Irán vuelve al redil, ¿y ahora qué?

(Negociaciones en Viena el pasado 9 de julio. Foto: Servicio Europeo de Acción Exterior)

Tema

El acuerdo suscrito el pasado día 14 de julio, en Viena, entre Irán y el denominado P5+1 (Alemania, China, EEUU, el Reino Unido, Francia y Rusia) sobre el controvertido programa nuclear iraní es el mejor de los posibles.

Resumen

Apurando (y sobrepasando) los plazos inicialmente establecidos, el P5+1 e Irán han logrado finalmente encajar sus respectivas visiones sobre el programa nuclear iraní. El texto dado a conocer se limita estrictamente al capítulo nuclear, combinando un sólido sistema de verificación e inspecciones con el levantamiento paulatino de las sanciones que pesan sobre Teherán, con el objetivo de contener la polémica apuesta iraní detectada ya en 2002. Pero a nadie se le escapa que, liberado de su condición de paria internacional, a Irán se le abren posibilidades evidentes para consolidar su régimen y para aspirar a ser reconocido como el líder regional, al tiempo que se vislumbra una reaproximación con EEUU que genera notables inquietudes en algunos de los países de Oriente Medio.

Mientras que algunos prefieren ver en este proceso un avance sustancial hacia la estabilidad y desarrollo de la región, otros han mostrado ya desde el principio su rechazo radical a lo que interpretan como un error estratégico que conducirá a situaciones aún más inquietantes que las que hoy caracterizan a esta convulsionada zona.

Análisis

La bondad o maldad del acuerdo suscrito el pasado día 14 por Irán y el denominado P5+1 (Alemania, China, EEUU, el Reino Unido, Francia y Rusia) sólo podrá valorarse con el paso de los años. En principio, como bien sabemos, “el papel lo aguanta todo” y, por tanto, el contenido de las 100 páginas del texto acordado en Viena no es ni mejor ni peor que el de tantos otros pactos. La clave, por decirlo de otro modo, no está en las estipulaciones concretas que los negociadores han logrado consensuar, sino en la voluntad política de los actores que deben aplicarlas y en su capacidad para superar los numerosos obstáculos que, a buen seguro van a salpicar su desarrollo.

Lo que sí cabe valorar ya positivamente desde ahora es que, por primera vez, se ha llegado a una solución no violenta de un asunto tratado bajo las reglas del capítulo VII de la Carta de la ONU. También cabe añadir de inmediato que si se ha llegado hasta aquí es, sobre todo, por pura necesidad recíproca (en función de la defensa de los intereses de cada uno de los implicados). Lo que ha llevado a Irán a la firma es el efecto acumulado de las sanciones impuestas desde 2006, sin olvidar acciones más ofensivas y contundentes como el virus Stuxnet o la eliminación de algunos de sus científicos relacionados con el programa nuclear. En el bando contario el acuerdo se ha visto como una vía obligada, una vez que se ha entendido que la aplicación de nuevas sanciones tampoco frenaría el proceso (Irán ha triplicado el número de centrifugadoras desde las primeras que se le impusieron en 2006) y que la opción militar para desmantelar de raíz la capacidad nuclear iraní ya existente era inviable (las principales instalaciones nucleares están fuera del alcance de las bombas penetrantes más potentes del arsenal estadounidense –e israelí– y su número y dispersión obligaría a una campaña de ataques prolongada a lo largo de meses, sin ninguna garantía de éxito).

Llegados a ese punto, lo que se constata tras la lectura de las 100 páginas del acuerdo es que el objetivo máximo perseguido se ha limitado a contener el programa nuclear iraní durante unos años. Un programa que los dirigentes iraníes habían logrado convertir en un motivo de orgullo nacional (lo que durante años les ha permitido asumir sin graves contratiempos el considerable impacto de unas sanciones cada vez más duras que la población aceptaba, aunque cada vez menos, como señal de resistencia). Un programa que era también una garantía de supervivencia del régimen de velayat-e faqih y un argumento de peso para lograr el ansiado reconocimiento como líder regional.

