Irak y el orden mundial

Irak y el orden mundial

Tema: En su reunión en las islas Azores el 17 de marzo con los primeros ministros de Reino Unido y España, el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, lanzó una advertencia a las Naciones Unidas: o apoyaban la posición americana sobre Irak o tendrían que afrontar la redefinición de su papel en el siglo XXI. Al día siguiente, en su ultimátum a Sadam Husein, Bush señaló que “el Consejo de Seguridad no ha estado a la altura de sus responsabilidades”. ¿Está en peligro la ONU?

Análisis: Nadie hubiera podido imaginar en 1945 que el sistema de seguridad colectiva diseñado en la Carta de las Naciones Unidas sería puesto en discusión, 58 años más tarde, por uno de sus principales autores: Estados Unidos. Tampoco que la causa fuera la amenaza planteada por un dictador de Oriente Próximo y por la aparición de un desafío estratégico —el terrorismo transnacional— desconocido cuando nació la organización.

Desde el fin de la Guerra Fría, la ONU opera en un contexto muy diferente del de la segunda posguerra mundial sin haberse adaptado a las nuevas circunstancias. Por una parte, la estructura del Consejo de Seguridad no refleja las actuales realidades de poder. Por otra, a pesar de que durante los años noventa los enfrentamientos civiles —Somalia, Bosnia, Ruanda o Kosovo— sustituyeron a las guerras internacionales como principal fuente de conflictos, el Consejo de Seguridad, único órgano competente para autorizar el uso de la fuerza salvo en caso de propia defensa, quedaba con frecuencia bloqueado. El problema no tiene fácil solución: el procedimiento de reforma de la Carta es inviable ante las mayorías exigidas (dos terceras partes de la Asamblea General y el voto favorable de todos los miembros permanentes del Consejo).

Pero no es sólo una cuestión de reforma constitucional. La complejidad del problema va mucho más allá: por primera vez en la historia se habla de esbozar un nuevo orden mundial sin que este arreglo haya sido precedido por un conflicto entre las potencias. El sistema internacional ya no está sólo integrado por los Estados, al tiempo que las nuevas demandas de seguridad chocan con el principio de igualdad soberana de esos Estados. Las fronteras han perdido relevancia y la combinación de revolución tecnológica, interdependencia económica, una concepción universal de los derechos humanos y la proliferación de armas de destrucción masiva han alterado los fundamentos clásicos de las relaciones internacionales. Son esas fuerzas, más que las rivalidades hegemónicas o el equilibrio de poder entre las potencias, las que han transformado el tablero de juego. La necesidad de orden permanece, pero éste ya no puede surgir de una nueva Paz de Westfalia, tratado de Utrecht, Congreso de Viena o conferencia de Versalles.

El dato básico del actual sistema internacional es la preeminencia de Estados Unidos y de ese reconocimiento parte la política de Washington. En su discurso en la ceremonia de graduación de la academia militar de West Point el 1 de junio del año pasado, el presidente Bush expresó la idea de que un nuevo orden mundial basado en los valores de la libertad es necesario y posible. Insistió sin embargo en que sólo el poder americano, más específicamente su poder militar, podría construirlo. El objetivo es audaz: según señaló el presidente, “tenemos nuestra mejor oportunidad desde el nacimiento del estado-nación en el siglo XVII para construir un mundo en el que las grandes potencias compitan en paz en vez de prepararse para la guerra”. Esa ambición choca con una doble realidad. Por un lado, liberar al mundo de terroristas y tiranos —resultado al que aspira la estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos, adoptada en septiembre de 2002— no hará que de manera automática surja un orden pacífico y democrático en el mundo. Éste requiere una transformación social y política a largo plazo de un gran número de Estados, dirigida a corregir las circunstancias que hacen posible el desarrollo de una cultura de violencia. De otro modo, la eliminación por la fuerza de un tirano simplemente dará paso a otro. Pero además, la actuación de la administración Bush es contradictoria con el propio concepto de orden mundial. La crisis iraquí es un buen ejemplo de ambos dilemas.

