La Alianza Atlántica en su 60 cumpleaños (ARI)

La Alianza Atlántica en su 60 cumpleaños (ARI)

Tema: La Alianza Atlántica tiene en la Cumbre de su 60 cumpleaños en Estrasburgo y Kehl una ocasión magnífica para mantener una abierta y franca reflexión estratégica, sea cual sea el resultado final[1].

Resumen: La Alianza Atlántica tiene en la Cumbre de su 60 cumpleaños en Estrasburgo y Kehl una ocasión magnífica para mantener una abierta y franca reflexión estratégica, sea cual sea el resultado final.

Los Estados miembros siempre han tenido que esforzarse para preservar la cohesión porque han aparecido divergencias puntuales a lo largo de su historia. Lo particular de esas divergencias es que afectan a la identidad y al futuro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Los Estados miembros mantienen distintas visiones sobre la estrategia a seguir, los teatros donde operar, la necesidad de combatir y la naturaleza de la organización. Mientras los estadounidenses prefieren volver al modelo de coaliciones de voluntades, algunos aliados europeos prefieren mantener el modelo de seguridad colectiva que les ha garantizado un plus de solidaridad americana hasta ahora. Este ARI estudia la evolución de esas diferencias, las posibilidades de cambios que se abren tras el cambio de Administración en EEUU y la agenda aliada que puede salir de la cumbre del 60 Aniversario a propósito de la estrategia a seguir en Afganistán, el concepto estratégico futuro y el modelo de organización viable.

Análisis: Los mandatarios de los Estados miembros de la Alianza se reunirán en Estrasburgo y Kehl para celebrar los 60 años de esta formidable organización. Nunca en su ya larga historia la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) ha demostrado tener tanta capacidad organizativa, pero nunca antes ha estado tan cerca de perder su identidad.

La Alianza se creó en 1949, en los momentos más agobiantes de la Guerra Fría. El intento de mantener en pié el acuerdo entre los tres grandes –EEUU, la Unión Soviética y el Reino Unido– tras el final de la Segunda Guerra Mundial resultó imposible a la vista de los intereses irreconciliables de las partes. Stalin imponía en los Estados ocupados por el Ejército Rojo dictaduras comunistas mientras el discurso prebélico aumentaba de tono. Europa había quedado arrasada por la guerra, su economía necesitaba de ingentes recursos para reanimarse y los retos en el terreno social eran extraordinarios. EEUU deseaba desentenderse de los asuntos europeos, pero las demandas de ayuda y el miedo a que la grave situación económico-social favoreciera la emergencia del radicalismo político llevó a la definición de una estrategia para facilitar la recuperación económica y el fortalecimiento de las instituciones democráticas. Tanto el Plan Marshall como la Alianza Atlántica no fueron más que elementos de una estrategia de mayor alcance que, décadas después, podemos afirmar que fue un éxito. Sin EEUU es impensable la Europa que hoy conocemos.

Toda alianza es un sistema de mutuas recriminaciones. Así ha sido siempre y no parece que en el futuro vaya a cambiar. La vida cotidiana en la OTAN ha sido una sucesión de debates donde los intereses de las partes no han dejado de colisionar. En unos casos la tensión se ha centrado en aspectos estratégicos, como el papel de las fuerzas convencionales en el dispositivo de disuasión. Por extraño que pueda parecer a los europeos de nuestros días, los gobiernos del Viejo Continente exigían que ante un ataque soviético la respuesta de la Alianza fuera el empleo del arma nuclear. No es que fueran gente de espíritu beligerante, sencillamente rechazaban la posibilidad de victoria si derrotar a las fuerzas del Pacto de Varsovia implicaba convertir en campo de batalla Alemania, Francia, etc. En otros casos el origen de la disputa estaba en la economía. Los debates sobre el reparto de la carga (burden sharing) consumieron horas y horas de trabajo y generaron mutuas recriminaciones. Más recientemente se ha abierto, y sigue sin cerrarse, un nuevo frente: el de las capacidades. Como resultado de que los Estados miembros empleen de forma desigual sus recursos en defensa, los medios disponibles por sus Fuerzas Armadas han ido dejando de ser interoperables. El resultado es que la OTAN no tiene una “fuerza”, sino una suma de “fuerzas” incapaces de trabajar conjuntamente. El problema no sólo no está en vías de solución, sino que continúa agravándose.

