Tema: El próximo 27 de abril se celebrarán elecciones presidenciales en Argentina. Se trata de las primeras de este tipo tras la traumática renuncia de Fernando de la Rúa en diciembre de 2001. De acuerdo con las encuestas, lo más probable es que se tenga que ir a una decisiva segunda vuelta dada la gran paridad existente entre los candidatos. Frente a la elección hoy prima la incertidumbre política.
Resumen: Las próximas elecciones presidenciales están marcadas por la incertidumbre. Incertidumbre con respecto a la identidad del ganador e incertidumbre sobre el modo en que se producirá su victoria. Disipar estos interrogantes es algo necesario para calibrar el desempeño del nuevo Gobierno, especialmente en el terreno político. De los numerosos candidatos que se presentan sólo cinco tienen alguna posibilidad de ganar, pero la elevada fragmentación existente, con tres candidatos peronistas y otros tres que vienen del radicalismo, indica la debilidad de los actuales partidos políticos. En el campo económico, especialmente después de la reactivación de los últimos meses, la circunstancia es algo diferente. Dada la cierta estabilidad existente, el margen de maniobra es menor y, si bien cada candidato tiene su estrategia, no hay mucho campo para la improvisación.
Análisis: Los argentinos irán a las urnas el 27 de abril con una sola certeza: no se definirá ese día quién asumirá la presidencia el 25 de mayo. Ningún candidato obtendrá los votos necesarios que evitarían llegar a la segunda vuelta, de acuerdo al sistema incorporado a la Constitución por la reforma de 1994. Por lo demás, sólo prevalecen las incógnitas. La primera de ellas es quiénes serán los dos aspirantes –y en qué orden, y con qué diferencia de votos– que dirimirán la contienda electoral. Para este interrogante, que desvela más a dirigentes políticos y a periodistas especializados que a la gran masa de ciudadanos ganados por el escepticismo y la apatía, no hay una respuesta ni siquiera aproximada. El estallido de la representación política ha convertido a esta nación –que por más de cincuenta años convivió con un sistema de bipartidismo imperfecto, con el justicialismo como partido predominante, con el radicalismo como el ocasional desafiante y con los militares interrumpiendo el proceso democrático de cuando en cuando– en un sorprendente ejemplo de fragmentación. Habrá el 27 de abril tres candidatos provenientes del justicialismo y tres del radicalismo, además de otros dieciséis de colectividades políticas menores.
Si bien una primera lectura de las encuestas de opinión pública parece indicar que serán los justicialistas Carlos Menem y Néstor Kirchner (en ese orden o en el inverso) los que lleguen a la segunda vuelta, tampoco eso es seguro. En la mayoría de esas encuestas, la diferencia entre quien lidera la intención de votos y el candidato ubicado en quinto lugar no llega a los diez puntos porcentuales, de modo que, teniendo en cuenta los márgenes de error estadístico y algún leve cambio de humor en el electorado, bien podría ocurrir que quien hoy aparece primero termine quinto y quien hoy aparece quinto termine primero. Por otra parte, la volatilidad de la opinión pública concurre a alimentar la incertidumbre: si se pregunta a quienes afirman que van a votar a un cierto candidato si la decisión es irreversible, más del 80% responde negativamente. Así pues, el justicialista Adolfo Rodríguez Saá y los ex radicales Ricardo López Murphy y Elisa Carrió pueden mantener con algún fundamento sus esperanzas de llegar a la segunda vuelta. Cinco candidatos arriban a los últimos quince días de campaña con probabilidades no desdeñables. Si bien no es una certeza, es casi seguro que ninguno de ellos alcanzará el 30% de los votos válidos positivos. Contra su larga tradición nacida en 1916, cuando se celebraron las primeras elecciones presidenciales verdaderamente democráticas y transparentes, quizás Argentina termine constituyendo un caso de atomización electoral más acentuado que los de Ecuador y Bolivia.
De hecho, no hay antecedentes en Argentina de una elección presidencial con un voto popular tan disperso. Desde finales de la Segunda Guerra mundial, el grado de polarización (esto es, la suma de los sufragios obtenidos por los dos primeros candidatos respecto al total), sólo descendió del 70% en una oportunidad, y ello ocurrió hace exactamente cuarenta años y con el peronismo proscrito. La dispersión permite incorporar dos elementos al análisis. Por un lado, existe el riesgo de que los resultados de la primera vuelta activen una crisis política. Ello ocurriría si del escrutinio provisorio surgiese una paridad tal que impida determinar quiénes son los dos aspirantes que accederían a la segunda vuelta. El espectáculo más sombrío sería aquél en el que la política se traslade a los estrados judiciales, se multipliquen las impugnaciones y las acusaciones de fraude, el proceso político se paralice y la segunda vuelta electoral no se pueda llevar a cabo. No está dicho que esto vaya a suceder, pero si sucede, Argentina se sumergiría en el momento más difícil de la crisis de representación política.
