En principio, todos los gobiernos prefieren mantener buenas relaciones con el resto de la comunidad internacional, aunque sólo sea para evitar añadirse problemas a los que ya se derivan de la gestión de las respectivas agendas nacionales. En la mayoría de los casos sólo se abandona esta pauta de comportamiento cuando, en defensa de los intereses propios, es necesario adoptar una política de firmeza, asumiendo que habrá que soportar determinados costes a partir del momento en el que la relación comienza a tensarse. Son muy pocas las ocasiones en las que se llega a ese punto no por defensa de intereses geoeconómicos y/o geopolíticos, sino por poner los valores y los principios por delante. La decisión que acaba de adoptar el gobierno español en relación con Israel entra plenamente en esta segunda categoría, sabiendo que el paso dado va a suponer algunos costes para España.
Más allá de la consabida reacción del gobierno de Benjamín Netanyahu a todo lo que vaya en contra de sus planes –calificándolo impropiamente de antisemita, como si los palestinos no fueran también semitas y como si una crítica a su gestión fuera un ataque a los judíos–, las nueve medidas que el gobierno español ha anunciado con efecto inmediato contra Israel pueden ser inicialmente valoradas desde una doble perspectiva. Por un lado, atendiendo a lo que debería ser ahora mismo la máxima prioridad política y humanitaria –parar la matanza y atender las necesidades básicas de los gazatíes–, sólo cabe concluir que ninguna de las medidas adoptadas por el Ejecutivo español va a lograr modificar la situación de penuria y violencia asesina que define a la Franja. Son numerosas las líneas rojas que ha traspasado Tel Aviv desde el 7 de octubre de 2023 (y desde mucho antes), sin que Netanyahu y los suyos hayan tenido que soportar ningún coste real por sus sistemáticas violaciones del derecho internacional. Ninguna de las declaraciones emitidas por diversos gobiernos nacionales e instituciones internacionales han parado, ni siquiera ralentizado, el rumbo genocida que ha emprendido el trio Netanyahu-Smotrich-Ben Gvir, ni tampoco las tímidas medidas de castigo que algunos gobiernos comienzan a aplicar. Y lo mismo cabe esperar, desgraciadamente, de las decididas por el gobierno español.
En todo caso, eso no invalida ni menoscaba la importancia de lo que el presidente del gobierno ha anunciado desde la Moncloa. Es evidente que no hacía falta esperar tanto tiempo para tomar esa decisión, dado que las señales del genocidio en marcha son bien visibles desde hace al menos 20 meses y que se podía ir aún más lejos (rompiendo todo tipo de relaciones con Israel); pero eso no impide valorar positivamente un gesto político que muchos otros gobiernos occidentales no se han atrevido todavía a realizar. Un gesto que, más allá de la prohibición de entrada en Israel a dos miembros del gobierno español, a buen seguro va a reportar perjuicios para España, teniendo en cuenta tanto la dependencia que tenemos en tecnología de defensa, sobre todo en guerra electrónica y en ciberdefensa (lo que nos obligará de inmediato a buscar alternativas de suministro), como la previsible respuesta estadounidense en el terreno militar en apoyo de su aliado israelí, tratando de presionar a España con la amenaza de sanciones económicas y de recortar la colaboración en el terreno de la defensa (sea en el uso que hacen sus fuerzas de las bases aéreas y navales en territorio español o incluso elucubrando con la opción marroquí como alternativa).
En consecuencia, una vez establecido un rumbo que identifica a España como un actor decidido a ir más allá de las palabras, queda por ver si hay voluntad política para traducirlas en hechos sin emplear ningún tipo de subterfugios. Asumiendo que lo decidido hasta aquí ya coloca a España en la diana de Israel (y de Estados Unidos), es deseable que el gobierno asuma el reto y se atreva a dar el paso de aplicar esas nueve medidas en su integridad. Eso significa, por ejemplo, despejar cualquier duda sobre la extensión del embargo de armas (que hasta ahora no se estaba aplicando) no sólo “a la compra y venta de armamento, munición y equipamiento militar”, sino también a los componentes y productos intermedios de procedencia israelí que sirvan para ensamblar sistemas de armas en territorio español. Y lo mismo cabe decir sobre “la prohibición del tránsito por puertos españoles de barcos que transporten combustible destinado a las Fuerzas Armadas israelíes”, para incluir asimismo a los que transporten material militar de cualquier tipo. Otro tanto cabe demandar sobre “la denegación de entrada al espacio aéreo español de todas las aeronaves de Estado que transporten material de defensa destinado a Israel”, entendiendo que eso mismo debe ser aplicado al resto de aviones que realicen esa actividad. Es el impulso supremacista y violento que caracteriza hoy al gobierno israelí lo que ha activado una dinámica que ha llevado al gobierno español a una colisión tan indeseable como inevitable. Una dinámica que no responde a ningún tipo de sesgo antijudío, sino al debido y obligado respeto a las normas básicas del derecho internacional y a la defensa de los derechos humanos. Actuar en consecuencia, en defensa de los valores y principios que nos definen como sistemas democráticos, es lo que convierte dicha colisión en necesaria y (ojalá) en un ejemplo a seguir por otros gobiernos.