La Agenda 2030 en el Mediterráneo: un reto para España

Proyecciones sobre los Objetivos de Desarrollo Sostenible el pasado mes de septiembre en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York. Foto: UN Photo/Cia Pak (CC BY-NC-ND 2.0)

Tema

Ante los desafíos que presenta una vecindad árabo-musulmana  en búsqueda de salida al prolongado túnel en el que lleva décadas metida, la  aprobación de un instrumento tan potente como la Agenda 2030 ofrece a España  una seria oportunidad para contribuir a la mejora de sus niveles de desarrollo  y seguridad.

Resumen

La Agenda 2030, que constituye un auténtico programa multidimensional para cualquier gobierno, supone para España una referencia de indudable valor para estructurar sus relaciones con el mundo árabo-musulmán sobre bases renovadas. Dado que para España, como para cualquier potencia media, el reto supera sus capacidades individuales, se impone la necesidad de sumar fuerzas con el resto de los miembros de la UE con el objetivo común de crear un espacio euro-mediterráneo de paz y prosperidad compartida.

Análisis

El balance de situación en la orilla sur y este del Mediterráneo, tanto en términos de desarrollo como de seguridad, es altamente inquietante. Los Estados ubicados en la región –entendida desde una perspectiva geoestratégica como el espacio que incluye al Magreb, a Oriente Próximo y a Oriente Medio– se caracterizan, con diferentes grados de intensidad, como territorios en los que buena parte de la población no logra satisfacer sus necesidades básicas, con una estructura social muy polarizada entre una reducida elite y una gran mayoría de personas excluidas o marginadas y sin posibilidad de ejercer plenamente sus derechos en entornos de autoritarismo trufado de arbitrariedad. Incluso en los casos en que no se ha producido un estallido generalizado de la violencia el recurso a la fuerza es, tanto por parte de las instancias gubernamentales como de actores no estatales, demasiado frecuente.

Sin entrar en consideraciones históricas –sea sobre los efectos de la colonización europea o del apoyo prestado durante décadas a gobernantes escasamente comprometidos con el bienestar y la seguridad de sus ciudadanos– es obvio que la apuesta occidental con la región ha sido insuficiente y, en no pocos casos, negativa. Sin que eso signifique que seamos los únicos responsables de lo ocurrido, dado que la principal carga sigue recayendo sobre las espaldas de los gobiernos locales, es demasiado frecuente que se olvide la corresponsabilidad derivada de errores e inacciones propios ante dinámicas que finalmente han provocado efectos perniciosos de los que no podemos abstraernos.

Secuencialmente se ha basculado entre el olvido y el alarmismo, con fórmulas de escasa eficacia para atender a los desafíos que allí se plantean. Visto desde la orilla norte del Mediterráneo, el mundo árabo-musulmán aparece identificado fundamentalmente como un problema, una amenaza o un riesgo. A día de hoy la, por otro lado, escasa atención que recibe deriva de una visión reduccionista centrada obsesivamente en dos áreas: terrorismo internacional y presión migratoria.

Como resultado de esa equivocada aproximación y de la habitual pauta de comportamiento centrada meramente en gestionar los problemas (en lugar de aspirar a resolverlos), las medidas adoptadas han sido básicamente cortoplacistas y de mero parcheo, orientadas a responder coyunturalmente a sus efectos más visibles y llamativos. Mientras tanto, apenas se ha dedicado atención y esfuerzos a hacer frente a las causas estructurales que determinan el preocupante balance social, político, económico y de seguridad de esos países.

El tono de las relaciones entre los países occidentales y el mundo árabo-musulmán ha ido adoptando con el tiempo un perfil netamente securitario. Por un lado, se pretende establecer barreras que ilusoriamente nos hagan invulnerables a los problemas que aquejan a nuestros vecinos del sur y este, tanto en clave violenta y terrorista como migratoria. Por otro, se repite infructuosamente el intento de “comprar” la colaboración de los gobiernos locales para frenar ambos fenómenos, aunque sea a costa de traspasar los límites que marcan nuestros valores y principios. Por último, se tiende a emplear la cooperación al desarrollo y la ayuda humanitaria como meros instrumentos paliativos del sufrimiento de amplios sectores de esas poblaciones y como contraprestación por los servicios realizados por esos gobiernos.

Aun así, ninguna de las fórmulas ensayadas hasta ahora –sean los Objetivos de Desarrollo del Milenio, los diferentes esquemas comunitarios (de la Política Global Mediterránea a la Unión por el Mediterráneo) y los que han respondido a iniciativas nacionales aplicadas por España– ha logrado aminorar la gravedad de los problemas internos en la mayoría de esos países, ni reducir las brechas de desigualdad que se registran en el espacio euro-mediterráneo.

