El coronavirus en los países árabes: ¿tormenta pasajera, oportunidad de cambio o hecatombe regional?

Calle Al-Madīnah al-Munawwarah en la ciudad de Salfit (Palestina), tras la implementación de la cuarentena obligatoria debido a la pandemia del coronavirus (COVID-19) (25/3/2020). Foto: أمين (Wikimedia Commons / CC BY-SA 4.0)

Versión en inglés: Coronavirus in Arab countries: passing storm, opportunity for change or regional catastrophe?

Versión en árabe: فيروس كورونا في الدول العربية: عاصفة عابرة، فرصة للتغيير أم كارثة إقليمية؟

Tema

La pandemia del COVID-19 está sacudiendo a los países árabes con fuerza. Aquí se analiza el contexto regional, las respuestas de los gobiernos, las posibles implicaciones económicas y sociales, la forma en que esto puede afectar a los regímenes políticos y los riesgos para los países vecinos, así como algunas oportunidades que pueden surgir para resolver problemas y conflictos que recorren esa compleja región.

Resumen

La pandemia del COVID-19 se ha extendido por el mundo en un momento en el que la región árabe se encuentra sometida a grandes presiones de diversa índole. Las respuestas de los Estados árabes ante la amenaza del nuevo coronavirus, sumadas al contexto internacional que está generando la pandemia, tienen el potencial de acentuar algunos de los problemas ya existentes, convirtiendo retos socioeconómicos en crisis políticas y agudizando las demandas de cambio que se extienden por diversos países de Oriente Medio y el Magreb. Mientras no se comercialice una vacuna eficaz contra esta pandemia, el coste económico y social de las restricciones drásticas que están imponiendo los gobiernos árabes puede ser desmesurado y, en última instancia, inasumible.

Análisis

Una región mal preparada para una pandemia

A pesar de que existen grandes diferencias entre los 22 países árabes en lo que se refiere a sus sistemas sanitarios y los recursos disponibles frente a una pandemia, el conjunto de la región se encuentra mal preparada para encajar el golpe de una enfermedad contagiosa y letal que se extiende por todo el mundo. La mayoría de los 435 millones de árabes viven en países donde los servicios sanitarios que ofrece el Estado son escasos, muy deficientes o prácticamente inexistentes. Las causas se centran en la falta de recursos materiales, el elevado gasto público en otros ámbitos –como la defensa–, las disfunciones de las instituciones estatales, la mala gestión, la fuga de cerebros, la falta de transparencia en la comunicación y gestión de las crisis, el déficit de confianza pública en sus gobernantes, los conflictos armados y los desplazamientos de población debido a las guerras.

Hasta la fecha, la propagación del COVID-19 en los países árabes ha sido limitada en comparación con otras regiones del mundo. Sin embargo, algunos de los mayores focos de propagación del coronavirus se encuentran en su vecindario inmediato (en países como Italia, España e Irán). Además, la región mantiene estrechos lazos comerciales y geopolíticos con países de Europa, Norteamérica y Asia Oriental, donde el coronavirus sigue estando presente o está en fase de expansión. Por otra parte, el bajo número de casos confirmados hasta ahora en países árabes se debe al reducido alcance de las pruebas que realizan los servicios sanitarios. A lo anterior hay que sumar la sospecha de muchos ciudadanos de que las autoridades gubernamentales en sus países no declaran toda la información que poseen sobre la extensión real de la pandemia.

La propia Organización Mundial de la Salud (OMS) ya avisó a mediados de marzo que el COVID-19 aún no había alcanzado su pico de propagación en Oriente Medio y el Magreb, advirtiendo que la región se debía preparar para lo peor cuanto antes. También la OMS se ha quejado de que, a pesar de la gravedad de la situación, los países de la región no estaban facilitando suficiente información sobre los casos de contagio y les instaba a realizar mayores esfuerzos para luchar contra el coronavirus.

Existen varios factores que pueden facilitar una rápida propagación del nuevo coronavirus en la región árabe, como son los numerosos contactos humanos con países golpeados por la pandemia (Irán y países europeos y de Asia Oriental), la alta densidad de población en numerosas urbes árabes, la escasez de medios para la detección y tratamiento de los casos de contagio, la cercanía social asociada a las culturas árabe y mediterránea, así como la elevada proporción de población joven con una alta movilidad, que puede contribuir a propagar la pandemia en sus entornos sociales y familiares.