Por otro lado, la cara novedosa y positiva de la dispersión electoral es la aparición del voto que expresa preferencias y, como contrapartida necesaria, el surgimiento de una mayor diversidad y nitidez de la oferta política. No hay en estos momentos fuerzas políticas que operen como confederaciones ideológicas que convocan votos contradictorios, como ha sido en el pasado la práctica usual del justicialismo. Cada uno de los cinco principales candidatos que competirán el 27 de abril ocupa un espacio muy acotado del espectro político. Néstor Kirchner combina un discurso de centro-izquierda –atractivo para franjas del progresismo justicialista y no justicialista– con apelaciones nacional-desarrollistas heredadas de su padrino político, el actual presidente Eduardo Duhalde; Carlos Menem intenta reeditar en una escala irremediablemente más pequeña la coalición popular-conservadora que lo mantuvo en el poder durante diez años, cuyos pilares fueron la estabilidad de precios, el crédito y las reformas de mercado y a los que ahora intenta agregar los temas del orden y la seguridad; Adolfo Rodríguez Sáa procura suscitar el apoyo del electorado más tradicional del justicialismo, con propuestas populistas que, a la manera del Menem de 1988-1989, sólo dejará de lado con la victoria. Fuera de la constelación justicialista también aparecen innovaciones: Ricardo López Murphy lidera la conformación de un espacio de centro-derecha que, a diferencia de otros experimentos similares de corta vida, promete un compromiso republicano y democrático y anticipa su rechazo a coaligarse con Carlos Menem después de la primera vuelta; Elisa Carrió, por fin, quiere representar ese mismo compromiso pero desde una fuerza política de centro-izquierda que hace de la distribución del ingreso su prioridad programática.
La gobernabilidad después de las elecciones
¿Es esta configuración política, todavía en estado coloidal, el germen de un nuevo sistema de partidos?; ¿está Argentina, como ha escrito recientemente el sociólogo Juan Carlos Torre, frente a una segunda transición democrática que puede ser el punto de partida de una transformación de la cultura política?; ¿o el 27 de abril será, apenas, la confirmación del predominio electoral justicialista y el método para dirimir su conflicto interno por el liderazgo? No existen, todavía, respuestas a esas preguntas, y quizás el escrutinio tampoco las suministre. Mientras tanto, algo se puede decir sobre el futuro post-electoral y sobre los riesgos que habrá que neutralizar para que el país avance hacia su normalización. El problema central, en términos de gobernabilidad, es que cada uno de los cinco candidatos conlleva su propio potencial de crisis. Veámoslo rápidamente.
Néstor Kirchner, gobernador de la segunda provincia más pequeña en términos de población, con 200.000 habitantes y un padrón electoral de casi 120.000 personas, no tiene fuerza política propia en el resto del país. Así como su candidatura surgió de la decisión arbitraria del presidente Duhalde una vez que fracasaron otras alternativas, también ocurrirá que la mayor parte de los votos que obtenga el 27 de abril le serán prestados por la maquinaria político-electoral del actual presidente. Duhalde está en el ángulo opuesto al de Kirchner: a pesar de que pronto abandonará la presidencia, difícilmente pueda calificársele como un “pato cojo”. En tanto su candidato termine victorioso, él mantendrá el liderazgo que hoy ostenta dentro del justicialismo de la provincia de Buenos Aires, la más grande del país, con un padrón de nueve millones de personas. Si Kirchner ganara las elecciones, se vería legítimamente tentado a ejercer un poder que en la realidad no tiene ni tendrá. Sin gobernadores que acepten su liderazgo, sin legisladores propios, con una relación fría con los sindicatos justicialistas, Kirchner sería –en un país con una tradición de presidencialismo fuerte– una autoridad débil y desafiable.
Carlos Menem parece lo contrario que Kirchner. Ha ejercido la presidencia durante diez años con mano firme, es una figura política fuerte y lleva adelante su campaña presentándose a sí mismo como el garante de la gobernabilidad. Sin embargo, en caso de ganar las elecciones corre el peligro de dividir al país en dos. Algunos intelectuales italianos han dicho de Silvio Berlusconi que su gobierno tiene legalidad pero no legitimidad. Es probable que algo parecido se diga de Menem en Argentina. Sectores de izquierda y centro-izquierda, dirigentes piqueteros, sindicatos combativos, líderes sociales que han encabezado la rebeldía en las calles y franjas de la clase media empobrecida durante los años noventa perciben un eventual triunfo de Menem no como una derrota en el ejercicio de la rutina democrática, sino como la comprobación de los límites e insuficiencias de la propia democracia. Más de una figura pública proveniente de ese arco heterogéneo ha manifestado que peleará contra Menem desde el primer día si éste accede a la presidencia.
