La crisis de Irak y su impacto en el debate sobre el futuro de la Unión Europea

La crisis de Irak y su impacto en el debate sobre el futuro de la Unión Europea

Tema: En las últimas semanas se han realizado valoraciones muy diversas de las consecuencias de la actual crisis iraquí sobre los trabajos de la Convención y el futuro de la integración europea. En este artículo se describen las interpretaciones más relevantes y se plantean algunos interrogantes al respecto. 

Resumen: Las divisiones creadas en el seno de la Unión Europea en relación con la crisis de Irak han merecido lecturas muy diversas entre los especialistas y los actores políticos. Para muchos, la crisis ha demostrado, una vez más, la imposibilidad de desarrollar a corto plazo una verdadera política exterior y de seguridad común en la Unión, poniendo de relieve la futilidad de los trabajos de la Convención. Para otros, las discrepancias existentes, y el modo en que se han manifestado, no hacen sino confirmar la necesidad de dotar a la Unión cuanto antes de nuevas instituciones e instrumentos sin los cuales seguirá siendo un espectador impotente de los grandes acontecimientos internacionales.

Análisis: En opinión de algunos analistas, la crisis no ha hecho sino dar la razón a quienes vienen sosteniendo desde hace décadas la imposibilidad de que Estados soberanos con historias, intereses y culturas políticas distintas puedan llegar a  desarrollar algún día una política exterior y de seguridad común. Muchos de quienes así opinan vinculan implícita o explícitamente esta supuesta limitación ‘estructural’ de la Unión a la existencia de dos grandes visiones contrapuestas de Europa: una esencialmente ‘Eurocéntrica’ y continental, de inspiración francesa, y otra ‘Euroatlántica’, de influencia anglosajona. Sin embargo, como ha demostrado contundentemente Andrew Moravcsik en su libro The choice for Europe (Cornell University Press, 1998), el texto sin lugar a dudas más influyente publicado durante la década pasada sobre el proceso de integración europeo, la tesis de las ‘dos Europas’, tan atractiva y engañosa como la de las ‘dos Españas’, no explica satisfactoriamente ninguno de los grandes hitos del proceso de construcción europea, ni siquiera aquellos que más contribuyeron a su formulación, como pudieran ser los sucesivos vetos impuestos por el General de Gaulle a la adhesión del Reino Unido. A pesar de los esfuerzos de Moravcsik, es evidente que la tesis sigue ejerciendo una notable influencia, aunque no aporte gran cosa a nuestra comprensión de una crisis como la actual.

El primer factor a tener en cuenta en la situación actual es la postura de Francia, que ocupa un lugar privilegiado en los análisis sobre el impacto de la crisis de Irak porque es la única potencia europea hostil a los planteamientos de la Administración Bush que goza de derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU. De acuerdo con la tesis de las ‘dos Europas’, la postura francesa se debe ante todo al deseo de aprovechar la coyuntura que ello le brinda para demostrar a Estados Unidos que, a pesar de su indudable poderío militar y peso económico, no puede actuar sin tener en cuenta las opiniones de la ‘vieja Europa’, que nadie representa mejor que Francia. Algunos seguidores de dicha tesis van aún más lejos, atribuyendo a París el deseo de aprovechar la crisis para forjar un nuevo consenso ‘Eurocéntrico’ en torno a un eje franco-alemán reforzado, aunque pusiese en peligro la relación transatlántica, los trabajos de la Convención e incluso una ampliación que deberán ratificar en su día los parlamentos nacionales de la ‘vieja Europa’. En su versión más extrema, según esta lectura, con ello se pretendería incluso obligar al Reino Unido a definirse ‘de una vez por todas’ (una exigencia muy poco comunitaria, por cierto) en relación con el proyecto europeo.

Sin embargo, la retórica política induce con frecuencia a la confusión. Precisamente, la tesis más controvertida (pero no menos convincente) del estudio de Moravcsik es que, en contra de lo que se suele argumentar, la oposición del General de Gaulle al ingreso del Reino Unido en la Comunidad tuvo mucho más que ver con la economía francesa, y sobre todo con la necesidad de institucionalizar la Política Agraria Común antes de la ampliación, que con la geoestrategia y las relaciones transatlánticas: de ser así, la tradición gaullista a la que se apela en ocasiones para explicar el comportamiento de Chirac sería en realidad más una cuestión de grano que de ‘grandeur’. Aplicando la misma lógica, podría decirse que la clave de la postura de París no debe buscarse tanto en ‘una cierta idea de Europa’ franco-alemana, como en la visión que pueda tener el presidente Chirac del interés nacional francés. Todo esto explicaría por qué el escenario que ha buscado París para el enfrentamiento con EEUU y con sus socios más atlantistas no ha sido la propia UE, sino la ONU y la OTAN, dos ámbitos en los que puede hacer valer su ‘superioridad’ política y militar sobre Alemania y competir en pie de igualdad con Reino Unido. En cuestión de semanas, le ha permitido convertirse en el ‘senior partner’ del eje franco-alemán a pesar de su inferioridad económica, lo cual podría tener consecuencias positivas para los intereses franceses a medio plazo cuando se reabra el debate sobre la reforma de la PAC y el coste futuro de la ampliación, sobre todo si la mayoría de los países candidatos continúan alineándose de forma inequívoca con Estados Unidos. En suma, Francia estaría aprovechando la crisis de Irak para reforzar su posición en el seno de la UE, conquistando de paso la gratitud de algunos Estados pequeños a los que había alarmado con sus propuestas de reforma institucional, que podrá defender en la Convención y la CIG posterior con mayor tranquilidad.