El hecho de que las sociedades árabes sean considerablemente más jóvenes que las de otras regiones del mundo (por ejemplo, la media de edad en Jordania es de 23,8 años, en Egipto de 24,6, en Argelia de 28,5 y en Marruecos de 29,5, frente a 47,3 en Italia, 44,9 en España y 38,4 en China) puede reducir la mortandad que provoque la pandemia en esos países, puesto que parece que las personas de mayor edad son las más vulnerables. Sin embargo, la región árabe destaca por sus elevados índices relativos de otras enfermedades que pueden aumentar la mortalidad por el COVID-19, como son las enfermedades cardiovasculares y la diabetes. A eso hay que añadir que buena parte de las clases dirigentes en varios de esos países pertenecen a los grupos más vulnerables al coronavirus, debido a su avanzada edad.

Al igual que en otras partes del mundo, los gobiernos árabes se tomaron un tiempo antes de evaluar la trascendencia del COVID-19 y de adoptar medidas para mitigar y contener su avance. Sin embargo, una vez vistos los efectos que estaba teniendo en otros países, en Oriente Medio y el Magreb se han impuesto algunas de las medidas de aislamiento y confinamiento más estrictas, al menos sobre el papel. Éstas incluyen el cierre de fronteras, la cancelación de vuelos y paralización de aerolíneas, el confinamiento domiciliario de la población, el cierre de lugares de culto y la prohibición de los rezos colectivos, la suspensión de permisos de trabajo para extranjeros y la repatriación de los turistas a sus países de origen. En varios países se han decretado distintas modalidades de toque de queda: nocturnos en Túnez desde el 18 de marzo, en Arabia Saudí desde el 23 y en Egipto desde el 24; toque de queda urbano en Bagdad desde el 17; y, en el caso más extremo, toque de queda total en Jordania a partir del 21 de ese mes, sine die. Es previsible que las medidas de contención vayan a más en el corto plazo, según se vaya extendiendo la pandemia por el mundo.

Impacto social y económico

Más allá de las dificultades que entraña la aplicación de medidas de control social a gran escala, incluso para regímenes con una alta capacidad coercitiva y de naturaleza autoritaria, el coste económico y social de las restricciones drásticas que están imponiendo los gobiernos árabes puede ser desmesurado y, en última instancia, inasumible. En el caso más extremo, el de millones de refugiados y desplazados internos que malviven en campamentos o infraviviendas sin las mínimas condiciones de higiene y sanidad, el coste humano puede ser descomunal si la pandemia hace acto de presencia. En ausencia de una vacuna eficaz contra el COVID-19, varias zonas de Oriente Medio y del Magreb podrían convertirse en nuevos focos de propagación del virus que lo causa (el SARS-CoV-2), llegando, en el peor de los casos imaginables, a aislar a la región del resto del mundo durante un período largo de tiempo.

Por el momento, ya se está empezando a notar el impacto de la pandemia de coronavirus en las economías de la región. Un primer golpe lo recibió el sector del turismo, con la cancelación masiva de viajes y servicios turísticos en algunos países árabes que generan riqueza y empleo gracias a la llegada de turistas de distintas zonas del mundo (varias sometidas ya a restricciones de viaje y confinamiento domiciliario de sus potenciales turistas). A eso hay que sumar que, el pasado 4 de marzo, Arabia Saudí suspendió los permisos para hacer la umrah (la peregrinación menor a La Meca que se puede hacer a lo largo del año), así como las visitas religiosas a Medina, debido al coronavirus. En el aire está que se pueda celebrar la gran peregrinación anual del hayy, cuyo inicio este año está previsto para finales de julio. El total de peregrinos anuales supera los 20 millones, con toda la actividad económica que eso genera dentro y fuera de Arabia Saudí.

