Entre un rescate selectivo y salvar el Titanic: España y la recuperación de la esencia de la Constitución Europea

Entre un rescate selectivo y salvar el Titanic: España y la recuperación de la esencia de la Constitución Europea
Documento de trabajo

[1]En el contexto de la situación que surgió tras el rechazo del Tratado Constitucional de la UE en 2005 y el insuficiente período de reflexión posterior, España se ha visto enfrentada a diferentes opciones y perspectivas. Cada una de ellas conlleva riesgos y oportunidades a la hora de contribuir al rescate del texto original, su posible trasformación o su eliminación. En cualquier caso, parece que el Gobierno español quiso dejar claro que “Europa es el problema, España, la solución”, dando la vuelta a la frase de Ortega y Gasset (Ortega, Obras). Este estudio analiza en primer lugar las opciones, perspectivas y posibles desenlaces, poniendo especial énfasis en las actividades del Gobierno español elegido en 2004, para concluir con un comentario sobre la contribución al acuerdo alcanzado al final de la presidencia alemana de la UE en junio de 2007, que abrió el camino a una nueva conferencia intergubernamental y a un “Tratado de Reforma”.

Aniversarios y símbolos

El año 2007 se presentaba como decisivo para la UE por darse la coincidencia de que 50 años antes había dado un audaz segundo paso con el tratado de Roma. Aquel tratado, firmado en marzo de 1957, transformó la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), fundada en 1951, al fusionarla con la Comunidad Económica Europea (CEE) y la Comunidad Europea de la Energía Atómica (EUROATOM). La nueva entidad fue bautizada colectivamente y de forma legal como las Comunidades Europeas. Más tarde se simplificaría a Comunidad Europea (CE), aunque acabaría por ser conocida popularmente como el Mercado Común (que es tan sólo uno de los ingredientes fundamentales de la CEE), una denominación que todavía utilizan generaciones de europeos.

Esta dimensión económica supuso que el nuevo organismo había alcanzado la tercera fase de la integración económica. También se había graduado desde la segunda fase, la Unión Aduanera, que establecía un sistema de aranceles comunes. Se había recorrido un largo camino desde la CECA, el primer experimento que incluía (en un mercado común limitado) sólo dos productos. Sin embargo, estos productos eran estratégicos y necesarios para la fabricación de armas. La nueva entidad tenía por objetivo “convertir la guerra en algo impensable” y, eventualmente, “imposible desde el punto de vista material”.

A mediados de los años 80, casi tres décadas después del Tratado de Roma, los artífices del experimento se dieron cuenta de que para completar el Mercado Común, tal y como se había establecido en 1957, necesitaban dictar y aplicar más de 300 normativas distintas. Esta era la única forma de garantizar la plena circulación de bienes, capitales, servicios y personas. Jacques Delors –presidente de la Comisión, el órgano ejecutivo del Consejo Europeo de la CE– convenció al Consejo de la necesidad de aprobar el Acta Europea Única in 1986, lo cual abriría el camino para el Tratado de Maastricht (1992), tratado fundador de la UE (UE).

La UE se fortaleció considerablemente posteriormente gracias a dos pasos audaces. En primer lugar, la adopción del euro como moneda común (lo cual supuso el cuarto nivel de integración: la unión monetaria). El punto muerto en el que se encuentra el proceso constitucional ha llegado cinco años después de la adopción del euro por 300 millones de ciudadanos en 13 países de la UE, así como por un pequeño número de mini-Estados que previamente utilizaban las monedas de algunos Estados miembros de la UE. El euro resultó un éxito en todas las operaciones monetarias básicas. Aunque el dólar sigue dominando a la hora de fijar precios y contabilizar deuda, el euro está a punto de superarlo como moneda de cambio. El dólar sigue estando por delante del euro como divisa de reserva oficial, pero el euro está acortando distancias también en este sentido.[2] 

En segundo lugar, la UE llevó a cabo la mayor ampliación de su historia –casi duplicando su tamaño– en tras fases sucesivas. En 1995, se incorporaron Austria, Finlandia y Suecia, tras agotar su estatus “neutral” durante el período de la posguerra. Después, en 2004, se sumaron, de una sola vez, 10 países más, ocho de los cuales habían pertenecido al bloque soviético durante casi 60 años. También se incorporaron entonces Chipre y Malta. Por último, a principios de 2007, otros dos países, Rumanía y Bulgaria, se unieron a la UE, elevando el número de miembros a 27. La UE cuenta ahora con una población de 500 millones de personas. Todo ello se ha conseguido en solo 15 años desde el final de la guerra fría.[3]

Pese al gran éxito de estos dos ambiciosos pasos, no han cesado las advertencias sobre la necesidad de llevar a cabo una reforma institucional de una organización acostumbrada a funcionar con 15 miembros más o menos colegiados. En respuesta a estos llamamientos, la UE se comprometió a completar su marco legal con la aprobación de un Tratado Constitucional que codificara y actualizara las diferentes propuestas destinadas a mejorar la viabilidad y efectividad del proyecto de integración, así como dotarle de un perfil internacional más acorde con las exigencias del complejo mundo actual. Por desgracia, la Constitución descarriló a mitad del proceso de ratificación por el rechazo de los votantes holandeses y franceses.

Al encontrarse detenido el proyecto constitucional, en espera de condiciones más favorables, los observadores miraban hacia la Presidencia alemana de la UE en el primer semestre de 2007, y se mantenían pendientes de los resultados de las elecciones francesas de abril-mayo. El entusiasmo del Gobierno alemán y la buena disposición del nuevo ejecutivo francés determinarían seguramente el futuro rumbo de la UE. Se prestó especial atención a las expectativas suscitadas por la Declaración de Berlín, difundida por el Gobierno alemán el 25 de marzo de 2007, en el 50 aniversario de la UE.

Los aniversarios, en especial las conmemoraciones de los centenarios y de los cincuentenarios, son ocasiones irresistibles para defender los argumentos y contrarrestar las diferentes posiciones en los procesos políticos y económicos. La comparación entre tiempos pasados y presentes es un ejercicio muy útil a veces para descifrar situaciones difíciles de comprender y que suponen un desafío tanto para los observadores avezados como para los ciudadanos en general. Las metáforas y las imagines ofrecen a menudo un valor añadido para una mejor comprensión de situaciones complejas.