Alemania es, sin duda, el actor europeo que más ha sorprendido por la contundencia de su oposición a los planes de la Administración Bush. Durante la Guerra Fría los gobiernos de Bonn se emplearon a fondo para que la sangre no llegara nunca al río en los frecuentes enfrentamientos habidos entre París y Washington. Tras la caída del muro de Berlín, tomaron buena nota del apoyo norteamericano a la reunificación de Alemania, que contrastó vivamente con las iniciales reticencias francesas. La mayoría de los analistas atribuyen la postura de Schroeder a la vulnerabilidad de un gobierno que podría perder el apoyo crucial de uno de sus socios parlamentarios si no se mostrara suficientemente firme contra EEUU en el Consejo de Seguridad, provocando incluso unas elecciones anticipadas. No obstante, resulta sorprendente que Alemania haya roto con una larga tradición de respeto por la cohesión europea al anunciar unilateralmente que no participaría en una coalición contra Irak con independencia de lo que pudiera decidir en el futuro el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (y por lo tanto, de lo que pudieran opinar los otros socios europeos representados en él). Sin embargo, el hecho de que Berlín esté dispuesto a enviar misiles Patriot a Turquía a través de Holanda, al mismo tiempo que vota en contra de activar los planes de la OTAN para la defensa de un aliado decisivo, parece sugerir que el gobierno alemán se encuentra en la incómoda tesitura de tener que satisfacer a la vez a sus tradicionales instintos atlantistas y los acuerdos recientemente alcanzados con Francia, a la que no puede dejar sola ante una creciente presión norteamericana. Por eso mismo, es posible que el propio entendimiento franco-alemán sea una de las primeras víctimas de la guerra contra Irak si ésta se desarrolla de acuerdo con las previsiones más optimistas de EEUU. En contra de lo que a menudo se afirma, ello no tiene que ser necesariamente negativo para la Unión Europea, ya que, como han demostrado los acontecimientos de las últimas semanas, el eje franco-alemán ya no es una condición suficiente para su buen funcionamiento.

El tercer factor a tener en cuenta en la crisis europea es la postura británica. Donde cobra mayor verosimilitud la tesis de las ‘dos Europas’ es quizás en relación con Reino Unido, y a muchos no les ha resultado difícil ver en las acciones de sucesivos gobiernos británicos una mera prolongación de una política norteamericana destinada a obstaculizar todos los grandes proyectos europeos, sea la moneda única o la PESC. Sin embargo, este tipo de análisis maniqueo no tiene en cuenta ni la decisiva contribución norteamericana a la construcción europea en los años cincuenta y sesenta, ni la crucial contribución británica a uno de los proyectos –el del mercado interior- que más ha contribuido a la integración en los últimos tiempos. Tampoco parece compatible con el dato de que sin el acuerdo franco-británico de Saint-Malo hoy no existiría siquiera una incipiente Política Europea de Seguridad y Defensa, ni con el hecho de que el Reino Unido podría aceptar sin grandes dificultades las recientes propuestas franco-alemanas sobre la futura arquitectura institucional de la Unión. Por último, también ignora que las desavenencias surgidas en el seno de ésta con motivo de la crisis iraquí no favorecen precisamente los esfuerzos de Blair por situar al Reino Unido ‘en el corazón de Europa’, política que a medio plazo podría conducir incluso a su adopción de la moneda única.

Otro de los grandes problemas que plantea la tesis de las ‘dos Europas’ es que obedece a una visión esencialmente estática del proceso de integración que no se corresponde con la realidad histórica. Si bien es cierto que la política europea de los Estados miembros no suele verse afectada por los cambios de gobierno, debido fundamentalmente a que sus intereses geoestratégicos no suelen experimentar bruscas fluctuaciones, ello no significa que no puedan producirse modificaciones de cierto calado. Así lo demuestra, entre otros, el caso de Italia, que no sólo se ha distanciado del eje franco-alemán, abandonando el núcleo fundacional de los ‘Seis’, sino que ha unido su suerte a la de los atlantistas, debido en parte a la necesidad de contrarrestar el indudable protagonismo adquirido por España en fechas recientes. El caso español también revela las limitaciones predictivas de la tesis de las ‘dos Europas’, según la cual España debería alinearse con los Estados ‘Eurocéntricos’. Sin embargo, Madrid se habría pasado incomprensiblemente al bando de los ‘Euroatlánticos’ como resultado del cambio de gobierno operado en 1996, realineamiento que podría invertirse cuando regrese al gobierno el principal partido de la oposición. Algo parecido podría decirse de Portugal, otro de los firmantes de la ‘carta de los ocho’, que combina su condición de ‘país de cohesión’ con fuertes vínculos transatlánticos, desafiando así un cómodo encasillamiento en ninguna de las ‘dos Europas’.

