Argentina: el futuro del presidente Kirchner

Argentina: el futuro del presidente Kirchner

Tema: Tres años después de que las conversaciones de Camp David y Taba finalizaran sin éxito, un grupo de negociadores ha alcanzado un acuerdo no oficial mediante el cual pretenden encontrar una salida al impasse actual y lograr una solución definitiva del conflicto palestino-israelí.

Resumen: “Por primera vez en más de cien años de conflicto se ha alcanzado una solución detallada y global que aborda las cuestiones más delicadas de dicho conflicto”. Esta frase, entresacada del discurso de los artífices del Acuerdo de Ginebra del pasado 1 de diciembre, resume de manera ejemplar el propósito de las negociaciones. El acuerdo aborda de manera detallada y pormenorizada las cuestiones más complejas del conflicto: la división de Jerusalén, el futuro de los refugiados, los compromisos de seguridad y la delimitación de las fronteras del futuro Estado palestino. Las lecturas que pueden hacerse son variadas: mientras para sus defensores se trata ante todo de romper la espiral de violencia y mostrar que existen interlocutores válidos en ambos bandos, sus detractores consideran que busca imponer unos nuevos términos de referencia para futuros acuerdos de paz.

Análisis: La iniciativa de Ginebra debe interpretarse en términos de continuidad con el proceso de Oslo. Sus principales promotores son Yossi Beilin y Yaser Abd Rabboh, dos destacados miembros de las delegaciones israelí y palestina que acariciaron un acuerdo definitivo en Taba a finales del año 2000. Las conversaciones de paz prosiguieron pese a la derrota electoral laborista y al ascenso al Gobierno de Ariel Sharon; tampoco la intensificación de los atentados suicidas ni la operación Cinturón Defensivo frenaron a Beilin y Abd Rabboh, empeñados en demostrar que era posible alcanzar un acuerdo de paz que respetase los parámetros del proceso de Oslo y que recogiese las sugerencias del presidente Clinton.

No era ésta la primera vez que se enfrentaban a una tarea similar, aunque sí se trataba de la primera de tal envergadura. Beilin, anterior ministro de Justicia, es sobradamente conocido por haber intentado durante años promover consensos dentro de la escena política israelí (documento Beilin-Eitan de 1997) y plantear soluciones imaginativas junto a los palestinos (documento Beilin-Abu Mazen de 1995). Por su parte, Abd Rabboh fue ministro de información en varios gabinetes palestinos y, a pesar de no pertenecer a Fatah, es considerado uno de los hombres de confianza de Arafat.

Probablemente uno de los mayores méritos del Acuerdo de Ginebra es el de su oportunidad. Nace en un momento idóneo, cuando las sociedades israelí y palestina se encuentran exhaustas tras tres años de violencia ininterrumpida en los cuales los atentados suicidas palestinos han sido respondidos con una implacable dureza por parte de las Fuerzas de Defensa Israelíes. Todos y cada uno de los intentos por frenar la Intifada del Aqsa y retomar las negociaciones –como el Informe Mitchell o el Plan Tenet– han fracasado a las pocas semanas de ponerse en marcha, normalmente porque no abordaban la problemática en su conjunto y se limitaban a reclamar un fin de la violencia sin ningún compromiso para reanudar las conversaciones de paz.

Tampoco la Hoja de Ruta, aprobada por el Cuarteto (Estados Unidos, la Unión Europa, las Naciones Unidas y la Federación Rusa) con el propósito de establecer un Estado palestino en tres fases, tuvo mejor suerte ante la negativa de Arafat de reformar las instituciones palestinas y ante la oposición de Sharon a detener la colonización israelí de los territorios ocupados.

Es más, el hecho de señalar 2005 como la fecha en la que debería alcanzarse un acuerdo definitivo, fue interpretado, tal como ha indicado Shlomo Ben-Ami, como “una invitación permanente para que las partes dictasen la naturaleza del acuerdo definitivo por medio de actos unilaterales: de una parte el tristemente célebre muro y la expansión de asentamientos y, de otra parte, el terrorismo” (International Herald Tribune, 4 de septiembre de 2003). Aún así, los promotores del Acuerdo de Ginebra se han cuidado mucho de remarcar la complementariedad de su iniciativa con la Hoja de Ruta al subrayar que la nueva iniciativa “completa las negociaciones que fueron conducidas en Taba tras la irrupción de la Intifada y también llena algunos vacíos de la Hoja de Ruta que menciona un Estado palestino en 2005, sin dar más detalles sobre los medios para su establecimiento o su naturaleza” (Ha´aretz, 14 de octubre de 2003).

El Acuerdo de Ginebra parte, además, de una doble necesidad. Por una parte, la consideración de que la política de hechos consumados emprendida por Ariel Sharon está modificando de tal manera el escenario –por medio de la colonización intensiva, la judaización de Jerusalén Este y la construcción del Muro de Separación– que dentro de pocos meses no habrá mucho que negociar. De otra parte, la errónea idea extendida tanto entre los israelíes como entre los palestinos de que no existe un interlocutor válido en la otra parte y, por lo tanto, las negociaciones deben esperar hasta que se dé un recambio de líderes. El cúmulo de iniciativas, propuestas, planes y reuniones secretas entre las partes al que asistimos en el curso de los últimos meses (que cada vez guarda más parecido con el ambiente previo a la firma de la Declaración de Principios en 1993) parece demostrar lo contrario.

