Irak soberano

Irak soberano

Tema: Se analiza el significado del traspaso de soberanía y el debate en torno al mismo, así como los problemas con los que se enfrenta el gobierno interino.

Resumen: Se discute el carácter parcial de la soberanía que el nuevo gobierno asume por su necesidad del apoyo militar y económico de sus protectores extranjeros, pero la relación de dependencia se da también en sentido inverso, lo que proporciona al ejecutivo iraquí un margen amplio de maniobra. El verdadero problema no es la parcialidad sino la exigüidad de la soberanía en términos prácticos de instrumentos de acción gubernamental. Su inmenso desafío es mejorar la seguridad como condición para impulsar la economía y hacer así factible el cumplimiento de su compromiso esencial: celebrar elecciones en seis meses. A pesar de la apariencia catastrófica el gobierno cuenta con ciertos activos importantes.

Análisis: ¡Es la soberanía, estúpido! decían algunos en mayo y junio pasados, parafraseando la famosa exhortación de la campaña de Clinton en el 92. Con ello pretendían denunciar el supuesto error de que la clave de todos los males de Irak estuviera en los irresolubles problemas de seguridad. No se trata de negar su vital importancia sino de subrayar que cualquier posible solución pasa por dejar las responsabilidades de gobierno en manos iraquíes, lo cual, a su vez, sería la condición sine qua non para lograr legitimidad, ésta sí, auténtica piedra filosofal para sacar a Irak del atolladero.

Por fin la soberanía llegó y ahora habrá que darle tiempo para ver si tiene las virtudes balsámicas o incluso taumatúrgicas que de ella se esperan, pero que en ningún caso llegarán tan lejos como para suponer que aquellos suníes que siguen considerando el país como cosa propia, los sadamistas que desean recuperar el monopolio del poder y la internacional yihadista que lucha por el califato islámico vayan de la noche a la mañana a deponer las armas y entrar por la senda de las urnas, donde inexorablemente serían derrotados, dado su carácter manifiestamente minoritario. Tampoco va a deponer fácilmente las suyas –diplomáticas, dialécticas, propagandísticas– aquella parte de la comunidad internacional que da prioridad a la lucha antihegemónica sobre la cuestión de Irak, la cual, desde el punto vista del antihegemonismo, se encuentra en una situación francamente conveniente, manteniendo a la hiperpotencia empantanada y palpando los límites de su poder, alimentado la hoguera del antiamericanismo/antibushismo y amenazando seriamente la reelección del tejano.

Aquellos actores locales para los que las urnas son el problema y no la solución no van a amainar la campaña de bombas y asesinatos siguiendo el razonamiento inverso a los promotores de la transferencia de poderes: si el gobierno no consigue acallar las explosiones será porque no es legítimo y su pretendida soberanía no pasa de ser una farsa. Los atentados más que para derribar al gobierno sirven para mantener su dependencia de las tropas extranjeras y de esa forma hacer realidad la acusación de que los poderes que ejerce son tan ficticios como la autonomía de movimiento de las marionetas. Su apuesta no pasa por la pacificación sino por el incremento de la inseguridad. La batalla por la legitimidad se libra en torno a la cuestión de la autenticidad y eficacia de la soberanía. Ésta debe promover la seguridad pero depende también de ella. Es una pescadilla que se muerde la cola.

Para dilucidar la cuestión de la soberanía hay que partir, como siempre, de Bodino: soberano es el poder que no tiene otro por encima. El poder último, llámese rey o pueblo, del que emanan todos los demás. ¿Lo es realmente el del gobierno interino iraquí? Habría que responder o bien que no o bien que no podemos estar seguros. No, porque no ha salido de elecciones libres, pero tampoco podemos ser rotundos porque en su significado más a ras de tierra legitimidad es pura y simplemente aceptación y, en ausencia de auténticas elecciones, no podemos saber con seguridad cual es su cuota de aceptación popular. La gente no se ha echado a la calle en Irak ni para aclamar al nuevo gobierno ni para rechazarlo. Una aceptación pasiva puede evolucionar hacia un respeto activo y dotar al gobierno de una base popular de hecho que le facilite la tarea de llevar a cabo el calendario electoral y constitucional.