Era obvio que a lo largo de estos últimos años Irán había desarrollado actividades que no se ajustaban a lo que el Tratado de No Proliferación (TNP) permite a sus firmantes (aunque sea cierto que en muchas ocasiones “sólo” se trataba de no comunicar por adelantado actos que el propio tratado permite, y que otros países han hecho lo mismo sin sufrir castigo alguno). También lo era que la Agencia Internacional de la Energía Atómica (AIEA) nunca ha llegado a certificar que Irán esté implicado en un programa nuclear de naturaleza militar. Pero más allá de las crecientes sospechas y de la disputa dialéctica sobre estos asuntos, el hecho incontrovertible es que Teherán había sobrepasado ya los límites razonables de sostenibilidad de su envite, con unos costes que ponían en peligro la paz social –y, por consiguiente, la pervivencia del régimen– e impedían atender adecuadamente algunas prioridades de la agenda exterior –como el apoyo a socios y aliados en Irak, Siria, Líbano y algunos países del Golfo–.

Por su parte, Washington (en realidad los demás miembros del P5+1 han sido poco más que simples comparsas, en el mejor de los casos a la espera de alguna compensación en algún otro capítulo de las relaciones internacionales por su autoimpuesto bajo perfil) necesitaba también el acuerdo. Ante el fracaso (otra vez) de su iniciativa de paz para resolver el largo conflicto palestino-israelí, y sin que los casos de Cuba y Myanmar puedan colocarse al mismo nivel, este tema se había convertido en la vara de medida de la talla internacional de un presidente que tampoco se ha distinguido por resolver satisfactoriamente conflictos como los de Irak o Afganistán. Además, en línea con su preferido enfoque de leading from behind y como consecuencia de su creciente autonomía energética, parece claro que lo que Washington busca en Oriente Medio es evitar su implicación en primera línea en cada uno de los conflictos que allí se generan. Irán ya fue en su día un fiel aliado, con el que EEUU comparte no pocos intereses comunes (hoy concentrados especialmente en la seguridad energética del Golfo, la integridad territorial de Irak o la respuesta a la amenaza de Daesh), y de ahí que, mirando también a Tel Aviv y a Riad, le interese volver a jugar al equilibrio de poderes, tratando de neutralizar las ansias de unos con los afanes de sus vecinos y de responsabilizar en mayor medida a las potencias locales en la gestión de los asuntos igualmente locales.

En definitiva, ambos estaban interesados en superar sus diferencias, sabiendo que el capítulo nuclear era la clave para desbloquear unas relaciones que se plantean horizontes más amplios. Visto desde la perspectiva estadounidense, que incluye un componente ideológico que algunos podrían calificar de “buenista”, la esencia de lo firmado en Viena se concreta simplemente en ganar tiempo esperando que el mero paso de los próximos 10 años convencerá a los dirigentes iraníes de que los hipotéticos beneficios de convertirse en una potencia nuclear maldita nunca serán superiores a los que pueden obtener con la vuelta a la normalidad en el concierto internacional de naciones. Subliminalmente, también añade la creencia de que esa vuelta a la normalidad servirá para socavar los fundamentos del actual régimen, permitiendo un cambio de estructuras que desactive su actual perfil retador. Si lo consigue, no solo logrará recuperar a un socio (aliado es un estadio hoy por hoy impensable) sino calmar la ansiedad que actualmente suscita en muchas de las capitales de Oriente Medio el proceso de reaproximación en marcha entre Washington y Teherán.

De forma más concreta, todas esas intenciones se plasman en el acuerdo en torno a cuatro elementos principales.