Las cuestiones abordadas en las conversaciones de Ginebra no son, ni mucho menos, novedosas. Como recordaba Amos Oz, uno de los integrantes de la delegación israelí, “los mismos viejos temas de disputa podrían hacernos tropezar de nuevo: ¿‘derecho al retorno’ o a una solución del problema de los refugiados? ¿‘Retorno a las fronteras de 1967’ o a un mapa lógico que tuviese en cuenta la situación actual y no solamente la historia? ¿Reconocimiento abierto y explícito de los derechos nacionales, de que los pueblos judío y palestino vivan cada uno en su propio país o algún equívoco cliché sobre ‘la coexistencia pacífica’? ¿Un asentimiento explícito palestino sobre la renuncia final y definitiva a cualquier reclamación adicional futura, o ‘agujeros negros’ que podrían permitir una eventual reanudación del conflicto y la violencia?” (The Guardian, 17 de octubre).

Por eso, uno de los principales objetivos de la delegación israelí es precisamente tapar de manera definitiva estos “agujeros negros”, de tal modo que cualquier acuerdo garantice que no podrán ser reabiertos en el futuro bajo ninguna circunstancia. El artículo 1.2. señala: “La aplicación de este acuerdo cerrará todas las reclamaciones de las partes relacionadas con sucesos acaecidos antes de su firma. Ninguna parte podrá presentar más reclamaciones relacionadas con sucesos acaecidos antes de la firma del acuerdo”. Esta misma idea se reitera en el último artículo, el 17, que considera que el compromiso alcanzado entre las partes debe ser respaldado por la ONU y, lo que es más importante, reemplazará las resoluciones previas relacionadas con el conflicto.

Tras considerar que debe reconocerse el derecho de los pueblos judío y palestino a vivir en sus respectivas patrias, el preámbulo subraya “el derecho de cada uno a una existencia pacífica y segura dentro de fronteras seguras y reconocidas, libres de amenazas y actos de fuerza”. En adelante se abordan los temas más relevantes del conflicto: fronteras, Jerusalén, asentamientos, refugiados y seguridad:

• Fronteras. El artículo 4.1. considera que “de acuerdo con las resoluciones 242 y 338 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, la frontera entre los Estados de Palestina e Israel se basará en las fronteras vigentes el 4 de junio de 1967 con modificaciones recíprocas (de 1 por 1)”.

• Jerusalén. El acuerdo reconoce que Jerusalén será la capital de los dos Estados. El documento divide Jerusalén Este en dos zonas: la palestina y la israelí según la actual repartición demográfica. En lo que respecta a la Ciudad Antigua, Israel controlaría el Barrio Judío y el Muro de las Lamentaciones (también el Monte de los Olivos, donde se enclava el Cementerio Judío), mientras que los palestinos harían lo propio con los barrios cristiano, musulmán y armenio, así como la Explanada de las Mezquitas, cuya seguridad quedaría bajo supervisión de una Presencia Multinacional (6.5.a.i.). Se establecerán dos municipalidades diferentes –israelí y palestina–, aunque un comité conjunto se encargará de la coordinación y la cooperación entre ambas (6.11.a.). En la Ciudad Antigua habrá una policía palestina para la zona árabe y una policía israelí para la zona judía, así como una Unidad Policial Multinacional que mediará entre las dos. También se afirma que “ninguna excavación tendrá lugar en o bajo los Lugares Sagrados sin un consentimiento mutuo” (6.5.b.).

• Asentamientos. Mantenimiento de los grandes bloques de asentamientos y desmantelamiento de los más alejados (lo que implica la anexión de alrededor de un 5% del territorio palestino). Los asentamientos más distantes serán evacuados e Israel “será responsable de reasentar a los israelíes que residen en el territorio de soberanía palestina fuera de dicho territorio” (4.5.a.). En este caso se dejarán intactos los asentamientos desalojados para que pasen a soberanía palestina (4.5.e.), pero no de manera gratuita, sino como parte de la compensación que Israel deberá pagar a los refugiados (7.9.e.).

• Refugiados. El artículo 7 reconoce la necesidad imperiosa de resolver de manera definitiva la cuestión de los refugiados para que se logre una paz justa, global y duradera. El artículo 7.2. reconoce la resolución 194 de la Asamblea General como “la base para resolver la cuestión de los refugiados”, mientras que el 7.3. acepta el derecho a la compensación por su condición de refugiados y por las propiedades perdidas (7.3.b.). Los refugiados, según el acuerdo, podrán elegir su Lugar de Residencia Permanente (PPR, en sus siglas en inglés) entre Palestina, Israel, terceros países y los actuales países de acogida (que recibirán una remuneración a cambio), aunque pronto se matiza que Israel goza de completa discrecionalidad para decidir el número de refugiados que acoge (7.4.iv.) lo que, en la práctica, le da el derecho de vetar el retorno de los refugiados.

