El Mandato para el Tratado de Reforma: la consolidación definitiva de la Europa del establishment político de los Estados (ARI)

El Mandato para el Tratado de Reforma: la consolidación definitiva de la Europa del establishment político de los Estados (ARI)

Tema: La construcción de una Europa unida ha pasado por diversas fases. Al principio quiso conseguirse el objetivo de una Europa como Comunidad. En cambio, la que desea culminarse ahora, y de forma definitiva, es una muy diferente de aquella: la Europa de los representantes del establishment político de los Estados.

Resumen: El objetivo de la construcción de una Europa como Comunidad fue la consecuencia del ideal europeo que, después de la II Guerra Mundial, tuvieron los padres de Europa. La construcción de dicho ideal se mantuvo hasta el Tratado de Maastricht. Llegó a llamarse la Europa de los Ciudadanos. De toda la historia de la UE, Maastricht es la cumbre más dinámica e ilusionante del proyecto. Europa se volvió cautivadora. Y fue entonces cuando los representantes del establishment político de los Estados decidieron iniciar su secuestro. El proceso ha ido pasando por diversos períodos. Es ahora, con el Mandato para el Tratado de Reforma, en el que se suprime el texto del principio de la legitimidad de los ciudadanos, cuando se quiere culminar. Los ciudadanos europeos que, por derecho propio, tienen un lugar en la UE, van a sentirse desplazados de lo europeo. Y el europeismo de hace tiempo, se seguirá convirtiendo en un euroescepticismo creciente.

Análisis

La Europa de los Ciudadanos

La ciudadanía europea nació en Maastricht. Desde entonces, en las elecciones al Parlamento Europeo y en las elecciones municipales, todos los ciudadanos europeos pueden presentarse en el área comunitaria con voz no sólo activa sino también pasiva. Esta es la cumbre de las atribuciones políticas que la UE reconoce a los ciudadanos en una geografía considerada la misma para todos. Junto a dicha característica, el Tratado de Maastricht desplegó también las cuestiones de la unión monetaria, de los fondos de cohesión, de la cultura, del Comité de Regiones, de la realización de la integración diferenciada, de la introducción del método de codecisión en la legislación, del establecimiento de nuevas políticas como la de la educación y la de las redes transeuropeas, así como la de una verdadera política social. Todo un despliegue gigantesco de atribuciones comunes en las que los Estados parecían aceptar sinceramente la persuasión monetiana de las “inmensas posibilidades de la acción común”.

El despliegue que acabamos de describir no tenía un carácter absoluto. En el mismo texto del Tratado, los Estados reafirmaban su personalidad de diversas maneras. Una de ellas fue evitando convertir en comunes una serie de materias que continuaban teniendo carácter particular. Debido a ello se establecieron los tres pilares. Las tomas de decisión en las cuestiones de la PESC y de la entonces llamada CAJI (Cooperación en Asuntos de Justicia e Interior), siguieron el método intergubernamental. Otra fue, en las cuestiones comunes, la no atribución de su gestión a la Comisión, evitando dar al ejecutivo comunitario un poder excesivo de forma que llegara a ser el indiscutible gobierno de la UE. Los poderes sobre la unión monetaria se atribuyeron al Banco de Frankfurt.

Maastricht facilitó, por consiguiente, en la UE, la existencia de dos direcciones: una a favor de lo común y otra a favor de lo particular. Los ciudadanos europeos quedaron vinculados a lo común. Participan así en el método comunitario, pero no, obviamente, en el intergubernamental. Si hay algo ciertamente común en la UE son los ciudadanos. A su carácter de ser franceses, suecos o lituanos se les añade, en cuanto ciudadanos, el hecho de ser, todos por igual, europeos.

