violencia como un arma de política exterior. No obstante, aunque a menor escala, todo parece sugerir que otros Estados de Asia del Sur también se han involucrado en actividades similares, particularmente mediante el uso de medidas de contrainsurgencia y la manipulación de determinadas minorías étnicas contra otros grupos en regiones afectadas por este tipo de violencia.
En el caso paquistaní, la actual batalla que se libra en la frontera afgana no sólo es heredera de un juego de alianzas resultado del orden derivado de la Guerra Fría (hacer frente a la invasión soviética de Afganistán) sino que también obedece a la política de este país dirigida a instrumentalizar el factor religioso. Con el adoctrinamiento de la etnia pastún al otro lado de la frontera (que a su vez es mayoritaria en Afganistán), se pretendió infligir divisiones en el nacionalismo pastún y concretamente en el sentimiento panpastún de la demanda de un Estado independiente. El objetivo era que el movimiento pastún paquistaní (generalmente laico) se sintiese así poco atraído por sus hermanos al otro lado de la frontera. No obstante, esta estrategia también hay que enmarcarla como una respuesta a los intentos de anteriores gobiernos afganos de movilizar a los pastunes de la zona paquistaní.
Del mismo modo, Pakistán, o más concretamente los sectores de la cúpula militar y ciertas elites burocráticas, han seguido una política parecida de propiciar una revuelta en la Cachemira india desde mediados de los años 60 del siglo pasado, si bien sin resultados concretos hasta varias décadas después, cuando los cachemires del valle cogieron las armas y se organizaron contra el gobierno indio. Tal actividad, además del nivel de violencia que ha conllevado, ha provocado una degeneración de este conflicto, debido a la autonomía y multiplicidad de los grupos que operan y a la ausencia de un control sobre los mismos. En último término, esto ha afectado de manera significativa a las reclamaciones que Pakistán hace sobre este contencioso e incluso ha revertido negativamente en su seguridad interna.
El fomento de la violencia y otros problemas sociales en áreas vecinas como instrumento de la política exterior no es exclusivo de un solo Estado en la región. Su práctica frecuente responde a la persistencia de una profunda rivalidad entre países y a un gran sentido de vulnerabilidad por parte de los Estados más pequeños que impide un clima mínimo de confianza ante eventuales procesos de acercamiento y de negociación. A pesar de que se aprecia una voluntad para el diálogo, no hay un consenso ni posturas compartidas sobre cómo abordar problemas concretos, y suele predominar un juego en el que los Estados miden su poder e influencia mediante la retórica política, en vez de alcanzar acuerdos. Y es que, en el fondo, la visión de los conflictos que enfrentan a los países del subcontinente indio sigue estando muy determinada por una lógica estatal, que desatiende la dimensión regional y el carácter transnacional de estos problemas y, por ello, la búsqueda de soluciones a través del compromiso.
Conclusiones: Un examen de las áreas fronterizas de los Estados de Asia meridional ofrece un panorama de gran conflictividad e ilegalidad que posee importantes consecuencias para la seguridad mundial (no sólo militar sino también –y especialmente– humana). El ejemplo más claro de este caos los constituye la existencia de numerosas disputas en las periferias de estos Estados, así como los contenciosos entre varios países todavía no resueltos. Sin embargo, otras actividades que atraen menor atención internacional, como el tráfico de seres humanos u otras actividades ilícitas, comportan una realidad igualmente preocupante.
Para entender buena parte del presente escenario conviene remitirse al contexto histórico de estos países y concretamente al poscolonial, que superpuso fronteras territoriales sobre otro tipo de afinidades previas entre comunidades, pero también a la experiencia de la construcción de una identidad nacional en estos países poco acomodaticia o inclusiva, sobre todo con las minorías de la periferia. Esa realidad sigue prevaleciendo actualmente en Asia del Sur, donde todavía no se ha asentado una cultura de negociación, tanto intraestatal como interestatal, que permita abordar los principales problemas que diezman esta región.
Antía Mato Bouzas
Investigadora del Zentrum Moderner Orient, Berlín