Para hacerse una idea, la industria del turismo aporta de forma directa e indirecta cerca del 1 5 % del PIB de Egipto, del 14% en el caso de Jordania, del 12% en Túnez y del 8% en Marruecos. Al ser el turismo un sector intensivo en mano de obra, la práctica paralización de su actividad económica debido a la crisis mundial del coronavirus supone un durísimo golpe para el empleo y para el sustento de un número elevado de familias. Esto ocurre cuando las proyecciones a principios de este año pronosticaban un importante crecimiento de los ingresos del turismo en toda la región durante 2020. En pocas semanas, esos pronósticos halagüeños han saltado por los aires.

La reducción o paralización de la actividad económica se ha extendido a prácticamente todos los ámbitos tras decretarse las medidas de lucha contra el COVID-19. El cierre de comercios, servicios no básicos, centros educativos, lugares de trabajo y actividades de ocio hace imaginable un escenario de colapso económico, bien de sectores concretos, bien de economías nacionales. Eso dependerá en gran medida de lo que dure la disrupción provocada por el coronavirus, así como de las políticas económicas que apliquen los gobiernos árabes para proteger a sus empresas, trabajadores y tejido productivo. No ayudará a ello el hecho de que la actual caída de la demanda interna se verá agravada por los efectos de la anunciada recesión mundial, debido a la caída de la demanda externa de sus principales socios comerciales, sobre todo los europeos y asiáticos.

Por si todo lo anterior fuera poco, a la crisis del COVID-19 se ha sumado la guerra de precios del petróleo iniciada por Arabia Saudí el pasado 7 de marzo, que ha provocado una caída en picado del precio del crudo hasta niveles de hace casi 20 años (en el entorno de los 25 dólares por barril). La caída de la demanda por parte de China, el principal importador de crudo saudí, una vez que el coronavirus se dejó notar allí, hizo que Riad buscara un acuerdo para recortar la producción con otros países productores de petróleo. La negativa de Moscú a seguir esos pasos llevó a Arabia Saudí a aumentar su producción y ofrecer descuentos a sus compradores con el fin de conquistar cuota de mercado. Esto, a su vez, provocó que Rusia aumentara su producción. Ese exceso de oferta, coincidiendo con el frenazo económico causado por la pandemia, ha provocado el desplome abrupto del precio del petróleo, algo que no estaba contemplado en ninguno de los principales pronósticos a principios de año.

El coronavirus: un agravante de problemas existentes

Para las economías rentistas que dependen de los ingresos generados por la venta de hidrocarburos, la caída drástica de los precios en plena pandemia supone un gran problema para sus cuentas públicas. En Oriente Medio y el Magreb, eso afecta directamente a los productores de energía en el Golfo, pero también a Argelia. El país magrebí lleva más de un año con amplias movilizaciones sociales (hirak), sin precedentes por su duración y por el civismo que han mostrado los manifestantes a lo largo de 56 semanas consecutivas. Esas movilizaciones fueron suspendidas el 20 de marzo debido al aumento de casos de COVID-19 y para evitar el riesgo de contagios en un país con una infraestructura sanitaria deficiente.

En Argelia existe un sentimiento extendido de que el sistema político está anquilosado y que requiere de reformas profundas para construir un Estado civil con separación de poderes y buen gobierno. Mientras los gobernantes argelinos disponían de elevados ingresos por la venta de hidrocarburos, se podían permitir comprar paz social con subsidios y subvenciones. Sin embargo, con la previsible fuerte caída de ingresos este año, junto con el inquietante descenso de reservas de divisas, el panorama que se presenta en Argelia durante los próximos años no es nada tranquilizador. Todo eso con un nuevo presidente de la República, Abdelmayid Tebbún, salido de unas dudosas elecciones celebradas el pasado 12 de diciembre, y cuya legitimidad y capital político no parecen lo suficientemente sólidos para la etapa que previsiblemente se avecina, agravada por la irrupción de la pandemia de coronavirus.