La ruptura del equilibrio entre lo particular y lo común

El espíritu de fortificación del Estado, por encima de la consolidación de lo común, empezó a manifestarse después de Maastricht. En la preparación de Niza dicha fortificación se hizo de una manera muy explosiva. El sistema de ponderación para obtener un resultado adecuado en la determinación de las mayorías cualificadas fue destruido. Para sustituirlo se fijó otra valoración de las opciones de los Estados que reflejó la realidad del juego del poder manifestado en la Conferencia Intergubernamental y en el Consejo Europeo correspondiente. Según el sistema de Niza, que es el que se está aplicando actualmente, la suma del voto español y polaco (para 80 millones de habitantes), por poner sólo un ejemplo, cuenta con 54 puntos, mientras que para un número similar de ciudadanos otros sólo tienen 29. Para equilibrar tamaño desajuste, se hizo entrar a la población y a la consideración de los Estados como unidades iguales. Tres criterios, pues, que se conjugan en un sistema que muestra, no el predominio de lo común sino el resultado de una feroz batalla tenida entre los particulares. En aquella lucha, los representantes del establishment de los Estados negaron la Europa representada por lo común. Lo que quisieron todos fue barrer lo más posible para casa.

La actitud de Niza no fue esporádica. Desde entonces hasta ahora se ha seguido repitiendo sin parar: la cuestión de los presupuestos, el pacto de la estabilidad, la estrategia de Lisboa y el intento de logro completo del mercado interior con la liberalización de la circulación de los servicios y capitales. Toda una serie de situaciones en las que lo particular tiene grandes dificultades en ceder a favor de lo común.

La Convención y el Tratado Constitucional

La Convención y el Tratado Constitucional fueron también vivo reflejo de esa lucha entre lo común y lo particular y de la derrota, en muchos aspectos, de lo común.

Para conocer cuál fue, en dicho período, el estilo de los representantes del establishment político de los Estados es de gran interés examinar cómo actuaron en la Convención. La Convención, redactora fundamental del texto constitucional, estuvo formada, no por representantes de los ciudadanos sino de las diversas instituciones. Representantes que no estuvieron encuadrados en un marco estructurado por electores populares y por partidos. Actuaron como individuos, como miembros de grupos pequeños, como familias políticas no demasiado vinculadas, recibiendo presiones y mensajes de sus 28 Estados de procedencia. Por ello prefirieron forcejear entre sí antes que votar, alabar al pueblo antes que reconocerle poder, buscar un reparto interesado de decisión antes que acudir a la matemática ponderativa, ensalzar a los partidos políticos europeos antes que formarlos y recibir gran cantidad de textos por Internet antes que reconocer, en concreto, el poder de la sociedad civil. Cuando contemplaron su obra no lograda, la sintieron más por su fracaso que por la realidad social a la que el tratado iba dirigida. Por ello, el temor de Fisher de que la UE se convierta “en el hazmerreír del mundo”, lo aplican a la carencia de texto. Si hay texto, aunque sea malo, sus redactores, ya no se sienten el hazmerreír. Consideran haber alcanzado la victoria.

A pesar de hallarse dentro de ese marco tan poco estructurado, los convencionales hicieron un esfuerzo sumamente considerable. Pero les sirvió de bastante poco. El esfuerzo consistió en fijar dos principios de legitimidad: el de los ciudadanos y el de los Estados, haciendo que el primero antecediese al segundo. En las enumeraciones, los ciudadanos fueron puestos por delante de los Estados. Y el Parlamento Europeo, institución vinculada a los ciudadanos, quedó situado siempre en primer lugar. Las dos legitimidades mencionadas, teniendo en cuenta a las instituciones, se distinguen en el organigrama de la UE formando dos ejes de poder. El eje de los ciudadanos agrupa a los ciudadanos como tales, al Parlamento Europeo y a la Comisión. El eje de los Estados a los parlamentos nacionales, al Consejo de Ministros y al Consejo Europeo. Claro que no se trata de una distribución del todo clara. El eje de poder de los Estados irrumpe con fuerza sobre el de los ciudadanos. Y la Comisión depende menos del Parlamento Europeo –con la que debería estar íntimamente vinculada– que del Consejo Europeo y del Consejo de Ministros y, en ocasiones, de los parlamentos nacionales. Resulta difícil de entender para un demócrata las prevenciones que los parlamentarios europeos tienen para con la Comisión. Tal vez sea aquí donde más se vea que el Parlamento Europeo es una trastienda de lujo de los partidos nacionales.