En contraste con la visión un tanto catastrofista a la que conduce la aplicación estricta de la tesis de las ‘dos Europas’ a la crisis provocada por el conflicto iraquí, llama poderosamente la atención la interpretación de un veterano y agudo observador de la realidad europea como Ferdinando Riccardi, editorialista del imprescindible Bulletin Quotiden Europe (Ver el número 8392, correspondiente al 4 de febrero). Riccardi parte de la premisa de que no puede afirmarse que la Unión haya fracasado por culpa de la crisis iraquí porque todavía no existe una verdadera Política Exterior y de Seguridad Común, ya que si la hubiera, buena parte de los trabajos de la Convención serían innecesarios. (Para ser justos, añade Riccardi, debería reconocerse también que sin la diplomacia comunitaria es posible que no se hubiese aprobado la resolución 1441 en las Naciones Unidas). Es más: según este autor, resulta incoherente denigrar los trabajos en curso con el argumento de que los Estados miembros son incapaces de ponerse de acuerdo cuando realmente importa, ya que ese es precisamente el diagnóstico que dio lugar a la convocatoria de la propia Convención. En suma, la crisis de Irak no habría hecho sino confirmar la necesidad de dotar a la Unión de unas instituciones, procedimientos y poderes de los que carece en la actualidad si realmente se desea convertirla en un actor internacional relevante.

No obstante lo anterior, cabe preguntarse qué habría sucedido de haber existido ya algunas de las instituciones y procedimientos que se debaten en la actualidad. La existencia de un Presidente del Consejo Europeo más permanente, en lugar de una presidencia rotatoria y un tanto aturdida como la actual, así como la de un ministro de Asuntos Exteriores europeo ¿habrían evitado por completo que la Unión hablara con distintas voces? ¿Habría garantizado también que los Estados miembros de la Unión votaran al unísono en el Consejo de Seguridad? Y la existencia de instituciones y procedimientos comunes ¿conducirá automáticamente a una percepción igualmente común de las amenazas? En realidad, el problema de Europa no ha sido nunca el hecho de que hubiera demasiados números de teléfono a los que llamar en caso de crisis, sino que distintos interlocutores ofrecían respuestas diferentes a las mismas preguntas.

Conclusión: Como reconoce Riccardi, la Convención difícilmente podrá solucionar el dilema de la falta de voluntad política de los Estados miembros para alcanzar consensos en política exterior, que por su propia naturaleza requerirá un largo proceso de maduración. Quienes tengan dudas al respecto harían bien en recordar que transcurrieron algo más de tres décadas entre la aprobación del informe Werner de 1970 y la entrada en circulación de la moneda única, un objetivo que muchos juzgaban inalcanzable hace apenas unos lustros. Como ha observado Jean-Luc Dehaene, responsable del grupo de trabajo sobre Acción Exterior de la Convención, la voluntad política para actuar en común no se puede imponer por decreto, sino que surge como reacción a las lecciones que ofrece la historia. En este sentido cabe recordar también que las divisiones y mutuas recriminaciones que provocó inicialmente la desintegración de Yugoslavia a principios de los años noventa dieron paso a una notable concertación en Kosovo a finales de la década.

En suma, la crisis de Irak no supone ni mucho menos la muerte de la Convención ni confirma la futilidad de sus trabajos, como parecen sugerir algunos agoreros. El proceso de integración europeo seguirá su marcha, quizás sin avances espectaculares, pero también sin retrocesos dramáticos. Es probable que, con independencia de su desenlace final, la crisis de Irak fomente transitoriamente una sensación de impotencia y frustración en Europa. No obstante, debería servir de acicate a los convencionales y a los gobiernos nacionales para que definan los instrumentos y procedimientos necesarios para favorecer ese lento proceso de convergencia política que podrá alumbrar en el futuro una verdadera política exterior y de seguridad común de la Unión.


Charles Powell
Analista Principal Estudios Europeos
Real Instituto Elcano

Charles Powell, director del Real Instituto Elcano y profesor de Historia Contemporánea de la Universidad CEU San Pablo

Escrito por Charles Powell

Charles Powell es director del Real Instituto Elcano desde 2012 y profesor de Historia Contemporánea de la Universidad CEU San Pablo desde 2001. Nacido en 1960 de padre inglés y madre española, es licenciado en Historia y Literatura y doctor en Historia por la Universidad de Oxford. En dicha universidad fue también profesor de historia contemporánea […]