¿Distracción o norte? La convergencia Alianza del Pacífico-MERCOSUR

Banderas de la Alianza del Pacífico. Foto: Presidencia de la República Mexicana. (CC BY 2.0)

Tema

¿Es viable la convergencia entre la Alianza del Pacífico y MERCOSUR tras los últimos cambios políticos en la región? ¿Es una idea en general aconsejable? ¿En qué términos?

Resumen

En los últimos años, el tema que quizá más ha captado la discusión sobre el rumbo de la integración latinoamericana es el de la convergencia entre la Alianza del Pacífico (AP) y MERCOSUR, los dos bloques de integración más emblemáticos de la región. Para muestra, un documento reciente de la CEPAL califica a esta convergencia como “necesaria y urgente”.

La idea de la convergencia es, por supuesto, sugestiva, pero su viabilidad es más compleja que obvia. Este análisis estudia su conveniencia y viabilidad a partir del contexto político actual de la región y de las aspiraciones iniciales con las que se fundó la Alianza del Pacífico.

Se concluye que el sentido de urgencia sobre la integración en general, y sobre la convergencia AP-MERCOSUR en particular, es acertado siempre que conduzca a una integración profunda y no a la conformación de nuevos mecanismos estériles. Lamentablemente, estamos lejos de que este sentido de urgencia, junto con la voluntad política que debería derivarse, se vuelva consenso incuestionable entre todos los actores políticos involucrados. El panorama de la integración de la región en el corto y mediano plazo apunta más bien a avances discretos y frágiles.

Análisis

A veces por ocuparnos de lo urgente no lo hacemos de lo importante. Algo así ha pasado con la integración latinoamericana, que por 60 años ha visto proliferar bloques y mecanismos, pero poco cumplimiento de las metas más básicas. Los líderes políticos suelen tener otras mil distracciones. Los costes y esfuerzos de la integración en el corto plazo se ven tan grandes frente a unos beneficios que parecen tan lejanos que es fácil encontrar excusas para aplazar las labores. Pero las negligencias acumuladas no restan importancia a lo fundamental.

En materia de integración los beneficios son innegables. La integración crea mercados ampliados, fomenta la eficiencia productiva, facilita mayores economías de escala, extiende y amplifica las cadenas de valor y promueve la movilidad de las personas. De la mano de prácticas de buen gobierno, las fuerzas de la integración facilitan la inclusión social. Y cuando la integración regional comulga con una vocación de apertura al mundo en vez de querer crear murallas y cerrarse, ésta facilita una buena articulación con los mercados globales.

A veces se esgrime que mayores esfuerzos por la integración regional no son relevantes en América Latina por la poca participación que tiene el comercio intrarregional en el comercio exterior de sus países, de apenas un 16%. No sólo esa poca participación revela un potencial todavía por explotar sino también que el comercio intrarregional es clave para la diversificación exportadora de los países, en particular para la exportación de manufacturas. Promoverla ayuda a seguir ascendiendo escalones en la producción y prestación de servicios de alto valor agregado.

Igual de importante es la posibilidad que brinda la integración de articular una voz unificada que le dé a América Latina mayor peso internacional. Un bloque articulado defiende mejor sus intereses que países dispersos y fragmentados. Dado su carácter republicano y el perfil más común de su política exterior la región haría un aporte mayor a la gobernanza global y a la estabilidad del sistema internacional con una tónica no muy distinta de la que hace la UE. Además, lo importante gana el tinte de urgente –aunque lastimosamente no para todos los ojos– cuando se tiene en cuenta el pesado manto de incertidumbre y de pesimismo que ha traído la era Trump, en la que los cimientos del orden mundial y multilateral ya no se pueden dar por descontados. La integración regional ofrece sentido de propósito y contrapeso frente a esas fuerzas entrópicas. América Latina goza de especiales lazos históricos y de continuidades culturales, que puestos en función de proyectos de integración meditados y audaces podrían dar frutos considerables en prosperidad para los ciudadanos de la región.

Pasando de las aspiraciones a los hechos, si bien todavía falta mucho trecho por recorrer en materia de integración, la década que está terminándose no estuvo falta de progresos. Hubo dos acontecimientos celebrados con optimismo por el cambio que representan frente al pasado y la esperanza que generan de evolución positiva. El primero y más reciente de los dos fue la reactivación del MERCOSUR, conformado en 1991 por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, tras la llegada de Mauricio Macri a la presidencia argentina en 2015.