La UE, una entidad solidamente anclada en la evolución de acontecimientos dramáticos del siglo pasado, ha sido provista con símbolos metafóricos. Gran parte de sus etapas sucesivas fueron propuestas a semejanza de las fases de la vida humana y las obras de la humanidad. La UE ha sido propuesta como el reflejo de un emblema arquitectónico: la catedral (Barón, 2000; Roy, 2003). Construida a lo largo de varios años, en ocasiones incluso siglos, sólo los expertos sabían lo que estaban construyendo, a semejanza de los tecnócratas padres fundadores de la UE. El 50 aniversario del Tratado de París de 1952, por el que se estableció la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (CECA), inspirado por la Declaración Schuman de 1950 y que cesó de existir legalmente al agotarse su mandato oficial de 50 años, coincidió con el 125 aniversario del nacimiento de Antonio Gaudí, el creador de la catedral de la Sagrada Familia en Barcelona. El templo suscita una enorme fascinación porque se trata de un proyecto a muy largo plazo y varias generaciones se han dado cuenta de que no vivirán para ver su culminación. Este ejemplo emblemático de una catedral sin terminar recuerda a la evolución  de la UE, cuyo final no se vislumbra fácilmente (Roy, 2003). Otros observadores han visto la semejanza entre la UE y un río que fluye con rapidez en algunos puntos de su trayectoria, mientras que su curso pierde velocidad en otros, a través de terrenos angostos y por un territorio cada vez más amplio.

Más recientemente (ver más abajo), la UE ha sido comparada con un barco que ha encallado, a la vista de las dificultades que rodearon la aprobación de su Tratado Constitucional. Más concretamente, pareciera que la UE ha chocado contra un iceberg, como lo hiciera el Titanic hace poco menos de un siglo. Aunque perteneciente a una clase importante (el Olympic), el Titanic era un ejemplar único, como lo ha sido la UE hasta la fecha. A pesar de que el Titanic desapareció en 1912, fue diseñado en 1909. Es decir, un siglo antes de la fecha programada para las elecciones al Parlamento Europeo, el nombramiento del nuevo presidente de la Comisión europea y la fecha de la puesta en marcha de algunos de los aspectos más innovadores del abandonado texto constitucional. Entre ellos están el nuevo ministro de Asuntos Exteriores y una presidencia de la UE más estable. En suma, 2009 (un año que la Declaración de Berlín ha señalado como fecha para la toma de importantes decisiones) ha sido fijado como un momento decisivo para la UE, algo semejante a la fecha de diseño del Titanic. En caso de que algunas de las alternativas propuestas para lograr la supervivencia del actual proyecto constitucional tuvieran éxito, 2012, fecha del centenario del naufragio del Titanic, podría coincidir con la consolidación del rescate de la Constitución europea. La alternativa a esta operación de salvamento es el método de “rescate selectivo” de algunos de los aspectos más especiales del texto europeísta.

La esencia de la UE ha sido objeto de interminables debates respecto a la verdadera naturaleza, propósito e impacto del sistema de integración y cooperación regional entre Estados soberanos con mayor éxito de la historia. Sin embargo, en tiempos de relativa crisis, se oyen voces y gritos solicitando el desmantelamiento del proyecto europeo o su transformación radical. O bien, se le envía con desprecio a un estado de anonimato. Tras embarcarse en la adopción del euro como moneda común y realizar su ampliación más espectacular, la UE se dotó a sí misma de un manto “constitucional” para cubrir un hogar cada vez mayor. El proyecto descarriló a mitad de su camino de referendo, y amenazó con el hundimiento completo del barco de la integración. En ese momento, surgieron llamamientos para salvar este Titanic europeo.

El papel de España

Como preludio al 20 aniversario de su pertenencia a la UE (1986-2006), España quiso enviar un mensaje de liderazgo en el proceso de integración europea. Después de participar intensamente en las tareas de la Convención que elaboró el texto del Tratado, el Gobierno español, elegido en marzo de 2004, tras los atentados terroristas de Madrid, decidió asumir el riesgo de ser el primero del grupo de Estados miembros que sometía el proceso de ratificación a referendo público. El 76,73% de los votantes participantes (42,3% del total del electorado) votó “sí”, marcando el camino a seguir por el resto de los países de la UE. Tras el fracaso de los dos referendo llevados a cabo en Francia y Países Bajos, y después del largo periodo de “reflexión” posterior, España volvió a tomar la iniciativa.

Los logros de España como miembro de la UE son realmente admirables.[4] Incluso durante la segunda parte del régimen franquista, el Gobierno dictatorial español intentó cumplir con requisitos que eran políticamente imposibles de alcanzar. A sabiendas de que convertirse en miembro de la Comunidad Económica Europea era una utopía inalcanzable, el Gobierno insistió en mantener un estrecho vínculo con la estructura institucional de la CE. Mientras tanto, la presencia del país en una Europa recién reconstruida se logró a duras penas gracias a redes alternativas tales como acuerdos comerciales preferentes y pactos de seguridad con EEUU, lo que desembocó en la entrada de España en la OTAN en 1982. Al mismo tiempo, el mundo académico siguió rigurosamente el proceso de integración de modo que, cuando España se convirtió en miembro de la CE, numerosos expertos y académicos estaban preparados para sumarse al esfuerzo y reforzar los recursos disponibles en las universidades españolas y las redes editoriales.[5] Al mismo tiempo, los mejores y más brillantes cuadros gubernamentales españoles se unieron a las instituciones en expansión, asumiendo puestos de responsabilidad y de toma de decisiones (Viñas 2004, 2006; Granell 2002). España, en resumidas cuentas, no era “diferente”, en contra de lo que aseguraba un conocido eslogan publicitario de tiempos de Franco. Era un país europeo como cualquier otro que volvía a su lugar natural tras un largo exilio.

En el trasfondo de las exitosas Presidencias españolas de la UE, destacados españoles asumieron cargos en el Tribunal Europeo de Justicia (Gil-Carlos Rodríguez Iglesias) y el Parlamento Europeo (Enrique Barón, José-María Gil Robles y Josep Borrell), tuvieron altos puestos en la Comisión e incluso, en el caso de Javier Solana, ocuparon el puesto por entonces recién creado de alto representante para la Política Exterior y la Seguridad Común de la UE. Cuando se anunció el proceso de redactar el Tratado Constitucional, España, en lugar de enfrentarse a la tarea como algo rutinario, lo asumió con verdadera pasión.

Un repaso de la historia reciente mostrará igualmente que el camino de España a través del laberinto europeo manifiesta una oscilación notable. Los observadores pueden percibir fácilmente el entusiasmo con que las sucesivas administraciones, empezando con Felipe González en 1982, han abordado la integración europea, favoreciendo el camino supranacional. Este modelo contrasta sutilmente con la ambivalencia quejumbrosa expresada en ocasiones por el Gobierno de José María Aznar, más inclinado hacia un enfoque intergubernamental, en especial durante su segundo mandato de 2000 a 2004 cuando contaba con una mayoría absoluta (Pipes; Roy 2005). En parte debido a la aventura del presidente norteamericano George W. Bush en Irak, Aznar lideró el giro de la Nueva Europa hacia el neo-Atlantismo, lo cual perjudicó al fortalecimiento de la UE.