Marruecos, por su parte, se enfrenta también a una importante caída de ingresos en 2020, cuyas dimensiones aún se desconocen. El alto comisionado de Planificación de Marruecos ya declaró a mediados de marzo que este año será el peor para la economía marroquí desde 1999. Además de la caída del turismo, una recesión mundial puede reducir sensiblemente las remesas que envían los marroquíes que trabajan en el extranjero, principalmente en Europa, y que representan algo más del 6% del PIB de Marruecos. Por otra parte, a la caída de la demanda interna y externa, cuyas dimensiones dependerán de factores que se escapan al control de las autoridades marroquíes, se suma una proyectada bajada de la producción agrícola debido a la sequía, al igual que lo ya ocurrido en 2019. Con ese panorama, es previsible que aumenten las muestras de descontento social ya vistas en los últimos años, provocadas por la falta de oportunidades, las desigualdades económicas y las disparidades entre unas regiones y otras.

Para Túnez, la pandemia del COVID-19 supone el primer gran test para el nuevo gobierno que se formó en febrero, tras las elecciones celebradas el pasado 6 de octubre. El país magrebí –y única democracia de la región árabe– arrastra problemas económicos persistentes que la actual pandemia agravará debido a la caída de los ingresos del turismo y del comercio con Europa. El gobierno tunecino, al igual que el marroquí y otros de la región, ha lanzado una campaña pidiendo donaciones de la población para afrontar los gastos que no puede cubrir el Estado en la lucha contra el coronavirus.

Tanto Irak como Líbano han vivido manifestaciones desde octubre de 2019 pidiendo el fin de la corrupción y que el Estado cumpla con sus funciones más básicas. Los múltiples fracasos estatales y la ausencia de dirigentes políticos con legitimidad y capacidad de resolver los enormes problemas de fondo, ligados a sistemas corroídos por el sectarismo, sólo pueden empeorar con la llegada de la nueva pandemia. Por un lado, Irak está sufriendo una fuerte caída de ingresos por la venta de petróleo, causada por la guerra de precios lanzada recientemente por Arabia Saudí. Por otro lado, Líbano se enfrenta a múltiples crisis simultáneas y profundas, empezando por la bancaria que llevó al país a anunciar el 7 de marzo el primer impago de la deuda soberana de su historia. La fuerte devaluación de la lira libanesa (ha perdido más del 40% de su valor desde el pasado octubre) y la escasez de divisas en una economía fuertemente dolarizada están provocando el cierre de negocios, la pérdida de empleo, el encarecimiento de los precios y serias dificultades para importar bienes básicos, incluido material médico y sanitario. La situación ya rozaba la catástrofe antes de la irrupción de la crisis del COVID-19.

SiriaYemen y Libia son tres países sumidos en conflictos armados y sometidos a todo tipo de injerencias externas que alimentan sus guerras civiles. Resulta llamativo que esos tres países hayan declarado un número sumamente bajo de contagios por coronavirus. Es probable que eso se deba a las pocas pruebas que se realizan, así como a la ocultación de información que ejercen los bandos enfrentados a todos los niveles. Es cierto que los peligros que entraña viajar por esos países pueden reducir la expansión del coronavirus. Ahora bien, las posibles consecuencias de la aparición de brotes en zonas de esos países serían devastadoras, sobre todo para los millones de personas y desplazados internos que carecen de atención sanitaria y de medios de prevención. La ayuda internacional sería incapaz de contener el virus si se producen emergencias complejas en zonas de conflicto o en campos de refugiados en países vecinos.

Egipto, que es el país más poblado de la región (acoge a un cuarto del total de la población árabe), ha registrado una de las cifras más altas de contagios entre los países árabes, según sus autoridades. Sin embargo, los datos oficiales no transmiten ninguna garantía de veracidad, a juzgar por el historial del actual régimen. Éste parece confirmarlo con su decisión de expulsar a corresponsales de algunos de los principales medios internacionales que publicaron noticias al respecto. A través de una filtración se ha sabido de la muerte de, al menos, dos altos cargos de las fuerzas armadas egipcias por el COVID-19, lo que sugiere que la pandemia está más extendida de lo que se declara.