El fracaso de la Constitución se quiso disimular ante la opinión pública (la ciudadanía). El disimulo lo pretendieron, utilizando múltiples razones, los dirigentes vinculados al establishment político. Sólo hubo una valiente excepción: la de Juncker, para quien el resultado negativo de los referendos francés y holandés no fue la causa sino la manifestación del fracaso intrínseco al Tratado.

El mandato para el Tratado de Reforma

(a) La supresión de la legitimidad de los ciudadanos. Desde el punto de vista en que fijamos estas observaciones cabe destacar que en el texto del Tratado de Reforma (en concreto, el del artículo 1 del TUE), no se hará referencia a la doble legitimidad de la UE. Con dicha omisión no quedan perjudicados los Estados sino los ciudadanos. Los Estados se potencian. Los líderes de los Estados, en el marco de la UE, pueden actuar sin control de las bases populares europeas. Los Estados siguen gozando de todas las prerrogativas que les ofrece el Derecho Internacional cuando crean una Organización Internacional, tenga las características que tenga. Ello no debería poderse decir de la UE por haber creado una ciudadanía con rasgos políticos aunque limitados.

El arrinconar a los ciudadanos no es una cuestión que en principio tenga que ver con la cesión de soberanía. La soberanía se ha cedido en los tratados comerciales, en el euro, en todas las veces en que una decisión se toma por mayoría cualificada y se acepta la posibilidad de perder. Y si en la toma de decisión por mayoría cualificada, los Estados se conforman, no se ve porqué no puedan conformarse también ante una decisión conjunta, adecuadamente regulada, de todos los ciudadanos europeos. No es una cuestión de soberanía. Es una faceta más del secuestro que los miembros del establishment de los Estados están haciendo de la Europa de los ciudadanos.

(b) La supresión de la palabra “Comunidad”. La palabra “Comunidad” ha aportado a la historia de la UE una riqueza de espíritu sumamente considerable. A nadie se le oculta el valor que Tönnies encontró en dicho término en contraposición al de “Sociedad”. La historia de más de medio siglo de utilización de tal palabra para denominar el proyecto europeo parece que debería ser motivo suficiente para no eliminarla sino para dejarla como explicación profunda de la esencia de la UE. Pero los que no se sienten unidos por raíces profundas sino sólo por intereses, formando una sociedad, no se inclinan a valorar la denominación de Comunidad. Los miembros del establishment político de los Estados son mera sociedad y así quieren seguir siéndolo. Es el objetivo que se proponen en el desarrollo actual de la UE.

(c) La escasa atención a los partidos políticos europeos. De gran interés resulta la espera para ver lo que la Conferencia Intergubernamental decide hacer con los partidos políticos europeos. La Constitución les dedicó unos párrafos extraordinariamente elogiosos: contribuidores “a formar la conciencia europea”. La Conferencia Intergubernamental (CIG) podrá mantener el texto o suprimirlo, pero si lo mantiene, ¿les dará alguna concreción práctica para que no se queden como mero aparato retórico? Decía Salvador de Madariaga: “Europa no será una realidad hasta que no lo sea en la conciencia de sus ciudadanos”. Aquí parece que se esté apostando por lo contrario: al no impulsar partidos políticos europeos, se evita que Europa entre en la conciencia de los ciudadanos. ¿Seguirá teniendo el texto que se dedica a los partidos políticos europeos menos entidad que el dedicado a las religiones, a los ejércitos, a los parlamentos nacionales o a cualquiera de las políticas?