Sin embargo, el Gobierno español, la comunidad académica y los medios de comunicación ejercieron una importante influencia que convirtió el papel de España en este proceso en un modelo de participación. El Gobierno (y los representantes del Partido Popular, enviados por Madrid) participaron activamente en la preparación del texto de la Constitución. Pese a todo, en las últimas etapas de las reuniones de la Conferencia Intergubernamental (CIG) que asumió las tareas encomendadas por la Convención, el Gobierno español liderado por Aznar dejó el proceso en suspenso al negarse a aceptar el nuevo sistema de votación de doble mayoría que modificaba el mecanismo en vigor desde el Tratado de Niza.[6] Esta decisión retrasó el proceso y fue bastante inoportuno, al sembrar más dudas en otros electorados y Gobiernos deseosos de obtener ventajas de último minuto cuya utilidad real era dudosa. Sólo la victoria del PSOE en 2004 eliminó este obstáculo.[7] El nuevo Gobierno aceptó de forma diplomática una nueva modificación de la doble mayoría, abriendo el camino al proceso de ratificación que continuó durante gran parte de 2005 y para finales de 2006 ya estaba cerca de su culminación. Este cambio de postura se consideró como uno de los hitos de la nueva política exterior española (León, 2004).

Posteriormente, el Gobierno español contribuyó debidamente a la promoción del proyecto entre la opinión pública.[8] Por ello –cuando se anunció el período de ratificación– España decidió tomar la iniciativa. Interpretando el mandato constitucional interno con un sentido de extrema dignidad e importancia, España no sólo decidió someter el texto aprobado a un referendo nacional, sino que fue el primero de varios países en fijar una fecha para ello, febrero de 2005, estableciendo un precedente y un ejemplo para el resto de miembros de la UE. Cuando una gran mayoría de los participantes (una cifra decepcionante, sin embargo, respecto al total del electorado) votó afirmativamente, España ratificó su estatus de buen europeo.[9] Entonces, llegó el golpe. El resultado negativo en los referendos de Francia y Países Bajos terminó con este optimista panorama.

A pesar de que tanto los analistas (Closa, 2004), como las encuestas y sondeos realizados en Francia y Países Bajos auguraban una respuesta negativa al referendo, la primera reacción ante los resultados del mismo fue de incredulidad. Después se cernió la duda sobre el proceso europeo. Una vez superado el trauma inicial, se instaló un sentimiento de resignación ante el panorama general de la UE y su proceso constitucional. La sensación generalizada se podía reflejar en la expresión “nadie es perfecto”. A esto siguió una misión para preparar el camino de la “resurrección”, impulsada por una estrategia de contraataque. Por último, como forma de lidiar con el fracaso surgió el sentimiento de “por lo menos lo intentamos”.

Valoración del Gobierno

Pocos sectores de la sociedad española, el Gobierno, los partidos políticos, los medios de comunicación, los observadores y los círculos académicos se han mantenido al margen de los debates sobre el proceso constitucional. Un intento de resumir las diferentes posturas y posiciones respecto a los aspectos fundamentales y los detalles del texto constitucional ocuparían un espacio no disponible en este breve ensayo monográfico.[10] La alternativa es seleccionar algunos ejemplos representativos de las producciones oficiales, académicas y analíticas que, en conjunto, pueden ofrecer una visión de como se percibió desde España la paralización del proceso, las alternativas disponibles y las implicaciones de los intereses españoles. A este fin, entre los candidatos a representar las principales líneas de pensamiento están un par de documentos oficiales clave elaborados por el Ministerio de Asuntos Exteriores, una serie de estudios analíticos realizados por el Real Instituto Elcano, artículos aparecidos en periódicos especializados como es el caso de Política Exterior y una referencia bibliográfica de textos académicos en forma de libros y artículos periodísticos.[11]

Tras el duro choque que supuso el rechazo de franceses y holandeses, el Gobierno español asumió la tarea de encargar estudios sobre el trasfondo, las alternativas y las consecuencias para los intereses españoles. En septiembre de 2005, la comisión conjunta del Congreso y el Senado español para el Gobierno de la UE encomendó al Ministerio español de Asuntos Exteriores (Secretaría, 2006) preparar el borrador de un informe. Tras desglosar los aspectos más destacados del contexto del documento, el informe hacía hincapié en el hecho obvio de que el tratado debe ser aprobado por todos y cada uno de los Estados miembros, un aspecto que llevó al sorprendente rechazo por parte de dos miembros fundadores. Los sondeos atribuían este resultado a desacuerdos sobre los defectos en el alcance general del texto y en la estrategia de ratificación. Esta explicación simplista no tomaba en cuenta los complejos asuntos internos de los dos países en cuestión (miedo a la inmigración, deterioro económico y desinterés de los ciudadanos).

Cuando el período de reflexión no logró aportó ningún resultado perceptible, los expertos gubernamentales españoles detectaron una serie de diferentes actitudes en los países que ya habían votado “sí”. En primer lugar, algunos países (con Bélgica a la cabeza) deseaban impulsar el proceso de ratificación hacia delante, corriendo el riesgo de crear una escisión en el seno de la UE. Mientras Alemania e Italia parecían compartir esta visión, también existía el temor de perder a Francia por el camino, un sentimiento compartido por España. Un segundo grupo de países estaba formado por Estados que ya habían ratificado el texto y a quienes les gustaría salvarlo. Un tercer grupo estaba integrado por nuevos miembros de la UE que seguían sorprendidos y muy preocupados por haberse adherido a una organización caracterizada por la confusión. Otros tres grupos destacaban entre los Estados que no habían ratificado todavía el Tratado Constitucional: los que simplemente habían aplazado el proceso, los países con serias dudas sobre el mismo (caso del Reino Unido) y los dos que habían rechazado explícitamente el texto.

A la luz de esta situación, los expertos españoles tenían varias opciones a examinar ante sí. Se podían reducir en dos: la primera era recurrir a un segundo referendo en Francia y Países Bajos. La segunda opción consistía en llevar a cabo una revisión limitada del texto. Más allá del ámbito de Tratado Constitucional actual, los analistas españoles contemplaban: (1) redactar un nuevo tratado; (2) aprovechar las posibilidades existentes en los tratados actuales; y (3) realizar una reforma limitada del Tratado de Niza. Los analistas oficiales no aceptaron, por considerarlas no factibles (por razones legales o políticas) algunas medidas extremistas tales como: (1) la separación de la UE de los miembros que rechazaran el tratado; (2) una nueva “Unión” (Europa a la carta) para los Estados que deseaban seguir adelante; y (3) la eliminación del requisito de ratificación para todos y cada uno de los miembros.