La OTAN está en crisis porque ha perdido su elemento de cohesión. Se creó como una alianza militar que tenía como objetivo defender la integridad y las instituciones democráticas de los Estados miembros frente a la amenaza militar que representaba la Unión Soviética. Tras el derribo del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, la OTAN ha sido incapaz de dotarse de una nueva estrategia que de sentido a su actividad. Todos están de acuerdo en que es un instrumento demasiado útil y eficaz como para permitir su disolución. Los Estados que no forman parte desean incorporarse lo antes posible porque, a pesar de los problemas que sufre, es mejor estar dentro que permanecer fuera. La OTAN ya no es una alianza militar en sentido estricto porque los Estados miembros no comparten una misma percepción sobre cuáles son las amenazas y cuáles las estrategias a seguir.

Las divergencias actuales
La sola lectura de los documentos de estrategia de los Estados miembros pone bien a las claras las extraordinarias diferencias entre unos y otros. Por ello, la Alianza ha sido incapaz de acordar un nuevo Concepto Estratégico, término con el que se denomina al documento oficial de estrategia de la OTAN, desde 1999, pero también porque mantienen diferencias enormes sobre alguno de los temas capitales.

Mientras unos consideran que el terrorismo yihadista es una amenaza, para otros es sólo una cuestión de orden público y seguridad interior. Tampoco hay acuerdo sobre el fenómeno islamista en sí ni sobre las estrategias a seguir para “trasformar” los Estados musulmanes de tal manera que queden esterilizadas las fuentes de las que se nutre el radicalismo. Es evidente que existen abismos intelectuales entre el propósito de democratizar Oriente Medio promovido por EEUU y la “Alianza de Civilizaciones” promovida por España.

Mientras unos piensan que ya no tiene sentido mantener un marco geográfico que estaba determinado por las circunstancias de la Guerra Fría y que debería trasformarse en una institución global que diera cobijo a todas las democracias dispuestas a actuar conjuntamente frente a las amenazas comunes, otros consideran que debe continuar limitada a sus actuales coordenadas. Éste es un tema que viene de lejos porque ya en 1999 una parte de los Estados miembros se negó a aceptar la idea de que se pudiera actuar “fuera de área”. Posteriormente, y a la vista de la evolución de los acontecimientos, se aceptó pero con carácter excepcional. No era un nuevo principio sino una opción que debería aprobarse caso por caso. Hoy la OTAN se juega su propia existencia en Afganistán, donde combate junto con naciones de otras latitudes en un claro ejemplo de acción global.

Todos temen los efectos de la proliferación nuclear, pero a la hora de aplicar políticas concretas para contener esta hemorragia las diferencias son enormes. Sólo la protección que Rusia y China han brindado a Irán en el Consejo de Seguridad ha podido ocultar desavenencias de fondo en el seno de la Alianza. Tampoco ha habido acuerdo sobre la forma de protegerse de un Irán nuclear. Si para algunos la incapacidad atlántica de detener la nuclearización de Irán aconseja el despliegue de “escudos”, para otros la amenaza no lo justifica.

Tampoco el acuerdo sobre lo preocupante de la nueva política rusa –exigencia de reconocimiento de un área de influencia, secesión violenta de partes del territorio de soberanía georgiano, veto al ingreso de Ucrania y Georgia en la Alianza, rechazo al despliegue de la defensa contra misiles, chantaje energético– ha llevado a un acuerdo práctico. Unos aceptan las exigencias rusas y otros no.