Antes de Macri, el MERCOSUR se había estancado en un largo período de politización y querellas internas, que no lograban resolverse a través de sus instituciones. Hubo pocos esfuerzos por la internacionalización del bloque, que perdió credibilidad internacional. La era Macri trajo consigo una disminución de las diferencias internas y las restricciones al comercio intra-bloque, nuevos acuerdos intrarregionales en materia de inversión y compras públicas, reformas institucionales para reducir su peso burocrático y el relanzamiento de las negociaciones comerciales con la UE y la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA), ambas finalizadas en 2019. MERCOSUR ha recuperado la senda de avance acorde con sus principios fundadores.

El segundo acontecimiento de la década, sin duda con efectos indirectos en el primero, fue la fundación de la Alianza del Pacífico (AP) en 2011 por Chile, Colombia, México y Perú. Es una apuesta por el regionalismo abierto y por la integración profunda entre sus miembros, que suma nueve años de continuidad y avances.

El reciente dinamismo de estos dos bloques y sus crecientes acercamientos recíprocos han puesto en marcha la idea de una posible convergencia entre ambos. La imagen del mercado común latinoamericano que se conformaría, incluyendo a las economías más importantes desde México a Argentina, pasando por Brasil y Colombia, es muy sugestivo y se parece al cumplimiento de un anhelo moderno de integración que ha existido por lo menos desde la creación de la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) en 1960. La idea merece un análisis de su viabilidad desde la perspectiva de la Alianza del Pacífico, teniéndose en cuenta los últimos cambios políticos en la región.

En sus extremos, por un lado puede decirse que la convergencia con MERCOSUR representa para la Alianza del Pacífico un norte natural de expansión del mercado común hacia el resto de América Latina y, por tanto, esta convergencia debería convertirse en su objetivo más importante. Por el otro, la convergencia representaría una distracción de sus objetivos más importantes de integración profunda y de la estrategia de ingreso individual de cada uno de sus nuevos integrantes.

Para determinar cuál es el caso, este análisis comienza analizando la trayectoria de la Alianza del Pacífico y sus desafíos actuales y examina posteriormente el origen de la idea de convergencia, los términos en los que puede darse y su viabilidad en el contexto político actual.

Alianza sobresaliente… y ordinaria

La Alianza del Pacífico se destacó desde su creación por las cualidades de sus miembros. Chile, Colombia, México y Perú han sido por varios años algunos de los líderes de la región en desempeño económico, estabilidad institucional y macroeconómica, fomento de un ambiente propicio para hacer negocios, recepción de inversión extranjera directa, calificación de riesgo país y ambición de internacionalización. Las posibilidades de sacar adelante entre un grupo de países con estas características acuerdos de integración profunda se multiplicaban. Todos los miembros fundadores ya habían firmado acuerdos de libre comercio con EEUU y la UE y todos son miembros o candidatos de la OCDE.

Este hecho implica una enorme diferencia frente los anteriores bloques de integración de pequeño formato creados hasta la fecha, como la Comunidad Andina (CAN), los proyectos de integración centroamericanos o el mismo MERCOSUR. Todos habían sido fieles a la lógica de la contigüidad geográfica como criterio tácito de decisión sobre los miembros del bloque. Tal lógica puede llevar a sacrificar la voluntad política de los miembros, pues ésta no siempre es idéntica entre vecinos de una misma subregión. A veces ha bastado con que uno de ellos pierda el interés en el proceso con un cambio de gobierno para que éste se estanque.

La Alianza, en cambio, hizo las cosas al contrario: aceptó heterogeneidad geográfica para privilegiar la voluntad política, con el propósito de que esta derive en compromiso y acciones coordinadas hacia la integración profunda. México no es país limítrofe de los miembros sudamericanos de la Alianza. Perú y Colombia sí lo son, pero sólo en un área selvática sin infraestructura de transportes relevante para el comercio bilateral. Nada de esto fue impedimento. Al otro lado del Atlántico, las ampliaciones de la UE ya habían demostrado que la contigüidad limítrofe no era un requisito para la viabilidad de un proyecto de integración: faltaba apenas que un bloque aplicara con éxito este mismo principio en América Latina.