• Seguridad. Palestina será un Estado no militarizado (5.3.b.). Las partes se comprometen, según el artículo 5.1.b.ii. a “abstenerse de la amenaza o el empleo de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política del otro y resolver todas las disputas entre ellos por medios pacíficos” y, según 5.1.b.v., a “abstenerse de organizar, fomentar o permitir la formación de fuerzas irregulares o bandas armadas, incluidos mercenarios y milicias en el interior de sus respectivos territorios y prevenir su establecimiento”. Además se condena expresamente el terrorismo y se asegura que se pondrán todos los medios para combatirlo.

Al tratarse de un documento extraoficial, es difícil valorar las implicaciones que tendría el Acuerdo de Ginebra en el caso de aplicarse sobre el terreno. Al basarse en la fórmula Oslo es razonable esperar que tropezaría en los mismos, o al menos parecidos, obstáculos. Por una parte debería hacer frente a una fuerte contestación interna, tanto en el ámbito palestino como en el ámbito israelí, dado que traspasa algunas de las “líneas rojas” fijadas por los partidos sionistas y por el nacionalismo palestino.

Esto es particularmente evidente en lo que respecta a la división de Jerusalén y a la renuncia al derecho al retorno de los refugiados, asuntos que suscitan una fuerte oposición: el primero por parte de los sectores ortodoxos y nacionalistas israelíes que consideran a Jerusalén “la capital eterna e indivisible de Israel” (como señala la Ley Fundamental sobre Jerusalén aprobada por la Knesset en 1980), el segundo porque supone la abdicación de un derecho reconocido por las resoluciones de Naciones Unidas y que afecta a, nada más y nada menos, cuatro millones de personas (la mitad de la población palestina). Una fuerte contestación interna restaría legitimidad a una propuesta que pretende sellar de manera definitiva el conflicto entre israelíes y palestinos.

Además, el retorno al esquema de una solución por etapas nos indica que no se han extraído lecciones del pasado. El documento sostiene que la retirada israelí se desarrollará en tres etapas que durarán 30 meses, aunque se mantendrá “una pequeña presencia militar en el Valle del Jordán bajo la autoridad de las Fuerzas Multilaterales” (5.7.f.) con el objeto de controlar la frontera con Jordania durante cinco años (5.12.d.), y dos estaciones de alerta temprana con la menor cantidad de personal posible durante al menos diez años (5.8.a. y b.). El proceso de Oslo nos ha enseñado que la solución debe ser definitiva e inmediata (y si es necesario impuesta por una fuerza multinacional) y que los periodos interinos lo único que sirven es para ser empleados por las partes para intentar modificar la situación sobre el terreno por medio de las políticas de fait accompli. La prolongación innecesaria del proceso de paz podría conducir a una sensación de hartazgo y hastío por partes de las poblaciones israelí y palestina, cansadas de esperar una reconciliación que nunca llega y tentadas de aplicar otras soluciones alternativas.

Las actitudes del gobierno israelí y la Autoridad Palestina han sido ambivalentes, aunque se puede destacar que en ambos casos han pretendido desmarcarse de la iniciativa de Ginebra o, al menos, de sus aspectos más polémicos (especialmente los relativos a Jerusalén y los refugiados).

Reacciones en Israel
Como era previsible el Gobierno de coalición israelí ha rechazado el Acuerdo de Ginebra de manera tajante e, incluso, algunos de sus sectores más radicales lo han descrito como una “traición”. El primer ministro Ariel Sharon ha dicho de él que “es más peligroso que los Acuerdos de Oslo”, puesto que pretende sentar las bases del acuerdo definitivo entre palestinos e israelíes. No obstante, un 40% de la sociedad israelí respaldaba esta iniciativa según la encuesta aparecida en el diario Yediot Ahronot el 15 de octubre, aunque el sentimiento predominante era de recelo. Como advertía el politólogo Ali al-Yarbawi, “la mayor parte de la sociedad israelí duda de las intenciones palestinas y no considera que este documento comprometa a todos los palestinos, sino que cree que se trata más bien de un intento de dividir y desintegrar el frente israelí” (Al-Hayat, 21 de octubre).

¿Cuál ha sido la recepción entre los partidos israelíes? Pese a que destacados laboristas como el anterior candidato a primer ministro, Amram Mitzna, y el anterior presidente de la Knesset, Abraham Burg, intervinieron en las conversaciones de Ginebra, el Partido Laborista no ha respaldado la iniciativa y tan sólo unos pocos diputados de la formación la han secundado. Ehud Barak, primer ministro durante las negociaciones de Camp David y Taba, la ha considerado “una enorme irresponsabilidad política” (Ha´aretz, 15 de octubre), mientras que Simón Peres, en otro tiempo paladín de las negociaciones, ha preferido mantenerse en un discreto segundo plano. De esta manera “palomas” y “halcones” del laborismo hacen lecturas diferentes a pesar de que la iniciativa de Beilin-Abd Rabboh recoge los planteamientos tradicionales de esta formación: separación de los dos Estados, mantenimiento de los asentamientos construidos en territorio palestino y renuncia palestina al retorno de los refugiados a territorio israelí.

