Treinta años del Proceso de Barcelona, con pena y sin gloria

Globo terráqueo ampliado en la zona del Mediterráneo. El mapa, en color verde y naranja, se difumina en los territorios limítrofes con el mar, y enfoca la palabra Mediterranean Sea, en el centro.
Globo terráqueo ampliado en la zona del Mediterráneo. Foto: JeanUrsula / Getty Images.

El pasado 28 de noviembre se conmemoró el trigésimo aniversario del arranque de la Asociación Euromediterránea, que muy pronto pasó a conocerse como Proceso de Barcelona. Y si en 1995 sus 27 miembros –los entonces 15 de la Unión Europea (UE) más Argelia, Chipre, Egipto, Israel, Jordania, Líbano, Malta, Marruecos, Siria, Túnez y Turquía, junto a la Autoridad Nacional Palestina– confiaban en que realmente se abría una nueva y prometedora etapa en las relaciones entre ambas orillas del Mare Nostrum, hoy ese esquema regional apenas ocupa un lugar marginal en la agenda de sus integrantes.

La idea de la asociación euro-mediterránea es tan necesaria como aconsejable. Pero sin voluntad política para aumentar la apuesta, con visión estratégica, no es posible ir más allá.

Medido en función de sus propios objetivos, el balance resulta netamente insatisfactorio, más allá del consuelo que pueda aportar que sea el único marco internacional en el que palestinos e israelíes se sientan en un plano de igualdad. En primer lugar, cabe recordar que el objetivo central de lo que en 2008 pasó a denominarse Unión para el Mediterráneo (UpM) era crear un espacio de paz y prosperidad compartido. Y nadie, con un mínimo conocimiento de la región, puede hoy caracterizar de ese modo la situación que se vive en su orilla sur y este.

En términos de paz, no sólo se trata de que estamos asistiendo al genocidio israelí de los habitantes de Gaza y al abuso diario de los derechos más elementales de quienes pueblan Cisjordania, sino de que la violencia se ha extendido también al Líbano y a Siria, con las fuerzas israelíes violando tanto los acuerdos de cese de hostilidades como la soberanía nacional de sus vecinos. A eso se suma el incremento de las tensiones entre Marruecos y Argelia, enfrascados en una competencia por el liderazgo del Magreb, sin olvidar que Libia (que no es miembro de la UpM) sigue sumida en una inestabilidad que apunta incluso a su fragmentación.

En cuanto al bienestar y la prosperidad, dejando de lado a los privilegiados 27 miembros de la UE, sigue siendo una realidad estructural que el espacio euro-mediterráneo figura entre las regiones con mayores brechas de desigualdad del planeta. El malestar de nuestros vecinos del sur desató en 2011 una oleada de movilizaciones ciudadanas que los medios de comunicación optaron por denominar ilusoriamente “primavera árabe”, levantando unas expectativas de cambio que, desgraciadamente, se han visto frustradas con el paso de los años; sin que hayan desaparecido en ningún caso los motivos –tanto sociales, como políticos y económicos– que provocaron aquellos esperanzadores movimientos. La imposibilidad para amplias capas de esas poblaciones de poder desarrollar una vida digna explica en buena medida la pulsión migratoria hacia una UE que, de manera cada vez más visible, está optando por aplicar medidas represivas, al tiempo que refuerza la imagen de la “Europa fortaleza”, contraria a sus propios valores y principios.

Evidentemente, esa inquietante situación no es responsabilidad exclusiva de los Veintisiete. Son, en primera instancia, los gobiernos de los países magrebíes y de Oriente Medio quienes no han hecho sus deberes, atendiendo a la satisfacción de las necesidades básicas sus poblaciones, respetando sus derechos fundamentales y promoviendo sistemas políticos auténticamente representativos y democráticos. Pero un mínimo repaso por los tres “cestos” de colaboración que contemplaba la fórmula de Barcelona arroja una imagen de innegable insuficiencia.

En el de cooperación política y de seguridad, nunca se ha logrado asentar la celebración regular de cumbres entre jefes de Estado y de Gobierno como marco para acercar posiciones ante posibles tensiones. No sólo no se ha logrado reconducir el conflicto palestino-israelí, sino que su papel ha sido absolutamente irrelevante en las diversas crisis políticas y de violencia que ha sufrido la región en estos años. Igualmente, en el contexto de esa supuesta “primavera árabe”, no sólo no se ha estado al lado de unas poblaciones que demandaban libertad, dignidad y trabajo, sino que se ha vuelto a apostar por golpistas confesos, siempre en defensa de una estabilidad a toda costa mal entendida que, entre otras cosas, condena a la democracia al mundo de los sueños incumplidos.

En el de la cooperación económica y financiera la idea de una zona euro-mediterránea de libre comercio es, desde hace mucho tiempo, una invocación vacía de contenido. La UE sigue siendo el principal socio comercial de la práctica totalidad de nuestros vecinos mediterráneos, pero ni se ha empleado esa posición para promover seriamente reformas (no sólo económicas) en unos países escasamente competitivos, ni se ha querido integrarlos en la dinámica comunitaria. En cuanto a la financiación, los fondos desembolsados siempre han quedado por debajo de lo necesario para vencer la resistencia al cambio de muchos gobernantes anclados en modelos obsoletos.

Por último, en el capítulo de la cooperación social, cultural y humana es obligado reconocer que no se han logrado desterrar los estereotipos recíprocos. Por el contrario, aumenta el sentimiento antioccidental en no pocos casos –más aún con la inacción de los Veintisiete ante el genocidio israelí en Gaza–, y la percepción negativa sobre los inmigrantes que llegan a suelo comunitario, está siendo aprovechada abiertamente por movimientos populistas que están sabiendo alimentar un instinto ultranacionalista que percibe al que llega como una amenaza.

Ante esa falta de resultados cabría pensar que lo mejor es olvidarse del Proceso de Barcelona y optar por encastillarse frente a una vecindad hostil. Ese sería un grave error, no sólo porque es imposible crear una fortaleza inexpugnable en un mundo tan interdependiente, sino también porque no hay futuro para la UE sin incorporar al resto de los países mediterráneos a su dinámica. La idea de la asociación euro-mediterránea es tan necesaria como aconsejable. Pero sin voluntad política para aumentar la apuesta, con visión estratégica, no es posible ir más allá.