Un nuevo umbral: del 2% al 5%
“Si los aliados gastaran más, podrían estar seguros de que Trump no retiraría las garantías estadounidenses”. Con esta advertencia, el nuevo secretario general de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), Mark Rutte, ha reactivado una antigua exigencia: aumentar de forma sustancial el gasto en defensa de los países europeos. Su plan prevé que, para 2035, los aliados destinen un 3,5% del PIB al gasto militar “central” y otro 1,5% a ámbitos como la ciberdefensa o las infraestructuras estratégicas. Más allá de su viabilidad, la propuesta expresa un giro político de fondo: Europa ya no puede confiar en las garantías automáticas de Washington y debe asumir una mayor parte de la carga de su propia seguridad. Durante las décadas posteriores a la caída de la Unión Soviética, Europa redujo de forma sostenida sus presupuestos de defensa. La confianza en el paraguas nuclear estadounidense y la percepción de que los conflictos interestatales eran cosa del pasado impulsaron una desmovilización estratégica. Las amenazas se redefinieron en términos transnacionales –terrorismo, ciberataques, inestabilidad regional– y los ejércitos europeos se adaptaron: menor tamaño, mayor profesionalización y preparación para intervenciones breves y de baja intensidad, generalmente en coalición.
Europa se enfrenta ahora a una guerra de carácter industrial, en la que la capacidad de producción masiva de munición, drones y vehículos blindados es determinante.
La crisis financiera de 2008 acentuó esta evolución. Los Países Bajos desmantelaron su flota de carros de combate, Dinamarca la de submarinos y Alemania redujo drásticamente su número de efectivos. Aunque Francia y el Reino Unido conservaron mayores capacidades, también orientaron sus doctrinas hacia operaciones remotas y limitadas, con el objetivo de minimizar el coste político y social de la guerra.
La invasión rusa de Ucrania ha quebrado este paradigma. Europa se enfrenta ahora a una guerra de carácter industrial, en la que la capacidad de producción masiva de munición, drones y vehículos blindados es determinante. En este nuevo escenario, la cantidad importa. Y la infraestructura militar europea no está preparada para sostener un conflicto prolongado de alta intensidad. El debate sobre el gasto gira hoy en torno a una cifra simbólica: el 5% del PIB. Este umbral actúa como termómetro político más que como criterio técnico. Alcanzarlo no garantiza una defensa eficaz, como tampoco incumplirlo implica necesariamente debilidad.
Frente a la lógica de cifras fijas promovida por Washington, tiene sentido subrayar un enfoque basado en capacidades, rechazando el plan estadounidense que propone elevar el gasto al 5% del PIB. Este porcentaje, promovido por la nueva Administración de Estados Unidos (EEUU) y respaldado por la OTAN, tiene un carácter marcadamente simbólico. No se trata tanto de eficacia militar como de una señal de política doméstica. La cifra opera como una marca de alineamiento con los intereses de Washington), en un momento en que la relación transatlántica está siendo redefinida.
La vuelta de Donald Trump a la Casa Blanca acentúa esta dinámica. Trump no ve a los aliados europeos como socios estratégicos imprescindibles, sino como compromisos de defensa que no pagan como es debido su protección. Su visión de las relaciones internacionales se enmarca en una lógica transaccional: seguridad a cambio de gasto. Esta política, que representa la expresión más radical del America First, no es enteramente nueva. Tanto Barak Obama como Joe Biden ya presionaron a Europa para que aumentara su inversión en defensa. Pero la diferencia es el tono: Trump ha insinuado que EEUU podría retirar sus garantías de seguridad a los países que no cumplan con los nuevos estándares financieros.
En este contexto, la exigencia de elevar el gasto al 5% del PIB –que podría llegar a suponer 510.000 millones de euros al año– comporta una presión que amenaza con tensionar los presupuestos nacionales europeos. Alcanzar esa cifra, si realmente se pretende hacerlo, requeriría medidas impopulares en los países más alejados de Rusia y con riesgo de perjuicio económico: recurrir al endeudamiento, recortar en otras partidas de servicios públicos, frenar la inversión en transición ecológica o aumentar la carga fiscal sobre la ciudadanía. Además, gran parte de ese gasto se canalizaría hacia la compra de armamento estadounidense, sin fortalecer necesariamente la autonomía estratégica europea ni el tejido industrial nacional.
La viabilidad de estos objetivos se enfrenta a limitaciones estructurales en varios países europeos. Italia, cuyo gasto en defensa se sitúa en torno al 1,49% del PIB, ha contemplado la posibilidad de contabilizar como inversión militar la construcción de un puente hacia Sicilia valorado en 13.500 millones de euros, destacando su potencial utilidad estratégica para la OTAN. Este tipo de iniciativas refleja las dificultades de países con altos niveles de deuda para ajustar su presupuesto de defensa a los nuevos objetivos. En Francia, un estudio de la Caisse des Dépôts –institución pública financiera– señala que las capacidades productivas están ya próximas a su límite, las tensiones en el mercado laboral son elevadas, los sistemas de formación presentan desajustes y la distribución geográfica de la industria limita la capacidad de absorción de un aumento acelerado del gasto. En el caso del Reino Unido, el Institute for Fiscal Studies (IFS) estima que alcanzar el objetivo del 3,5% del PIB requeriría un aumento anual del gasto de aproximadamente 30.000 millones de libras, lo que supondría una presión adicional relevante sobre las cuentas públicas.