El impacto económico de la pandemia en Egipto puede ser grande debido a la bajada de ingresos por la caída del turismo, el previsible descenso del tráfico marítimo a través del canal de Suez y la reducción de las remesas que envían los egipcios desde países productores de petróleo, entre otros factores cruciales para la llegada de las divisas que tanto necesita el país. El coronavirus podría extenderse rápidamente por las ciudades egipcias, sobre todo en El Cairo, debido a su alta densidad de población. También existe el riesgo de que la pandemia se propague por las masificadas cárceles egipcias, conocidas por sus pésimas condiciones sanitarias.

La crisis global del COVID-19 está poniendo de manifiesto la interdependencia que existe entre las poblaciones y economías de Israel y Palestina. La propagación del virus que provoca esa enfermedad ha obligado a los dirigentes de Israel, la Autoridad Palestina y Hamás a cooperar entre ellos con el fin de evitar un contagio a gran escala de las poblaciones bajo su control en Israel, Cisjordania y Gaza. Una muestra de lo excepcional que es esta situación es que el Gobierno de Israel ha permitido que decenas de miles de trabajadores palestinos de Cisjordania puedan establecerse en territorio israelí –algo que antes estaba prohibido– mientras dure la emergencia sanitaria para así reducir el riesgo de contagio. Donde ese riesgo sí es más preocupante es en Gaza, uno de los territorios más densamente poblados del mundo. Gaza carece de la infraestructura sanitaria y del suministro de agua y electricidad que necesitan sus 1,8 millones de habitantes como resultado del bloqueo por parte de Israel, de la mala gestión del gobierno local de Hamás y de la devastación dejada por las tres guerras con Israel entre 2008 y 2014.

Los seis países miembros del Consejo de Cooperación del Golfo (Arabia Saudí, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Omán y Qatar) cuentan con unos recursos y sistemas de salud más eficientes que los del resto de la región. No obstante, las turbulencias económicas y la caída del petróleo están aumentando las presiones sobre sus finanzas y servicios públicos. Prácticamente todos estos países han aplicado amplias medidas restrictivas para contener la expansión de la pandemia. Sin embargo, existe un alto riesgo de contagio entre los trabajadores extranjeros (en algunos países árabes del Golfo, éstos representan la gran mayoría de la población), sobre todo entre aquellos que trabajan en los sectores clave de la construcción y los servicios, y que viven en condiciones de hacinamiento sin acceso a buenos servicios sanitarios.

Esta nueva situación puede tener un gran impacto en las industrias del turismo y del transporte internacional en los países árabes del Golfo, así como en el sector inmobiliario y en los grandes acontecimientos mundiales que tendrán lugar en esa región, como la Expo 2020 de Dubái, cuya inauguración está prevista para el próximo 20 de octubre y a la que se aspira que acudan 25 millones de visitantes. Asimismo, este año Arabia Saudí ostenta la presidencia del G-20, algo que es de máxima importancia para el líder de facto del país (el príncipe heredero). La pandemia del COVID-19 supone un gigantesco reto que dificulta el desarrollo de esa función con éxito, en un momento crítico para el sistema mundial.

Oportunidades en tiempos del COVID-19

Por el momento, los países de Oriente Medio y el Magreb no están trabajando juntos para dar respuestas colectivas a la amenaza que supone para todos ellos la pandemia del COVID-19. Con la mayoría de los 435 millones de árabes sometidos ya a distintas modalidades de confinamiento por el coronavirus, no ha habido ninguna coordinación intergubernamental entre sus países ni reuniones –aunque sean virtuales– entre sus dirigentes. La Liga Árabe ha mantenido un mutismo absoluto y todo lo que ha alcanzado a hacer ha sido aplazar la cumbre árabe que estaba previsto que tuviera lugar en Argel el 30 de marzo.

Es evidente que los países árabes, a día de hoy, están perdiendo una oportunidad para superar sus divisiones políticas y así colaborar en la lucha contra la propagación del coronavirus en la región. Sin embargo, aún no es tarde para iniciar una coordinación de las medidas adoptadas a nivel regional, así como para lanzar iniciativas de cooperación y apoyo mutuo, tanto a nivel material como técnico y financiero. Ésta es una oportunidad única para que la Liga Árabe demuestre su utilidad, en el 75º aniversario de su fundación, haciendo algo más que emitir comunicados. También esta emergencia debería servir para reactivar iniciativas subregionales como la Unión del Magreb Árabe (UMA), fundada en 1989, y que hoy se encuentra en un estado de semi hibernación.