Ante este delicado y difícil ambiente, el análisis realizado por el Ministerio de Asuntos Exteriores recomendaba tomar acciones con un sentido de “responsabilidad y compromiso junto con firmeza y decisión”. Debería de agotarse totalmente el período de reflexión, sin anunciar soluciones mágicas. Debería haberse establecido un diálogo con los ciudadanos de acuerdo con el Plan D de la Comisión Europea (centrado en una estrategia de información y explicación a los ciudadanos). En lo que respecta a los intereses españoles, los enormes logros y la inversión realizados en el proceso de ratificación obligarían en todo caso a España a hacer lo posible para que el proyecto continuase. No obstante, en lugar de dejar que el tiempo que quedaba estuviese controlado por intereses nacionales, España debería apostar por un debate a nivel europeo.

Por otra parte, el análisis recordaba que los logros de España en sus 20 años como miembro de la UE le habían granjeado una posición de liderazgo entre los cinco grandes. En lugar de enviar un mensaje catastrofista si no se aprobaba el proyecto, se consideró mejor opción adoptar una postura positiva respecto a la opinión pública. El resto del período de reflexión debería dedicarse por tanto a vender la UE como una organización eficiente, a estudiar diferentes medidas para acercar la UE a sus ciudadanos y a ocuparse de las tendencias y preocupaciones nacionales. Aparentar que el tratado de la UE sería puesto en  práctica en su totalidad podía ser la mejor táctica para ganar la confianza de los ciudadanos. Se trataría de una nueva versión de la “solidaridad de hecho” que caracterizó las etapas fundacionales. España debería formar una firme alianza con los Estados veteranos comprometidos con la consolidación de la UE, así como con Estados que no habían llevado a cabo aún la ratificación.

Un año después, el Ministerio de Asuntos Exteriores publicó un informe de seguimiento (Secretaría, 2007) donde se descartaba la opción de renegociar el tratado actual, dejando paso a una revisión parcial o limitada. Esta alternativa era defendida por varios Estados, aunque muchos de los que ya habían ratificado el tratado preferían que los cambios fuesen mínimos. En cualquier caso, la conclusión era que un segundo fracaso supondría un golpe muy grave a la Unión, en especial si procediera de uno de los países poderosos. De ahí que la revisión tendría una mayor probabilidad de ser ratificada si añadiese, por ejemplo, un protocolo social o eliminase algunos apartados. Estos cambios incluirían: reducir el texto a las partes I y II, lo que resultaría en un mini tratado (según la propuesta del presidente francés Nicolas Sarkozy), un calendario de dos pasos con un tratado de Niza reformado y un nuevo texto después de 2009 (tal como sugirió Luxemburgo), un “tratado básico” (una idea del ministro de Asuntos Exteriores italiano Massimo D’Alema) y el Plan B propuesto por el parlamentario europeo Andrew Duff (preservar el Tratado pero añadiendo algunas novedades).

Entre todas las diferentes propuestas se pueden distinguir tres motivos principales de desacuerdo: (1) En primer lugar, algunos consideraban los principios como la parte más importante del tratado, otros las políticas y un tercer grupo (en el que se incluye España) pensaban que el frágil equilibrio debía mantenerse; (2) unos opinaban que debían eliminarse los apartados más controvertidos, a juicio de otros el nuevo texto debería corregir ese problema, mientras que otros optaban por una estrategia combinada; (3) la tercera causa de desacuerdo provenía del método de la reforma: algunos rechazaban la idea de una nueva convención, mientras que otros estaban dispuestos a aceptarla si venía dotada de una agenda clara.

Teniendo en cuenta la sobrecargada agenda de 2009 (preservación del presupuesto, nueva comisión de la UE, elecciones al parlamento 2009 y candidatura de Croacia, además de varias elecciones nacionales), para terminar la conferencia intergubernamental de 2007, según estaba previsto, quizá tendría que hacerse a través de un “gran acuerdo global”, que incluiría varias largas negociaciones. Sin embargo, esta opción también se consideraba arriesgada, si debía abordarse al mismo tiempo, en un esfuerzo por llegar a una “cooperación más amplia”. De cualquier forma, la primera prueba sería ver en que consistía la declaración del 25 de marzo de 2007, y cuales eran sus consecuencias. Parecía haber un cierto consenso en que el texto incluyese los logros de la UE, los valores del proceso europeo, así como los desafíos presentes y futuros (la parte más sensible) a los que se enfrenta la Unión.

Teniendo todo esto en cuenta, el informe explicaba los intereses y la posición de España. En primer lugar, un hecho a destacar es que España ha ratificado el Tratado Constitucional dos veces, a través de un referendo nacional y a través del Parlamento. Esta doble victoria vino a culminar la posición de vanguardia que España ha adoptado desde su entrada en la CE en 1986. Por lo tanto, España estaba obligada a mantener su posición a favor de la continuidad del acuerdo expresado en el texto. España y los otros 17 países que aprobaron el texto tenían la obligación moral de insistir en la preservación de la esencia del tratado. Por lo tanto, una aplicación limitada no podía aceptarse como suficiente. En cualquier caso, España se encontraba en una posición cómoda. Había cumplido sus obligaciones y no tenía ningún interés en la apertura de negociaciones en las que pudiera perder. La carga de volver a abrir el tratado recaía en los países que lo había rechazado o que tenían dudas a su respecto.

La principales bazas de España eran: (1) el sólido consenso pro europeo mantenido por los dos principales partidos políticos; (2) el amplio margen de ratificación; (3) la aceptación de un nuevo sistema de votación de doble mayoría (pero solo en el contexto de una nueva distribución de escaños en el Parlamento); y (4) un apoyo considerable de la opinión pública española. España se encontraba así en inmejorable situación para actuar con astucia en el momento oportuno, forjar alianzas con miembros importantes y mantener un estrecho contacto con las principales instituciones. La iniciativa de Madrid estableció un ejemplo y ha estado enviando además un contundente mensaje de liderazgo.

Acción audaz

Entre este abanico de alternativas, el Gobierno español deseaba enviar un mensaje claro. Se trataba de señalar que la opción de completar el proceso de referendo del tratado, aun considerando el texto vivo y útil, era una carta que merecía ser jugada. En consecuencia, repitiendo la iniciativa de España que llevó a la ratificación dos años antes, 18 países europeos de la UE (con el apoyo moral de otros dos) se reunieron en Madrid el 25 de enero de 2007. Estos 20 Estados miembros ya habían aprobado el proyecto constitucional o habían prometido hacerlo (Portugal e Irlanda). Sólo España y Luxemburgo habían ratificado el complicado texto en un referendo popular. El resto habían dado su aprobación por medio de un proceso parlamentario (Torreblanca, 2007).