Ha ayudado, además, el hecho de que la Alianza está compuesta por un grupo muy pequeño de miembros, apenas cuatro, lo cual facilita la consecución de consensos en las fases de gestación de un bloque de integración. Desde su creación la Alianza ha dejado abierta la invitación a los demás países de la región a que se unan bajo condiciones de acceso transparentes: que los candidatos a miembros plenos sean democracias con ejercicio pleno del Estado de Derecho y tengan firmados tratados individuales de libre comercio con cada uno de los miembros del bloque.

El nombre “Alianza del Pacífico” confunde, pues parece insinuar que fue concebida con la aspiración de vincular sólo a países con litoral en el Pacífico. Pero cuando se estudian las primeras declaraciones presidenciales de la Alianza, así como el Acuerdo Marco, el tratado internacional que la oficializó en 2012, queda claro que no es así. Allí se observa que el bloque aspira a contribuir a la integración de toda América Latina y que el apelativo ‘Pacífico’ está más relacionado con la ambición de proyectarse a Asia-Pacífico, al ser esta la cuenca oceánica de mayor dinamismo comercial. El proyecto no sería incompatible con una Venezuela post-chavista, ni con una Cuba post-revolucionaria, ni con los actuales miembros del MERCOSUR. Más que ‘del Pacífico’, del nombre del bloque debería destacarse más la ‘Alianza’, un apelativo refrescante y etimológicamente profundo, que por sí solo muestra la intención de hacer las cosas distintas.

A pesar de las numerosas diferencias institucionales, el arranque inicial de la Alianza tiene varias similitudes con el de las comunidades europeas en los años 50. Hoy la UE es un proyecto de 27 Estados pero jamás habría conseguido avanzar tanto si hubiera comenzado con un formato tan grande, en vez de los seis países en los que se gestó el embrión de la integración. Tanto en la Alianza como en el caso europeo el proyecto surgió como un proyecto de pocos, con una más sencilla consecución de consensos, privilegiándose el criterio de la voluntad política sobre la extensión territorial. La adherencia de los demás interesados es más fácil cuando el éxito inicial del proceso aumenta las razones para creer en él.

El conjunto de características con las que echó a andar la Alianza significó una sacudida para el mapa de la integración regional, pues el resto de iniciativas (como MERCOSUR, ALBA, CAN, Proyecto Mesoamérica o la CELAC) estaban politizadas o ideológicamente comprometidas las unas, o estancadas o con formatos inadecuados para sacar adelante la integración las otras.

El logro más importante de la Alianza ha sido la firma del Protocolo Adicional, en 2014 y vigente desde 2016, que constituye la creación de la zona de libre comercio entre los países miembros del bloque al desgravar por completo el 92% de las posiciones arancelarias y acordar un período de desgravación de 15 años para el 8% restante. Junto con esto, se han hecho esfuerzos para integrar los mercados bursátiles de los cuatro países en el Mercado Integrado Latinoamericano (MILA). Se ha creado una plataforma de movilidad estudiantil mediante becas de la Alianza del Pacífico, ha habido cooperación en materia de cambio climático, se han eliminado restricciones de visado para estancias cortas entre los miembros, se han firmado acuerdos de cooperación diplomática y consular para algunos países, se ha buscado llamar el interés de la comunidad internacional a través de la figura de país observador y se han hecho docenas de actividades de promoción internacional a través de las agencias de promoción de los países y de sus embajadas en todo el mundo.

Se podría concluir que la Alianza no tuvo un mal comienzo y que su activo más importante ha sido la resiliencia ante los cambios de orientación ideológica de los gobiernos de sus países miembros. México ha visto pasar las presidencias de Felipe Calderón, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador; Colombia las de Juan Manuel Santos e Iván Duque; Perú las de Alan García, Ollanta Humala, Pedro Pablo Kuczynski y Martín Vizcarra; y Chile las de Sebastián Piñera, Michelle Bachelet y Sebastián Piñera de nuevo. Las múltiples corrientes políticas de derecha y de izquierda de estos dirigentes muestran consensos nacionales entre los partidos con opción de poder sobre la importancia de seguir con el proyecto.

Sin embargo, más allá de los logros genuinos que ha tenido el bloque, de su continuidad y del entusiasmo que sigue despertando, la Alianza ha sufrido cambios sutiles pero determinantes en estos años, que están alterando la velocidad en la que produce resultados, así como el potencial del bloque en el futuro.