También es ésta una oportunidad para cambiar las bases de la cooperación internacional entre regiones que, previsiblemente, van a ser duramente golpeadas por los efectos económicos de la pandemia y de la recesión mundial que se les viene encima. La UE debería empezar a pensar desde ya –incluso antes de que se haya superado la emergencia sanitaria– en formas para relanzar la cooperación euromediterránea, coincidiendo con el 25º aniversario del Proceso de Barcelona. Es muy probable que se requieran importantes esfuerzos y recursos para la reconstrucción a ambas orillas del Mediterráneo tras el paso de la pandemia. Éste es el momento para que la Unión para el Mediterráneo (UpM) demuestre para qué sirve y si puede contribuir a sacar al conjunto de la región de una grave crisis multidimensional, con el apoyo de otras instituciones multilaterales para el desarrollo. De no conseguir hacerlo, certificará su intrascendencia. El anuncio por parte de la UE de que destinará 450 millones de euros a Marruecos y 250 millones a Túnez para combatir la pandemia del coronavirus y enfrentarse a las dificultades económicas que provoca es un buen comienzo, pero servirá de poco si no va acompañado de un esfuerzo regional y global para mantener a flote a los países a ambas orillas del Mediterráneo.

La región árabe lleva toda la actual década experimentando movilizaciones y revueltas contra varios de los regímenes por sus fracasos económicos, ineficaz gestión, prácticas corruptas y modo autoritario de gobernar. Las dos olas del “despertar árabe” (2011 y 2019) han recorrido la mayoría de los países árabes y han tenido como principal causa la erosión de la seguridad económica y el deterioro de los sistemas de protección social. La pandemia del coronavirus puede minar todavía más lo que queda de seguridad económica y los sistemas de protección social que aún se sostienen. Sin duda, esta misma pandemia ofrece una oportunidad para negociar nuevos contratos sociales en los países árabes en un momento en que el virus SARS-CoV-2 ha pausado las protestas anti-régimen. Por el momento, no hay signos de que eso vaya a ocurrir. Varios países árabes de los más poblados son una olla a presión. La actual emergencia sanitaria puede servir para tapar esa olla de forma temporal, pero si la temperatura del malestar sigue aumentando, esa tapa puede saltar por los aires con más virulencia cuando termine esta crisis, sobre todo si los Estados árabes acumulan más fracasos realizando una mala gestión de los efectos sanitarios y económicos de esta crisis.

Otra oportunidad que abre la actual pandemia es el cese de combates en los territorios que sufren conflictos armados como Yemen, Siria, Libia, Irak y Gaza. Esta situación debería aprovecharse para alterar el curso de los conflictos y propiciar el acercamiento entre las partes enfrentadas, primero para frenar la propagación del coronavirus (que amenaza a todos los contendientes) y luego para adoptar medidas de confianza y dar pasos hacia la resolución de esos conflictos. La comunidad internacional no debería descuidar estas oportunidades que ahora se presentan. El secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, ya hizo un llamamiento el pasado 23 de marzo para la aplicación inmediata de un “alto el fuego mundial”, recordando que ha llegado el momento de parar todos los conflictos para centrarse en “la verdadera lucha de nuestras vidas”.

Conclusiones

La pandemia más amenazadora que ha golpeado al mundo en un siglo está sacudiendo a los países árabes con fuerza. Su llegada se produce en un momento en que la región ya estaba sometida a grandes presiones por las deficiencias de sus sistemas de protección social y por el elevado desempleo juvenil. Esos son algunos de los factores que han provocado revueltas y amplias movilizaciones sociales contra los regímenes de varios países durante la actual década. Una propagación a gran escala del COVID-19 tendría implicaciones políticas, económicas y de seguridad que provocarían una mayor desestabilización en una región tan volátil.

