Hacia otras relaciones transatlánticas

Hacia otras relaciones transatlánticas

Tema: El escenario después de la cumbre de las Azores difícilmente puede ser más preocupante: el Consejo de Seguridad de la ONU, al que George W. Bush acusa de no haber estado “a la altura de su responsabilidad”, se ha resquebrajado; la Unión Europea, pese a que Jacques Chirac diga que renacerá de la crisis, se ha cuarteado y la brecha atlántica se ha ensanchado. Pocas preguerras han destrozado tanto. George W. Bush, Tony Blair, José María Aznar y José Manuel Durao Barroso, el anfitrión de la cumbre, lanzaron en las Azores algo más que un ultimátum a Sadam Husein.

Resumen: Pocas preguerras han destrozado tanto como ésta que ahora se vive contra Irak. George W. Bush, Tony Blair, José María Aznar y José Manuel Durao Barroso, el anfitrión de la cumbre, lanzaron en las Azores algo más que un ultimátum a Sadam Husein. De la cumbre de las Azores ha surgido una nueva visión para ordenar el mundo. Tony Blair ya lo sentenció el 18 de marzo, cuando luchaba a brazo partido por su vida política en la Cámara de los Comunes. “Este conflicto, más que el destino de Irak, determinará la forma en que el mundo afrontará los desafíos del siglo XXI y la forma en que Estados Unidos se relacionará con el mundo”,

Análisis: El escenario después de la cumbre de las Azores difícilmente puede ser más preocupante: el Consejo de Seguridad de la ONU, al que George W. Bush acusa de no haber estado “a la altura de su responsabilidad”, se ha resquebrajado; la Unión Europea, pese a que Jacques Chirac diga que renacerá de la crisis, se ha cuarteado; los países aspirantes a ingresar en el club europeo han ignorado a Napoléon, quien decía que todo Estado tiene la política que le dicta su geografía; y la brecha atlántica, aunque el océano siga siendo el mismo, se ha ensanchado. Pocas preguerras han destrozado tanto. George W. Bush, Tony Blair, José María Aznar y José Manuel Durao Barroso, el anfitrión de la cumbre, lanzaron en las Azores algo más que un ultimátum a Sadam Husein.

De la cumbre de las Azores ha surgido una nueva visión para ordenar el mundo. Tony Blair lo sentenció el 18 de marzo, cuando luchaba a brazo partido por su vida política en la Cámara de los Comunes. “Este conflicto, más que el destino de Irak, determinará la forma en que el mundo afrontará los desafíos del siglo XXI y la forma en que Estados Unidos se relacionará con el mundo”, dijo el primer ministro británico. La guerra de Irak, iniciada el 20 de marzo, efectivamente, no sólo puede provocar cambios fundamentales en el mapa político de Oriente Medio, sino también en las relaciones transatlánticas. Las diferencias entre los países europeos a propósito de la crisis iraquí ha demostrado, entre otras cosas, que cualquier cuestión que provoque el desacuerdo de Washington volverá a dividir a los gobiernos del Viejo Continente: por un lado, aquellos que se agrupan en torno al núcleo integrado por París y Berlín; por otros, los que se consideran más próximos a la denominada Europa atlántica.

El inicio de otra era a principios del siglo XXI muestra una diferencia fundamental con respecto al pasado. Ahora, al contrario que en 1919, cuando se podía hablar de tres grandes potencias, o de 1945, cuando los grandes eran dos, sólo existe una gran potencia, superpotencia, potencia global o hiperpotencia. Zbigniew Brzezinski, consejero para la seguridad nacional del presidente Jimmy Carter, lo explica así: “La última década del siglo XX ha sido testigo de un desplazamiento tectónico en los asuntos mundiales. Por primera vez en la historia, una potencia no euroasiática ha surgido no sólo como el árbitro clave de las relaciones de poder euroasiáticas sino también como la suprema potencia mundial. La derrota y el colapso de la Unión Soviética fueron el último escalón de la rápida ascensión de una potencia del continente americano, Estados Unidos, como la única e, indudablemente, la primera potencia realmente global” (1). William Pfaff ha dicho lo mismo de otra manera: “Estados Unidos parece un Estado protomundial, con el potencial de erigirse en cabeza de una versión moderna de imperio universal”.

