El complicado escenario interno en Pakistán tras las inundaciones (ARI)

El complicado escenario interno en Pakistán tras las inundaciones (ARI)

Tema: Se analiza la delicada situación interna que atraviesa Pakistán, agravada por las fuertes inundaciones que sufrió el país a partir de julio de 2010.

Resumen: Este ARI aborda el complejo escenario político y social interno de Pakistán, que ha padecido unas fuertes inundaciones con dramáticas consecuencias. Además, esta vez la comunidad internacional ha sido poco generosa con la petición de ayuda humanitaria lanzada por el país y ha reaccionado tarde. Las inundaciones han complicado la situación política interna. Tras repasar la relativa estabilidad del sistema político creado tras la transición democrática, se analizan los principales actores: gobierno central, fuerzas armadas y sociedad civil. Se concluye que el futuro político de Pakistán dependerá mucho de la capacidad de esos actores para afrontar cuestiones económicas y sociales que continúan siendo un lastre para el desarrollo del país.

Análisis: Pakistán ha sufrido a partir de julio unas intensas lluvias monzónicas que han dado lugar en los meses siguientes a unas devastadoras inundaciones, poniendo de nuevo de relieve la vulnerabilidad de un Estado, cuyo devenir, de desgracia en desgracia, de sobresalto en sobresalto, resulta muy preocupante para la seguridad internacional. Sin embargo, quizá porque el caso ya se da por perdido, la solidaridad de los países ricos para aportar ayuda a las víctimas ha sido en esta ocasión escasa y, en general, muy distinta a la acontecida durante el terremoto que sacudió el área capitalina de Islamabad y Cachemira en 2005. Los países occidentales claman que el problema reside en la corrupción existente, que hace que las donaciones puedan no lleguen a su destino, dada la experiencia pasada. En lo que no se ahonda es en cómo se ha guiado hasta ahora la cooperación para el desarrollo con Pakistán y en los intereses detrás de ésta, pero sobre todo en que el argumento de la corrupción puede no ser válido para los afectados, las clases más humildes. Por otra parte, la magnitud de la catástrofe, que ha dejado una parte significativa del territorio bajo el agua, difícilmente sería asumible para cualquier gobierno de un país desarrollado.

Una vez más, el escenario dantesco y desesperanzador presente se asemeja de manera descarnada a la historia que retrató Shaukat Siddiqi en Khuda ki basti (“En el territorio de Dios”) a finales de los años 50 del siglo pasado. Como en la novela, que refleja la caída en desgracia de una honrada familia de extracción popular, sin un cabeza de familia, en una sociedad corrupta y sin valores (un reflejo de la clase política y burocrática del Pakistán de la época), las recientes imágenes de las víctimas y desplazados por las inundaciones quedan desamparados a merced de unas elites políticas, militares y burocráticas que no dejan pasar el momento para actuar según sus propios intereses.

Durante la gestación de la catástrofe, el presidente Asif Alí Zardari se encontraba de gira, con su séquito, en Europa (los frecuentes viajes al exterior de los presidentes paquistaníes son ya una rutina) y aprovechó la situación para pedir ayuda de forma poco creíble para muchos. La prensa paquistaní lo criticó duramente por no estar al lado de los suyos. En cuanto al ejército, la institución más eficiente del país, acudió a ayudar a las víctimas para de paso deslegitimar la clase política. Aún así, si los militares poseen los mejores recursos en estas circunstancias, es porque han gozado de generosos presupuestos durante décadas, a expensas de la sociedad civil. En cuanto a la elite político-burocrática, ésta ha reaccionado de manera lenta y sin mostrar gran solidaridad, como corresponde a una clase que sigue teniendo grandes privilegios, no conocidos en otras sociedades democráticas. Por su parte, algunos grupos religiosos fueron capaces de llegar a las zonas más afectadas y remotas. En este cuadro de actores no conviene olvidar el tímido papel de una sociedad civil urbana, todavía minoritaria, crítica con la situación actual, pero sin los recursos necesarios para incidir en el sistema político.

