La paz mundial y las lecciones de la historia

La paz mundial y las lecciones de la historia

Tema: La experiencia histórica no proporciona normas a seguir, pero sugiere reflexiones útiles. Por ello, cuando la comunidad internacional se enfrenta al hecho de que el régimen de Sadam Husein no parece dispuesto a cumplir verdaderamente las resoluciones de la ONU, puede resultar conveniente volver la mirada a los años previos a la Segunda Guerra mundial, en los que la falta de decisión frente a los desafíos planteados por regímenes belicosos terminó conduciendo al conflicto más destructivo de la historia.

 Resumen: Las potencias democráticas vencedoras en la Primera Guerra mundial fueron incapaces de articular un sistema de seguridad colectiva, como el que pretendió representar la Sociedad de Naciones. El rechazo de ésta por el Senado de Estados Unidos constituyó el primer peldaño en la vía hacia ese fracaso, que se manifestaría dramáticamente frente a las agresiones de Japón contra China y de Italia contra Etiopía. La política franco-británica de apaciguamiento de los dictadores no consiguió su objetivo y el expansionismo de Hitler, que pudiera haber sido frenado mediante la imposición de las cláusulas de desarme acordadas en el tratado de Versalles, condujo a la Segunda Guerra mundial. Dicha experiencia no fue olvidada y la solidaridad de las potencias democráticas se mantuvo durante las cuatro décadas de la guerra fría. Este ensayo aboga porque esa solidaridad se mantenga frente a las crisis del presente.

Análisis: El siglo XX presenció dos guerras mundiales, con un balance conjunto de unos cincuenta millones de muertes, además de muchos otros conflictos. En ese sentido fue un siglo en el que el avance tecnológico hizo más devastador que en el pasado el impacto de la guerra. Pero fue también aquél en que el recurso a la guerra dejó de ser contemplado como un recurso normal en la política de un Estado. En 1928 se firmó en París un pacto de renuncia general a la guerra, conocido como pacto Briand-Kellog por el nombre de sus promotores francés y norteamericano, al que terminaron adhiriéndose 57 Estados, es decir todos los Estados soberanos del mundo excepto Argentina, Bolivia, Brasil, Arabia y Yemen. Pero no fueron los Estados no firmantes los que condujeron al mundo a la guerra. Las agresiones vendrían de Japón, que atacó a China en 1931 y en 1937, de Italia, que atacó a Etiopía en 1935, y de Alemania, que atacó a Polonia en 1939.

No era difícil, dado el generalizado rechazo a la guerra que en la opinión pública de todos los países habían provocado las matanzas de 1914 a 1918, llegar a una declaración universal en favor de la paz. Lo difícil era defenderla frente a las amenazas de algunos regímenes autoritarios, libres por tanto de la presión de la opinión pública, que optaron por la vieja receta del engrandecimiento mediante la guerra. En aquellos años se demostró la paradoja de que el pacifismo no basta para asegurar la paz mundial, porque si los Estados pacíficos se abstienen de emplear la fuerza frente a los agresores, simplemente dejan a éstos el terreno libre frente a sus víctimas. Se demostró también que el apetito de los agresores, y también su fuerza, aumenta comiendo, hasta no dejar a nadie al margen del peligro. Estados Unidos lo comprobó a sus expensas en Pearl Harbour.

El fracaso de la seguridad colectiva
La verdadera defensa de la paz mundial ha de venir de la seguridad colectiva, es decir, de un pacto internacional de seguridad que disuada a cualquier agresor con la perspectiva de que habrá de enfrentarse, no a una víctima aislada, sino a todos los Estados comprometidos en la defensa mutua. Éste fue el principio que inspiró la fundación de la Sociedad de Naciones, creada por el Tratado de Versalles de 1919.

La Sociedad de Naciones fracasó, pero más que su fracaso en sí mismo interesa analizar la incapacidad de las potencias democráticas para hacer frente a unos desafíos que no sólo representaron violaciones del Tratado de Versalles y/o de los principios de la Sociedad de Naciones, sino que llevaron a los dirigentes de Tokio, Roma y Berlín a creer que nadie les impediría realizar sus sueños imperiales. Por supuesto se equivocaron, pero costaría cuarenta millones de muertos que salieran de su engaño.