Entre los cambios benignos, pero embarazosos, se cuenta el aumento de la complejidad y del número de temas abordados, muchos de los cuales, sin dejar de ser importantes, no están relacionados de manera directa con los objetivos de la integración profunda (libre movilidad de bienes, servicios, capitales y personas), involucrando temas de equidad de género, sostenibilidad o cultura. Este cambio de lenguaje, más en clave de la agenda multilateral de la ONU y de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), coincide con la segunda presidencia de Bachelet, tras dirigir ONU Mujeres. A pesar de lo arduo, este nuevo lenguaje puede ayudar al bloque a ser menos rechazado por ciertos públicos, sobre todo internos y más alejados del ámbito empresarial.

Una de las cualidades iniciales de la Alianza fue el fomento de múltiples mesas técnicas de negociación, como compras públicas, servicios y capitales, y movimiento de personas, que implicaban la multiplicación de las áreas de negociación. Pero ya son más de 20 las mesas temáticas, todas con un mandato relacionado con la cooperación pero no siempre con la integración profunda, y algunas sin total transparencia sobre los avances en el cumplimiento de objetivos y agendas de trabajo. La Alianza se ha vuelto más densa, más verbosa, más difícil de leer. El seguimiento de su labor es más complejo por la tensión natural entre querer mostrar muchos resultados para ampliar su legitimidad pública y la necesidad de su evaluación objetiva para seguir adelante. La Declaración de Lima, tras su primera cumbre en 2011 fue de tres páginas, sucinta como la mayoría de sus documentos en los primeros años, mientras que la Declaración de Lima de la última cumbre en 2019 fue de 24.

Resulta más desalentador, en cambio, la pérdida de ritmo de la Alianza en los últimos años en sus resultados concretos sobre integración. Del ritmo febril y entusiasta inicial, con dos y hasta tres cumbres presidenciales por año, hemos pasado a una anual y a menos productos de talla, como fue el Protocolo Adicional. La Cumbre de Puerto Vallarta de 2018 fue muy positiva por refrendar la Visión Estratégica 2030 –como si los dirigentes de entonces se preocuparan de que el mecanismo se extraviara en el futuro–, pero esa misma Visión demuestra una ambición más moderada. El documento propone que la Alianza sea “más integrada, más global, más conectada y más ciudadana”, con metas concretas como la duplicación del comercio intra-bloque, la eliminación de barreras no arancelarias, la visa única para sus países y el libre movimiento de personas. Las metas son correctas, pero es difícil explicar por qué dilatarlas más de 10 años cuando podrían ejecutarse en algunos casos en el corto plazo.

Aunque la Alianza tuvo algunos logros notables, hay muchas áreas de progreso incipiente. Aunque las negociaciones han avanzado a través de la figura de Estado Asociado, la Alianza todavía no ha completado ningún acuerdo comercial con terceros países; la figura de Estado Observador como mecanismo de promoción internacional del bloque está agotada y requiere nuevas ideas; el interés inicial de Panamá y Costa Rica de ser miembros plenos se esfumó sin muchas explicaciones públicas; los primeros acuerdos consulares y de embajadas compartidas no se volvieron a repetir, ni se tradujeron en un cambio de modelo hacia unas relaciones diplomáticas coordinadas y pensadas en bloque; la integración bursátil y financiera todavía está en sus fases iniciales; no ha habido avances profundos en movilidad de personas ni en homologación de títulos de educación superior; y las menos de 3.000 becas de la Plataforma de Movilidad Académica y Estudiantil de la Alianza están lejos de generar el efecto transformador del tejido social intra-comunitario del programa Erasmus. Sobre todo, falta mucho trecho para que la existencia y razón de ser de la Alianza sea valorada públicamente más allá de las redes empresariales.

La Alianza ha sido en América Latina el club de la voluntad política, pero también le ha faltado más voluntad política para seguir mostrando avances intrépidos que le aseguren mantener su liderazgo y centralidad en la integración de América Latina. Lo importante se sigue aplazando por lo que parece urgente.

Más preocupante que las agendas postergadas son dos sucesos posteriores a la Cumbre de Puerto Vallarta de 2018: los cambios de gobierno en México y Colombia, por el estrés institucional adicional que han provocado.