El tercer candidato de raíz justicialista, Adolfo Rodríguez Sáa, es un caso especial. No le debe ni su candidatura ni sus votos a nadie; tampoco carga con una historia que, como la de Menem, divide a la sociedad. Cualquiera podría sorprenderse ante su hipotético triunfo electoral, pero nadie podría dudar de su legitimidad. Su problema es de otra índole: para ejercer el gobierno sin turbulencias debería usar el mandato de las urnas para reunificar al justicialismo, del mismo modo que hizo Menem cuando en 1988 derrotó en elecciones internas a la estructura oficial de su partido. En eso tiene una ventaja: su victoria en las urnas desplazaría de la escena política a Menem y a Duhalde, y acabaría de un solo golpe con ese monstruo de dos cabezas que es hoy el justicialismo. Distinto a Kirchner, presidencia y poder político convergerían en su persona. Pero ¿con cuánto poder político? Se ganan las elecciones con votos pero se gobierna con recursos de poder. El interrogante es si Rodríguez Saá podrá acumular suficientes recursos como para imponer su liderazgo o será, apenas, un primus inter pares ejerciendo una presidencia condicionada.
Los riesgos de Ricardo López Murphy y Elisa Carrió no son muy distintos a los de Rodríguez Saá. También ellos sorprenderían –y probablemente se sorprenderían– con un triunfo electoral; también ellos deberían acumular rápidamente recursos políticos para hacer viable la administración. La gran diferencia es que los candidatos originados en el tronco radical no abren con sus victorias la posibilidad de construir una mayoría como la que sí puede construir Rodríguez Saá por su raigambre justicialista. Si los dirigentes residuales del justicialismo se unifican en ese escenario será sólo para luchar contra el “cuerpo extraño” de un Gobierno que no les es propio. Tanto a López Murphy como a Carrió les quedan entonces dos caminos alternativos y muy complicados para armar un esquema de poder que no se caiga con los primeros vientos. Uno es la reforma constitucional para obtener el objetivo inconstitucional de acortar y renovar todos los mandatos legislativos (el camino preferido de Carrió); el otro es hacer de la fragmentación virtud y promover una coalición que los incluya a ambos; a los legisladores radicales y –como condición sine qua non– a una parte del justicialismo derrotado y seguramente desorientado. Parece casi imposible, pero es lo único que les queda.
Elecciones y recuperación económica
Sea quien sea el triunfador, las consecuencias económicas de las próximas elecciones son relevantes sólo en algunos aspectos. Después del caos de 2001 y mitad de 2002, la economía argentina ha recuperado cierta estabilidad y un mínimo de organización. Desde mediados de 2002, el nivel de actividad se ha estado expandiendo, primero lentamente y ahora a una tasa no menor al 4% anual. Desde el fondo del pozo en que se encuentra, esa tasa de crecimiento probablemente se convierta en la más alta de América Latina para el año que corre. Por otra parte, contra muchos pronósticos oscuros, no se desató una hiperinflación de origen cambiario. La moneda argentina se ha estado apreciando contra el dólar aún en términos nominales y no lo ha hecho más aceleradamente porque el Banco Central compra sistemáticamente reservas internacionales. En cierta forma, la situación inicial será cómoda para el presidente entrante, cualquiera sea su signo.
Dos factores son centrales. Por un lado, gracias a la duplicación de las exportaciones durante la década de los noventa, al derrumbe de las importaciones por la recesión profunda que está quedando atrás y a la cesación de pagos internacionales, hay hoy un exceso de oferta de divisas en el mercado cambiario. No es una coyuntura efímera: en cualquier escenario razonable, aún reanudando los pagos después de una reestructuración de la deuda, el superávit de la cuenta corriente del sector externo se mantendrá al menos por un mandato presidencial. El segundo factor tranquilizante para las nuevas autoridades es que no hay un imperativo inmediato para que se aceleren las deprimidas inversiones. El stock de capital creció a buen ritmo antes de la crisis y en algunos sectores hubo definitivamente sobreinversión. Sin embargo, sería un error confiar en el desempeño de una economía que no acumula capital. Si bien no hay urgencia, hay que preparar el terreno ya.