Unas respuestas enérgicas a los primeros desafíos habrían resultado mucho menos costosas. ¿Por qué no las hubo? Básicamente porque la firmeza en defensa de los principios de la seguridad colectiva tiene costes elevados. Supone la disposición a efectuar una amenaza creíble del uso de la fuerza para disuadir a un agresor que no está poniendo directamente en peligro ningún interés nacional vital. Y una amenaza creíble del uso de la fuerza implica, desafortunadamente, que a veces habrá que terminar por usarla. Ello choca con tres tendencias que estaban ampliamente extendidas entre los ciudadanos, los líderes de opinión y los dirigentes políticos de las potencias democráticas en los años veinte o treinta. Y que en menor medida siguen estándolo hoy en día:

a)                           El apego al tradicional principio del sagrado egoísmo nacional, es decir, la convicción de que la política de un Estado debe guiarse exclusivamente por la defensa de sus intereses nacionales, concebidos en su sentido más estricto. Durante el periodo de entreguerras ello llevó, en el terreno económico, a unas actitudes proteccionistas que terminaron por perjudicar a todas las naciones y, en el terreno de la política internacional, a que cada Estado rehusara responder a aquellos desafíos que no suponían una amenaza directa a sus intereses.

b)                           El pacifismo incondicional, que partiendo de la obvia constatación de que la guerra es siempre un mal llega a excluir la posibilidad de que, en determinadas circunstancias, sea el mal menor. No fueron pocos los pacifistas europeos de los años treinta que cuando finalmente vieron que la disyuntiva era la guerra o la hegemonía nazi sobre el continente optaron por la primera. El problema es que llegaron a percibir con claridad esa disyuntiva demasiado tarde.

c)                           Una política internacional guiada únicamente por las consideraciones a corto plazo. En las diversas crisis que se sucedieron durante los años treinta los dirigentes de las grandes potencias democráticas adoptaron decisiones eminentemente prudentes. El problema es que la suma de todas esas decisiones prudentes condujo a la máxima imprudencia, es decir, a permitir que los Estados agresores crecieran en fuerza y en osadía hasta el punto en que sólo una devastadora guerra mundial permitió frenarles.

Las etapas del fracaso
El tratado de Versalles. Resulta un tópico afirmar que el origen de la Segunda Guerra mundial debe buscarse en el propio tratado que puso fin a la primera. Esto suele entenderse en el sentido de que la dureza de las cláusulas impuestas a Alemania generó un deseo de desquite, pero en realidad es más correcto afirmar que si se llegó a la Segunda Guerra mundial fue precisamente porque no fue aplicado. El tratado no fue especialmente duro con Alemania, ciertamente lo fue menos que el que los dirigentes alemanes planeaban imponer a sus enemigos, pero impuso unos topes a sus capacidades militares que, de haberse mantenido, habrían hecho imposible que Hitler lanzara su guerra de conquista.

Lo que faltó fue la voluntad de imponer el cumplimiento de esos topes cuando el dictador alemán optó por ignorarlos. Y esto ocurrió en buena parte porque la alianza de potencias democráticas que había triunfado en la Primera Guerra mundial, integrada esencialmente por Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos, no se mantuvo. La ruptura fundamental se produjo en noviembre de 1919, cuando el Senado de Estados Unidos rechazó la ratificación del tratado de Versalles, lo que supuso que la gran potencia americana se mantuviera al margen de la Sociedad de Naciones y no se comprometiera a la defensa de las fronteras europeas. Por su parte, Gran Bretaña terminó por asumir la defensa de las fronteras francesas y belgas, pero no hizo lo mismo respecto a las de Europa centro-oriental hasta bien entrado 1939.

Todo lo cual supuso que el mantenimiento del equilibrio europeo quedara en manos de una sola potencia, Francia, que carecía del poderío material necesario para tal empresa y que en los momentos más difíciles demostró que carecía también de la indispensable fibra moral (como puede verse en el fascinante testimonio que, con el título de La extraña derrota, escribió ese gran historiador y gran patriota francés que fue Marc Bloch).