En Afganistán la OTAN ha entrado en combate. Nadie duda de la legalidad y legitimidad de la presencia allí, pero unos se niegan a ir, otros van pero rechazan entrar en combate salvo en legítima defensa y algunos se juegan la vida todos los días luchando contra los talibán. En un solo teatro se desarrollan dos operaciones distintas, con miembros de la Alianza en una, en otra o en las dos. Si para una parte la amenaza son los talibán para otra el problema radica en la forma en que se les combate.

Hoy la Alianza es una excelente agencia de servicios de seguridad, pero carece de una estrategia común. No es una cuestión de europeos contra norteamericanos, sino de una profunda crisis intraeuropea. EEUU no confía en poder reflotar el viejo buque, pero no tiene nada que perder planteando abiertamente sus iniciativas y escuchando al resto. Son pragmáticos y es evidente que más vale tener esta OTAN que no tenerla. Obama llega con el halo de representar a la América buena, a la querida y admirada por Europa, frente a la prepotencia, dogmatismo y militarismo de su predecesor. Desde esa envidiable posición cabe esperar que plantee con crudeza la situación en Afganistán y Pakistán y que presente sus ideas, que sonarán a ya conocidas, para afrontar la situación. Hablará de incremento de tropas, de poner fin a los caveats nacionales que limitan el margen de acción de los contingentes nacionales, de la necesidad de combatir y dañar seriamente a las milicias talibán hasta el punto de facilitar, como ocurrió en Irak, que muchos jefes locales acepten abandonar y entrar en el sistema político establecido. Obama no es antiamericano y no ha caído en el discurso de que los problemas que hoy sufre Afganistán son la consecuencia de la presencia norteamericana. En todo caso, son el resultado de la insuficiente presencia norteamericana y de la inacción de las fuerzas desplegadas por la OTAN. Defiende, como lo hizo su predecesor, la necesidad de una solución integrada, donde lo político y lo militar actúan en paralelo. Se ha afirmado desde círculos militares que no es posible una victoria militar, pero eso no quiere decir que no sea necesaria una acción contundente y efectiva contra el enemigo. Es más, una abre el camino a la otra, como vimos previamente en Irak tras la aplicación de una nueva estrategia, Surge, por parte del general Petraeus.

Los cambios que llegan
Contra Bush todo era más fácil. Lo que van a escuchar los aliados de Obama no será muy diferente a lo que hubieran oído de labios de Bush, pero el actual presidente viene legitimado por una brillante e ilusionante campaña electoral y por haber sido encumbrado por lo medios europeos como el mejor símbolo de la mejor América. No es posible todavía desechar sus propuestas, tienen que considerarlas y dar una respuesta por mucho que la decisión esté tomada de antemano. EEUU no va a modificar sensiblemente su estrategia por los comentarios que se hagan en la Cumbre. En Afganistán hay una guerra y la OTAN no ha asumido la responsabilidad que le hubiera correspondido de haber querido. El mando de las operaciones corresponde a EEUU y será este país quien tome las decisiones fundamentales sobre el rumbo de las operaciones, tanto de Libertad Duradera como de ISAF. La OTAN realiza en Afganistán una labor subordinada pero, aún así, no es una misión asumida por el conjunto de los Estados miembros. Todos aprobaron la misión, pero cada uno es libre de ir y responsabilizarse de unos cometidos u otros. El teatro de operaciones ha cambiado. Las fuerzas talibán y los narcotraficantes han expandido sus áreas de acción. También la OTAN ha pasado de actuar en zonas tranquilas a otras de alta tensión, pero eso no ha llevado a que todos los Estados revisen los objetivos de sus misiones, quedando algunas anacrónicas e, incluso, contraproducentes. Se trata de hacer la guerra a la carta, un fenómeno más propio del mundo literario que del militar.