Estos “Amigos de la Constitución”, como se denominaban a sí mismos, tenían un objetivo común: Anhelaban la restauración del proceso de aprobación. Lamentaban que unos cuantos millones de ciudadanos europeos hubieran tomado como rehenes a más del 60% de la población europea, que ya suma 500 millones de ciudadanos. Veinte Estados miembros habían visto descarrilar y suspenderse sus planes europeístas por la tozudez de dos disidentes (en realidad, solo de una parte de su electorado potencial) y la ambivalencia expresada por otros tres (Reino Unido y los Gobiernos de la República Checa y de Polonia).

Por esta razón, la mayoría de los europeístas y de la población favorable al federalismo consideraban que el resultado, para empezar, no era justo. En segundo lugar, perjudicaba al bienestar general de la UE en un mundo complejo e incierto que necesita la acción eficaz de bloques políticos y grupos económicos, dotados de influencia real y visión política. Una UE abandonada a medio camino, con instituciones diseñadas inicialmente para media docena de miembros, y que ya da cabida a 27, no es el mejor camino hacia delante.

Frente a esta situación, el Gobierno español tomó la iniciativa y convocó la reunión de Madrid para intercambiar ideas que ayudasen a la UE a salir de su atolladero constitucional. El Gobierno de Rodríguez Zapatero parecía haber asumido el mismo riesgo que aceptó a su llegada al poder en 2004, cuando planificó un temprano referendo para dar ejemplo de europeísmo. España cumplió de forma espléndida ya que más de dos terceras partes de los votantes se pronunciaron a favor del tratado.

Sin embargo, las dificultades ulteriores del proceso de ratificación obligaron a Madrid a dejarse un margen de prudencia durante el periodo de reflexión, mientras buscaba soluciones. Este plazo de tiempo se agotó sin que apareciesen ideas innovadoras. De ahí que el Gobierno español tomase la iniciativa, coincidiendo con la presidencia alemana, de ofrecer un foro para encontrar una solución. No fue fácil y la reunión terminó sin decisiones. Más tarde se supo que incluso en el grupo de los “amigos” había opiniones divergentes. Presionado por otros Gobiernos, Luxemburgo decidió aplazar su reunión de seguimiento.

Los logros y el trasfondo del extraordinario cónclave de Madrid mostraron que España y los aliados más audaces consideraban que el texto debería reforzarse con garantías sociales y fortalecerse con una dimensión de subsidiariedad (es decir, de respeto por el papel del Estado y la soberanía local). También reclamaron una mayor protección del medioambiente, una atención activa al cambio climático, una legislación más amplia para regular la inmigración, una política eficaz sobre energía, condiciones más específicas para admitir nuevos miembros y una profundización de la política de seguridad y defensa europea.

Otros miembros, más cautelosos en su enfoque, señalaron que estas medidas se encuentran ya presentes en los tratados actuales. El texto debería limitarse, en su opinión, a codificar algunas de las iniciativas más innovadoras: una presidencia estable con un mandato de dos años y medio, ampliable a un máximo de dos mandatos, un ministro de Asuntos Exteriores que ocupara además el cargo de vicepresidente de la Comisión, la ampliación del voto por mayoría cualificada y el refuerzo del poder del Parlamento. Todo esto suponía un desafío para la presidencia alemana, que se enfrentaba a una ocasión única para demostrar liderazgo y una búsqueda de equilibrio.

Los observadores españoles constataron que la Presidencia alemana optó por redactar una “hoja de ruta” para salvaguardar la esencia de la Constitución de la UE en versión reducida. Esta estrategia fue interpretada no sólo como un calendario, sino como una ruta compuesta de procesos y principios. Una lectura detenida del discurso pronunciado por Merkel ante el Parlamento Europeo fue interpretada por analistas independientes en Madrid que las ambiciones políticas alemanas eran demasiado débiles pero que merecía la pena intentarlo. En primer lugar, la propuesta alemana podía identificarse con su propia visión nacional. Por otro lado, Alemania no había completado todavía su propio proceso de ratificación, pendiente de las exigencias del Tribunal Constitucional. En tercer lugar, los llamamientos de Francia a favor de un mini-tratado podían llevar a que Alemania decidiese no actuar en contra de los intereses franceses y se inclinase por un tratado de Niza reformado.

La reunión de Madrid fue objeto de diversas críticas. Por un lado, la afirmación de que esta convocatoria interfería con la Presidencia alemana no se consideró válida, ya que un Gobierno como el español tiene derecho a defender sus intereses y a ejercer su influencia. Por otro lado, es verdad que el motivo de la reunión resultaba molesto para los candidatos a la presidencia francesa, que se encontraban en plena campaña electoral. En tercer lugar, el foro incrementaba el riesgo de dividir a los Estados miembros entre “buenos” (los que habían ratificado el texto) y “malos” (los que no lo habían hecho). Y, cuarto, se corría el peligro de abrir una brecha en el bando del “sí”. Sin embargo, esta línea de análisis indicaba que muchos países habían reclamado el liderazgo de España, un deseo que había sido contemplado con cautela por el Gobierno de Zapatero. No obstante, sopesando riesgos y obligaciones, el Gobierno español tendría que optar por la acción (Torreblanca 2007; López Castillo).

Descartando el rescate selectivo y eligiendo salvar el barco

La comunidad de analistas políticos española abrió el camino en la tarea de ajustar las circunstancias coyunturales del proceso con las opciones disponibles para España. Algunos observadores optaron por una actitud optimista, otros por un análisis realista, mientras otros se decantaban por la estrategia que se demostrara como la más ventajosa para España.[12] Entre la amplia variedad de estudios encargados por el Real Instituto Elcano, a principios de 2006, un año después del exitoso referendo español, Francisco Aldecoa (Aldecoa, 2006) apuntaba que la opinión española oscilaba entre el apoyo resuelto al proyecto, considerar la Constitución como algo muerto, y optar por resucitarla. Subrayó 14 puntos a seguir a la hora de estudiar la situación.

En lo que respecta al proceso, (1) Aldecoa llegó a la conclusión de que el problema residía en el camino político elegido, no en los detalles constitucionales, y que (2) el tratado se veía reforzado por la legitimidad democrática que aportaba la Convención. Por tanto, (3) la Constitución dotó a la UE de avances en cuanto a su eficacia y presencia en el mundo. Esto, lejos de ser la causa del retraso, suponía un valor añadido. Políticamente, (4) había recibido la aprobación del Parlamento Europeo y la ratificación de 14 (más tarde18) países, lo que representaba más del 50% de los ciudadanos europeos. No se trataba de un problema que afectara a Europa en su conjunto, sino de un asunto interno que concernía a Francia y a los Países Bajos. Pero el daño colateral (7) fue que los ciudadanos percibieron a la UE como un organismo ineficaz a la hora de cumplir sus objetivos. (8) El proceso fracasó porque se convirtió en nacional en lugar de europeo. (9) El marco de Niza existente en la actualidad no contempla una UE de más de 25 países. (10) El retraso ha supuesto ya un alto coste. Irónicamente, (11) varias de las medidas constitucionales proyectadas ya habían sido puestas en práctica. (12) Algunas medidas relativas a la democracia, eficiencia y presencia en el mundo son ya irreversibles. (13) Parte del trasfondo político ha sufrido cambios (las perspectivas de la presidencia alemana, la economía). Y (14), como confirmarían las circunstancias de 2007, algunos líderes europeos se han pronunciado a favor de la reactivación del proceso. La clave consistía en encontrar una solución para lo que es una combinación de dilemas europeos y nacionales.