Ahora bien, para que la soberanía no sea un mero concepto requiere capacidad de control. El gobierno teóricamente soberano es una entelequia si no puede autónomamente ejercer control sobre su territorio, defender a su población, hacer que se cumplan las leyes, llevar las riendas de la economía. No hay manera de cuantificar en qué medida el nuevo gobierno posee esos atributos, pero con seguridad no mucho, como fruto de la oposición violenta y por las secuelas de la guerra y la ocupación. Ateniéndonos estrictamente a la cantidad de poder que de manera efectiva va a estar en manos del gobierno de Iyad Allawi, podríamos decir que la transferencia de poder es claramente prematura, como pudo haberlo sido en su momento la independencia de muchos países africanos. Entonces como ahora, otras consideraciones políticas más generales y de mayor peso aconsejaron dar ese arriesgado paso.

Si un gobierno de iraquíes cuya representatividad democrática no está de momento garantizada se hace cargo del poder en condiciones tan precarias es simplemente porque la autoridad provisional ha considerado que el mantenimiento de la ocupación era una alternativa peor. Hasta qué punto confía en esas hipotéticas virtudes taumatúrgicas de la transferencia de poderes no lo sabemos. Cabe también preguntarse para quién es mejor el cambio: Para los ocupantes, los ocupados, para ambos o será finalmente la gran oportunidad para los que aspiran al poder mediante la violencia extrema, sin olvidar los apremiantes, pero también enfrentados, intereses de los vecinos y el deseo general de humillar a los americanos y mantenerlos inmovilizados de la difusa coalición antihegemónica que enarbola la bandera del derecho internacional y la primacía de las Naciones Unidas.

En este organismo, británicos y estadounidenses se han anotado un pequeño tanto al conseguir a comienzos de junio una resolución unánime del Consejo de Seguridad (la 1546) que otorga un plus de legitimidad al traspaso de poderes y al nuevo gobierno iraquí. Pero eso no concluye la pugna con el bando antihegemónico que Francia trata siempre de encabezar. Los miembros de la coalición de contrapeso al hegemón no se sienten en absoluto vinculadas por las varias recomendaciones de ayuda a Irak que aparecen a lo largo de la resolución que ellos mismos han aprobado, especialmente la muy taxativa contenida en el punto 15 que “pide a los Estados miembros … que presten asistencia a la fuerza multinacional, en particular con fuerzas militares, según se convenga con el Gobierno de Iraq [sic], para ayudar a satisfacer las necesidades del pueblo iraquí…”, de la misma manera que los dinamiteros locales no se muestran en absoluto impresionados por el espaldarazo de la comunidad internacional al nuevo ejecutivo (el primer párrafo de la resolución 1546 del 8 de junio se refiere al gobierno provisional que habrá de asumir “sus plenas funciones y autoridad para el 30 de junio” como “totalmente soberano e independiente”.

De hecho, la transferencia de poderes ha sido saludada por los gobiernos que con cierto regodeo contemplan la guerra desde la barrera con circunspectas declaraciones de satisfacción. En esencia, más o menos, los comentarios procedentes de ese costado internacional vienen a decir que la transferencia de soberanía es un paso importante hacia… el ejercicio de la auténtica soberanía. La tónica la da Chirac diciendo: “Queremos desear éxito al gobierno interino iraquí y tranquilizarle respecto a nuestro apoyo en la reconstrucción económica y política de Irak y, naturalmente, desear que el pueblo iraquí vuelva a tomar las riendas, sin dilación y con plena confianza, el destino de su país”.  Y matiza: “La transferencia de soberanía en Irak es, a nuestros ojos, una condición necesaria –desgraciadamente no suficiente, pero necesaria– para el establecimiento de la paz, la estabilidad, la democracia el progreso y el desarrollo en el país”. Esto lo dijo en la cumbre de la OTAN en Estambul el mismo día del cambio en Bagdad, y acto seguido vetó cualquier participación de la OTAN en Irak que no fuera el entrenamiento de tropas locales fuera del territorio mesopotámico. El mismo tipo de ambigüedad se ha dado en las capitales vecinas, aunque Teherán y Damasco han sido todavía más comedidos en sus parabienes, considerando que la continuada presencia de tropas extranjeras significa que la ocupación no ha cesado.