A pesar de la necesaria actualización de la ONU y de la demostrada incapacidad de la organización para hacer cumplir sus resoluciones, habría que preguntarse en primer lugar si Estados Unidos ha acudido a la organización de buena fe. La idea de que sería conveniente contar con la suficiente legitimidad para actuar contra el régimen iraquí —defendida por el secretario de Estado, Colin Powell, pero rechazada por el vicepresidente Dick Cheney y el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, durante el verano de 2002— convirtió a Washington en rehén de una argucia interesada: lo que se buscaba de las Naciones Unidas era una autorización para ir a la guerra; no para buscar una solución que la hiciera evitable.

Por ello, más que culpar a Francia del bloqueo del Consejo, como hacen Washington, Londres y Madrid, habría quizá que intentar responder a esta pregunta: si la amenaza planteada por Sadam es tan evidente ¿por qué Estados Unidos ha conseguido tan escaso apoyo en el Consejo? Es fácil criticar la inoperancia de la ONU, pero en esta crisis Washington no ha logrado convencer a la comunidad internacional de sus argumentos, mientras que su intento de utilizar las instituciones multilaterales para convalidar una decisión tomada de antemano —y que en cualquier caso, con o sin la ONU, iba a ejecutar— ha dañado su legitimidad como superpotencia. Irónicamente ha producido otro efecto: reforzar la relevancia de la organización para la mayor parte de sus miembros.

Estados Unidos es el garante último de la paz y la seguridad internacionales. A pesar de sus deficiencias, el orden mundial representado por las Naciones Unidas ha funcionado en buena medida gracias a la confianza internacional ganada por Washington desde la segunda posguerra mundial, al impulsar el entramado de organizaciones internacionales todavía vigente. Sin esa confianza, el sistema corre el riesgo de hundirse. La administración Bush no parece darse cuenta de que los tratados internacionales que no firma, el Tribunal Penal Internacional que no reconoce y el sistema de las Naciones Unidas que parece querer destruir si no se pliega a sus exigencias, son los instrumentos a través de los cuales la comunidad internacional evita el desorden. El menosprecio norteamericano hacia esos instrumentos, visible tan sólo desde la llegada de George W. Bush a la Casa Blanca, revela una estrategia que puede agravar la anarquía global al reclamar Washington simultáneamente una defensa absoluta de su soberanía nacional y el derecho a violar, mediante el uso de la fuerza, la soberanía de otros.

El hiperterrorismo y la amenaza representada por las armas de destrucción masiva son ejemplos de la naturaleza global de los nuevos desafíos. La necesidad de la cooperación y de los procesos multilaterales no ha hecho sino crecer. Sin embargo, Washington rechaza una y otra vez toda limitación a su completa libertad de maniobra: ya se trate de reforzar el régimen internacional contra la proliferación de armamentos, de la protección del medio ambiente o de la convención de los derechos del niño, el comportamiento de la administración Bush obliga a dudar de que comparta los intereses globales y quiera actuar de manera concertada con los demás. Cuanto más necesita el orden mundial del liderazgo de Estados Unidos, en mayor medida actúa éste de manera solitaria.

Irak plantea asimismo una discusión sobre la democracia como base de la estabilidad internacional. El nuevo orden mundial —dice la estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos— estará fundado en un equilibrio de poder que favorezca la libertad. El propósito es inobjetable: todos desearíamos vivir en un mundo de democracias. Una coherencia en los regímenes políticos de la mayor parte de los países se traducirá en un orden internacional más estable y seguro. Pero creer que por la fuerza de las armas se puede imponer la democracia en una de las civilizaciones más antiguas del mundo, y desde ella extenderla al conjunto de Oriente Próximo, revela una notable falta de sentido histórico. Al mismo tiempo, la administración Bush mantiene una confusión sobre las bases de legitimidad del orden mundial.

Circula la idea de que las Naciones Unidas ya no pueden proporcionar esa legitimidad. Para el columnista George Will, “resulta perverso, y profundamente peligroso, hacer que la ONU se ponga su propia corona de laureles como único legitimador de la fuerza en los asuntos internacionales”. El presidente del Defense Intelligence Board del departamento de Defensa, Richard Perle, se pregunta: “¿Es mejor la ONU que una coalición de democracias liberales a la hora de legitimar el uso de la fuerza? ¿Aumenta la legitimidad de una política decidida colectivamente por países que comparten nuestros valores, con la presencia de miembros de las Naciones Unidas como China o Siria? No lo creo. Es una tendencia muy peligrosa considerar que la ONU, que incluye a un gran número de países no democráticos, sea capaz de conferir más legitimidad que otras instituciones como la UE o la OTAN”.