El Real Instituto Elcano publicó un informe bien preparado (Rodríguez-Iglesias & Torreblanca). Se trataba de una síntesis de los diferentes escenarios que surgían de la parálisis constitucional y una evaluación de los beneficios e inconvenientes potenciales para España. En primer lugar, el informe identificaba el divorcio existente entre los ciudadanos y las elites respecto a “la dirección y el contenido de las principales políticas europeas”. Como resultado, el difícil consenso entre Estados ha llevado a la congelación del proceso de toma de decisiones, lo cual convierte a las futuras ampliaciones en algo dudoso además de complicado. El derecho a veto existente hizo que los procedimientos de revisión y ratificación fuesen ineficaces provocando el impasse. A la vista de la crisis, los artífices del borrador comprendieron que las nuevas políticas debían responder a las demandas de los ciudadanos en asuntos como la seguridad interna y externa, la inmigración, la seguridad de la energía y el cambio climático. Se necesita un marco institucional más eficaz, algo que sólo será posible con un procedimiento de ratificación más receptivo. Por ultimo, el informe reclamaba un papel de liderazgo más decisivo.

Teniendo en cuenta estas necesidades y recomendaciones, el informe destacaba cuatro escenarios principales.[13] El primero, el mejor para España y para la UE, según los autores, consistía en la idea bastante utópica de la ratificación del texto tal y como estaba, o sin cambios significativos. Aunque no era el más probable, podía ser el camino más rápido para superar las dificultades. Respaldado por el gran número de países que lo habían ratificado, debía seguir tomándose en cuenta la regla de la unanimidad. El segundo escenario se caracterizaba por el deseo de salvar la Constitución, aceptando la modificación del texto para que, en esencia, se pareciese al tratado actual. Aunque considerada como arriesgada debido a la demanda de unanimidad y la dificultad de extirpar las partes negativas, una nueva Conferencia Intergubernamental (IGC) diseccionaría el texto para rescatar sus partes más innovadoras, contando con el liderazgo de los 18 países que ya habían aprobado el texto. Esta opción se consideraba como la mejor para España, puesto que le daba la gran oportunidad de ejercer su influencia y de persuadir a otros miembros. El tercer escenario contemplaba un rescate selectivo de las partes más fáciles. Podría dar lugar a un mini tratado, menos ambicioso, similar a un Tratado de Niza reformado. Se correría el riesgo de incitar a los Estados individuales a seleccionar sus asuntos preferidos y defenderlos hasta el final. La clave para el éxito de este marco alternativo es mantener “el equilibrio entre innovación constitucional e innovación en las políticas”. Un cuarto escenario sería el abandono del Tratado Constitucional para empezar desde cero, con una nueva convención y una segunda Conferencia Intergubernamental. Estas medidas podrían tomarse antes de 2009, o bien aplazarlas hasta que se despejase la situación.

Mientras que la actitud oficial era de prudencia y la postura analítica selectiva era crítica, los observadores españoles no dejaban de ser conscientes de que la opción de elegir algunos de los asuntos más fundamentales de la Constitución, con el fin de elaborar un documento que tuviese posibilidades de ser aprobado, era sumamente atractiva. Fueran cuales fuesen los cálculos españoles respecto a los diferentes escenarios, la realidad era que la resistencia a la aprobación del Tratado Constitucional, de insistir en ello como alternativa para salvar la cara, haría preferible el método del rescate selectivo.[14] Este método era respaldado por el diplomático británico John Kerr, que actuó como secretario general de la Convención, y que ayudó a dirigir el proceso de la UE al tiempo que defendía los intereses del Reino Unido. Kerr propuso que un cierto número de asuntos seleccionados fuesen embalados en un envoltorio atractivo (Kerr, 2007).

Tomando en cuenta todo lo anterior, analistas individuales se aventuraron a seleccionar algunas alternativas en general y algunas de las más ventajosas para España en particular. Aunque se apoyó en la metáfora del Titanic ya expuesta, empleando descripciones del mundo de la navegación, Araceli Mangas (Mangas, 2007) propuso un paralelismo muy útil con el proceso de rescatar barcos y mercancías después de accidentes, en particular los que corren el riesgo de hundirse. No resulta sorprendente si se recuerda que tanto Estados, como Gobiernos, organizaciones internacionales en general y la UE en particular han sido comparados con barcos y sus líderes con capitanes y pilotos, responsables de una navegación segura en medio de aguas tan turbulentas como las originadas por el momento de parálisis en que se encuentra el proyecto europeo. Tras eliminar el primer escenario (era inimaginable que el texto, sin modificaciones, fuera ratificado por todos los Estados) como señalaba el comité de Elcano, Mangas presentaba una clara opción: (a) rescatar el barco (el Titanic) desembarazándose de mercancía innecesaria, cargas pesadas y lastre; o (b) dejarle que se hunda y salvar los objetos más valiosos.

En el caso de que se elija el rescate de la Constitución-Titanic, tras una catastrófica colisión con el iceberg representado por los referendos francés y holandés, se ofrecían dos sub-alternativas. Estas eran similares a los escenarios II y III como señalaba la comisión de Elcano. Una contemplaba el hundimiento del barco y luego procedía a salvar su cargamento más valioso. Cargamento que había sido previamente rescatado por varios barcos pequeños para ser llevado a un puerto seguro. El autor, en este caso, procedería entonces a seleccionar los aspectos más merecedores de ser rescatados: La carta de los Derechos Fundamentales, la cláusula que vincula a la UE con la Convención de los Derechos Humanos, la cláusula  de solidaridad, La mayor cooperación en temas de seguridad y defensa, la iniciativa popular, la capacidad del Comité de Regiones de dirigirse al Tribunal, el mecanismo de alerta temprana que permite la participación de los parlamentos nacionales y regionales en el proceso legislativo, un uso ampliado del voto por mayoría cualificada, el control parlamentario sobre la totalidad del presupuesto, la creación del cargo de Ministro de Asuntos Exteriores y una presidencia más estable. El experto no consideró este generoso “rescate selectivo” como la mejor solución, una postura que refleja las inclinaciones de los analistas y los dirigentes gubernamentales españoles.