Así pues, entre los críticos de la guerra renuencia a conceder legitimidad –aceptación, en definitiva– por considerar que sólo se transfiere una soberanía parcial. La proporción de la misma que se le reconoce al nuevo gobierno varía en relación inversa al grado de radicalidad de la posición crítica. Si la mejora de la situación interna depende del reconocimiento y ayuda exterior, pocos horizontes se han abierto por ese lado. Varios de los votantes de la resolución retiran con una mano lo que han concedido con la otra. Escatiman incluso la ayuda psicológica de un reconocimiento, gratis desde el punto de vista económico pero que se considera políticamente demasiado costoso y, desde luego, inmerecido en lo que a americanos respecta.

En todo caso, a diferencia de las ayudas materiales que sólo pueden venir del exterior, en materia de legitimidad la única que verdaderamente cuenta es la que otorga el pueblo soberano. Y aquí la ley es la misma que respecto a los actores internacionales. Como en radicalismo nadie gana a sadamistas y yihadistas, su juego consiste en negar que nada absolutamente haya cambiado: El gobierno, simples marionetas. En cuanto al conjunto de los iraquíes, para hablar con un poco de precisión, habría que esperar a los resultados de las encuestas que, dado lo fluido de la situación, suelen llegar cuando ésta ya ha cambiado. Siempre se debería, también, distinguir entre los tres principales componentes étnicos y religiosos del país: kurdos, árabes suníes y árabes chiíes. Pero teniendo que atenerse a generalidades basadas en impresiones habrá que señalar que los iraquíes no se han echado a la calle ni para celebrar el traspaso de poderes ni para rechazar al nuevo ejecutivo y que, insurgentes aparte, lo que ha predominado son las manifestaciones de pragmática y cautelosa aceptación.

De entrada, parece que los iraquíes consideran un progreso que las decisiones gubernamentales sean tomadas por compatriotas, y por un gabinete en el que están representados todos los grupos étnicos y religiosos. Están más preocupados por los resultados que por discutir el grado de dependencia de las nuevas autoridades respecto a las tropas extranjeras.

La objeción mayor que desde dentro y fuera se ha hecho a la nueva situación, el carácter parcial de la soberanía transmitida, está más bien descaminada, puesto que el verdadero problema es la exigüidad real de esos poderes soberanos. Sea o no parcial, ante todo la cantidad de soberanía es muy pequeña, pues estructuralmente el nuevo gobierno tiene pocos instrumentos para gobernar. Desde luego los americanos se han reservado legal y fácticamente algunas palancas de poder. Las de carácter legal en la práctica pueden resultar irrelevantes. Las otras no tienen arreglo. Para luchar contra los insurgentes los americanos cuentan con un ejército y el gobierno de Bagdad no tiene más que fuerzas en mantillas.

¿Los protegidos están subordinados a sus protectores o la protección potencia al protegido? La relación actúa en ambas direcciones, pero en su misma naturaleza está que cuando la supervivencia del débil es vital para el poderoso, el primero tiene en sus manos al segundo mucho más que a la inversa. Los americanos podrán negarse a llevar a cabo operaciones del interés de sus protegidos iraquíes, aunque les será casi imposible realizarlas frente al veto del gobierno que han proclamado como legítimo. Y éste siempre podrá chantajear a sus valedores con la amenaza del colapso. Poco pueden hacer sin la ayuda militar y económica de Washington, pero los EEUU gozan de un margen muy estrecho para negársela.