Los partidos de izquierda como el Meretz no sólo respaldan el acuerdo, sino que además han tenido un papel activo en su elaboración. Mientras tanto, otros partidos de centro como el Shinui se han desmarcado de la iniciativa, procediendo las críticas más virulentas de los partidos religiosos y derechistas (Partido Nacional Religioso, Shas y Unión Nacional). En cuanto a la actitud de los partidos árabes de Israel, es interesante ver cómo mantienen su actitud de desconfianza hacia el proceso de paz. Azmi Bichara, diputado árabe en la Knesset, considera que los acuerdos instauran una dinámica peligrosa porque “al firmar un acuerdo que lleva el sello semi-oficial de varios países […] se enfrenta al pueblo palestino con un nuevo tope en las negociaciones o, para ser más exacto, un nuevo punto de arranque para toda futura negociación” (Al-Ahram Weekly, 23 de octubre de 2003).

Reacciones palestinas
Tras algunos titubeos iniciales, Arafat decidió dar su respaldo a la nueva iniciativa de paz. De esta manera lo único que hacía era confesar un secreto a voces: las negociaciones habían contado con la luz verde de la Autoridad Palestina. ¿Cómo se explica si no el papel asumido por Abd Rabboh, uno de los principales colaboradores del rais? ¿Cómo se entiende si no la implicación de dos miembros –los ministros de Planificación y Asuntos de Prisioneros– del gabinete de Ahmad Qureia Abu Ala? ¿Cómo entender la participación de dos destacados dirigentes de la milicia Tanzim, conocida por sus estrechos vínculos con Fatah?

Todo ello no impide que destacados dirigentes de Fatah hayan criticado duramente la iniciativa por considerar que ignora el derecho al retorno y reconoce la política israelí de hechos consumados. Pero sin duda quienes han adoptado un posicionamiento más crítico han sido los grupos islamistas e izquierdistas, tradicionalmente opuestos a los Acuerdos de Oslo.

Abd al-Aziz al-Rantisi, uno de los dirigentes de Hamas, se pregunta “¿qué es lo que pretende conseguir el negociador palestino?” en un artículo aparecido en la prensa árabe. Para Rantisi, Israel nunca permitirá el surgimiento de un Estado palestino soberano porque “el proyecto sionista aspira al establecimiento de lo que denominan el Gran Israel, algo que todavía continúa estando en el punto de mira de los malvados sionistas, quienes consideran que el establecimiento de un Estado palestino representa un peligro estratégico para el futuro de la entidad sionista”. Israel, continúa Rantisi, sólo aceptará un acuerdo en el caso de que los palestinos renuncien al derecho al retorno, al establecimiento de un Estado plenamente soberano, al control de Jerusalén, al desmantelamiento de los asentamientos y a la liberación de los presos. Ante esta situación, considera el dirigente islamista, el pueblo palestino sólo tiene dos opciones: “presentar una completa y total concesión de los derechos nacionales y legítimos palestinos, o bien reconocer claramente que no existe una solución negociada” (al-Quds al-`Arabi, 15 de octubre de 2003).

En cuanto a la actitud de los partidos izquierdistas cabe subrayar la similitud de sus planteamientos. Ahmad Sa`adat, secretario general del Frente Popular para la Liberación de Palestina, lo rechaza al considerar que “es el primer documento palestino en el que sus firmantes se confieren a sí mismos el derecho de presentar concesiones en contra de la legalidad internacional y nacional”. Para Sa`adat, “el Estado palestino que contempla el documento será un mero protectorado israelí privado de soberanía y que sólo poseerá los símbolos de la independencia” (al-Hayat, 7 de noviembre de 2003). Por su parte, Nayif Hawatme, secretario general del Frente Democrático para la Liberación de Palestina, enmarca la iniciativa de Ginebra dentro de la política de “exprimir el limón” que la izquierda israelí practica con los palestinos y subraya que el documento ignora las resoluciones internacionales y, de manera especial, el derecho al retorno, quedando eximida Israel de su “responsabilidad legal y moral” en la creación del problema de los refugiados (Al-Quds al-`Arabi, 27 de octubre de 2003).

Reacción de la comunidad internacional
Las lecturas oficiales realizadas del Acuerdo de Ginebra han sido diversas. La comunidad internacional, empezando por la Unión Europea y Naciones Unidas, ha saludado el acuerdo por considerar que podría allanar el camino a la paz y poner fin a la espiral de violencia en la que se halla sumida la zona. También el secretario de Estado norteamericano Colin Powell se ha reunido con los promotores del acuerdo, mientras que el propio George W. Bush ha defendido el valor de la iniciativa Beilin-Abd Rabo, describiéndola como “productiva” en lo que podría ser un intento de forzar a Sharon a replantearse su actual actitud hacia los palestinos.