Según estimaciones del Banco Mundial y del Banco Asiático de Desarrollo (BAsD), las inundaciones que asolaron Pakistán a raíz de las lluvias han afectado a una quinta parte del territorio, sobre todo zonas de la Frontera Noroccidental, Beluchistán y Sind. Con ello, han causado el desplazamiento forzoso de más de 10 millones de personas (muchos de los cuales se han dirigido a áreas urbanas del sur, que poseen ya grandes problemas de violencia interétnica, debido a la competencia por recursos como trabajos, vivienda, etc.), además de la muerte de unas 2.000 personas y 3.000 heridos. Al desastre humano in situ hay que sumarle los cuantiosos daños materiales, que el BAsD ha cifrado en más de 10.000 millones de dólares, y las posibles consecuencias ecológicas y económicas para un país muy vulnerable a los desastres naturales y con gran dependencia de la agricultura para su seguridad alimentaria. Aunque la catástrofe quizá no pudiera haberse evitado, la adopción de algunas medidas de prevención ya vigentes en otros países de la zona que sufren el problema de modo periódico (como Bangladesh) podría haber mermado su impacto. Cabe preguntarse por qué las políticas de prevención no forman parte de la agenda gubernamental.

El Estado paquistaní y el sistema político en la actualidad
Frente al empeño en señalar a Pakistán como un Estado fallido, en términos de consonancia con las tesis realistas sobre la sociedad internacional, éste país debería ser más bien considerado como un caso de Estado suicida. Tal acepción, que refleja sus conductas erráticas en política interior y exterior, lleva a explorar el problema de la crisis de identidad del Estado por su incapacidad de articular nociones de inclusión y pluralidad. Pakistán posee una trayectoria política y social muy accidentada, que no sabe dar respuestas a los desafíos que se le plantean, tanto procedentes de una sociedad muy heterogénea y fragmentada como de formas de vulnerabilidad que pueden causar los desastres naturales (ya sea el terremoto de octubre de 2005 o las inundaciones de los últimos meses). Si bien es cierto que las catástrofes naturales son hasta cierto punto impredecibles, lo preocupante del caso paquistaní es el recurso de las elites al victimismo y hasta al chantaje, en vez de adoptar propuestas y profundizar en un modelo democrático participativo y que rinda cuentas a sus ciudadanos. El mensaje que suele vender el gobierno de turno, en este caso el liderado por el Partido Popular de Pakistán (PPP), es el de que “si no se ayuda a Pakistán, las cosas pueden ir a peor” dada la importancia estratégica del país y de su entorno regional. Tal actitud ha sido un tradicional instrumento de su política exterior de seguridad(sobre todo en el caso de Cachemira y Afganistán, además del problema del terrorismo y la cuestión nuclear), que ha reportado cuestionables beneficios en el plano interno, pero en el que las principales potencias occidentales han colaborado directa o indirectamente.

No obstante, a pesar de la cuasi permanente inestabilidad o el impredecible giro de los acontecimientos, conviene señalar que por el momento Pakistán ha salido en general airoso de estas situaciones, aunque hayan tenido un alto coste. Por ello, antes de augurar escenarios negativos extremos, también hay que tener en cuenta los mecanismos internos del Estado para mantenerse en situaciones de crisis. El caso más evidente es el de las transiciones políticas de regímenes autoritarios a otros de participación política (por ejemplo, la transición de los regímenes de Zia ul Haq o de Musharraf a la participación democrática) más o menos disciplinadas. El sistema político democrático es frágil y flaquea en muchos aspectos, de los que son ejemplos las frecuentes crisis judiciales (la interferencia del poder ejecutivo en el judicial), los litigios entre el poder central y las provincias (Pakistán dista mucho de ser una federación), la escasa cooperación entre partidos, etc.

La transición democrática de comienzos de 2008 y el fin de la era Musharraf (al menos momentáneamente, dados sus deseos de regresar a la política activa) representa un ejemplo de esta situación. En un clima de caos e inestabilidad interna, el retorno democrático (aunque se habían celebrado elecciones amañadas en 2002, se cuestionaba la toma del poder del general Musharraf en 1999 mediante un golpe de Estado) ha sido un proceso que se ha realizado con bastantes garantías y, al menos en un principio, hubo una cierta colaboración de los partidos principales. Aún así, el balance de la situación política casi tres años después resulta ambivalente. Por un lado, el partido del primer ministro Gilani ha tenido por el momento una legislatura de las más duraderas desde la reinstauración democrática a principios de los años 90 del siglo pasado, tras el fin del régimen de Zia ul Haq. Por otro, el sistema político no se ha alterado de manera sustancial, pues un gobierno civil está al frente, pero sigue siendo la institución militar la que dicta los términos de juego.