Por el momento, las respuestas a la pandemia han variado mucho entre los distintos países de Oriente Medio y el Magreb, aunque en la mayoría se han decretado medidas de prevención que implican confinamiento social y reducción de la actividad económica. A pesar de que los datos oficiales indican una propagación limitada, en comparación con otras regiones del mundo, los gobiernos árabes son conscientes de que algunos de los mayores focos del coronavirus se encuentran en su vecindario inmediato (en países como Italia, España e Irán). Además, la región mantiene estrechos lazos comerciales y geopolíticos con países de Europa, Norteamérica y Asia Oriental, donde el coronavirus sigue estando presente o está en fase de expansión. Por otra parte, conviene tomar con precaución los datos oficiales que ofrecen los gobiernos árabes, tanto por la más que probable ocultación de información como por la escasez de medios para detectar y registrar los casos de contagio y de fallecimiento.

Aún es pronto para pronosticar el impacto que tendrá la pandemia del COVID-19 en Oriente Medio y el Magreb, pero ya hay suficientes evidencias de que, al menos, tendrá un elevado coste económico con numerosas derivadas sociales y políticas. Mientras no se comercialice una vacuna eficaz contra esta pandemia, los Estados árabes, al igual que otros muchos en el mundo, se enfrentan a un gran dilema: o relajan las medidas de prevención que tienen un alto coste socioeconómico, permitiendo que haya más contagios y muertes, o mantienen esas medidas mientras se deteriora la economía y aumenta el malestar social. En ausencia de mecanismos de participación política por parte de la población y de rendición de cuentas para los gobernantes, la gestión de esta emergencia puede tensionar todavía más la relación entre el Estado y la sociedad.

El resultado final de esta crisis para los países árabes se verá condicionado por varios factores como la duración de la emergencia sanitaria internacional, la eficacia de las políticas estatales –allá donde las haya– para mitigar sus efectos sanitarios y socioeconómicos y la percepción que la ciudadanía tenga de la gestión de sus gobernantes, entre otros. Ahora bien, con unas dinámicas globales que cambian rápidamente, muchos de los factores que condicionarán la salida de esta crisis se escapan al control de los gobiernos árabes, pues dependen de la coyuntura mundial que, a su vez, determina muchas de sus fuentes de ingresos (hidrocarburos, comercio, turismo, transporte, etc.) y de las oportunidades de empleo que puedan encontrar sus poblaciones.

El COVID-19 puede ser un agravante de problemas y multiplicador de conflictos en la región árabe. No obstante, también puede ofrecer una oportunidad para incrementar la cooperación regional, para avanzar hacia el buen gobierno y para cambiar el curso de los conflictos armados que asolan varios países de la región. Es de prever que la pandemia provocada por el nuevo coronavirus no será el último de los retos globales que vivirán las generaciones más jóvenes de los países árabes, por lo que se hace más urgente trabajar juntos y estar mejor preparados para afrontar retos de alcance global.

Es probable que ésta sea la primera vez en la historia de los Estados árabes en la que éstos se enfrentan a la amenaza de un enemigo común –una pandemia global– que no provenga de un Estado o un ejército. Tampoco debe de haber precedentes de una amenaza común que no dependa de los juegos de poder ni de las alianzas dictadas por la geopolítica.

La forma en que los Estados árabes gestionen la crisis sanitaria y económica generada por la pandemia del COVID-19 marcará el futuro de la región y tendrá fuertes implicaciones para su vecindario. Si los regímenes son capaces de gestionar dichas crisis con cierto éxito, podrían salir reforzados de esta situación. Por el contrario, si recurren a las tácticas usuales en la región para hacer frente a las calamidades (negar la evidencia, dar respuestas descoordinadas y tardías, buscar culpables en el exterior y dar rienda suelta a su carácter autoritario), entonces cabe esperar que este coronavirus acentúe las fracturas y ahonde los problemas que recorren la región árabe, creándole inestabilidad a sus vecinos en el peor de los momentos.

Haizam Amirah Fernández
Investigador principal de Mediterráneo y Mundo Árabe, Real Instituto Elcano | @HaizamAmirah

Calle Al-Madīnah al-Munawwarah en la ciudad de Salfit (Palestina), tras la implementación de la cuarentena obligatoria debido a la pandemia del coronavirus (COVID-19) (25/3/2020). Foto: أمين (Wikimedia Commons / CC BY-SA 4.0)