La respuesta israelí no se ha hecho esperar puesto que Ariel Sharon ha mostrado su voluntad de encontrarse con el primer ministro palestino Abu Ala, y ha anunciado su propia iniciativa de paz que hará pública en el curso de las próximas semanas. Incluso ha ido más allá al valorar la posibilidad de adoptar algunos pasos unilaterales como “el traslado de comunidades judías (sic) para mejorar nuestra seguridad”. Es muy posible que esta aparente actitud conciliadora tenga que ver con el temor a que la Administración Bush se replantee la “carta blanca” dada al Gobierno Sharon tras el 11-S, que tan alto coste ha tenido y tiene en las relaciones entre Estados Unidos y el mundo árabe.

Conclusión: El Acuerdo de Ginebra responde a un doble propósito: por una parte, cerrar la espiral de violencia en la que vive la región tras el inicio de la Intifada del Aqsa y, por otra, salir del callejón sin salida en el que entraron las negociaciones de paz tras el colapso del proceso de Oslo. La mayor parte de las iniciativas planteadas en el curso de los últimos tres años (incluidos el Informe Mitchell y el Plan Tenet) se han centrado exclusivamente en el aspecto securitario, sin ofrecer un horizonte político a los palestinos. A pesar de que la Hoja de Ruta contemplaba la creación de un Estado palestino, su carácter difuso y nebuloso despertó las sospechas de los palestinos que veían cómo, mientras tanto, la política de hechos consumados del Gobierno Sharon –colonización intensiva de Cisjordania, judaización de Jerusalén Este y construcción del Muro de Separación– alteraba la situación sobre el terreno en beneficio de la parte israelí. La importancia de la iniciativa de Ginebra reside en que, aunque se trate de un documento no oficial, intenta plantear una solución definitiva para cerrar el conflicto palestino-israelí en todas sus dimensiones antes de que sea demasiado tarde.

Ignacio Álvarez-Ossorio
profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante y editor del Informe del conflicto de Palestina. De los Acuerdos de Oslo a la Hoja de Ruta (2003) y, junto con Isaías Barreñada, España y la cuestión palestina (2003)

Tema: Argentina está atravesando las mieles de un nuevo gobierno, aunque el presidente Kirchner tiene una debilidad de origen: llegó al gobierno como resultado de unas elecciones en las que apenas alcanzó un 25% de los votos; él procura superar este escollo con un estilo audaz y poco convencional. Basado en este diagnóstico, el artículo presenta algunas hipótesis sobre las prioridades y estrategias del nuevo presidente destinadas a acumular –en un plazo breve– un poder político propio del que hoy carece.

Resumen: El 10 de diciembre pasado, el presidente Néstor Kirchner completó el mandato trunco de Fernando de la Rua –que había renunciado después de las sangrientas protestas populares de fines de 2001– y comenzó su propio turno constitucional. Kirchner es el cuarto jefe de Estado elegido por voto popular desde la restauración democrática de 1983 y el que conserva mayores índices de adhesión ciudadana después de siete meses de gestión. Esa adhesión es un hecho político paradójico y –bien mirado– sorprendente: el actual titular del poder ejecutivo triunfó en las elecciones de abril con el menor caudal de votos de la historia y casi por descarte; su antecesor en el cargo, Eduardo Duhalde, caudillo por ahora indiscutido del poderoso partido justicialista de la provincia de Buenos Aires, lo eligió para librar la batalla electoral contra Carlos Menem después de que otros dos aspirantes con más pergaminos que Kirchner se retiraran por miedo a sufrir una derrota humillante. Ahora Kirchner es el presidente y no sólo le ha infligido a Menem un golpe probablemente definitivo, sino que disputa palmo a palmo cuotas de poder con su ex padrino Duhalde. El informe que aquí se presenta procura pasar revista al peculiar estilo político del presidente argentino y a las prioridades y estrategia que se ha planteado para desenvolverse en el complejo escenario político en el que le ha tocado actuar.

Análisis: El estilo político de Kirchner
Para que la disputa Duhalde-Kirchner termine con un resultado favorable para este último, el actual presidente no sólo necesita acumular los recursos de poder inherentes a una democracia republicana. Le es indispensable, también, revertir los ánimos antipolíticos que anidan en buena parte de la sociedad argentina y transformar las simpatías que despierta en un activo para su proyecto personal. Es probable que en ese aspecto no le vaya del todo mal. Apelando a un estilo casi plebiscitario en el que la relación sin intermediaciones con la ciudadanía juega un papel central, Kirchner mantiene vivo un cierto entusiasmo popular cuando arremete contra las grandes empresas –especialmente las de servicios públicos privatizados–, contra las burocracias políticas corruptas –sobre todo la de su propio partido– o contra las fuerzas de seguridad, a las que acusa sin medias tintas de apañar a la delincuencia y financiar de ese modo a dirigentes territoriales que hoy ocupan intendencias o cargos legislativos.