Existen también restricciones legales que Bremer ha dejado en herencia al gobierno interino. La más importante ha quedado inserta en la resolución 1546 del Consejo de Seguridad que legaliza el nuevo arreglo institucional iraquí: las tropas de la coalición dependerán exclusivamente del mando americano. Cualquier otra cosa hubiera sido impensable. Ello tiene como complemento una extraterritorialidad jurisdiccional –no están sometidas a la justicia iraquí–, lo que supone una limitación objetiva a la soberanía de la nación huésped, pero que también puede considerarse ineludible dadas las circunstancias.

Está luego todo el paquete de órdenes emanadas de la autoridad ocupante y que constituyen el marco legal en el que se desarrolló su actividad de gobernar el país. Permanecerán vigentes hasta que se apruebe una constitución. Mientras tanto aspiran a contener la corrupción y mantener una economía abierta. La realidad es que de acuerdo con la constitución provisional pueden ser cambiadas por el gobierno si este consigue un alto grado de consenso interno, incluyendo al presidente y los dos vicepresidentes. Como la composición de esas instancias políticas equivale a una amplia coalición de todos los sectores étnicos, religiosos y políticos –con excepción de la guerrilla– ese consenso representa una convergencia muy grande de intereses. Sólo hay que conseguir esa anuencia para hacer borrón y cuenta nueva de la herencia legal de la ocupación.

Aunque para los que mantienen una actitud recelosa o descalificadora ante los nuevos poderes, las mencionadas restricciones ponen en duda la realidad de la soberanía y por ende de la legitimidad, lo que no deja de erosionar en alguna medida las posibilidades de actuación del gabinete de Allawi, lo que realmente limita éstas y en suma la soberanía, es la escasez de instrumentos para ejercer el poder. La soberanía puede ser parcial pero ante todo es pequeña. Inseguridad y desempleo son las dos grandes preocupaciones de los iraquíes y la incapacidad para resolver esos problemas que minó la posición de los ocupantes puede socavar también la de sus sucesores autóctonos.

El empleo depende de la reconstrucción y ésta se ve gravemente obstaculizada por la labor destructiva diaria de la acción guerrillera, cuyos objetivos requieren el mantenimiento del paro y de la situación de caos. Por otra parte, frente a lo que suelen transmitir los medios de comunicación, la inseguridad no es sólo obra de la insurgencia. La criminalidad común es altísima en Irak y responsable de una buena mitad de las víctimas mortales entre la población local.

En octubre del 2002, cuando la crisis diplomática arreciaba en Naciones Unidas, Sadam vació las cárceles del país, en un movimiento que no ha sido nunca explicado y que quizá fue parte de los planes para después de una guerra que estuvo dispuesto a arrostrar antes que someterse a las exigencias de las resoluciones del Consejo de Seguridad. Una situación de desorden generalizado propicia la expansión de actividades delictivas. Como en casos parecidos, Irak es un paraíso de las mafias y de toda clase de tráficos ilegales. Las gentes del hampa encuentran una oportunidad en los atentados terroristas, bien pagados por organizaciones a las que les sobran los medios económicos recibidos del régimen anterior. El secuestro de ciudadanos acomodados es una próspera industria.

Para enfrentarse a todo ello, Allawi cuenta con unas fuerzas cuyo reclutamiento y equipamiento no se ha concluido y que se encuentran en un estado de formación todavía incipiente. A un ritmo acelerado, más rápido que el seguido hasta ahora, necesitarán un mínimo de dos años para estar a pleno rendimiento. A pesar de que todas las fuerzas de seguridad del régimen baasista fueron disueltas y las nuevas han tenido que ser creadas desde cero, el ministro responsable de la policía considera que están fuertemente infiltradas de elementos no fiables y que una de sus primeras tareas será depurarlas de hasta un tercio de los efectivos. Aunque 15 meses sea insuficiente para la magnitud de la tarea, sin duda lo relativamente poco que se ha avanzado en la formación de las fuerzas de seguridad autóctonas es uno de los puntos negros de la ocupación.

