Cumbre del G-20: ¿y después de Toronto? (ARI)

Cumbre del G-20: ¿y después de Toronto? (ARI)

Tema: ¿Qué ha supuesto la cumbre del G-20 de Toronto para la agenda de problemas de la economía global?

Resumen: El Marco para un Crecimiento sólido y equilibrado planteado en la cumbre del G-20 en Pittsburgh –que requería más ahorro y exportaciones para los países con déficit exterior (EEUU y muchos de la zona euro) y políticas más expansivas reforzando las “fuentes domésticas de crecimiento” para los superavitarios (con China y Alemania al frente)– se ha visto sustancialmente modulado en Toronto por las nuevas urgencias de consolidación fiscal en un grado que dependerá de decisiones nacionales o, en su caso, del marco disciplinario de la UE. Las decisiones pretendidamente globales sobre regulación financiera se aplazan en unos casos y se “devuelven” al ámbito nacional en otros. ¿Se trata de un acuerdo en “estar en desacuerdo”, simplemente un compás de espera hasta Seúl en noviembre con nuevas realidades más decantadas o de unas dilaciones que refuerzan peligrosas inercias? Entre ellas, la sensación de que el politics as usual –priorizando las urgencias nacionales– se superpone al business as usual –sin aprender las lecciones acerca de cómo llegamos hasta aquí– en un marco en que la transferencia de poder desde las economías avanzadas hacia las emergentes se traduce en las correlativas de valores, con revisiones a la baja de las concepciones “occidentales” comenzando por las posibilidades y alcance del “Estado del bienestar”.

Análisis: Al inicio del verano, tras varios años de crisis, una cumbre internacional en la que se habían depositado esperanzas fracasó. La potencia emergente, que había mostrado algunos inusitados síntomas de flexibilidad, prefirió a la hora de la verdad priorizar sus intereses nacionales, mientras que la potencia hegemónica en declive mantenía discursos desfasados, y los europeos –más terceros en discordia que en concordia– se aferraban a las ortodoxias que el presidente de EEUU calificó de “viejos fetiches”.

No, no estamos refiriéndonos, todavía, a la reciente cumbre del G-20 en Toronto, sino al temido precedente de lo que sucedió en la cumbre de Londres en 1933 cuando EEUU prefirió mantener márgenes para utilizar el tipo de cambio como herramienta competitiva, el Reino Unido se mantuvo en sus “grandezas imperiales” y una Europa liderada por Francia se erigía en defensora de la ortodoxia del patrón oro con un entusiasmo sólo equiparable al renovado empeño europeo en la “consolidación fiscal”. Este fracaso en la coordinación internacional preludió a los intentos de EEUU de volver en 1937 a la estabilidad presupuestaria como ingrediente que retrasó la recuperación, una lección que el presidente Obama dice haber aprendido de su admirado Roosevelt.

Y es que no repetir los errores de la década de los 30 ha sido desde el inicio de la actual crisis una de las referencias más nítidas, frenando tentaciones proteccionistas y apostando por la coordinación internacional, inicialmente en políticas expansivas. Pero uno de los interrogantes a la hora de interpretar los resultados de Toronto-2010 es si esas buenas intenciones se mantienen en un escenario con multiplicidad de ritmos de recuperación (o no), con amplios diferenciales entre países y con prioridades nacionales aparentemente cada vez más contrapuestas. Y en particular, ¿qué ha sucedido con el razonable “Marco para un Crecimiento Fuerte, Sostenible y Equilibrado” que se diseñó en Pittsburg?

Ese Marco proponía ajustes en función de la posición exterior de los países, con más ahorro y orientación a la exportación de los que habían acumulado déficits (con EEUU al frente pero con España y otros países europeos justo a continuación) y más orientación expansiva hacia las “fuentes domésticas de crecimiento” en los superavitarios (con China y Alemania al frente). Los primeros debían superar problemas de competitividad y los segundos sustituir –o al menos complementar– la “obsesión exportadora” (“mercantilista”) por unas políticas expansivas con papel de “locomotora” global al tiempo que, sobre todo en economías emergentes, una mejora explícita de la calidad de vida de sus ciudadanos. Ahora en Toronto estos ajustes se ven modulados sustancialmente por los nuevos requerimientos de la situación de las finanzas públicas, con directrices de consolidación en las economías avanzadas llamativamente lideradas al respecto por Alemania, país que resume de la forma deliberadamente más nítida la eventual contraposición entre el mensaje de Pittsburgh y el de Toronto.