La estabilidad del gobierno central
Tras las inundaciones, la imagen del gobierno ha quedado debilitada y la evolución de la situación va a depender bastante de si es capaz de sacar adelante algunas medidas económicas y sociales significativas. De lo contrario, puede agudizarse la tensión política y social, asociada a un escenario de mayor escasez de recursos. Pero también conviene reconocer que el ejecutivo tiene las manos atadas en parte, pues sus pasos son tutelados por la institución militar y no cuenta con la posibilidad, al menos hoy por hoy, de alcanzar un gran acuerdo con la principal fuerza de la oposición, la Liga Musulmana de Pakistán de Nawaz Sharif (LMP-N). La guerra en la frontera afgano-paquistaní también complica una salida, pues si bien el ejército parece estar ahora ocupado con asuntos de defensa, dejando a un lado otras cuestiones políticas de primer orden, el conflicto también exige más recursos presupuestarios para los militares.

El ejecutivo tiene poco margen de maniobra para afrontar cuestiones económicas y sociales que continúan siendo un lastre para el desarrollo del país. El ejemplo más evidente es la propiedad de la tierra, en manos de unos cuantos, y los cárteles que controlan los precios principales productos agrícolas básicos como el azúcar o la harina. Las últimas crisis del azúcar han evidenciado la desfachatez de estos propietarios –algunos de los cuales poseen altos cargos en los principales partidos–, que acumulan el producto (o prefieren venderlo en el mercado internacional a precios más altos) hasta que los precios suban, dejando el mercado interno desabastecido. Aunque el gobierno interviene, generalmente tarde, por el momento no ha adoptado medidas resolutivas para cambiar una tendencia que puede empeorar de cara al futuro.

Algunas zonas de cultivo han quedado inutilizadas por el conflicto en la zona fronteriza, a las que ahora debe unírseles otras superficies en las no va a ser posible cosechar algunos cultivos en los próximos meses dado el nivel de agua en el subsuelo. El caso de la provincia de Beluchistán es el más preocupante. Según el último informe del Sustainable Development Policy Institute,de Islamabad, el problema alimentario en Pakistán se ha agudizado en los últimos años y no hay signos de cambio de esta tendencia. Tras las inundaciones también han aumentado los precios de algunos productos que, como la leche, están directamente relacionados con las cuantiosas pérdidas de ganado provocadas por el desastre. En este sentido, la necesidad de una reforma de la propiedad de la tierra (las de Ayub y Z.A. Bhutto fueron en su día meras medidas cosméticas) resulta una cuestión apremiante, pero difícilmente viable en un Parlamento en el que todavía se sienta un número significativo de grandes terratenientes.

Por el momento, a raíz de las inundaciones, el primer ministro Gilani ha señalado la necesidad de hacer una reforma para ampliar el número de contribuyentes en un país en que sólo paga impuestos de manera regular entre el 3% y el 5% de la población. Sin embargo, la LMP-N y la Liga Musulmana de Chaudhrary Shujaat (Quaid-e-Azam, LMP-Q) ya han manifestado su oposición a la medida y todo dependerá de lo que hagan los apoyos parlamentarios del PPP. La reforma impositiva puede ayudar, pero siempre que actúe sobre la base de que paguen los que más tienen, un objetivo complejo para una sociedad tan estamental como la paquistaní. De hecho, resulta paradójico que en una situación tan difícil como la actual, una de las pocas alegrías para las maltrechas arcas del Estado la proporcionan las remesas de los emigrantes (sobre todo en países del Golfo), que no han dejado de aumentar en los últimos meses, según datos del Banco Estatal de Pakistán.

El papel de la institución militar
Si bien el actual jefe de las fuerzas armadas, el general Kayani, ha mantenido un perfil bajo, pocos dudan que la institución militar sigue siendo el gran poder en Pakistán, junto con otras elites terratenientes y burocráticas que lo sostienen y que cohabitan con él. El nacionalismo paquistaní y la identidad del Estado continúan identificados con el papel y los intereses de esas élites civiles-militares, con los problemas de representatividad e inclusión que ello conlleva. Tal situación se nutre de un sistema político marcado por una debilidad y escasa legitimidad de los partidos, más bien representantes de estamentos sociales que de ciudadanos con derechos y deberes. Esta asociación del ejército a la identidad paquistaní también se refuerza desde el exterior, puesto que, aunque los principales países occidentales critican esta institución, al final contribuyen a su fortalecimiento con sus políticas sobre seguridad, llegando en algunos casos a ser su principal interlocutor.