Cuando los americanos intentaron hacer participar a algunas de estas fuerzas –agrupadas hasta en cinco cuerpos diferentes– en la lucha contra los insurgentes, los resultados fueron malos. Los iraquíes de a pié se quejan de la venalidad de la nueva policía, que no ha superado la tendencia al abuso y los sobornos.

A pesar de ese cúmulo de obstáculos, el nuevo gobierno confía en conseguir mayor eficacia que los americanos al menos en la lucha contra la delincuencia común, por su mayor legitimidad, conocimiento del terreno y métodos más contundentes. No en vano, ya antes de la transmisión de poderes Allawi planteó la posibilidad de aplicar estados de excepción y un decreto en ese sentido ha sido una de sus primeras iniciativas. En conjunto, los iraquíes parecen participar de esa confianza, o al menos compartir esa esperanza, aunque sólo sea por la exasperación a la que habían llegado ante la incapacidad de las fuerzas ocupantes para atajar el problema.

El paro es el otro gran factor de inestabilidad y frustración pública. Bien pocos resortes tiene el gobierno para lograr mejoras rápidas de la situación, sobre todo teniendo en cuenta la dependencia del crecimiento económico respecto del clima de seguridad o falta de la misma. Las esperanzas están puestas en la riqueza petrolífera del país. Uno de los cálculos fallidos tras la decisión de derrocar a Sadam fue que la reconstrucción vendría propulsada por la producción de oro negro, y uno de los grandes fallos de inteligencia, de gravedad comparable al relativo al estado de las armas de destrucción masiva, fue el desconocimiento del grado de deterioro de esa industria, así como el de otras muchas infraestructuras públicas, al borde del colapso a pesar de no haber sido prácticamente afectadas por la acción bélica. Aunque sometida a retrocesos por atentados que interrumpen el flujo por los oleoductos, largas líneas difíciles de proteger, y que recientemente paralizaron terminales de carga en el Golfo, la producción se acerca, sin alcanzarlos, a los niveles anteriores a la guerra.

Pero como en todo lo que se refiere a la reconstrucción, la actividad terrorista está disuadiendo eficazmente la imprescindible inversión extranjera y elevando a proporciones imposibles los costos de medidas de protección física que han de asumir las empresas que se arriesgan a trabajar en Irak, los cuales ya estaban en el 20% de los presupuestos de cualquier iniciativa.

Siendo los ingresos petroleros todavía modestos, la ayuda internacional resulta de extrema importancia. Los 13 mil millones de dólares aprobados en la conferencia de donantes de Madrid están llegando con cuentagotas. Debido a la prolija burocracia estadounidense, lo mismo ha sucedido con los 18 mil millones aprobados por el Congreso americano, de forma que sólo una parte muy pequeña de los proyectos contemplados se ha comenzado a poner en práctica. Este retraso podría convertirse en un activo para el gobierno interino y sus sucesores inmediatos que disponen todavía de todo ese caudal por gastar, bajo la supervisión, obviamente, de los proveedores, aunque esta es otra forma de dependencia que reprochar.

Esa precariedad de medios en manos del gabinete Allawi hace que desde múltiples puntos de vista técnicos pueda considerarse el traspaso de poderes como prematuro. Como siempre, han prevalecido los imperativos políticos. La situación se hacía insostenible tanto por la impaciencia de los iraquíes como de la opinión pública americana, así como por la presión internacional.