La crisis de Manchuria. La primera crisis grave a la que hubo de hacer frente la Sociedad de Naciones se produjo en septiembre de 1931, cuando el ejército japonés ocupó la provincia china de Manchuria y al año siguiente ésta se convirtió en un Estado teóricamente soberano y sometido en realidad a Tokio. Ante esta agresión la Sociedad de Naciones estableció una comisión de encuesta, presidida por lord Litton, que presentó sus conclusiones en septiembre de 1932. El informe Litton declaró ilegal la acción japonesa, pero propuso una solución bastante acomodaticia, según la cual Manchuria se convertiría en una región autónoma bajo soberanía china y bajo control japonés. En febrero de 1933 la Sociedad de Naciones adoptó este informe y, en respuesta, Japón se retiró del organismo internacional. Las sanciones fueron simbólicas. Por su parte, Estados Unidos no quiso tampoco imponer sanciones, porque temía que podrían haber llevado a una guerra, y se limitó a declarar en enero de 1932 que no reconocería ninguna situación resultante de una violación del pacto Briand-Kellog.

En realidad, China se hallaba en una situación caótica y durante el último siglo las potencias occidentales habían aprovechado su debilidad para imponerle concesiones contrarias a su soberanía. ¿Iban a ir a la guerra en 1931 para defender la integridad territorial china?

La crisis de Etiopía. Estado miembro de la Sociedad de Naciones, Etiopía fue invadida por la Italia fascista en octubre de 1935. Para entonces, Hitler había emprendido un rearme masivo y había fomentado una intentona nazi en Austria que fracasó, en parte, por la firmeza de Italia, la cual demostró así su valor como garante del statu quo en Europa. A cambio, el gobierno francés estaba bien dispuesto a hacerle concesiones en el tema etíope. En cambio el gobierno británico, que ese mismo año había llegado con Alemania a un acuerdo sobre fuerzas navales que violó el tratado de Versalles, quería evitar un nuevo fracaso como el de Manchuria, que habría acabado con la utilidad de la Sociedad de Naciones como medio de presión frente al revanchismo alemán. Así es que esta vez la Sociedad de Naciones adoptó sanciones algo más severas contra Italia, pero no lo suficiente como para obstaculizar su esfuerzo bélico. Mussolini se retiró de la Sociedad de Naciones, completó la conquista de Etiopía y en adelante dejó de oponerse al expansionismo alemán en Europa.

Ahora bien, en un momento en que la mayor parte de África formaba parte de los imperios coloniales británico y francés ¿tenía sentido arriesgarse a una guerra para defender la independencia de Etiopía?

La crisis de Renania. China y Etiopía estaban muy lejos de los centros de poder occidentales, pero no ocurre lo mismo con el valle del Rhin. El tratado de Versalles había impuesto su desmilitarización para proporcionar a Francia y Bélgica unas fronteras más seguras y por tanto su reocupación por tropas alemanas, que Hitler decidió en marzo de 1936, suponía una amenaza seria para París. A pesar del rearme, la superioridad militar correspondía entonces a Francia, y sin embargo ésta no reaccionó. Le faltó el apoyo de Gran Bretaña, que no estaba dispuesta a un conflicto para evitar que el gobierno alemán mandara sus tropas a una parte de su propio territorio. Y le faltó también decisión.

A posteriori hay motivos para estar de acuerdo con el comentario que el Papa Pío XI le hizo por entonces al embajador de Francia: “si ustedes hubieran enviado inmediatamente 200.000 hombres a la zona reocupada por los alemanes, habrían rendido un formidable servicio a todo el mundo.”