“El hombre que no miente y combate sin miedo a los poderosos”, como ha dicho uno de sus ministros, extrae réditos no menores de ese estilo abierto y desprejuiciado. Un dato puede ilustrar este punto. El 10 de diciembre no fue sólo el día en que Kirchner asumió su propio mandato de cuatro años, sino también el vigésimo cumpleaños de una democracia cargada de turbulencias políticas y sinsabores económicos. Una prestigiosa encuestadora preguntó a los argentinos qué sentimientos les despertaba ese aniversario. Casi el 43% contestó “orgullo” o “simpatía”; más del 36% contestó “desilusión”, “rechazo” o “indiferencia”; y el 13% respondió, ambiguamente, “nostalgia”. Estos resultados no podrían ser calificados como nítidamente positivos si no estuviéramos atentos a la historia reciente. Hace poco más de un año la mayoría de los argentinos se adhería a la consigna “que se vayan todos”, que condensaba en pocas palabras un rechazo frontal a la política, y en particular a la política de partidos. Es difícil negar que los primeros siete meses de gestión de Kirchner tendieron un puente, aunque todavía frágil, entre la sociedad y la política.

La prioridad política de Kirchner después de los resultados electorales
Kirchner ha logrado poner sordina a la voz de sus críticos, apoyándose en la anónima simpatía social. Pero eso no alcanza para gobernar, y si hay una pregunta por contestar es cuáles serán los recursos que le permitirán al presidente concentrar un poder real y palpable. La pregunta puede parecer desatinada una vez que se inspeccionan los resultados del proceso electoral de 2003. Tras dicho proceso, el Partido Justicialista cuenta con 133 diputados sobre un total de 257. Los radicales –sorprendentemente para quienes esperaban su hecatombe– retienen 46 bancas; los heterogéneos partidos provinciales integran un bloque federal de 18 legisladores; el ARI –Afirmación para una República Igualitaria– (el partido de Elisa Carrió) constituye un bloque de 13; existen, asimismo, 6 diputados socialistas y 5 de la fuerza filo-peronista (y filo-duhaldista) comandada por el ex militar Aldo Rico. Los restantes 36 diputados se distribuyen en mini-bloques, en general unipersonales. Así, se hizo evidente en la Cámara de Diputados que el partido justicialista es la única colectividad política capaz de superar la profunda crisis de representación que emergió en diciembre de 2001: ganaron 17 diputados mientras que los radicales perdieron 15, el ARI perdió 8, los partidos provinciales, 3 y los socialistas, 2. En cuanto a la Cámara de Senadores, el justicialismo reúne ahora 41 legisladores (uno más que en la composición previa), la Unión Cívica Radical, 16 y los partidos provinciales, 15. El cuadro adjunto muestra la evolución de la estructura parlamentaria desde que se retomó el sistema democrático.

Estructura Parlamentaria (1983-2005)
 

 

Diputados

Senadores

 

1983-85

(Alfonsín)

1995-97

(Menem)

2003-05

(Kirchner)

1983-86

(Alfonsín)

1995-98

(Menem)

2003-05

(Kirchner)

UCR

129 (50.8%)

68 (26.5%)

46

(17.8%)

18 (39.1%)

18 (25.7%)

16 (22.2%)

PJ

111 (43.7%)

131 (51%)

133 (51.7%)

21 (45.7%)

37 (52.8%)

41 (56.9%)

Tercera Fuerza (ARI)

3

(1.2%)

22

 (8.6%)

11

 (4.2%)

2

 (4.3%)

2

 (2.9%)

2

 (2.7%)

Fuente: elaboración propia basada en datos del Congreso Nacional.

A esta abrumadora fuerza legislativa que le otorga quórum propio en ambas cámaras y en la que no se observan signos de renovación política ni generacional, el justicialismo agrega un indiscutible predominio territorial: gobierna 16 provincias –entre ellas las más densamente pobladas, salvo la Ciudad de Buenos Aires–, mientras que el radicalismo domina en 6, pese al colapso de su estructura nacional. Sólo dos jurisdicciones escapan a la órbita de los dos grandes partidos nacionales: la Ciudad de Buenos Aires y la provincia de Neuquén. Éste es el escenario de curiosa continuidad que quedó plasmado después de celebrarse comicios en 23 jurisdicciones: en 19 de ellas triunfaron los oficialismos locales (Chubut, Entre Ríos, San Juan y Tierra del Fuego fueron las cuatro excepciones). En resumen, y computando el hecho de que la nueva conducción radical está dando evidentes signos de buena voluntad hacia el presidente Kirchner, parece un despropósito discutir su poder. Ni Alfonsín en 1983 ni Menem en 1995 –ambos en el pináculo del poder– contaron con representaciones de semejante magnitud.