Sobrante de dólares y sobrante de capacidad instalada es el sueño de cualquier gobernante, y es por ello que el aspirante que finalmente acceda a la presidencia no modificará la política cambiaria, respetará la continuidad de las actuales autoridades del Banco Central, que están manejando la flotación sucia de la tasa de cambio con solvencia, y procurará infundir confianza para que se desempolven proyectos de inversión. Esto último será más fácil para los candidatos decididamente pro-capitalistas –Menem, López Murphy–, pero, antes o después, todos terminarán en un lugar parecido. Si de inversiones futuras se trata, el aspecto más complicado es la renegociación de contratos con las empresas privatizadas para que no se registre en los años que vienen un deterioro de los servicios públicos que le ponga límites al crecimiento y reaviven el malestar social. Otros sectores presentan menos dificultades. Las inversiones en bienes sustitutivos de importaciones, por ejemplo, no necesitan más que el mantenimiento de un tipo de cambio real alto (aunque no necesariamente tan alto como el actual) y la recuperación gradual del mercado interno. Las inversiones en bienes que se exportan necesitan algo más: una política comercial que abra mercados para que en este caso también se puedan capturar los beneficios de un tipo de cambio real alto. Naturalmente, la inevitable renegociación contractual con las empresas privatizadas será una molestia para las autoridades entrantes porque los precios aumentarán y la sociedad protestará. Pero el reclamo de una mayor apertura de los mercados internacionales para los bienes nacionales es el tipo de cosas que a un presidente le gusta hacer.
¿Dónde radican los verdaderos problemas, aquellos que pueden dividir a los candidatos? Existen dos: el fiscal y el distributivo, y en ambos no está dicho cuál es el mejor camino a seguir. En el terreno fiscal, la cuestión de fondo es que el Estado está quebrado y no paga sus deudas, pero la normalización definitiva de la economía y la reanimación de las inversiones requieren salir de la cesación de pagos. Menem y López Murphy insisten en ello; el resto de los candidatos son más parsimoniosos y darían largas al asunto. Pero la apertura de las negociaciones con los acreedores no es la única decisión a tomar. Aún cuando todos convengan en ello, falta definir cuánto está en condiciones de pagar Argentina y, consecuentemente, cuál es el superávit fiscal primario requerido. En este aspecto, algunos economistas cercanos a Menem y López Murphy se han puesto demasiado concesivos con los acreedores, y están estimando un superávit fiscal de algo así como el 5% del PIB. Como es un clásico de la economía argentina, quien promete demasiado termina incumpliendo. Si se tiene en cuenta que el superávit fiscal actual no llega a 2% del PIB, es probable que los candidatos más duros sean a la vez más realistas. Reservadamente, ellos están hablando de un superávit fiscal de 3% del PIB.
El otro problema es el de la distribución del ingreso. Los candidatos más ortodoxos creen que en este caso el mejor camino es el camino largo: no se puede conceder un incremento salarial en el sector público porque el Estado está en quiebra; tampoco se puede hacer en el sector privado porque muchas empresas –en particular las que trabajan para el mercado interno– no están en condiciones de pagarlo y en consecuencia pasarían a sus empleados a la informalidad. Hay que esperar, entonces, que la gradual recuperación del nivel de actividad expanda el empleo y con ello la masa salarial. Los candidatos más heterodoxos, por su parte, quieren apurar la reactivación con un aumento de suma fija en las remuneraciones del sector privado. El argumento es que un incremento coordinado y simultáneo del consumo mejora el estado financiero de las empresas y, por lo tanto, vuelve tolerable la medida. Sin embargo, para los candidatos heterodoxos la pregunta es: ¿se harán efectivos los aumentos salariales por decreto cuando la tasa de desempleo ronda el 18%?
Conclusiones: Argentina está a menos de dos semanas de los comicios presidenciales después del terremoto político y económico ocurrido entre mediados de 2001 y mediados de 2002. Las encuestas de opinión pública suministran una certeza: habrá segunda vuelta el 18 de mayo. Pero sus resultados son tan parejos y volátiles que no permiten anticipar quiénes serán los dos aspirantes que arribarán a esa instancia. Si bien Carlos Menem y Néstor Kirchner encabezan (en ese orden o en el inverso) todos los sondeos, hay otros tres candidatos –Adolfo Rodríguez Saá, Ricardo López Murphy y Elisa Carrió– que mantienen fundadas esperanzas. La paridad entre cinco postulantes, nunca experimentada en el país, es la consecuencia del estallido de la representación política. Se presentan tres candidatos provenientes del tronco peronista y otros tres del tronco radical, y ello puede cambiar profundamente la configuración de los partidos en el futuro. Sin embargo, para que esos posibles cambios sean para bien deberán superar dos riesgos. El más inmediato reside en que si la paridad de fuerzas se confirma, podría desatarse una crisis que lleve el escrutinio electoral de la primera vuelta a los juzgados e impida la realización de la segunda en los tiempos previstos. El riesgo más mediato es que en el frágil contexto actual, ningún candidato garantiza la gobernabilidad después de los comicios. Mientras tanto, la economía sigue desenvolviéndose con una importante autonomía respecto a la política y ganando salud gradualmente. Si la calma de los mercados financiero y cambiario está indicando algo, es que no se espera de ningún candidato un cambio en las reglas de juego ni un salto al vacío.
Pablo Gerchunoff
Universidad Torcuato di Tella