El caso de México es claro. A diferencia de Humala en Perú, que fue moderando sus posiciones en su transición de candidato a presidente, López Obrador es el primer presidente del bloque que gobierna con notoria apatía por la liberalización comercial y un aparente desinterés por los objetivos de la Alianza. El presidente de México es reticente a liderar la internacionalización de su país a través de visitas de Estado y giras internacionales. En marzo de 2019 desmontó ProMéxico, generando un vacío institucional no cubierto por la absorción de sus funciones por la secretaría de Relaciones Exteriores, causando problemas de coordinación para la promoción de los países con sus agencias homólogas en el resto de la Alianza. Además, simpatiza con el régimen de Nicolás Maduro, compitiendo con el resto de miembros de la Alianza en la OEA y otros escenarios, pues éstos –integrantes del Grupo de Lima y más impactados por los flujos de migración venezolana– se han vuelto cada vez más activos en promover un cambio de régimen en Venezuela. La XIV Cumbre, en Lima en julio de 2019, fue la primera cumbre en toda la historia sin la presencia de todos los presidentes. México estuvo representado por su secretario de Exteriores y pasó de ser uno de los países con mayor liderazgo para convertirse transitoriamente en un integrante incómodo y escéptico. La noticia a celebrar es que México no haya denunciado el Acuerdo Marco para retirarse de la Alianza.

El caso de Colombia es menos obvio. Con un gobierno de derecha o centroderecha, Duque ha sido un promotor convencido y convincente de los objetivos de la Alianza y ha participado activamente en sus eventos. Pero en los escenarios externos, ha preferido un tono muy confrontacional de la diplomacia regional contra los regímenes políticos de inclinación ideológica opuesta, en particular la dictadura venezolana. Esto rompe con la tradición de la Alianza, pues todos los presidentes se cuidaban de calibrar su lenguaje, para evitar que la Alianza se ganara enemigos gratuitos. Duque convirtió a Colombia en el primer país en retirarse definitivamente de UNASUR, denunciando a este mecanismo como una “caja de resonancia de Venezuela”, y rompiendo a su vez con otra tradición, esta vez latinoamericana, no muy virtuosa pero menos riesgosa diplomáticamente, según la cual los mecanismos de integración estancados no mueren directamente, sino que se dejan inactivos e inmóviles como criaturas embalsamadas.

Más pernicioso todavía fue el paso adicional dado bajo el liderazgo de Duque: terminar de enterrar a UNASUR para liderar la creación de Prosur, una organización de sesgo ideológico, redundante, que difumina las energías para construir la integración en vez de potenciarlas, que tiene la lógica de un club de derechas suramericanas y que puede contribuir poco a la integración regional como en su momento lo hizo el chavismo, con una opuesta orientación política. Muy desafortunado fue el mensaje indirecto que se le dio a México: los otros tres miembros acordaron participar en la creación de un foro de integración y cooperación latinoamericano en el que México estaba excluido. Prosur, esta nueva huida hacia delante de la integración latinoamericana, constituyó un caso de indisciplina y dispersión que la Alianza del Pacífico no había experimentado antes y con consecuencias diplomáticas que van a tardar en sanar.

Con estas nuevas tensiones en la región, los simpatizantes de la integración tienen que conformarse con ambiciones moderadas y alegrarse de que el mecanismo que constituye la Alianza no se haya roto. La Alianza entró en un período más lento, sin la voluntad política pasada, bien por falta de convencimiento sobre sus propias virtudes o bien por indisciplina y desconcentración.

La noticia de la aspiración del Ecuador de Lenin Moreno de convertirse en miembro pleno es sólo agridulce. La Alianza de media máquina de la actualidad está sedienta de mostrar resultados y terminará aceptando a su quinto miembro en pocos meses. Pero, con la volatilidad política de Ecuador, ¿quién asegura que el interés de hoy lo va a mantener el gobierno siguiente? Como la arquitectura institucional de la Alianza es todavía muy simple y todas las decisiones se toman por consenso, la evolución del bloque es crónicamente sensible a los cambios de gobierno de sus países miembros. La llegada de nuevos socios sería más aconsejable luego de que la integración se profundice y de que la arquitectura institucional evolucione un poco más. Pero pasos en esa dirección no se ven muy viables en el corto plazo. El balance de la llegada de Ecuador a la Alianza sería en términos generales positivo, sobre todo para la política exterior y comercial de Ecuador, pero los factores de riesgo existen.