El señor Perle parece ignorar dos cosas. Primero, que los países que más se han opuesto a Estados Unidos en la crisis iraquí no son China o Siria, sino Francia y Alemania, países tan democráticos como él mismo (lo que debiera ser motivo de reflexión de cara al futuro más allá de interpretar sus diferencias como resultantes tan sólo del desequilibrio de poder). En segundo lugar, la cohesión de los sistemas políticos es, como supo ver Edmund Burke hace más de dos siglos, una condición de estabilidad. Sin embargo, el carácter anárquico de la sociedad internacional hace inevitable una lógica distinta de la convivencia política nacional. Las democracias pueden y deben extender sus valores, pero no apropiarse de un orden definido sobre la base de Estados soberanos, no sobre su moralidad o sistema constitucional.

Estados Unidos se equivoca al ver en las Naciones Unidas una limitación a su poder. Al contrario, se trata de un instrumento que permite compartir su responsabilidad y al mismo tiempo maximizar la legitimidad de sus acciones, siempre —claro está— que sepa compatibilizar sus intereses con los de la comunidad internacional. Ésta no es un espejismo, como ha escrito la asesora de seguridad nacional Condoleezza Rice; es una imperfecta creación humana en permanente evolución, que sólo puede construirse sobre unas bases de consenso y de legitimidad. Si se quiere un mundo con reglas, habrá que aceptarlas aun cuando no convengan. Ningún país puede imponer por sí solo las normas internacionales ni debe aceptarse esa curiosa lógica de tener que violar la legalidad para imponer su cumplimiento.

Una vez que concluya la primera fase de la intervención militar, la reconstrucción de Irak hará ver a Estados Unidos por qué no puede prescindir de las Naciones Unidas. Se plantea un ultimátum al sistema cuando éste no responde a los objetivos americanos, pero el propio Washington reconoce que, por razones políticas además de financieras, sólo la ONU puede asumir la responsabilidad de gestionar la próxima etapa nacional iraquí. Ello significa que, a pesar del fracaso de la diplomacia, la función del Consejo de Seguridad no ha terminado.

Aunque todo depende de la evolución de los acontecimientos en los primeros días de guerra y de que se encuentren esas armas de destrucción masiva que —se asegura— Sadam debe tener, quizá no sea descartable que, como en el caso de Kosovo, el Consejo otorgue una legitimación ex post facto del uso de la fuerza. De producirse, quedaría a salvo el actual sistema. Pero la condición sería un nuevo consenso sobre la “excepcionalidad” del caso, lo que plantearía una prueba añadida a Estados Unidos: si Irak es sólo el primero de sucesivos ataques preventivos —¿Irán? ¿Corea del Norte?— Washington habrá entonces roto definitivamente con el orden internacional que él mismo contribuyó a crear. La Carta de las Naciones Unidas será letra muerta.

La obsesión con el predominio militar que caracteriza la política exterior americana es un camino equivocado. Estados Unidos describe un mundo repleto de amenazas y afirma que hay que imponer sus valores políticos, pero no ofrece un modelo alternativo a las Naciones Unidas. Al sustituir la diplomacia por una estrategia de seguridad nacional, no sólo rompe con su propia tradición internacionalista, sino que se aleja de la respuesta al principal reto a su liderazgo, bien planteado por alguien tan poco sospechoso como Henry Kissinger. Según escribió en las últimas páginas de un reciente libro, “el desafío para la actual generación de dirigentes americanos consiste en convertir su poder sin precedente en un consenso internacional y en normas ampliamente aceptadas que sean conformes con los valores e intereses americanos. Y eso no puede hacerse de manera unilateral”.

Fernando Delage
Subdirector de la revista 
Política Exterior

Fernando Delage

Escrito por Fernando Delage