(d) La potenciación de los parlamentos nacionales en el organigrama de la UE. Uno de los esfuerzos que los dirigentes de la UE han realizado con más éxito para potenciar su peso en el marco europeo y tener más fuerza para conseguir el secuestro de la Unión fue llevar a los parlamentos nacionales al organigrama de la UE. Los parlamentos nacionales han sido, en la construcción de la Constitución Europea, los grandes enchufados en el juego del establishment europeo. En el Documento de Laeken fueron preferentemente mencionados. Para la Convención se les designó arbitrariamente un número muy alto de representantes: 56 (más del 50% de los convencionales). Y en la Convención, de los 11 grupos de trabajo, se les asignaron para obtener los propósitos, dos: el de los parlamentos nacionales y el de la subsidiariedad. Todo un signo de desmesura por parte del establishment. Los parlamentos nacionales, hasta ahora, no pertenecen a la UE sino a los Estados. Son los ciudadanos los que pertenecen por derecho propio a la UE. Contrasta, por lo tanto, lo que quiere dar a unos y a otros. En el nivel de la UE, los parlamentos nacionales son instrumentos de los Estados, no de los ciudadanos europeos que tienen su propio Parlamento Europeo.

El hecho de introducir los parlamentos nacionales para dirimir la cuestión de la subsidiariedad a los parlamentos nacionales en el organigrama de la UE es una cuestión envenenada. Por ser representantes de los ciudadanos aparecen como factor de democracia, pero al estar situados en un ámbito distinto al de la representación (el Estado), pueden apuntalar estructuras poco democráticas. Para decidir por otra parte, si una cuestión debe ser gestionada por la UE o por los Estados, es necesario acudir a una autoridad imparcial. Si se acude a una autoridad estatal se eleva la parte a la condición de juez.

Todo el esfuerzo que deben realizar los parlamentos nacionales sobre la subsidiariedad se refleja en unos dictámenes y en los resultados de unas votaciones que sólo sirven para aportar materia de reflexión al legislador (Consejo de Ministros y Parlamento Europeo). Dicha reflexión ¿no la puede hacer el legislador en todas las materias sobre las que legisla sin tener que recibir las opiniones de un centenar de cámaras (nacionales y regionales) que albergan a varios miles de parlamentarios? ¿No puede hallarse un sistema de valoración mejor que el tan embarullado que se ha elegido? ¿Para qué tan incómodo desgaste? Esta no puede ser la razón verdadera de la presencia de los parlamentos nacionales en el marco de la Unión. La razón de dicha presencia es colocar en la UE a un número mayor de representantes del establishment de los Estados (colocación solicitada por los parlamentos nacionales desde hace ya mucho tiempo), para dar a dicho establishment más fuerza y vigor. Al mismo tiempo, se evita dar más cancha, en el marco europeo, a los mismos ciudadanos. De esa forma, el marco político europeo queda desgraciadamente reservado para el juego de los políticos de los Estados que, como pasaba en el siglo XIX, cuanto menos controlados, más pueden montar a sus anchas su juego. Un juego en el que las peleas tiene amplia dimensión. El gran sociólogo alemán, Ulrich Beck, ya nos lo había advertido tiempo atrás cuando, refiriéndose a la Convención, sentenció. “El modo de proceder fue absolutamente revelador de la miseria europea: en lugar de discutir sobre visiones políticas se discutió miserablemente sobre ponderación de votos, procedimientos de decisión y competencias; y al final se echó mano del entero repertorio de técnicas de poder (amenazas, vetos, chantajes etc.), para vencer las últimas resistencias. Era preferible que los ciudadanos europeos no presenciasen este lamentable espectáculo”. Aquel profundo desbarajuste se ha vuelto a repetir en los preliminares del Tratado de Reforma. La dura constatación de un intelectual tan prestigioso como Beck se sigue revelando muy persistente.