La otra opción planteada por el autor era la del rescate del barco en su totalidad. Dicho de otra forma, no solo su contenido sino también el propio buque. Debería componerse de un “Tratado Marco” fundamental (abandonando el término “Constitución”), que debería ser un acuerdo que hiciera hincapié en la síntesis, completado con un “Tratado General”. Esto se apoyaría en la convicción de que el casco del buque (el “tratado marco”) era válido, que la filosofía general seguía siendo única en su genero y que se beneficiaría de la eliminación de aspectos inútiles. Los elementos internos incluían políticas esenciales destinadas a mejorar el funcionamiento de Unión y fueron claramente especificadas en el Tratado General (que contenía la parte III y las restantes secciones de otras partes).

Tiempo de tomar una decisión

En vísperas del 50 aniversario del Tratado de Roma, la presidencia alemana recibió el mandato de hacer pública una Declaración. Debía ser un discurso breve, fácilmente comprensible por el ciudadano común, pero por su trasfondo corría el riesgo de presentarse como documento enrevesado que dificultaría la posibilidad de alcanzar un consenso. Los observadores (Torreblanca, 2007) señalaron con acierto que la UE había perdido anteriormente la oportunidad de definirse a sí misma tanto en el 50 aniversario de la Declaración Schuman como al expirar, en 2002, el mandato de 50 años del Tratado de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Josep Borrell, el presidente español del Parlamento Europeo, afirmó que si se trataba de desarrollar una declaración basada en principios y valores, la presidencia de la UE solo tendría que remitirse al Tratado Constitucional propuesto y leer su preámbulo, parte I, así como la Carta, documentos fundamentales que los 25 miembros habían firmado y ahora algunos pretendían ignorar. Por su parte, la Comisión insistió en tomar medidas para contrarrestar el rechazo al referendo hacienda hincapié en la necesidad de completar el mercado interno, profundizar en las dimensiones sociales, reforzar el espacio para la libertad, seguridad y justicia, abrir un debate sobre futuras ampliaciones, establecer una coherencia en asuntos de acción en el exterior, implicar a los parlamentos nacionales en el proceso legislativo y alcanzar un acuerdo sobre la reforma institucional. La Declaración representaría de ese modo un ejercicio de peso, en lugar de una conmemoración histórica anodina.

Teniendo esto en cuenta, Torreblanca recordó que, a principios de 2006, el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durão Barroso, se dirigió al Parlamento Europeo con una lista de propuestas: “Solidaridad en términos económicos y de cohesión social, sostenibilidad medioambiental, responsabilidad institucional, “seguridad” perceptible por los ciudadanos y promoción de los valores de la UE en el mundo. Aunque el Consejo había aceptado este enfoque político, a mediados de 2006, el conclave celebrado a finales de año se limitó a conmemorar y reafirmar los valores del proceso europeo.

Tras la reunión sobre la Constitución organizada en Madrid por el Gobierno español, se pusieron de manifiesto cada vez más las dificultades del proceso. La Comisión insistió en el apoyo y el refuerzo social de las cinco prioridades expresadas por Barroso, el Reino Unido expresó su satisfacción con la ampliación de la UE y con la caída del muro de Berlín. Por su parte, los checos y los polacos insistían en incluir el liberalismo, el Atlantismo y las raíces cristianas de Europa. Mientras que la propuesta de Nicolas Sarkozy de un mini tratado era superada por una mayoría que solicitaba un “Constitución-plus’, saltaron las alarmas cuando Londres dejó entrever que el Partido Laborista evitaría por todos los medios la “europeización” de las elecciones de 2008. Irónicamente, la estrategia de respetar las “líneas rojas” con el fin de anclar el Reino Unido en la UE dejaba de ser válida. Entre otras razones, porque estos privilegios enfurecían a la izquierda en países como Francia. De hecho el “no” francés volvió prácticamente imposible el referendo británico. A pesar de que representaban a una minoría en el retrato general, Bélgica y otros Estados pedirían posteriormente lo impensable.

Finalmente, tras muchas especulaciones y escollos de última hora, cambios en la redacción y análisis en profundidad, la Declaración fue publicada. Reflejaba un consenso mínimo, así como la estrategia desarrollada por la presidencia, que tuvo un éxito limitado. El escueto texto (apenas 650 palabras) comienza con una introducción en la que la UE se felicita por sus logros. Aborda la combinación de los derechos del “individuo” y las incertidumbres del panorama mundial, y explica las dimensiones más importantes de la UE. Por último, el Apartado III de la Declaración retoma la “unificación” de Europa como un sueño de “generaciones anteriores” que se ha convertido en realidad. Sin embargo, la Historia nos recuerda que debemos “seguir adaptando la estructura política de Europa a la evolución de los tiempos”. Esta es la razón, según proclama el texto, por la que hoy estamos “unidos en el empeño de dotar a la UE de fundamentos comunes renovados de aquí a las elecciones al Parlamento Europeo de 2009”. En cualquier caso, la declaración garantiza de nuevo que “Europa es nuestro futuro común”.

Aunque la palabra “constitución” fue suprimida del texto, se sobreentiende que sigue existiendo la intención de encontrar una solución que suponga un compromiso por escrito con el espíritu y el propósito del Tratado Constitucional. El marco temporal dotó de un contexto temporal a la “hoja de ruta” que debía emitirse al final de la presidencia alemana en junio de 2007. Los escépticos consideran este compromiso como un simple aplazamiento de los aspectos más espinosos, como los detectados por el gobierno polaco en relación con el sistema de votación. Lo mismo puede decirse sobre el compromiso diplomático para minimizar el “modelo” socioeconómico europeo, motivo de interpretaciones conflictivas durante el desastroso proceso de ratificación en Francia y Países Bajos.

Adelantándose a este incierto escenario, algunos sectores de la comunidad de analistas y miembros del Gobierno español recomendaron que la última opción válida era asumir una posición más agresiva, enviando mensajes de advertencia, y esperar la inminente posibilidad de una Declaración poco convincente o muy controvertida o tal vez un llamamiento para una nueva CIG con resultados desconocidos. La peor perspectiva podría ser “una ruptura del sistema o una destrucción selectiva del proceso” (Torreblanca, 2006).