Cuando Donald Rumsfeld, en plena crisis de Irak, habló de coalitions of the willing, alianzas de voluntad o, en mejor castellano, alianzas a la carta, fue duramente criticado por la clase política y los medios de comunicación europeos, que veían en sus palabras la alternativa a la Alianza Atlántica vigente desde 1949. Sin embargo, han sido esos mismos europeos los que han dado forma a esa alianza a la carta, actuando según cada uno considera pertinente ante una crisis asumida por todos como un problema común. El hecho se hace aún más evidente si consideramos que en Afganistán están también presentes contingentes militares de Estados que no son miembros de la OTAN. Ante una crisis en la que se ha invocado el art. 5º para la defensa colectiva la respuesta ha sido desigual, dando un ejemplo de insolidaridad e incoherencia estratégica.

El concepto planteado por Rumsfeld –la misión determina la coalición y no al revés– ha calado profundamente y, consciente o inconscientemente, es el modelo con el que se trabaja de forma cotidiana. El presidente Obama presentará sus planes, escuchará diferentes opiniones, algunos gobiernos se sumarán a sus propuestas y pasarán a estudiar cómo cooperar. A ellos se añadirán otros Estados que no forman parte de la OTAN pero que comparten su evaluación de la situación e interés en poner fin a la amenaza talibán y en estabilizar el país. Nadie espera que la OTAN se plantee asumir el mando operativo conjunto de las fuerzas en presencia ni que todos los miembros estén presentes con responsabilidades semejantes. La OTAN dejó tiempo atrás de ser una alianza militar clásica para ser un club diplomático dotado de una formidable agencia de seguridad.

La evolución de los acontecimientos recientes puede hacernos pensar que la conversión de la OTAN en una alianza a la carta es el resultado de la falta de solidaridad e interés europeo tras la disolución de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría. Sin embargo, eso no es del todo cierto. La OTAN fue creada como una alianza a la carta en contra de la voluntad de los europeos. La tradición del Viejo Continente era la de alianzas fundadas en el principio de mutua defensa. En el caso de que uno de los firmantes fuera atacado los restantes estarían obligados a intervenir con todos los medios disponibles. El antiguo Tratado de Bruselas, luego de la Unión Europea Occidental, es el ejemplo más reciente y todavía formalmente vigente de esta forma de entender lo que es una alianza. Cuando los europeos propusieron este modelo a EEUU se encontraron con que el Senado, depositario de una tradición centenaria de aislacionismo, lo rechazó, planteando como alternativa otro modelo previamente ensayado en América Latina. El art. 5º del Tratado de Washington recoge un vago compromiso por el que todos se sienten atacados cuando un signatario sufre una agresión, pero cada Estado decide cómo reaccionar en un abanico de posibilidades que va desde la plena incorporación al esfuerzo bélico hasta una mera declaración de condena. La OTAN nació, por exigencia norteamericana, como una alianza a la carta para un espacio geográfico determinado.

Los europeos nunca aceptaron ese vago compromiso y trataron de corregir esa limitación jurídica por la vía de los hechos. Para asegurarse ese vínculo animaron el despliegue de unidades militares norteamericanas en primera línea, como garantía de que cualquier avance soviético implicara de inmediato una agresión contra EEUU. En la misma línea se apoyó el despliegue de misiles con cabeza nuclear en posiciones avanzadas. La OTAN fue algo más que una alianza a la carta porque los europeos se empeñaron en ello ante la amenaza soviética. Cuando se derribó el Muro de Berlín y se disolvieron tanto el Pacto de Varsovia como la Unión Soviética, desapareció la razón por la que los europeos habían defendido ese plus de solidaridad y la OTAN volvió a ser lo que el Tratado recoge, una alianza a la carta en torno a unos valores comunes.