Una vez introducidos en la UE los parlamentos nacionales, jamás aceptarán apearse del lugar al que se les ha ensalzado. Aunque con el paso del tiempo se experimenten las dificultades de dicha presencia, resultará imposible volver atrás. Los dirigentes de los Estados aplicando un sistema así, están hipotecando desmesuradamente a la UE.

Los parlamentarios nacionales representan a la soberanía de su Estado. Puede ser que con el tiempo sean más exigentes en las consecuencias de sus decisiones, reforzando mejor su resistencia estatal. Los Países Bajos han sido ya los primeros en hacerlo, y han sido escuchados. En el establishment político de los Estados se atiende más a una parte de su estatus corporativo que a un conjunto tan grandioso como el formado por los 500 millones de ciudadanos europeos externos a la corporación política dominante. Se trata de un alto riesgo. El Proyecto de Mandato de la CIG introduce a los parlamentos nacionales en el organigrama europeo haciéndoles todavía más operativos, bastando que el proyecto de acto legislativo sea “objetado por una mayoría simple de los votos atribuidos a los parlamentos nacionales”. El principio de subsidiariedad se encuentra recubierto y dominado por otro mucho más fuerte: el de la desconfianza.

La posición de los juristas españoles

En las valoraciones que hacen los juristas españoles de los textos se percibe –a pesar de ser personas de eminente valía– una importante carencia: la falta de atención a la sociología jurídica. Esta es una disciplina que tal vez no se estudiaba en las facultades de Derecho. Por ello su esfuerzo se limita a la exposición, comparación y un tanto abstracta valoración de sus textos sin relacionarlos demasiado con el tipo de sociedad a la que están destinados. Lo importante para ellos es que el texto llegue al final. Esa es la victoria. La bondad o no bondad de su aplicación queda un tanto dejada de lado. Por ello, resulta más fácil que tales juristas se conviertan en turiferarios de las disposiciones normativas. Ello tiende tanto a complacer a los representantes del establishment que las construyen como a dañar, por la ausencia de determinada crítica, a la gran base social europea que es su destinataria. Hay, con todo, valiosísimas excepciones, siendo una de ellas la de Diego J. Liñán Nogueras, que tan bien trata la cuestión de la ciudadanía en Superar la crisis constitucional profundizando en la integración europea: cuatro propuestas (Informe Elcano nº 19, junio de 2207).

Conclusión: ¿Cómo va a ser la UE hacia la que nos conduce el Mandato de la Conferencia Intergubernamental para el Tratado de Reforma? Una UE sin alma, sin poesía, con muchos euroescépticos y sabiendo que está formada por una serie de países unidos más por la técnica fría que por la esperanza ilusionada.

La pregunta que en estos momentos cabe hacerse es la siguiente: ¿vale la pena que un proyecto así se consolide? ¿No sería mejor que el Tratado de Reforma fracasara sin llegar a su fin? Pensando en abstracto ese sería el mejor camino. Pero nada hace pensar que luego se volviera a empezar de una manera distinta a partir de la sociedad civil. No hay más remedio que aceptar la mediocridad. No hay más remedio que resignarse a ver cómo los miembros del establishment político disfrutan con sus discusiones y sus juegos cortesanos. Su liderazgo es estatal y en él se apoyan para actuar en Europa. Hasta que no aparezcan líderes europeos será muy difícil encarar el cambio.

Los ciudadanos tienen que hacer en la UE del siglo XXI lo mismo que hicieron en el Estado en el siglo XIX: luchar para conquistar la democracia. A las dificultades que tuvieron entonces se les une otra: la de los Estados pluriseculares utilizados por sus dirigentes como bastión de la democracia vieja frente al gran reto de una nueva democracia: la europea.

Santiago Petschen
Catedrático de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid y profesor Jean Monnet de la UE