Históricamente, la política exterior estadounidense puede ser interpretada de maneras muy distintas, pero, básicamente, las visiones pueden resumirse en tres. La primera es aquella que tradicionalmente prefiere ver a Estados Unidos como un actor moral de las relaciones internacionales; es decir, como un Estado que se mueve no en función de sus intereses nacionales, sino por principios, convencido de que la extensión de la democracia conducirá necesariamente a unas relaciones internacionales pacíficas. Éste es el punto de partida del idealismo del presidente demócrata Woodrow Wilson y, en parte, se deriva de las ventajas que la geografía ha deparado a un poderoso país que nunca ha tenido vecinos con los que haya debido pactar alianzas o hacer equilibrios. Los partidarios de esta visión subrayan como ejemplos magníficos la intervención estadounidense en las dos guerras mundiales originadas en Europa en el siglo XX.

Una segunda interpretación se inclina, en cambio, por contemplar a Estados Unidos como un país históricamente expansionista, con una fuerte debilidad por la diplomacia de las cañoneras o del dólar y con una mal disimulada aspiración a la hegemonía internacional. Éste es el punto de vista de algunos analistas estadounidenses, como Noam Chomsky, y del catecismo marxista, pero también de amplios sectores europeos templados y, sobre todo, de buena parte de los países de lo que durante la guerra fría (1947-1989) se denominó Tercer Mundo.

Y la tercera interpretación es la que no contempla a Estados Unidos ni como un extraño campeón ético en un mundo de egoístas ni como un país con una avaricia por encima de la media, sino, simplemente, como un país normal que pretende garantizar o aumentar su poder; esto es, exactamente un país como cualquier otro. Éste es el punto de vista de los realistas estadounidenses, entre ellos Henry Kissinger, secretario de Estado de Richard Nixon y Gerald Ford, para los que la política exterior debe estar guiada simplemente por la defensa de los intereses nacionales.

Ronald Reagan, presidente de 1980 a 1988, rompió estos moldes. De los wilsonianos tomó prestado la retórica idealista sobre la defensa de los derechos humanos y la democracia, así como el multilateralismo para navegar por los asuntos internacionales; y de los realistas se quedó con los intereses nacionales como Norte de toda actuación. El resultado ha sido la escuela neoconservadora, ahora influyente en la Administración Bush. Como ha escrito Steven Mufson en el International Herald Tribune, los neoconservadores “representan una variante reaganista.

Estados Unidos ha sido proclive a contemplar su implicación en los asuntos internacionales como si fuera un acto de caridad. No sólo por su participación en las dos guerras mundiales, sino por la reconstrucción de Europa y la guerra fría contra la Unión Soviética. “Estados Unidos va a la guerra, en principio, contra el diablo, no, según su propia visión, para defender sus intereses materiales”, ha escrito Seymour Martin Lipset (2). Y el mundo, a ojos estadounidenses, ha sido desagradecido, lo que ha provocado, a menudo, el repliegue de Washington.

La historia de la relación de Estados Unidos con las organizaciones internacionales resulta chocante. Tanto la Liga de Naciones como la ONU, su heredera, nacieron bajo el patrocinio de presidentes norteamericanos, pero otros colegas suyos repudiaron a la primera o hicieron caso omiso de la segunda o, si se quiere, la instrumentalizaron. Georg Shwarzenberger definió hace cuarenta años esta situación como un sistema disfrazado: “Si un sistema de política del poder, en el que los grupos se consideran a sí mismos como los fines últimos, no es sustituido realmente por una comunidad internacional idónea, ese estado de cosas puede ser descrito como un sistema de política del poder disfrazado” (3).