En los análisis y “propósitos de enmienda” ante la crisis han venido dominando dos ramas: (1) la que enfatiza el papel de los desequilibrios externos y (2) la que se centra en las disfunciones de los sistemas financieros. Aunque presentan grandes interacciones, llama la atención cómo esta dualidad se ha tratado de utilizar como coartada para minimizar propuestas de reforma: los defensores de Bretton Woods II claman por la “inocencia” de los desequilibrios como causa de la crisis desplazando las responsabilidades hacia las insensateces financieras, mientras que el argumentario de resistencias a las propuestas de nuevas regulaciones financieras incluyen la conveniencia de centrar la atención en los desequilibrios… utilizados como presuntas causas de exención o al menos atenuantes de las responsabilidades del sector financiero. Una llamativa forma de cómo la loable búsqueda de interacciones entre factores causales puede ser “capturada” por los intereses del business as usual.

Centraremos nuestros comentarios en el papel de los desequilibrios exteriores con alguna breve referencia al final a los aplazamientos –al menos hasta Seúl en noviembre de 2010– o retorno a ámbitos nacionales de las propuestas globales de regulación financiera.

Desequilibrios macroeconómicos externos
Nos recordaba hace poco Min Zhu, cuyo nombramiento como asesor especial del director gerente del FMI procedente de la autoridad monetaria china tuvo muchas “lecturas” en su momento, que hace 20 años los cinco países con más déficit exterior –y por tanto con más “necesidad de financiación exterior”, encabezados por EEUU y seguidos por España– suponían el 22% del total de déficit mientras que en la actualidad llegan al 76%. Y la peligrosa concentración por el lado de los países superavitarios no era mucho menor, con China y Alemania al frente.

Aunque han surgido interpretaciones “benignas” de estos desequilibrios, entre las que destaca, además de la habitual apelación a desequilibrios transitorios entre ahorro e inversión, la denominada Bretton Woods II –según la cual los desequilibrios externos “contables” serían meramente la expresión de una complementariedad de intereses entre una China necesitada de inversiones y exportaciones y un EEUU necesitado de ahorro exterior y de mercados y proveedores– parece claro que la magnitud y composición de los desequilibrios habría superado los límites de lo razonable convirtiéndose en un ingrediente de la crisis, a través de mecanismos que irían desde las dudas acerca de su sostenibilidad hasta los tipos de interés artificialmente bajos que habrían propiciado, incentivando el “apetito por el riesgo” en las economías receptoras de una financiación exterior abundante y barata que llegó a creerse que duraría indefinidamente.

Por ello uno de los aspectos más constructivos de los acuerdos de Pittsburg del G 20 fue la creación del “Marco para un Crecimiento Fuerte, Sostenido y Equilibrado” en los términos comentados. Y también por ello hay que interpretar con atención y preocupación cómo los informes presentados en la primavera de 2010 por el FMI y la OCDE coincidían en detectar y anticipar una nueva ampliación de los desequilibrios externos tras las importantes reducciones que había propiciado la recesión que tuvo su punto álgido a finales de 2008 y principios de 2009, con una caída de alcance histórico en los flujos comerciales internacionales que ha merecido la denominación del big trade collapse. De la misma forma que fueron polémicas las interpretaciones de los desequilibrios externos antes de la crisis, también lo es ahora su eventual rebrote: ¿se trata de una señal de “vuelta a la normalidad” o más bien de “volver a las andadas”?. Debemos interpretar la expresión business as usual en este contexto como una aliviada superación de la fase más crítica de los problemas o por el contrario como la evidencia de que, pasado el susto, se reproducen las insensatas anteriores pautas sin haber aprendido ninguna de las lecciones? ¿Estamos tras Toronto más cerca de un retorno a Bretton Woods II –lo que algunos denominan ya Bretton Woods II bis o, para los que gustan de notaciones más modernas, de un Bretton Woods 2.1– o de un escenario más sólido –el “escenario deseable” al que se refieren Blanchard y Milesi-Ferretti y otros documentos del FMI–?