Ahora queda por ver qué milagros pueda operar el cambio. De la situación iraquí, desde el verano de 2003, siempre se ha podido decir que es mala pero no desesperada. La partida la podrían perder americanos e iraquíes, pero las posibilidades de ganarla nunca han sido inexistentes. Una clara mayoría de la población, kurdos y árabes chiíes, aceptó la guerra como una liberación y nunca ha protestado contra ella. Estos mismos rechazan la guerrilla que ha matado a muchos más iraquíes que soldados de la coalición y que es suní tanto en su componente religioso fundamentalista como en su vertiente política sadamista. Y los árabes suníes son menos del 20% de la población y no todos aprueban los métodos terroristas.

La composición del gobierno interino es el resultado de una dura negociación entre el diplomático argelino Lakhdar Brahimi, delegado de Kofi Annan, los americanos y los miembros del Consejo de Gobierno Iraquí, nombrado en su momento por Bremer, pero actuando claramente en interés propio. En definitiva, el mayor peso ha correspondido al lado iraquí y bastantes miembros del Consejo se han perpetuado en el gobierno provisional. Como decíamos más arriba, el poder se ha repartido teniendo en cuenta las fuerzas que actualmente toman parte en el juego político. Incluso se le hizo un ofrecimiento al rebelde chií Móqtada el Sadr, que lo rechazó por aspirar a mayores cuotas de poder. La presidencia del Estado le ha correspondido al jeque de una de las más importantes tribus suníes, lo que apunta claramente a la voluntad de atraerse a esta comunidad históricamente dominante en Irak y actualmente gran perdedora por su asociación con el baasismo.

Los primeros actos del gobierno señalan una clara dirección. El inmediato juicio de Sadam pretende dar una satisfacción a esa gran mayoría compuesta por kurdos y chiíes, víctimas de las salvajes represiones del tirano. No deja de ser también una prueba de independencia, porque americanos y comunidad internacional preferirían dar largas al asunto. Lo mismo puede decirse respecto a la casi segura pena de muerte, abolida por Bremer e inmediatamente restaurada por los nuevos gobernantes.

Las otras dos grandes iniciativas planteadas desde el primer momento han sido el estado de excepción y la amnistía a los insurgentes que abandonen los atentados. En ambas ha habido choque con las preferencias americanas, que han sido pasadas por alto. El estado de excepción es para los nuevos ministros una prueba de energía y de su capacidad para recurrir a métodos con los que no se atrevieron los americanos, y que son aprobados por la población. Dadas las circunstancias, nada parecería más justificado pero en el contexto árabe resulta un paso muy inquietante. Tradicionalmente ha sido la forma de cortocircuitar las escasas libertades reconocidas en las constituciones. Algunos países, como Siria, llevan décadas viviendo en esa anómala situación jurídica.

En Irak la excepcionalidad ha sido rodeada de importantes restricciones legales. Como en el caso de la abrogación de las leyes heredas del ocupante, la aprobación de la medida requiere la casi unanimidad en el gobierno y la presidencia, que, recordémoslo una vez más, representa un amplio espectro político y social. No es extensiva a todo el país, sino limitada a áreas determinadas y por un período de no más de sesenta días.

La propuesta de amnistía muestra una estrategia de doble punta. “Queremos ofrecer la zanahoria y luego más adelante ofreceremos una espada, no un palo” ha dicho Yawar, el presidente interino, mientras que el kurdo Zebari, ministro de exteriores, les ha recordado a sus colegas de la Unión Europea, que en un ejercicio de pose y futilidad le instaban a que su gobierno no restableciese la pena de muerte, que “el nuevo gobierno necesita ser más decisivo y duro en sus actuaciones para controlar la situación de seguridad”.