A partir de esas consideraciones, la aprobación de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible –no específicamente diseñada para esta región– no debe ser entendida como la panacea o la fórmula mágica que definitivamente permitirá superar por sí misma todas las asignaturas pendientes. En todo caso, en términos positivos la Agenda es un auténtico programa omnicomprensivo para todos los gobiernos del planeta, tanto en clave interna como en sus relaciones con los demás gobiernos nacionales.

Atendiendo a su contenido –con objetivos y metas que van desde la lucha contra la pobreza hasta el cambio climático, pasando por la promoción de los derechos humanos, la prevención de conflictos violentos y el crecimiento económico– la Agenda establece, en principio, un marco útil para encarrilar la acción exterior de cualquier Estado interesado en la suerte del espacio euro-mediterráneo. Tres primeras e insoslayables condiciones para ello son: (1) asegurar una financiación acorde con la ambición del empeño a realizar (y los magros resultados de la Conferencia de Adís Abeba sobre financiación del desarrollo, celebrada en julio del pasado año, generan considerables dudas sobre el particular); (2) lograr una adecuada coherencia de políticas para evitar que los efectos beneficiosos de una medida puedan quedar anulados por otra, respondiendo a dispares intereses corporativos no coincidentes en su finalidad última; y (3) apostar por la sostenibilidad, integrando las claves económicas, sociales y medioambientales y atendiendo a que las acciones emprendidas consigan consolidar capacidades que sobrevivan al impulso inicial.

Apuntes para España

España –una potencia media inmersa en graves problemas internos derivados de una crisis económica sistémica y de un modelo político exhausto– poco puede hacer en solitario para defender sus propios intereses y, mucho menos, para cambiar las complejas dinámicas que caracterizan hoy al Mediterráneo. Eso implica, por definición, que la opción más realista pasa por esforzarse en lograr que la agenda euro-mediterránea recupere el vigor del que gozó a mediados de la última década del pasado siglo, alineándose con la política de la UE en la región. España no parte de cero, dado que ha ido articulando esquemas de relaciones tanto bi- como multilaterales con muchos de esos países; pero debe reconocer que sus medios son insuficientes para lograr resultados apreciables y que, en términos generales, el enfoque dominante ha estado lastrado por consideraciones securitarias centradas en el mantenimiento de la estabilidad a toda costa. España debe aprovechar las buenas relaciones con el mundo árabe y la potencialidad de los esquemas ideados por Bruselas para activar la voluntad política y económica comunitaria hacia la región, sirviendo como interlocutor privilegiado (pero evitando también empantanarse nuevamente en la competencia con otros socios comunitarios por puro afán de protagonismo). En esa línea conviene:

  1. No tergiversar los objetivos básicos de la Agenda 2030, cayendo en la tentación de subordinarlos a otras estrategias que no sean el fomento del desarrollo global, la seguridad humana y el respeto de los derechos humanos.
  2. Modificar el enfoque dominante, centrado en la estabilidad a toda costa, para pasar a otro que entienda que no puede haber seguridad sin desarrollo, ni desarrollo sin seguridad, ni ninguno de ellos si no hay respeto pleno de los derechos humanos. Es imposible establecer una fortaleza que nos haga invulnerables a lo que ocurre en nuestra periferia más inmediata. Lo que en ella suceda nos afecta muy directamente. Por tanto, por puro egoísmo inteligente (si no basta con apelar a los principios y valores que nos definen), es preciso contribuir decididamente al desarrollo y a la seguridad de quienes nos rodean, porque eso repercute muy directamente en nuestro mayor desarrollo y seguridad. La seguridad energética, a la que se suele subordinar buena parte de nuestra aproximación a la zona (con el añadido ya mencionado del terrorismo yihadista y de los flujos de población descontrolados), no puede sacralizarse hasta el punto de seguir aferrados a un statu quo que resulta insostenible y que supone el sufrimiento de millones de personas.
  3. Entender que la tarea a realizar no puede ser secuencial, pensando en cómo incrementar la seguridad en primer lugar, para encarar luego la agenda del desarrollo o la de los derechos humanos, sino que debe ser simultánea. Eso obliga a trabajar al mismo tiempo en los tres terrenos, otorgándoles el mismo nivel de importancia.
  4. Asumir que si la “zanahoria” no es suficientemente atractiva resulta imposible modificar esquemas y pautas de comportamiento muy asentadas. En consecuencia, resulta prioritario garantizar fondos suficientes para mantener un esfuerzo prolongado en el tiempo, que no busque resultados inmediatos en terrenos que exigen planteamientos de “gota a gota” y que, para complicar todavía más la tarea, nunca garantizan resultados positivos.
  5. Aceptar las limitaciones propias para atender a tantos frentes y, por tanto, priorizar entre todas las acciones y actores posibles, contando desde el principio que nuestras prioridades pueden no coincidir con las que tengan los actores gubernamentales de la zona y sus propias ciudadanías. Para ello es preciso, una vez más, establecer un eficiente mecanismo de coordinación entre los 28, aprovechando el valor añadido tanto temático como geográfico de cada uno. En ese sentido, cabe recordar que el Plan Director de la Cooperación Española 2013-2016 tan solo identifica a Mauritania, Marruecos, Población Saharaui y Territorios Palestinos como prioritarios, sin que nada permita suponer que en el siguiente haya opción real de aumentar significativamente ni el número de países ni el volumen de fondos. En términos temáticos las prioridades que España destaca en su acción exterior hacia la región van desde la lucha contra la pobreza y la reducción de desigualdades hasta la sostenibilidad, las acciones basadas en derechos, el enfoque de género y la construcción de la paz.
  6. Otorgar, en función de los condicionantes ya mencionados, especial relevancia a temas como:
    1. La reducción de la insostenible brecha de desigualdades que se registra a ambos lados del Mediterráneo. Esas desigualdades constituyen el factor “belígeno” más potente y si no se reducen a niveles soportables –tanto las internas de cada país, como las que se detectan entre los distintos países de las tres subregiones mencionadas y entre todos ellos y la UE– no puede extrañar que se incremente el nivel de inestabilidad y de violencia.
    2. La educación, tanto formal como informal, en todos sus niveles, no sólo para atender las demandas del mercado laboral sino también para formar ciudadanía.
    3. El papel de las mujeres en todos los órdenes de la vida pública.
    4. La creación de empleo, sobre todo para jóvenes, y medidas que faciliten el acceso a los mercados para poder comercializar los productos elaborados localmente.
    5. El papel de las nuevas tecnologías, que por sí mismas pueden alterar el statu quo actual mucho más que cualquier otro factor a considerar.
    6. La legitimidad de los responsables políticos locales frente a sus propias poblaciones, en paralelo a la potenciación de una sociedad civil en condiciones de participar en el diseño e implementación de su propio desarrollo.
    7. El protagonismo local en todas las fases de las acciones que finalmente se implementen, asegurando que la participación no queda reducida a los representantes gubernamentales, sino que también garantiza las aportaciones de la ciudadanía.

Conclusiones

España es, desde luego, un actor con importantes intereses y capacidades en el área euro-mediterránea. Cuando se compara con su activismo en la zona durante la primera mitad de la última década del pasado siglo, es evidente que ha perdido peso; pero aun así sigue siendo una prioridad de su política exterior. Por un lado, en clave energética nuestra dependencia de suministros es considerable y en la zona se ubican buena parte de las vías de tránsito que acercan los hidrocarburos a nuestro territorio. Por otro, su alto nivel de inestabilidad es una fuente de inseguridad propia inevitable. Ante esa situación no cabe enclaustrarse, sino renovar nuestro compromiso con la región, procurando sumar fuerzas con otros para mejorar sus niveles de desarrollo y seguridad y de respeto de los derechos humanos.

La Agenda 2030 nos ofrece una buena oportunidad para revitalizar el enfoque multilateral y multidimensional que se necesita para hacer frente a los considerables desafíos que plantea la zona. Unos desafíos que, en todo caso, van más allá de lo que España puede hacer en solitario y de lo que la cooperación al desarrollo en sentido estricto puede abarcar. De ahí se deduce la necesidad de potenciar la cooperación entre los 28 para poder estructurar una respuesta común, partiendo de las lecciones aprendidas sobre la aplicación de los diversos esquemas de relaciones aprobados hasta ahora, incapaces de convertir a la región euro-mediterráneo en el espacio de paz y prosperidad que reiteradamente ha planteado la UE.

Para modificar esa situación la clave no está tanto en crear un nuevo esquema de relaciones (los tres “cestos” de cooperación que contempla el Proceso de Barcelona –político y de seguridad, económico y financiero y diálogo social, cultural y humano– siguen siendo hoy tan válidos como en 1995), como en activar la necesaria voluntad política de los 28 para implementar plenamente lo que recoge el papel. La Agenda 2030 encaja perfectamente en esta línea. Para que sirva al fin perseguido debe, en todo caso, financiarse adecuadamente, lograr un mayor nivel de coherencia en las acciones a realizar y apostar seriamente por la sostenibilidad. De nosotros depende.

Jesús A. Núñez Villaverde
Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)
 | @SusoNunez