  • Limitaciones: Irán acepta que de las aproximadamente 19.000 centrifugadoras que ya tiene, de las que 10.200 están en funcionamiento para enriquecer uranio, solo mantendrá operativas 5.060 durante los próximos 10 años, mientras que el resto quedarán almacenadas y bajo el control de la AIEA. Asume también la paralización de toda actividad de enriquecimiento de uranio durante ese mismo período; el rediseño de la planta de agua pesada de Arak (que podría producir plutonio susceptible de uso en una bomba nuclear) para dedicarla únicamente a actividades de investigación y desarrollo; y la salida del país de la mayor parte de los 10.000 kg de uranio ya enriquecido, reservándose solamente unos 300 kg.
  • Inspecciones: Irán se compromete a ratificar el Protocolo Adicional de 1997, que faculta a la AIEA a realizar inspecciones mucho más intrusivas, no solo en las instalaciones nucleares declaradas previamente por Teherán, sino en cualquier otra (incluyendo las militares) que decida la Agencia.

    En este apartado se incluye igualmente el libre acceso a científicos y técnicos asociados al programa nuclear y a la documentación generada en estos últimos años, con el objetivo de aclarar todas las dudas y sospechas acumuladas por la falta de respuesta satisfactoria de los responsables iraníes a los requerimientos de la Agencia en diversas ocasiones. Precisamente con esta idea, que permitiría “poner el contador a cero”, la propia Agencia ha firmado el mismo día 14 un acuerdo bilateral con Irán que debe desembocar en un informe de la AIEA, previsto para el próximo 15 de diciembre, que determinará si se han satisfecho todas las demandas del pasado.

     Nada de eso impide, sin embargo, que Irán pueda retrasar hasta 24 días la solicitud de inspección de una instalación (lo que sirve a los detractores del acuerdo para señalar que es una decisión inaceptable porque concede a Teherán tiempo sobrado para eliminar huellas de posibles actividades prohibidas).
  • Levantamiento de sanciones: a pesar de la rotundidad con la que se manifestó tan solo hace unas semanas el líder supremo iraní, Ali Jamenei, exigiendo que todas las sanciones debían levantarse al mismo tiempo que se firmaba el acuerdo, es evidente que ese proceso seguirá un ritmo mucho más lento. Para que Irán cumpla las condiciones de partida que establece el acuerdo serán necesarios entre seis y 12 meses, y solo a partir de entonces, con la confirmación preceptiva de la AIEA, podrá empezar a notarse el alivio secuencial en algunas de las cuatro rondas de sanciones decretadas hasta ahora por la ONU, cuyo Consejo de Seguridad debe emitir una resolución al respecto, a las que se añaden otras impuestas por EEUU, UE, Japón y otros países de manera unilateral. En este punto conviene recordar que, además de estas sanciones (ligadas específicamente al programa nuclear), existen otras que derivan de la consideración del régimen iraní como promotor del terrorismo internacional y la violación de derechos humanos, lo que dificulta aún más el proceso de suspensión y eliminación definitiva de todas las cargas que limitan la actuación de Irán en el escenario internacional.

    Además de las sanciones que afectan a la venta de hidrocarburos y al bloqueo de activos financieros, también hay que contar con el embargo de armas que pesa sobre Irán. En este punto el acuerdo determina que el levantamiento se producirá progresivamente a lo largo de los próximos cinco años (aunque el plazo se amplía a ocho para la tecnología de misiles, componente fundamental para contar algún día con vectores de lanzamiento de hipotéticas armas nucleares).
     Por otra parte, el texto también estipula que ante cualquier incumplimiento se pueden reestablecer sanciones, en un plazo de 65 días, con la simple decisión de los países firmantes (excluyendo, por tanto, la participación del Consejo de Seguridad de la ONU en esta materia).
  • Breakout time: se estima que actualmente Irán tan solo necesita de dos a tres meses para producir suficiente uranio enriquecido al nivel preciso para ser empleado en una bomba nuclear. Las limitaciones reseñadas anteriormente pretenden elevar ese umbral a 12 meses, considerando que de ese modo habría tiempo para reimponer nuevas sanciones antes de que fuera demasiado tarde o, como último recurso, para tratar de eliminar esa capacidad por vía militar. Nada sólido cabe concluir en este punto, dado que las opiniones de los expertos varían desde los que consideran que aun disponiendo de ese material, la miniaturización para contar con una cabeza nuclear operativa es un reto que supera las capacidades iraníes, hasta quienes auguran que si Irán emplea sus más avanzadas centrifugadoras (IR-2) y aplica los procedimientos tecnológicos más avanzados podría reducir la cantidad necesaria de uranio altamente enriquecido (a más del 95%) necesario para una bomba y, por consiguiente, podría hacerse con ella antes de que se pudiera reaccionar de manera efectiva.