De forma sugerente, Jörg Bibow viene hablando de un Bretton Woods III, en que las necesidades de endeudamiento público por parte sobre todo de las economías avanzadas asumirían el papel que tuvo el endeudamiento privado en el camino que nos condujo a la crisis. Aunque Bibow desliza la eventual interpretación positiva de que en ese escenario al menos quedan “activos” en propiedad pública si se traducen los gastos en resultados productivos –y no meramente en sustituir gasto privado de baja productividad por gasto público de asimismo baja productividad como parece haber sido el caso en latitudes cercanas–, asimismo parece claro que ahora las dimensiones geopolíticas son más delicadas. No se trataría simplemente de que “los pobres financien a los ricos” como se decía antes de la crisis, sino de que los nuevos ricos financien a los antiguos ricos ahora endeudados y cada vez más dependientes de los dictámenes de los mercados. En definitiva, Bretton Woods III plantea más explícitamente que los escenarios anteriores la dimensión financiera como vía de transformar el creciente peso económico de los emergentes en peso político, al tiempo que el endeudamiento de las economías (hasta ahora) avanzadas puestas a la defensiva visibiliza las limitaciones, en buena parte autoinfligidas, de los sistemas socioeconómicos que han propiciado democracia política y protección social.

Sobre los tipos de cambio
El papel de los tipos de cambio en la reducción de los desequilibrios externos ha generado polémica. Para algunos la relajación de la infravaloración del renminbi –calificada con epítetos que iban desde artificial a desleal pasando por “(neo)mercantilista”– constituía una pieza clave. Otros desdramatizaban la cuestión apelando a que en un mundo de “redes globales de producción” las presuntas ganancias de competitividad en productos finales para EEUU y Europa frente a China asociadas a una apreciación de la moneda asiática podían quedar sustancialmente difuminadas por el encarecimiento de inputs intermedios procedentes de China, lo que perjudicaría sobre toda a las empresas que hubiesen sido pioneras en asumir las nuevas reglas globales. Otros apuntaban, con razón, a que las variaciones en los tipos de cambio no sólo tienen efectos sobre la competitividad internacional sino que afectan a la rentabilidad comparada de sectores internos, apuntando a cómo apreciaciones reales favorecen la rentabilidad de asignar recursos a non tradables con baja exposición a la competencia global en detrimento de las actividades tradables más dinámicas e innovadoras, con las deficiencias en términos de productividad e incentivos que testimoniaría, sin ir más lejos, el modelo español de crecimiento previo a la crisis.

En todo caso el anuncio por parte de China pocos días antes de la cumbre de Toronto de una vía –especialmente prudente y gradual– de flexibilización apreciatoria de su moneda con respecto al dólar consiguió el efecto de relajar la tensión al respecto. En todo caso no se debe olvidar que la principal contribución de un tipo de cambio realista en el futuro sería la de generar los incentivos adecuados para que la economía China (y también otras) produzcan más para el mercado interno, propiciando más calidad de vida asociada a productos y servicios más orientados a ese mercado que a la exportación. Asimismo, en el extremo opuesto de los países que acumulamos apreciación del tipo de cambio real y déficit exterior –perjudicando a las exportaciones y propiciando la transferencia de rentabilidades y recursos a sectores non traded… especialmente a los de menos productividad– deberíamos revertir la situación, con dificultades adicionales en el caso de los países que, como España, compartimos moneda con alguno de los superavitarios más importantes y podemos con ello vernos abocados a otros mecanismos de ajuste que algunos dan en denominar “devaluación interior”.

Desequilibrios externos… internos a la zona euro
Efectivamente, si la Champions League de los desequilibrios exteriores la juegan China y EEUU, en el siguiente nivel de acreedores y deudores figuran Alemania por un lado y España y otros países de la zona euro (más el Reino Unido) por otro: aquí, sin el instrumento del tipo de cambio… al menos por ahora (y mejor no tengamos que probarlo). Los europeos deberíamos saber –y los acontecimientos recientes nos lo recuerdan– que al aceptar el euro asumimos otros mecanismos de ajuste, pero asimismo deberíamos constatar que la misma simetría que hay entre acreedores y deudores al incurrir en deudas también debe aplicarse a la digestión de unos excesos que han sido compartidos tanto en su gestación como en las expectativas de rentabilidad que mantenían acreedores y deudores.