Los acontecimientos del 11 de septiembre han emplazado ahora a la sociedad internacional, empezando por Estados Unidos, la única superpotencia, ante la tercera oportunidad en los últimos cien años de ordenar el mundo. La primera, después de la guerra de 1914, fue un fracaso: el idealismo multilateral del presidente Woodrow Wilson, partidario de la autodeterminación de los pueblos y de la propagación de la democracia (construcción de países), dio cuerpo a la Liga de Naciones, posteriormente Sociedad de Naciones, pero la organización internacional nació sin poder de coerción. Una Sociedad de Naciones sin Estados Unidos, a cuyo ingreso se opusieron los republicanos aislacionistas, tenía pocas posibilidades de imponerse. La segunda oportunidad surgió en 1945. La ONU nació entonces como ágora de la coalición vencedora en la Segunda Guerra mundial, y los objetivos que se fijó no fueron menos ambiciosos que los de su antecesora: eliminar las causas de la guerra, la tiranía y la injusticia. Pero la guerra fría enterró aquellos ideales.

La tercera oportunidad se ha presentado con la caída del muro de Berlín y, posteriormente, con el 11 de septiembre y el conflicto iraquí, cuando Estados Unidos se ha convertido en una hiperpotencia y el concepto de seguridad ha cambiado, ampliándose con fenómenos como el terrorismo -cuya naturaleza también se ha modificado-, el narcotráfico, la inmigración, el crimen organizado, las enfermedades como el SIDA y la erosión del medio ambiente. Es decir, el escenario es otro. Los atentados terroristas del 11 de septiembre y la guerra en Afganistán así lo han demostrado.

En el debate no sólo está en juego Irak, sino también el futuro de la ONU, de la OTAN y de la Unión Europea, las principales organizaciones internacionales surgidas de las cenizas de la Segunda Guerra mundial. El Consejo de Seguridad fue contemplado por los fundadores como un directorio mundial en el que las potencias vencedoras de la Segunda Guerra mundial (Estados Unidos, Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y China) ejercieran un liderazgo consensuado sobre la sociedad internacional. Con este objetivo, los cinco grandes se autoconcedieron el estatuto de miembros permanentes del Consejo de Seguridad y el derecho a vetar las resoluciones con las que estuvieran disconformes. Ahora, sin embargo, por las estancias de la Casa Blanca, no circulan las mismas ideas que conformaron el pensamiento de Wilson o Roosevelt. Los asesores de George W. Bush pertenecen a la escuela neoconservadora. Los realistas no faltan, como Colin Powell, secretario de Estado que en la crisis iraquí ha apostado por actuar multilateralmente, en el marco de la ONU. También hay conservadores, como Dick Cheney o Donald Rumsfeld, los dos con experiencia de mando por haber pertenecido a las administraciones de Reagan y Bush padre. Y otros, como Condoleezza Rice, pretenden ser el fiel de la balanza. Pero el 11 de septiembre ha aumentado la influencia de los sectores neoconservadores, cuya visión del mundo parece coincidir con la de los británicos cuando en el siglo XIX proponían la expansión del imperio para mantener la paz en el mundo y civilizarlo.

El Consejo de Seguridad es el encargado de mantener la paz y la seguridad internacional. Pero el Consejo de Seguridad, integrado por quince miembros (cinco permanentes y diez temporales), muestra hoy día mejor que ningún otro órgano de la ONU el desfase sufrido por la organización internacional. El Consejo de Seguridad sigue reflejando el mundo inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial y su composición ya no se corresponde con la escena actual. Y el veto es un instrumento antidemocrático. La Administración Bush, después del fiasco diplomático cosechado en la crisis iraquí, no está decidida a que el mundo del siglo XXI se adapte a las organizaciones internacionales existentes, sino que estas instituciones se adapten a la nueva escena. La cumbre de las Azores, en este sentido, ha sido un primer paso.

La nueva estrategia estadounidense en materia de seguridad nacional, en la que se contempla el ataque preventivo, representa un cambio fundamental con respecto a la Guerra Fría, primero dominada por la doctrina de la contención, destinada a frenar el expansionismo soviético, y después por la estrategia de la disuasión, basada en la asunción de que la superioridad militar de Estados Unidos era suficiente para garantizar que todo agresor sería destruido en una respuesta posterior. Con la nueva doctrina se trata de que Estados Unidos, basándose en el espíritu del 11 de septiembre, golpee primero, si lo considera necesario, con la intención de prevenir un ataque.