La crisis de Checoslovaquia. A partir de la reocupación de Renania la política respecto a los Estados expansionistas se concretó en un término: appeasement (apaciguamiento). La idea era que se podía evitar la guerra si se satisfacían aquellas aspiraciones de los dictadores que pudieran resultar razonables. Así es que en el verano de 1936, cuando se supo que Mussolini y Hitler estaban apoyando a Franco en su rebelión contra el gobierno español, la respuesta franco-británica consistió en promover un comité de no-intervención… que no evitó la intervención germano-italiana. No hubo respuesta adecuada a la invasión de China por Japón en 1937, ni a la incorporación de Austria a Alemania en marzo de1938. Y la debilidad llegó a su culminación en el pacto de Munich de septiembre de ese mismo año, por el que Francia y Gran Bretaña aceptaron la desmembración de Checoslovaquia, con la que Francia tenía un tratado de defensa mutua, y a la anexión por Alemania de la región de los Sudetes.

Pero incluso esta última decisión tenía algún fundamento. La población de los Sudetes era mayoritariamente de lengua alemana y Hitler había dejado bien claro que estaba dispuesto a la guerra para incorporarla al Reich. ¿No era mejor cedérsela pacíficamente? ¿Debían morir franceses y británicos por la inviolabilidad de las fronteras checoslovacas?

El problema es que el sacrificio fue en vano. Un año después Gran Bretaña y Francia declararon la guerra a Alemania para defender las fronteras de la invadida Polonia. Y lo más lamentable es que, en el caso de Europa, habría bastado una actitud firme frente al rearme alemán para salvaguardar las fronteras y la paz.

Pasado y presente
La tremenda lección fue bien aprendida. Tras la Segunda Guerra mundial la solidaridad occidental se mantuvo. Los acuerdos de Bretton Woods, la fundación de la ONU, el plan Marshall, la doctrina de la contención del comunismo, la Alianza Atlántica y la creación de las Comunidades Europeas fueron los principales hitos a través de los cuales se perpetuó el espíritu de solidaridad surgido de la guerra. Ello no evitó que se repitieran las tragedias en otras partes del mundo, pero garantizó la seguridad de Europa occidental, que por primera vez en su historia ha conocido medio siglo de paz ininterrumpida, al tiempo que experimentaba un desarrollo económico y un incremento del bienestar social sin precedentes. La superación de las heridas de la guerra, que tiene su expresión modélica en el entendimiento franco-alemán, ha jugado un gran papel en todo ello. Y también lo ha jugado la solidaridad entre los países situados en ambas orillas del Atlántico Norte.

Tras el fin de la guerra fría se ha abierto la posibilidad de una Unión Europea que integre efectivamente a todo el continente. Pero debe recordarse que la única gran crisis del periodo, la que se inició con la desmembración de Yugoslavia, no la pudieron resolver los europeos por sí solos. Cuando se optó por la intervención militar, que restableció la paz tras años de matanzas, de nuevo fue decisiva la aportación de Estados Unidos, primero en Bosnia y luego en Kosovo.

Tras ello Europa ha recuperado la paz, salvo en sus confines caucásicos. Pero en el conjunto del mundo subsisten graves amenazas a la seguridad de las naciones; en los países en desarrollo por la existencia de numerosos conflictos internos; y en todas partes por las acciones del terrorismo internacional y por la proliferación de las armas de destrucción masiva.

Después del 11 de septiembre no cabe duda de que Estados Unidos están dispuestos a hacer frente tanto al terrorismo internacional como a los desafíos de los regímenes dispuestos a violar los acuerdos de no-proliferación, y tienen bien presente que de la combinación de ambos factores pudiera surgir la pesadilla de unos grupos terroristas dotados de armas de destrucción masiva. Europa puede optar por permanecer al margen o por asumir su responsabilidad en el mantenimiento de la paz y la seguridad mundiales. La crisis de Irak, que coincide con la presencia de cuatro Estados de la UE en el Consejo de Seguridad de la ONU, representa una ocasión para demostrar por cuál de ambas opciones se inclina. A no ser que represente una ocasión para mostrarse dividida.

En mi opinión, la experiencia histórica milita en favor de que Europa no rehuya su responsabilidad y se esfuerce para que la acción de la ONU frente a los Estados agresores tenga la firmeza de que careció su predecesora la Sociedad de Naciones.

Juan Avilés
Catedrático de Historia Contemporánea en la UNED

Juan Avilés

Escrito por Juan Avilés