En el contexto interno español, dos asuntos podrían haber dificultado el desarrollo de una estrategia eficaz para conseguir este objetivo, tanto en la teoría como en la práctica. La energía del Gobierno español podría verse erosionada por dos razones. Una es la posible  falta de consenso sobre la naturaleza de la misión europea elaborada por los dos principales partidos políticos. Ante el continuo hostigamiento por parte del Partido Popular desde su derrota, la tentación de utilizar el punto muerto en el que se encontraba la UE para atacar al PSOE y mostrar falta de apoyo seguía siendo una posibilidad. Esta confrontación se pondría en marcha en el contexto de las elecciones que deben celebrarse antes de marzo de 2008 (el límite impuesto por la ley electoral). No obstante, las ventajas de la arriesgada política llevada a cabo por el Partido Popular eran poca cosa en comparación con el potencial para desarrollar un nivel mínimo de apoyo. Otra causa de erosión era la última oleada el terrorismo de ETA, que había puesto fin a la tregua con la explosión de una bomba en el aparcamiento del aeropuerto de Madrid. Aunque el Gobierno español presta una atención primordial a este asunto, la opinión de los expertos indica que puede lograrse todavía con un fuerte compromiso al proyecto europeo.

Conclusión

En lo que respecta al proceso constitucional y sus posibles consecuencias, ¿qué representan todas las opciones mencionadas para España? Los dos grupos de posibles escenarios, el catastrófico esbozado en algunos cálculos analíticos y las variaciones que pueden desarrollarse basándose en los posibles caminos a tomar, eran, en cierto modo, positivos para España puesto que, se tomase la decisión que se tomase, habría un fuerte énfasis en la defensa de lo hecho hasta el momento. España no tenía nada que perder si ejercía presión e insistía en continuar un proceso positivo que subrayaba el espíritu del camino constitucional y su “contenedor” más necesario (el “barco”). Si abandonaba la estrategia y las tácticas seguidas hasta ese momento, España recibiría como “premio” o bien una posición menos favorable en el futuro de la UE o bien sería catalogada como defensora de un sueño que se desvanece. Mientras siguieran tratando de mantener un fuerte liderazgo, en el caso de una catástrofe, el Gobierno español y sus colaboradores simplemente podrían insistir en que hicieron todo lo que pudieron.

Por las razones mencionadas, el Gobierno español mantuvo un fuerte compromiso en primer lugar con la letra y el espíritu del Tratado Constitucional. Más tarde se desarrollaría un consenso básico al final de la presidencia alemana que mostraba que una amplia mayoría de los Estados miembros estaban a favor de apoyar un guión presentado por la canciller Angela Merkel referido al abandono completo de la senda constitucional. La opción era entonces aprobar el esqueleto de un tratado de “reforma”. Madrid envió en ese momento señales claras de que había ciertos aspectos fundamentales del espíritu del Tratado Constitucional que debían ser respetados. Actuó entonces como un socio leal al apoyar la iniciativa y el liderazgo alemán, una actitud que fue elogiada por los comentaristas españoles. Más tarde, España formó una coalición práctica con el nuevo presidente francés al convencer a los duros (Polonia y el Reino Unido) de que había que llegar a un compromiso.[15]

La reacción del mundo académico y de los medios de comunicación reveló que una mayoría significativa expresaba su satisfacción, acentuando los aspectos positivos de la solución, sobre todo el hecho de que ésta incluía las reformas institucionales más fundamentales contempladas en el extinto Tratado Constitucional (Martín, Torreblanca, 2007; Mangas, 2007). Un buen número de observadores y editoriales de prensa señalaron puntos preocupantes (El País, 2007, ‘El nombre’; Baquero). Una minoría expresó su enfado y decepción por el camino emprendido por la Unión, cuestionando su futuro en lo que se refiere a las limitaciones del objetivo supranacional y criticando el regreso a la lógica intergubernamental (Sotelo, Vidal Folch). En términos generales, fuentes gubernamentales y analistas subrayaron el papel negativo del Gobierno polaco por su resistencia a alcanzar un acuerdo sobre el texto final, expresando su temor sobre la redacción del “Tratado de Reforma” (de Lisboa) y el proceso de ratificación en 2008, a tiempo para su puesta en marcha en 2009.

Joaquín Roy
Universidad de Miami

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[1] Este informe fue presentado en la Conferencia de de la Constitución Europea celebrada en la Universidad de Dalhouise, en Halifax, Canadá, los días 22 y 23 de mayo de 2007. El autor desea mostrar su agradecimiento a Finn Laursen, director del Centro de la UE. Una primera versión abreviada se difundió en forma de presentación en la conferencia sobre “La ampliación de la UE y la Constitución” celebrada en la Universidad Internacional de Florida. Esta conferencia formaba parte de los actos conmemorativos organizados por la Miami-Florida European Union of Excellence (una asociación con la Universidad de Miami)” el 30 y 31 de marzo de 2007. El reconocimiento se hace extensible también a Leonardo Capobianco y Eloisa Vladescu, ayudantes de investigación en el Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami, por su ayuda bibliográfica y de edición.

[2] Para repasar los resultados del euro, véase Lorca (2007).

[3] Para consultar una colección completa de ensayos sobre la ampliación, véase Joaquín Roy y Roberto Domínguez, (Ed., 2006). Desde una perspectiva española, véase Barbé & Johansson y Torreblanca.

[4] Para una selección de libros clásicos y recientes sobre la entrada de España en la UE, véase De la Cruz, Areilza Closa & Heywood, Moreno Juste, Gillespie & Youngs, Barbé 1999, Crespo, Jones, Farrell, Bassols, Pipes, Marks, Roy & Kanner 2001.

[5] Para una selección de manuales clásicos y libros de referencia muy conocidos sobre la UE, elaborados y utilizados en las universidades españolas, véase: Abellán & Vilà, Tamames, Muñoz de Bustillo, Calonge, Montes, Morata, Aldecoa (2002), Mangas & Liñán, y Fernández Navarrete.

[6] Para más detalles, véase Chary (2004).

[7] véase Roy (2005).

[8] Véase Valcárcel, Navarro y Política Exterior.

[9] Para un análisis detallado de este ejercicio, véase Ruiz Jiménez (2004 y 2005), Torreblanca & Sorroza (2005), Torreblanca (2005) y Font (2005).

[10] Para un análisis más detallado, véase Kurpas, Torreblanca-Plan B, 2005.

[11] Como ejemplos de recientes estudios analíticos sobre la Constitución, véase Aldecoa (2003), Mangas (2005), Albertí, Petschen (2005), Esteve & Pi, Freixes y Ruipérez.

[12] El Real Instituto Elcano había publicado con anterioridad un estudio con una visión más amplia de la política general española respecto a Europa (Powell, 2005).

[13] Antes, Closa (2005) desglosó seis opciones que se podrían considerar como una base.

[14] Mientras tanto, irónicamente, las políticas internas del Mercado único contempladas 50 años antes, revelaban que con ingenio y marketing, combinados con subvenciones aportadas por la Política Agrícola Común (PAC), la UE conseguía producir una cereza de lujo por valor de €0,81 (alrededor de US$1,05) la unidad.

[15] Véase Missé, Egurbide (2007).