Tenemos un problema en la economía global. La economía China, la más grande del mundo si se la mide a Paridad de Poder de Compra, no encaja en la Organización Mundial de Comercio (OMC), que es la principal institución multilateral que tenemos para regular la globalización. No es que China incumpla explícitamente las normas, sino que la regulación de la OMC no fue diseñada pensando en una economía como la de China, donde el papel del Estado es ubicuo y la política comercial busca tanto aumentar la prosperidad como, sobre todo, fortalecer la política exterior para incrementar el poder chino en el sistema internacional. Así, el gigante asiático lleva dos décadas, desde que entró en la OMC en 2001, subsidiando a sus empresas, forzando la transferencia de tecnología o ignorando las prácticas de transparencia habituales en Occidente.
Durante años, los demás países no se dieron cuenta, o más bien hicieron la vista gorda. Pensaban que China, conforme se desarrollara, terminaría convirtiéndose en una democracia liberal con una economía de mercado homologable a las occidentales, como habían hecho antes Japón y Corea del Sur. Así, la entrada de China en la OMC, auspiciada por EEUU, se celebró como un gran paso para la integración de China tanto en la economía global como, sobre todo, en el sistema internacional. Las normas OMC iban a domesticar el capitalismo de Estado chino, mostrándole el camino hacia el sistema de libre mercado. China, decían en Washington y Bruselas, sería un país más y se amoldaría a las normas económicas internacionales diseñadas por los aliados de la OTAN. Nada podía salir mal: el jugoso mercado chino se iría abriendo, sus consumidores (que serían cada vez más ricos) comprarían cada vez más productos occidentales, las empresas de los países avanzados podrían seguir invirtiendo en el enorme mercado asiático y obteniendo elevados beneficios y su mano de obra barata permitiría a los consumidores de las potencias avanzadas seguir adquiriendo bienes de consumo a bajo coste.
Como sería un proceso largo, en el protocolo de acceso de China a la OMC se especificó que no había obligación de catalogar a China como economía de mercado durante 15 años, lo que permitiría al resto de países emplear las cláusulas antidumping o las contramedidas para compensar los subsidios a las empresas chinas con mayor flexibilidad en el caso de que una avalancha de productos chinos baratos causara disrupciones serias en sus mercados. Pero la estrategia a largo plazo estaba clara: China encajaría en la visión del mundo de Occidente, y una pieza fundamental de ese encaje sería su adopción de la normativa de la OMC.
Sin embargo, las cosas no salieron como estaba previsto. El crecimiento económico chino fue cada vez más intenso, pero su modelo económico, aun con reformas, no convergió con el occidental. El sistema productivo siguió girando en torno a conglomerados híbridos público-privados que disfrutaban de amplio crédito gracias a un sistema financiero controlado por el Estado. Las empresas chinas lograban añadir valor y tecnología a sus productos a gran velocidad forzando a las empresas extranjeras a compartir su conocimiento con socios locales si querían operar en el mercado chino, para después ser expulsadas una vez que sus productos y procesos eran copiados. Además, el mercado chino permaneció básicamente cerrado a muchas de las exportaciones de los países avanzados al tiempo que las empresas extranjeras se encontraron con cada vez más obstáculos y discriminaciones para operar, además de no poder repatriar beneficios. El resultado fue un enorme superávit por cuenta corriente en China, alimentado, además de por las ventajas de costes y por los bajos estándares medioambientales, por el mantenimiento de un tipo de cambio artificialmente bajo: una estrategia neo-mercantilista de libro. Y según crecieron, las grandes multinacionales chinas se lanzaron a invertir en Occidente para hacerse con tecnologías punta. China estaba decidida a no perder el tren de la cuarta revolución industrial como había perdido el de la primera en el siglo XIX porque aquel retraso le había costado un siglo de humillación.
Los 20 años de China en la OMC son, por lo tanto, una historia de frustración y sueños rotos para Occidente, que han llevado al bloqueo de la institución.
Federico Steinberg
Cuando los países avanzados se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo, hace aproximadamente una década, comenzaron a acusar a China de competencia desleal. Primero fue EEUU y más recientemente los países europeos. Pero China contestaba que no había ninguna norma de la OMC que estuviera incumpliendo, al tiempo que se negaba a negociar una reforma de la institución que permitiera regular sus prácticas económicas más nocivas. Y como la reforma de la OMC exige consenso, o al menos que las grandes potencias se pongan de acuerdo, estamos atascados. Y, mientras tanto, la OMC se va desangrando.
EEUU, sobre todo con Trump (aunque Biden ha continuado con una estrategia similar), optó por confrontar a China mediante la guerra comercial, que elevó los aranceles entre ambos países desde menos del 5% en 2016 hasta más del 20% en la actualidad. El conflicto, que sólo tiene perdedores desde el punto de vista económico, también está debilitando a la OMC. Se desarrolla fuera del marco de reglas multilaterales, y los aranceles sólo dejaron de subir cuando se llegó a un endeble acuerdo bilateral a finales de 2019. Por si esto fuera poco, EEUU, para desesperación de la UE, que parece ser la única gran potencia que sigue creyendo en la OMC, ha bloqueado la nominación de los jueces de su mecanismo de resolución de conflictos, (como no le gusta cómo operan las reglas y, de momento, no hay consenso para cambiarlas, ha decidido eliminar al árbitro). Por su parte, la UE, menos confrontacional y más interesada en evitar la desglobalización, adoptó una estrategia económica diferente en relación a China, pero que también se produce fuera del marco de la OMC. A finales de 2020, y bajo liderazgo alemán, cerró con China un acuerdo sobre inversiones (CAI, por sus siglas en inglés). Se buscaba la reciprocidad y que China fuera modificando algunas de sus prácticas laborales y medioambientales para asegurar un campo de juego equilibrado, al tiempo que se mostraba que había una estrategia alternativa para encajar a China en el sistema de normas internacionales que no era el de la confrontación. Pero como el CAI no parece que vaya a ratificarse porque China ha sancionado a varios eurodiputados que afirmaron que había violaciones de derechos humanos en China, ha ido adoptando instrumentos defensivos cada vez más potentes. El último es un sistema anti-coacción para imponer sanciones a países que actúen en contra de los intereses europeos.
China, como respuesta, y sintiéndose cada vez más amenazada, ha optado por reforzar el control político interno y revertir parcialmente la liberalización. Además, ha aumentado la retórica nacionalista y redoblado sus esfuerzos tanto para aislarse económicamente del resto del mundo como para lograr que los demás países sean cada vez más dependientes de sus productos y materias primas, precisamente cuando EEUU y la UE están intentando reducir la dependencia de productos chinos que se ha puesto de manifiesto ante la pandemia.
Los 20 años de China en la OMC son, por lo tanto, una historia de frustración y sueños rotos para Occidente, que han llevado al bloqueo de la institución. Sólo una reforma de la OMC que permita hacer el capitalismo chino compatible con el occidental y que fije las reglas para la economía mundial del siglo XXI (incluyendo los elementos medioambientales y digitales), permitirá evitar una progresiva corrosión de la globalización que reduciría los niveles de prosperidad en los países ricos y las perspectivas de desarrollo de los pobres. Pero ese acuerdo, a día de hoy, se antoja muy difícil.
Imagen: Sede de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Ginebra. Foto: World Trade Organization (CC BY-SA 2.0).