Y sobre todo los europeos debemos recordar lo proceloso de nuestro proceso de integración antes de echarlo por la borda: en la vida normalmente no hay que elegir entre dos bienes (como nos dicen los manuales de microeconomía) ni entre el bien y el mal (como le gustaría a los muchísimos maniqueos que contribuyen más a crear problemas que a resolverlos): hay que elegir entre dos males, o para no ser innecesariamente masoquistas, entre dos configuraciones cada una con sus ventajas a veces difuminadas y unos inconvenientes que en situaciones de dificultades se revelan onerosos. Y al respecto los europeos debemos recordar nuestra atribulada historia: incluida la culminación de la unificación alemana en 1871 que se escenifica en el Palacio de Versalles tras la Guerra Franco-Prusiana que condujo a reparaciones de guerra y al trasiego de soberanía de Alsacia y otras regiones… cuya reversión tras la Primera Guerra Mundial con Alemania ahora derrotada se plasmó en el oneroso tratado de Versalles denunciado por Keynes como fuente de la inestabilidad del período de entreguerras, que hizo más fácil tanto la Gran Depresión como los triunfos de movimientos totalitarios y demagógicos en países importantes de Europa… que encontraron el terreno abonado en unos sectores populares y en unas empobrecidas clases medias. Algo a tener en cuenta, esto último, a la hora de evaluar el impacto sociopolítico de la forma de pagar la factura de la crisis en forma de “ajustes” con similares consecuencias.

Reformas en los sistemas financieros
Así, en plural, ya que pese a las evidencias de la dimensión global de las finanzas internacionales el mensaje que sale de Toronto es la heterogeneidad en los enfoques de cada país o área, que se quiere hacer compatible con las expectativas de planteamientos de alcance más general que se difieren, como mínimo, a la cumbre de Seúl. Ciertamente, ya Rodrik ha insistido en que podía ser excesiva en términos de rigor y timing la pretensión de una más completa coordinación, pero asimismo parece claro que el clima generado en su momento y que parecía hacer viable una efectiva globalización de la regulación y fiscalidad de los flujos financieros –y en general del régimen de los activos que más decididamente han sacado partido de las nuevas realidades y reglas globales– podría estar disipándose como otra de las dimensiones del retorno al business as usual.

Habrá que seguir con atención la finalización de la tramitación en el Congreso de EEUU de las reformas propiciadas por la Administración Obama –incluida la variante final de la “regla Volcker”– así como la operatividad de la aplicación en Europa de las recomendaciones del Informe De Larosière, junto a las propuestas en que se concrete Basilea III y las recomendaciones del Financial Stability Board y del propio FMI. Pero el tiempo transcurre a favor de las inercias, los orígenes de riesgos sistémicos parecen eludir recetas de “medicina regenerativa” para quedarse simplemente en remedios “paliativos”, y el énfasis en las “jurisdicciones no cooperativas” (antes llamados paraísos fiscales y financieros) deja en segundo plano los problemas de la “no cooperación entre jurisdicciones” que puede ser terreno abonado a quienes han demostrado ya con creces su capacidad para sacar partido de diferencias regulatorias o supervisoras al respecto.

En todo caso, tras Toronto siguen plenamente vigentes dos grandes preguntas: la primera, ¿quién disciplina a quién?, ¿son los poderes públicos los que marcan reglas a los mercados financieros o, como parece en los últimos meses con fuerza renovada, son éstos los que imponen marcan la agenda y el paso?; y la segunda, qué se puede hacer –y qué se hace o no– para que los ingentes recursos movilizados para apoyar al sistema financiero no sigan diluyéndose en el aparentemente inagotable “agujero negro” de los balances problemáticos de muchas de esas entidades en vez de llegar al sector privado propiciando una normalización del crédito que se ha convertido en prerrequisito esencial para una recuperación con fundamentos más sólidos que las caras y frágiles muletas del gasto público.

Conclusiones: La reciente Cumbre del G-20 en Toronto deja más sombras que luces. Una geometría variable de coaliciones –más allá de emergentes versus avanzados o de Europa frente a EEUU– ha bloqueado resultados de coordinación internacional ambiciosos tanto en términos de corrección de desequilibrios para fundamentar con más solidez la recuperación como en lo referente a un marco financiero global que reduzca las probabilidades de reaparición de fragilidades sistémicas a medio plazo. Y se han puesto en marcha todas las coartadas para no extraer las lecciones de la historia, incluida la más reciente. Las nuevas realidades económicas globales continúan avanzando sin la modulación de una política global, favoreciendo unas inercias en que la transferencia de peso político hacia las economías emergentes sitúa cada vez más a las endeudadas economías avanzadas a la defensiva, con unas eventuales implicaciones en valores sociopolíticos que pueden suponer un coste de la crisis bastante más allá de unos cuantos puntos del PIB.

Juan Tugores Ques
Catedrático de Economía de la Universidad de Barcelona