La convergencia es sugestiva pero esquiva

La idea de la convergencia entre la Alianza del Pacífico y MERCOSUR surgió en 2014, con la segunda presidencia de Bachelet. Puede pensarse que fue diseñada para resolver asuntos de índole interna de Chile: mejorar las relaciones bilaterales con Brasil y Argentina, cuando Dilma Rousseff y Cristina Fernández de Kirchner estaban en el poder, y buscar el beneplácito de otros públicos nacionales con un leve viraje narrativo del proyecto de la Alianza, sumado a los cambios ya mencionados que trajo su presidencia para el bloque. Sin embargo, su iniciativa de la convergencia con MERCOSUR también ayudó a resolver un problema de comunicación externa que se estaba gestando en la Alianza desde su fundación. Por más que se insistiera en que el proyecto era de regionalismo abierto y que cualquier otro país podía participar en él, la Alianza parecía haberse construido de espaldas al MERCOSUR y, por extensión, a cualquier otro proyecto de integración existente en la región. Se aceptaba sin reparo como observadores a países de otros mecanismos –Uruguay y Paraguay solicitaron ese estatus en 2013–, pero no se había hablado abiertamente de la viabilidad de acercamientos con otros bloques, lo cual podría ser muy fructífero. Los cambios de gobierno con Macri en 2015 y Temer en 2016 aumentaron la posibilidad del acercamiento.

Desde entonces ha habido un diálogo creciente entre las dos instancias con la realización de foros y la publicación de documentos apoyados por organismos multilaterales como la CEPAL y el BID. Existe una Hoja de Ruta para la convergencia desde 2017 y en 2018 se aprobó un Plan de Acción, de un carácter exploratorio, en el marco de la primera cumbre Alianza del Pacífico-MERCOSUR, realizada junto con la cumbre de la Alianza en Puerto Vallarta. Está claro que la firma de acuerdos de facilitación de comercio entre ambos bloques sería fructífera para promover el comercio intrarregional y la integración. Gracias al trabajo de análisis de los organismos multilaterales, se han identificado ámbitos en los que se podrían obtener resultados concretos para las dos partes, como la cooperación regulatoria y la reducción de obstáculos técnicos al comercio, la facilitación de inversiones, el reconocimiento a los programas de Operador Económico Autorizado, el mercado digital y los servicios.

Es necesario hacer tres observaciones sobre la viabilidad de este proceso de convergencia. La primera, reconocer que la convergencia AP-MERCOSUR no es incompatible con los objetivos fundadores de la Alianza, que proponían una integración más profunda entre sus miembros, lazos comerciales crecientes con el resto del mundo –incluyendo América Latina– y que dejaban la invitación abierta a unirse al resto de países de la región. Esta convergencia es asimismo coherente con las declaraciones presidenciales de la Alianza y con las aspiraciones de su Acuerdo Marco, así como con lo establecido en la Visión Estratégica 2030. La idea de una convergencia entre bloques mejora, además, la estrategia de comunicación de la Alianza hacia el resto de la región, pues neutraliza los temores de que los miembros de otros bloques tengan que renunciar a éstos como único medio de acercarse a la Alianza o de que ésta existe sólo para desarticular los proyectos de integración anteriores. En ese sentido, el plan de convergencia con MERCOSUR podría servir como modelo para acercamientos a futuro con otros mecanismos como el SICA o el CARICOM, o con Bolivia a través de la CAN.

La segunda observación es que de una convergencia AP-MERCOSUR no se debe esperar una fusión de ambos grupos en bloque nuevo que pudiera llamarse Alianza Latinoamericana o Mercado Común Latinoamericano. No es algo realista en el corto y medio plazo. Las arquitecturas institucionales de los dos bloques son muy diferentes. Y si cada uno ya tiene dificultades afinando las voluntades políticas al interior para sacar adelante la integración profunda a pesar de que ambos son proyectos de pocos, estas dificultades se multiplicarían al convertirse en proyecto de muchos hasta no lograrse una arquitectura institucional diferente que facilite la toma de decisiones para no caer en la inoperancia. Cada grupo haría más si sigue afianzando la integración en su interior antes de aventurarse a expansiones mayores. Más bien, si se llegara a acuerdos derivados del diálogo para la convergencia, éstos podrían tomar la forma de Acuerdos de Alcance Parcial en el marco de la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI), a la que pertenecen todos los miembros de la Alianza y del MERCOSUR, lo cual le daría nueva vida a este mecanismo y brindaría la ventaja adicional de que otros socios de ALADI que no pertenecen a estos bloques podrían a futuro suscribir esos acuerdos, lo que ampliaría su alcance regional.