    Adicionalmente, hay que recordar que a partir del 11º año de aplicación del acuerdo, Irán podrá ir recuperando o mejorando las capacidades que ya hoy tiene y, como cualquier firmante del TNP, podrá enriquecer uranio y replantear nuevamente el uso de las instalaciones de Fordo, Natanz, Arak y Parchin.

Quedan, por tanto, muchas incógnitas por despejar y muchas zonas de sombra que ni el más diestro de los negociadores reunidos en el vienés Palacio Coburg podría nunca satisfacer plenamente por adelantado para garantizar el estricto cumplimiento de lo acordado y para cerrar las vías de escape al adversario. Eso no impide que junto a los agoreros, que hablan de rotundo fracaso y error, haya también un volumen sustancial de entusiastas defensores de lo acordado.

Entre estos últimos sobresale la gran mayoría de los casi 80 millones de iraníes, para los que la firma ha sido recibida de inmediato como el fin de una larga travesía por el desierto (con un coste mucho más acusado desde que, en 2002, se desveló que Irán estaba desarrollando un programa nuclear secreto). Embargados por una emoción apenas contenida tras largo tiempo de penurias, quieren creer que lo que viene son tiempos no solo de mejora de su nivel de bienestar sino hasta de apertura social y política de la mano del ahora reforzado presidente Hasán Rohaní.

En ese mismo campo cabe incluir a los inversores internacionales (con los europeos y asiáticos por delante de los estadounidenses, en la medida en que estos últimos tardarán más en liberarse de los obstáculos derivados de las sanciones impuestas por su gobierno), ilusionados por las oportunidades que ofrece un importante mercado de casi 80 millones de consumidores y un país necesitado de modernizar sus infraestructuras físicas y su aparato productivo (especialmente en el sector de los hidrocarburos, pero también en el de la automoción y la aviación civil).

Por su parte, el régimen piensa ya en la inmediata (o no tanto) posibilidad de volver a controlar los más de 100.000 millones de dólares actualmente bloqueados por las sanciones en bancos internacionales y vender libremente su gas y petróleo (empezando por los 50 millones de barriles que ahora tiene ya almacenados y siguiendo por la posibilidad de colocar unos 300.000 barriles diarios en cuanto se levanten las sanciones). Políticamente calcula que, al dejar de ser un paria internacional, podrá desarrollar plenamente sus potencialidades como un peso pesado en Oriente Medio y mejorar su seguridad, al ver desactivados los planes de algunos que hasta ahora soñaban con provocar su derribo. En otras palabras, especula ya con la idea de disponer de muchos más recursos para seguir comprando la paz social en casa y para hacer notar su influencia en la región.

Aunque sin duda la administración Obama también debe estar satisfecha por lo alcanzado en Viena, no ha querido mostrar el más mínimo síntoma de regocijo a la hora de valorar el acuerdo. En términos realistas sabía que no era posible extraer más concesiones de los negociadores iraníes, pero buena parte de su recatada actitud pública se explica tanto en clave interna –consciente de los problemas que tendrá en el Congreso para sacar adelante el acuerdo– como en atención a Israel y los suspicaces regímenes del Golfo –baste recordar el desplante del monarca saudí a la invitación del propio presidente Obama para asistir a la reunión convocada el pasado mes de mayo, en la que EEUU pretendía recuperar la sintonía con los seis países del Consejo de Cooperación del Golfo tras el acuerdo marco logrado con Irán en Lausana apenas un mes antes–. Sabe que ninguna de las provisiones del acuerdo garantiza plenamente el acomodo iraní a sus planes pero ha preferido apostar por abrir la puerta a una reaproximación que desactive un frente de confrontación que solo produce un desgaste perjudicial para todos, explorando las opciones de colaboración en asuntos en los que es inmediato detectar intereses comunes (desde hacer frente a Daesh hasta acordar un futuro comúnmente aceptable para Siria, Irak o Líbano).