¿Por qué desvelarse, entonces, interrogándose por los recursos de Kirchner? Sucede que Kirchner es el presidente relativamente débil de un partido dominante y a la vez fragmentado. Sin una oposición homogénea y estructurada a la vista, con la Unión Cívica Radical cada vez más pequeña y sin siquiera poder unificarse en sus posiciones parlamentarias, con la tercera fuerza –el ARI de Elisa Carrió– en estado de descomposición, el justicialismo puede darse el lujo de llevar al centro de la escena política el conflicto entre sus diversas corrientes internas. A veces ese conflicto parece expresarse en el terreno de las ideas, como ocurre cuando el menemismo trata de ocupar el espacio de una derecha conservadora en las antípodas del presidente; pero en la mayoría de los casos se trata de una pura puja por el poder. Esto ocurre con la pugna entre los actuales barones territoriales del justicialismo –en particular Eduardo Duhalde– y Néstor Kirchner. El hombre fuerte de la provincia de Buenos Aires se ha refugiado en el ámbito parlamentario, donde –en silencio– enhebra alianzas con sus pares de otras provincias, diferenciándose muy ocasionalmente de las políticas del presidente. A diferencia de Duhalde, Kirchner tiene en ese ámbito recursos muy limitados. De los 133 diputados que ingresaron en la Cámara por alguna de las diversas líneas del justicialismo, le responden incondicionalmente algo menos de 40. Aunque esta tensión parlamentaria aún no se exprese abiertamente, existe aquí una gran diferencia con la era Menem.

De cualquier modo, el bastón de mando que representa el poder de la presidencia no es meramente simbólico, sino que está asociado a herramientas políticas que el presidente usa a pleno, en particular los fondos públicos que el presupuesto le permite distribuir con discrecionalidad. En tal contexto, ni siquiera la menemista provincia de La Rioja ha optado por la confrontación con Kirchner. En la superficie, la relación entre el presidente, el partido justicialista y los gobernadores aparece armoniosa. Pero si Kirchner quiere avanzar en su gestión con alguna comodidad debe acumular poder ahora, aprovechando la buena imagen que tiene en la sociedad. La apuesta del presidente es gobernar en lo inmediato contando con la buena voluntad de los dirigentes tradicionales del justicialismo y, al mismo tiempo, incrementar los recursos propios, vengan de su propio partido o de sectores independientes. Las elecciones intermedias de 2005 constituyen la primera meta importante. Kirchner pretende que para ese momento el triunfo electoral le pertenezca por completo, allegándole un número significativo de legisladores leales adicionales. Su hipótesis de máxima es, incluso, hacer pie en la propia provincia de Buenos Aires, recortándole poder a Duhalde. Este último punto es de capital importancia para Kirchner. Su intención es la construcción de un partido “pro-Kirchner” de naturaleza transversal, que aglutine a sus partidarios dentro del justicialismo y a una militancia de raigambre progresista que hoy lo apoya sin una organización propia.

La estrategia de Kirchner
Las aspiraciones del presidente deberán transitar un angosto desfiladero, pero el éxito no es imposible. Por un lado, Kirchner debe avivar el fuego de su popularidad, arrinconando a la desprestigiada política tradicional y presentándola como su opuesto. En tal sentido, en los últimos días ha recibido un inesperado regalo: la confesión de un oscuro dirigente radical arrepentido ha colocado nuevamente en el candelero el caso de los sobornos en el Senado durante la presidencia de Fernando de la Rua, cuyo trámite judicial estaba agonizando por falta de pruebas. El resurgimiento del caso no sólo pone sobre el tapete la culpabilidad o la inocencia de algunos dirigentes políticos, legisladores, gobernadores y hasta el propio ex presidente radical, lo que de por sí es un escándalo de proporciones mayúsculas; más que eso, el caso reanima la impugnación popular a la clase política, pero ya no como una bomba que hace explosión en el vacío sino como un instrumento valiosísimo en manos del presidente.

Pocas semanas atrás, aludiendo a hechos comprobados de corrupción en las liquidaciones de gastos del avión presidencial, Néstor Kirchner pronunció –con un tono aparentemente espontáneo– una cuidada frase: “donde toco salta pus”. La fuerza política de esa frase necesitaba un objetivo más importante que la deshonestidad de un grupo de oficiales de la Fuerza Aérea. Ahora lo tiene y ello le brinda una avenida política por la cual avanzar. Políticos e intelectuales han estado discutiendo desde diciembre de 2001 el diseño de una reforma política que superara la “mala praxis” en las rutinas democráticas. Eran discusiones abstractas confinadas a ámbitos técnicos. Ahora el presidente tiene la oportunidad de “politizar la reforma política”, convirtiéndola en un triunfo personal y poniendo a la defensiva a sus adversarios reales o potenciales.

Por otro lado, el proyecto estratégico de Kirchner necesita que la economía le limpie el terreno. Contra muchos pronósticos sombríos de principios de año, el crecimiento en 2003 se aproximará al 7,5% y es probable que una cifra parecida se repita en 2004. Ya no se puede hablar de una mera reactivación de corto plazo: la inversión en maquinarias y equipos se está expandiendo al 40% anual, impulsada por actividades exportadoras y sustitutivas de importación. La señal para que ello ocurra es el alto tipo de cambio real en un contexto de razonable estabilidad de precios, una excepcional combinación que en Argentina no se experimentaba desde antes de la crisis mundial de 1930. A favor de este proceso hay indicios de que la crisis financiera y bancaria está superándose lentamente. Ello es así porque los bancos tienen una liquidez excesiva y necesitan urgentemente prestar para no perder dinero, de modo que ya no son pocas las instituciones financieras que ofrecen créditos en pesos a plazos largos y tasas de interés cada día más bajas. Si esa tendencia se consolida, habrá una expansión de la demanda agregada que fortalecerá la salud de la economía.