El conflicto en la frontera afgana, que afecta a la Provincia Fronteriza Noroccidental, a las Áreas Tribales y a Beluchistán, justifica actualmente el aumento en el gasto militar, que se elevó un 16% en los últimos presupuestos (si bien en términos reales el incremento es algo menor, debido a la alta inflación). Sin embargo, a esa situación también contribuye cierta incertidumbre que planea sobre el futuro de las relaciones con la India y la situación estratégica del país en un entorno que va a ser más hostil que el presente. La retirada de las tropas internacionales en Afganistán puede dejar al descubierto graves desequilibrios regionales, dadas las malas relaciones de Pakistán con Afganistán, la tradicional enemistad con la India y la función que esta última puede desempeñar en Afganistán.

Frente a esos intereses militares, el ejército también se erige en el principal salvador del país y siempre ha sido una fuerza muy efectiva a la hora de socorrer a las víctimas cuando ha habido catástrofes. De hecho, para la población siempre es una institución más cercana que el propio gobierno, en parte por su extendida presencia por todo el territorio, pero también por la persistencia de una sociedad con una cultura política parroquial y jerárquica, desconocedora de los entresijos del poder y sobre todo de sus derechos. El ejército paquistaní es una institución eficaz y disciplinada, pero también la que recibe más recursos del Estado, impidiendo que éstos se destinen a otros ámbitos civiles, como el de la sanidad o la educación. Por ello, aunque su imagen haya salido reforzada tras la catástrofe, también, en cierta medida, puede considerarse al ejército como responsable de que no haya los medios adecuados para paliar los efectos que este drama ha ocasionado.

La sociedad civil
Ante la precariedad que reina en la situación actual, se ha echado de menos la voz de una sociedad civil más crítica y solidaria, que parece que no llega a cuajar en el país. Pakistán cuenta con una sociedad civil bastante activa (presente sobre todo en las grandes áreas urbanas de Karachi y Lahore, y visible a través de una prensa libre), pero es todavía muy minoritaria y carece de influencia política. Quizá una de sus mayores debilidades radica en su escasa presencia en el sector educativo y universitario público, y se restringe a grupos que pueden considerarse unas élites en un panorama intelectual y social desolador. Además, a pesar de que a veces su papel haya sido alabado, por el ejemplo las protestas del colectivo de jueces y abogados al final de período de Musharraf, algunos de esos grupos también han actuado en connivencia con el actual sistema (compárese su actuación controvertida en las frecuentes crisis políticas durante el período democrático de los años 90).

La politóloga Ayesha Sidiqqa señalaba semanas atrás en una conferencia –en relación a la lentitud política y los argumentos de corrupción del gobierno, en el contexto tras las inundaciones– que los grupos civiles en Pakistán no tenían muchas opciones, excepto las de apoyar un gobierno que quizá no era de su agrado e incidir para que este promoviera cambios como, por ejemplo, la reforma fiscal. Las alternativas al PPP se mueven entre la desconfianza que ofrece Nawaz Sharif (por sus posturas generalmente conservadoras en el plano de los derechos sociales y más en sintonía con aceptar un mayor papel de la religión en el Estado, si bien el LMP-N no es un partido religioso) y la omnipresencia de los militares en las principales esferas políticas, económicas y sociales del país. La otra opción, ya descontada, son los partidos religiosos. En este contexto de cierto inmovilismo y de crisis, resulta difícil hablar de transición o transformación del sistema, ya que el caso paquistaní es bien diferente a otros regímenes donde hay una supremacía de la institución militar. Por ello, la sociedad civil reclama un compromiso de la comunidad internacional, pero sobre bases diferentes a las que ahora guían la cooperación con este país.

Conclusiones: El panorama político de Pakistán en el futuro próximo se plantea incierto y mucho va a depender del PPP y de sus apoyos para sacar adelante reformas que impliquen una toma de conciencia sobre la cruda realidad social nacional. La actitud por el momento de la LMP-N, que podría posicionarse como una alternativa, no resulta muy constructiva, ya que sigue sin tener una visión de la situación en clave interna. En estas circunstancias, la ausencia de grandes acuerdos entre los dos partidos facilita la posición de mediador privilegiado del ejército. Dado el clima de inestabilidad existente, acuciado ahora por la gran envergadura del problema de las inundaciones, las posibilidades de un cambio parecen remotas, aún cuando existe una sociedad civil muy descontenta de la situación del país.

Antía Mato Bouzas
Investigadora del Zentrum Moderner Orient (ZMO), Berlín