En su 60 aniversario la agenda de estos últimos años sigue en pié: el problema de las capacidades que afecta a la interoperabilidad, la necesidad de dotarse de un sistema de toma de decisión efectivo en una organización ya tan numerosa, la ampliación hacia el este o hacia una organización global, el futuro de las relaciones con Rusia y el problema de la dependencia energética, redefinir qué quiere decir el art. 5º en un mundo con problemas como la ciberseguridad y el terrorismo, acordar cuáles son las amenazas de nuestro tiempo y cómo combatirlas, la guerra de Afganistán, el despliegue de un escudo antimisiles, el reto de la no proliferación nuclear… es decir, todo aquello que daba sentido a una OTAN con un plus de solidaridad. Pero al haberse perdido ese plus la agenda tiene un inevitable tono retórico, nadie se cree que vaya a haber avances significativos en estos temas a menos que se produzca una situación de emergencia.

Conclusiones

La agenda aliada a partir del 60 aniversario
Hay tres hechos que pueden tener efectos interesantes en el medio plazo y que muy posiblemente se plantearán en la próxima Cumbre de abril en Estrasburgo y Kehl.

En primer lugar, la revisión en curso de la estrategia norteamericana en Afganistán y las propuestas que en ese sentido haga el presidente Obama pueden provocar tal grado de divergencia que EEUU decida prescindir de esta Organización en el teatro afgano. Sería un paso muy importante en el entierro de la imagen de esa OTAN más característica de la Guerra Fría. Por el contrario, si un núcleo suficiente de Estados europeos decide sumarse a los esfuerzos norteamericanos en el marco de la operación liderada por la OTAN, la ilusión por la pervivencia de ese modelo de organización podría mantenerse.

En segundo lugar, si en la Cumbre se aprueba el inicio de la redacción de un nuevo Concepto Estratégico se abre la expectativa de un acuerdo sobre aspectos fundamentales. A estas alturas, el argumento de que más vale no abrir la caja de los truenos ha perdido sentido, porque la imagen que se ha consolidado es la de una OTAN dividida y carente de rumbo. Una abierta y franca reflexión estratégica ya sólo puede tener efectos positivos, sea cual sea el resultado final.

Tercero, el pleno reingreso de Francia en la Organización puede dar paso a un interesante proceso de europeización de la Alianza. Los límites de la Unión son evidentes. El creciente desinterés de EEUU en la Alianza y la vuelta de Francia puede dar paso a un proceso de reflexión sobre cómo implementar la defensa europea en el marco de un acuerdo atlántico tan necesario como útil. La OTAN puede ofrecer mucho a la Unión en una fase primera de desarrollo de las políticas exterior, de seguridad y defensa comunes. No hay ninguna incompatibilidad, son proyectos complementarios. Su relación no responde a un juego de suma cero. Para que la Unión se desarrolle no es necesario que la OTAN se encoja. Sólo el liderazgo franco-británico puede ayudar a que Europa avance en este terreno tanto en la Alianza como en la Unión.

Estamos viviendo una nueva época y viejas instituciones como la Alianza Atlántica no han sabido todavía encontrar su sitio. Su extraordinaria utilidad le augura un futuro seguro, pero no como un sistema de seguridad colectivo. Ese plus fue algo excepcional característico de la Guerra Fría que difícilmente podrá repetirse. El futuro vendrá determinado por el hecho político más relevante: la crisis europea. Los Estados del Viejo Continente tienen visiones distintas sobre el papel que deben jugar en política internacional. Las diferencias entre unos Estados y otros y entre sectores de la opinión pública impiden, hoy por hoy, la definición de una estrategia común, lo que afecta por igual tanto a la Alianza Atlántica como a la UE.

Florentino Portero
Profesor titular de Historia Contemporánea en la UNED


[1] Una primera versión de este texto fue publicada con el título “Aniversario agridulce” en el Anuario El Mundo 2008-2009 de la revista Actualidad Económica, 12-25/XII/2008, pp. 124-125.