La primera vez que Bush se refirió a esta doctrina fue en enero de 2002, en su discurso ante el Congreso, cuando amenazó a un “eje del mal” integrado por Irán, Irak y Corea del Norte. El editorialista de The New York Times escribió entonces: “La aplicación del poder y la intimidación ha regresado a la primera línea de la política exterior estadounidense (…) Bush parece estar desarrollando una nueva doctrina que incluye la amenaza de una intervención armada contra las naciones que fabriquen armamento que ponga en peligro a Estados Unidos (…) Esto representa un cambio radical. Tradicionalmente, Estados Unidos ha empleado su fuerza como respuesta a un ataque y no para ser el primero en golpear (…) Los atentados del 11 de septiembre no dejaron otra opción a Washington que la de defenderse (…) Pero el 11 de septiembre no le da a Bush una licencia de caza ilimitada”.

Esta nueva orientación de la política exterior estadounidense es la que ha chocado ahora contra la opinión de tres países miembros permanentes del Consejo de Seguridad (Francia, Rusia y China), la que ha abierto una grieta en la OTAN y la que ha dividido a los países miembros de la Unión Europea. El impacto en la ONU y en la OTAN se explica porque en estas organizaciones las potencias que no son superpotencias han tenido la posibilidad histórica de no ser irrelevantes, aunque fuera bajo el paraguas estadounidense. Francia, por ejemplo, ha podido tener más influencia, como miembro del Consejo de Seguridad y de la OTAN, de la que en solitario podía tener. Y la Administración Bush habría terminado convenciéndose de que, en el Consejo de Seguridad y en la OTAN, acabaría representando el papel de Gulliver atrapado por los liliputienses.

Y en lo que respecta a la división en la comunidad europea, entendida ésta como la Unión Europa y los países que en el inmediato futuro se convertirán en miembros del club, la división responde a cuestiones más complejas, incluidos los temores de los más pequeños, las dificultades de los modelos económicos y sociales de Francia y Alemania, y la vocación atlantista de los países del Este desde la caída del comunismo.

Conclusiones: En este contexto, la cumbre de las Azores puede representar un paso hacia la formulación de un nuevo tipo de relación transatlántica. Una nueva relación que, posiblemente, se basará en un nuevo concepto del multilateralismo por parte de Washington. Un multilateralismo a la carta. Esto no quiere decir necesariamente que la Administración vaya a optar por la creación de nuevas organizaciones internacionales. No. Posiblemente sea más viable la reforma de las actuales. El Consejo de Seguridad, ahora marginalizado a causa de la crisis iraquí, puede ser una víctima propiciatoria, pero sigue siendo necesaria y puede experimentar un cambio; la OTAN podrá operar, con los países que esperan ingresar, con coaliciones voluntarias, y la Unión Europea, que pretende convertirse en edificio político, tal vez vea reaparecer la idea de la EFTA, el club europeo descafeinado que parecía enterrado para siempre. El multilateralismo de Washington, en definitiva, se encontraría en las coaliciones voluntarias, como la que se ha creado en torno a Estados Unidos en la guerra de Irak. Este multilateralismo, siempre de geometría variable, querrá decir sencillamente bilateralismo o trilateralismo.

Xavier Batalla
La Vanguardia
pertenece al Consejo Científico del Real Instituto Elcano

(1) Zbigniew Brzezinski,”El gran tablero mundial”, Paidós, Barcelona, 1998, pg. 11.
(2) Seymour Martin Lipset, “American Exceptionalism”, W. W. Norton & Company, Nueva York, 1996, pg. 20.
(3) Georg Shwarzenberger, “Power Politics”, Stevens & Sons Limited, Londres, 1961, pg. 12.

Xavier Batalla

Escrito por Xavier Batalla