Al tiempo que se amplia el repertorio legal para luchar contra el crimen político o común se le tiende una mano a la guerrilla y se intenta dividirla, separando a los elementos menos radicalizados. Esta estrategia forma parte de un esfuerzo por atraer a la comunidad suní hacia el proceso político, algo indispensable para dotar de estabilidad al país y en lo que los americanos no consiguieron ningún avance significativo. En el proyecto inicial sólo quedaban excluidos los que hubieran derramado sangre iraquí, no así los que hubieran matado extranjeros, lo que puede suponerse que no hizo ninguna gracia en la flamante embajada americana. Ello retrasó la adopción de la medida. El resultado final no va a ser restrictivo sino que ampliará todavía más el ámbito previsto de aplicación, incluyendo a los que hayan atacado a las fuerzas de seguridad iraquíes. Sólo quedan excluidos los violadores, secuestradores y aquellos a los que testigos hayan identificado matando gente. Si la medida logra sus propósitos está por ver, pero para el gobierno es una manera de cargarse de razón para cuando desenvainen la espada.

Conclusiones: Mejorar ante todo la seguridad y a través de ella la economía son tareas hercúleas con las que el gobierno tiene que enfrentarse prioritariamente. Pero por importantes que sean, son en cierto sentido instrumentales respecto al cumplimiento de un plazo que ha de ser el objetivo número uno del gobierno interino e incluso su misma razón de ser: la celebración de elecciones a finales de año o en enero de 2005 para una asamblea constituyente, de la que además saldrá ya un gobierno parlamentario ante el que el interino deberá ceder sus poderes.

Transferir una soberanía parcial y, sobre todo, diminuta a un gobierno provisional de legitimidad todavía problemática es toda una arriesgada aventura que sólo se justifica si la continuidad con la situación anterior se ha convertido en insostenible y los viejos poderes que se repliegan hacia la sombra siguen prestando todo su apoyo militar y económico, al tiempo que respetan las iniciativas de las nuevas autoridades, para no alimentar las objeciones a su legitimidad.

Celebrar unas elecciones frente al nivel de capacidad de perturbación de los que se oponen a muerte a ellas, podría ser físicamente imposible, tal y como estamos viendo en Afganistán. Atentar contra colas de votantes en varios miles de puntos en el país es algo que está al alcance del terrorista menos experto. Conseguir en medio año un vuelco de la situación de suficiente magnitud como para que los comicios se desarrollen con aceptable normalidad pertenece casi a la esfera de los milagros. Pero tras la transferencia de poderes está la alocada esperanza de que soberanía signifique legitimidad y ésta llegue a curarlo todo.

Por más que hayamos puesto el énfasis en la enormidad de las dificultades, el gobierno transitorio no carece de bazas. La situación nunca ha sido tan mala como se desprende de los medios de comunicación, que siempre se atienen al principio de que sólo son noticia las malas noticias. La reconstrucción ha sobrepasado en varios sectores los niveles anteriores a la guerra. Si en el muy visible de la electricidad sigue habiendo deficiencias graves es en parte por la gran cantidad de electrodomésticos que han entrado en el país. La actividad económica ha crecido. El parque móvil está en rápida expansión, en gran medida con vehículos de segunda mano importados sin ningún control legal.

Las encuestas siguen diciendo que los iraquíes confían en que su vida sea mejor en dos, tres o cinco años, lo que cual viene corroborado por un medidor de confianza muy objetivo: el nuevo dinar, que se cotiza en varios mercados vecinos, no ha dejado de subir desde su lanzamiento. La situación no debe parecerles a los nacionales tan catastrófica cuando no ha habido movimientos migratorios hacia el exterior, sino más bien al contrario, los exiliados del régimen sadamista, hasta un sexto de la población, están retornando e invirtiendo, movimiento que podría experimentar una aceleración a partir del momento en que la situación de seguridad mejore, poniendo en marcha un círculo virtuoso expansivo como fruto de esa mayor legitimidad que los partidarios del califato islámico y del totalitarismo baasista, unidos en su afirmación del predominio de la minoría árabe suní, se esfuerzan por destruir.

Manuel Coma
Investigador Principal, Real Instituto Elcano