¿Europa gasta muy poco en defensa?
Según el historiador económico Adam Tooze, la realidad es más compleja de lo que sugieren las apelaciones al incremento del gasto. Aunque la invasión rusa de Ucrania ha desencadenado una renovada presión para aumentar los presupuestos militares, los datos disponibles invitan a una lectura más matizada: se han invertido billones, sin resultados proporcionales. En la última década, Europa ha destinado 3,1 billones de dólares a la defensa. Si ampliamos la mirada al periodo comprendido entre el colapso de la Unión Soviética en 1991 y el año 2021, el gasto acumulado por los miembros no estadounidenses de la OTAN asciende a 8,9 billones de dólares.
Ahora bien, sumar el gasto total y preguntarse “¿dónde están los resultados?” puede resultar erróneo. Al igual que ocurre con el PIB o con el gasto en alimentación, una parte importante del presupuesto de defensa se consume en el día a día: sueldos, mantenimiento de instalaciones, operaciones ordinarias. No obstante, Tooze advierte que este argumento tiene un límite. Buena parte del gasto europeo ha servido para mantener estructuras dispersas y poco eficientes. Europa conserva un número considerable de soldados –entre 1,3 y 1,4 millones desde el año 2000–, pero distribuidos en 29 ejércitos distintos, sin una capacidad real de acción conjunta. El problema de fondo para Tooze es que Europa ha invertido mucho en defensa como “servicio” (salarios, pensiones) y muy poco en defensa como “inversión” (equipamiento, tecnología, infraestructuras).
Los costes de sistemas clave –como carros de combate o artillería autopropulsada– son significativamente más altos en Europa que en EEUU, en parte por la fragmentación del mercado y la limitada escala de producción. Además, la tendencia a adquirir material de producción nacional, en lugar de coordinar compras conjuntas o importar más eficientemente, contribuye a consolidar un mercado fragmentado y con baja interoperabilidad. En 2016, se estimaba que Europa mantenía seis veces más sistemas de armamento distintos que EEUU, con menos de la mitad del presupuesto. Esta dispersión se traduce en duplicidades, escasa coordinación y limitada capacidad operativa. En definitiva, el problema no es sólo cuánto gasta Europa, sino cómo lo gasta. Para Tooze, no basta con gastar más: es necesario repensar a fondo el diseño estratégico, industrial y político de la defensa europea.
Figura 1. Comparativa de sistemas de armamento en servicio, 2016
Sistema de armamento | Europa (miembros OTAN) | EEUU |
---|---|---|
Carros de combate | 17 | 1 |
Vehículos de combate de infantería | 20 | 2 |
Obuses de 152 y 155 mm | 27 | 2 |
Aviones de combate | 20 | 6 |
Helicópteros de ataque | 4 | 2 |
Misiles antibuque | 12 | 2 |
Misiles aire-aire | 13 | 3 |
Destructores/fragatas | 29 | 4 |
Torpedos | 20 | 4 |
Submarinos convencionales | 11 | 0 |
Submarinos nucleares | 5 | 4 |
Una defensa europea racional, coherente y sostenible
La clave, por tanto, no residiría en alcanzar cifras cerradas ni en imitar una economía de guerra, sino en coordinar mejor los esfuerzos, eliminar duplicidades y avanzar hacia una defensa europea realmente integrada. Para ello, es imprescindible fortalecer la cooperación industrial, especializar capacidades entre Estados miembros y desarrollar una base tecnológica común. Esto requiere definir un modelo de defensa realista, con compromisos sostenidos y alejados de los vaivenes presupuestarios. No se trata de gastar más, sino de invertir con criterio estratégico.
Un escenario negativo sería que el aumento del gasto se traduzca en compras apresuradas, inversiones descoordinadas y material que luego no se mantiene. La defensa exige continuidad, planificación y coherencia. Además de recursos, se necesita visión estratégica. El deterioro militar de Occidente ha sido también intelectual: sin pensamiento estratégico, la disuasión pierde eficacia. Ésta no depende del volumen de gasto, sino de la percepción del adversario y de su cálculo racional del coste de una agresión. No se trata de una carrera armamentística, sino de una política creíble y bien articulada.
Avanzar en esa dirección implica una reflexión honrada sobre las necesidades de defensa, los recursos disponibles y los objetivos políticos a medio y largo plazo. Esa reflexión debe traducirse en planes sostenibles, transparentes y socialmente defendibles. Porque sin legitimidad, no hay política de defensa duradera. En este terreno, actuar a corto plazo puede ser contraproducente. Invertir mucho y sin estrategia puede conducir a un uso de los recursos ineficiente y descoordinado. Otra política es la de la planificación a largo plazo, que garantice la coherencia de los esfuerzos y permita construir capacidades sólidas y sostenibles.