En el bando contrario se acumulan variados enemigos declarados del acuerdo, que harán todo lo posible por bloquear su aplicación. En EEUU sobresalen buena parte de los congresistas republicanos, embarcados desde hace tiempo en una cruzada de acoso y derribo de su presidente y que a buen seguro tratarán durante los próximos 60 días de echar abajo el acuerdo (aunque no tengan ninguna propuesta alternativa que resuelva mejor el problema creado). Más allá del desgaste que este esfuerzo produzca en un ya claramente erosionado presidente, es previsible que Obama logre sacarlo adelante, utilizando el veto para evitar la ruina total de su plan. En Irán, por su lado, buena parte de los mandos de los Cuerpos de Guardianes de la Revolución Islámica y los dirigentes políticos alineados con el sector más conservador del régimen se han mostrado desde hace tiempo opuestos a pactar con quien prefieren seguir viendo como “el gran Satán”. Pero más allá de posibles razones ideológicas, cubiertas por el oxidado lema de “muerte a América”, lo que explica su actitud tiene mucho más que ver con el puro interés crematístico, dado que son ellos los principales beneficiarios directos del actual sistema creado para circunvalar las sanciones impuestas por la comunidad internacional.

En el exterior, el actor más destacado en esta línea –hasta un punto en el que su credibilidad ha quedado ya manifiestamente cuestionada tras tantas alarmistas llamadas de atención a la inminencia de la bomba nuclear iraní– es Benjamin Netanyahu. El actual primer ministro israelí ha provocado incluso las críticas de altos mandos militares y responsables de los servicios de inteligencia de su propio país por sus equivocados planteamientos en materia de seguridad, pero aun así hace tiempo ya que se ha quedado atrapado en un bucle que no le permite entender que Israel sigue necesitando un garante externo para atender a su propia seguridad y que, si insiste en poner a prueba a Washington, puede encontrarse en una situación de grave vulnerabilidad ante amenazas futuras.

No muy atrás se queda el régimen saudí, que empieza a sentir el vértigo de ver como el tradicional vínculo que ha garantizado su seguridad desde hace décadas comienza a resquebrajarse. Ni los saudíes ni el resto de los países de la región tienen verdadero deseo de comenzar una incierta carrera armamentística en el terreno nuclear y, por tanto, todos sus altisonantes mensajes en ese sentido hay que entenderlos como llamadas desesperadas a Washington para que no permita que Irán termine siendo, otra vez, en un socio importante para la estrategia estadounidense en la zona.

Conclusiones

El acuerdo firmado el pasado 14 de julio es el mejor de los posibles. Como cualquier otro texto negociado entre adversarios que no tienen opción real para imponer su dictado, ni han sido definitivamente derrotados en un campo de batalla por su contrario, es una combinación de medidas que tratan de defender los intereses propios, cediendo lo menos posible. Solo el tiempo permitirá determinar si lo pactado ha servido para estabilizar la región o si, por el contrario, ha permitido a Irán consolidar su liderazgo regional a costa de convulsionarla todavía más.

Mientras tanto, quedan aún muchos obstáculos por superar para permitir la aplicación de lo firmado, lo que augura momentos de tensión y nuevos desacuerdos que pueden echar por tierra el esfuerzo realizado.

Irán tiene en sus manos la posibilidad de aprovechar su reintegración en el escenario internacional para hacer sentir su peso específico en Oriente Medio, sin por ello haber renunciado a las ventajas que le ofrece su condición de firmante del TNP a partir del 10º año de aplicación del acuerdo. Al resto de los negociadores (y especialmente a la AIEA) les corresponde evitar que lo escrito quede en papel mojado. Ardua tarea.

Jesús A. Núñez Villaverde
Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)
 | @SusoNunez