La tercera y última observación es que, a pesar del anhelo de muchos y de los esfuerzos de los organismos multilaterales, es poco factible alcanzar resultados concretos y significativos en el corto plazo. De un lado, la Alianza, como se ilustró líneas arriba, entró en un período más pausado y de tensiones crecientes que no facilitan resultados destacados en materias comercial y de integración. Del otro, las cosas no son muy distintas en MERCOSUR. Bolsonaro no parece tener el interés ni el liderazgo suficiente para impulsar la convergencia desde MERCOSUR, sin contar con que México y Brasil todavía no han firmado un acuerdo comercial significativo que sirviera de base para la convergencia. Encontrándose sus líderes en las antípodas ideológicas es difícil que esto suceda. El regreso del kirchnerismo con Alberto Fernández plantea nuevos retos. Sus posiciones frente a MERCOSUR y al regionalismo abierto deben confirmarse. Todavía está por ver si sus desavenencias con Bolsonaro no van a afectar el funcionamiento del MERCOSUR y si aceptará el acuerdo comercial con la UE. La cercanía de Fernández al régimen de Maduro, o sus críticas al gobierno de Chile en medio de la reciente oleada de protestas sociales, van a distanciar a Argentina del Grupo de Lima a menos de que haya un cambio de curso, lo cual dificulta doblemente las posibilidades de que los diálogos para la convergencia rindan frutos.

Es lamentablemente significativo que a pesar de la declaración conjunta de la Alianza del Pacífico y MERCOSUR en la Cumbre de Puerto Vallarta de 2018, en la que se plasmó el compromiso de hacer un seguimiento semestral al Plan de Acción para la convergencia, la declaración presidencial de la Cumbre de Lima de 2019 no incluye ninguna referencia a la convergencia con MERCOSUR. La Cumbre de Lima fue en julio, antes del cambio de gobierno en Argentina. No hay que esperar entonces resultados muy distintos en el próximo par de años. Una vez más, lo importante –que es la integración– se está volviendo a aplazar.

Conclusiones

El paso del tiempo y la carencia de resultados más definitivos no le resta importancia a la integración: la aumenta. Los países de la región sin la integración se vuelven más desconectados e irrelevantes en el escenario global. La coyuntura internacional en la era Trump crea un nuevo sentido de urgencia. Si en los últimos años solía decirse que la integración regional no pasaba por su mejor momento, con excepción de la Alianza del Pacífico, hoy puede decirse que la Alianza, a pesar de sus logros, tampoco pasa por su mejor momento.

Uno de los mayores riesgos de la Alianza es la autocomplacencia, el creer que ya se ha avanzado mucho y dejar de promover una agenda ambiciosa de acuerdos para la integración profunda. Pese a las tensiones crecientes entre algunos de sus miembros, debemos celebrar que el mecanismo por lo menos continúe vigente. Si la Alianza ya había mostrado una ligera pérdida de ritmo en comparación al ímpetu inicial, tras los cambios políticos del último año y medio, el bloque se debe contentar con pocos frutos y progresos discretos.

Aunque la convergencia AP-MERCOSUR es una excelente idea de mutuo beneficio, es un proyecto poco factible en el corto plazo por los cambios políticos recientes en ambos bloques. Así como ocurre con la integración profunda al interior de la Alianza, la gran dificultad que afronta la convergencia es que no todos los actores políticos involucrados la ven como urgente ni reconocen su importancia. Ahora bien, la convergencia AP-MERCOSUR sólo es interesante para la Alianza si complementa unos mayores esfuerzos por la integración profunda dentro del bloque, no si los reemplaza. Asimismo, la convergencia es interesante para MERCOSUR si se convierte en un incentivo para continuar sus procesos de apertura hacia terceros y de armonización interna, no si los reemplaza.

En ese sentido, desde la perspectiva de la Alianza del Pacífico, la convergencia no es una distracción: es un proyecto compatible con sus objetivos fundacionales y la integración latinoamericana. Sin embargo, la idea de la convergencia tampoco representa un norte para este bloque en el corto y medio plazo. Aunque se trata de un proyecto muy importante, la meta debería ser seguir avanzando hacia la integración profunda de sus países miembros.

Juan Fernando Palacio
Universidad Pontificia Bolivariana (UPB), Medellín (Colombia)

Banderas de la Alianza del Pacífico. Foto: Presidencia de la República Mexicana. (CC BY 2.0)