Claro que no todas son rosas. Desde que Kirchner asumió la presidencia gozó de un amplio margen de maniobra en materia económica. El sobrante de divisas y de capital instalado, unido a un alto nivel de desempleo que moderó la puja distributiva, facilitó la compleja tarea de Roberto Lavagna, el ministro de Economía que logró la estabilización y puso a andar la maquinaria productiva. Pero esos márgenes se estrechan ahora. Por un lado, durante 2004 el Banco Central deberá estar atento a las eventuales consecuencias inflacionarias de la política monetaria expansiva. Si hasta ahora esa política sólo dio frutos dulces, ello no significa que así siga en adelante. Las autoridades económicas saben que el ritmo de aumento de los precios será en el próximo ejercicio mayor que en 2003, pero también saben que la aceleración no puede ser tanta como para desatar una demanda generalizada de incrementos salariales. Una rama de las bellas artes –más que de la técnica económica– consiste en acertar cuándo un poco de inflación es beneficiosa y cuándo, en cambio, termina impulsando una inflación no deseada.

Otros riesgos provienen del flanco externo. Uno de ellos es la sinuosa renegociación tarifaria con las empresas privatizadas –casi todas extranjeras– de servicios públicos. En este aspecto, el gobierno de Kirchner mantiene su parsimonia pero no está inactivo. Ha convocado a una negociación empresa por empresa –y no sector por sector– en las áreas de aguas y servicios sanitarios, accesos a la ciudad de Buenos Aires, gas y electricidad. Lo primero que surge de las conversaciones es que reconstruir la trama de contratos después de la devaluación y la pesificación es una tarea ardua. El problema más complejo es el del precio del gas en boca de pozo, que tiene impacto también sobre las tarifas eléctricas. Si bien las empresas del rubro energético están algo más optimistas con la apertura de un diálogo que contempla reuniones periódicas, es difícil que haya un acuerdo definitivo antes de mediados de 2004.

El riesgo mayor es el derivado de las turbulentas relaciones con el FMI y con los acreedores externos, titulares de los bonos públicos argentinos en cesación de pagos. Ocurre que la plana mayor del organismo internacional está convencida de que la propuesta de reestructuración de deuda con una quita del 75% realizada por el gobierno de Kirchner no refleja una auténtica voluntad de negociación. Consecuentemente, son proclives a exigir una “mejora” de la oferta. ¿Qué significa esto? Sencillamente, que Argentina alcance un superávit primario del sector público consolidado superior al actual 3% del PBI.

Es difícil que el gobierno Kirchner ceda ante esta presión. Nunca, desde principios del siglo XX, el país tuvo un superávit primario tan alto como en 2003; si cediera, debería hacerlo a costa de un ajuste fiscal que podría frenar la marcha de la economía; si la economía frenase, la propia marcha de Kirchner hacia la acumulación de un poder propio también se frenaría. La secuencia lógica de este razonamiento parece inapelable, pero en tal caso, un nuevo conflicto entre Argentina y el FMI estaría a las puertas y un arreglo con los acreedores se demoraría. ¿Cómo evitar un problema de semejante magnitud? Aunque aún no lo haga explícito, para el gobierno argentino parece haber llegado la hora de una intervención sensata de las naciones desarrolladas del Grupo de los Siete.

Conclusiones: El presidente Kirchner ha comenzado su mandato de cuatro años. Es un jefe de Estado fuerte si se mira desde la perspectiva de la simpatía popular que despierta, pero débil si se sopesan sus recursos de poder, sobre todo en el Parlamento. Consciente de ello, el presidente ha desarrollado un estilo plebiscitario que lo diferencia de la clase política tradicional, incluida la del propio partido justicialista. El objetivo de Kirchner es acumular un poder propio que para las elecciones intermedias de 2005 lo libere de ataduras y lo proyecte a la reelección. Para lograrlo, necesita presentarse como un renovador de las prácticas políticas –el reciente resurgimiento del escándalo de los sobornos en el Senado lo ayuda en ese sentido– y mantener el ritmo sostenido de recuperación económica que se observa en Argentina. Su apuesta es difícil pero no imposible. El riesgo mayor que deberá enfrentar es el conflicto siempre latente con el FMI, que le exige un superávit fiscal incrementado para mejorar la oferta a los acreedores externos. Kirchner rechazará ese ajuste; mientras tanto, espera que la intervención política de las naciones más poderosas pueda moderar los reclamos del organismo internacional y contribuir a una solución razonable.

 

Pablo Gerchunoff
Universidad Torcuato Di Tella (Argentina)

 

Pablo Gerchunoff

Escrito por Pablo Gerchunoff