La Cumbre del G20 celebrada en 2025 en Johannesburgo marca un punto de inflexión en la historia de la gobernanza económica mundial. Por primera vez desde la creación de este foro de dirigentes en 2008, Estados Unidos (EEUU) no sólo no influyó en la confección del programa, sino que decidió boicotear todo el proceso. El presidente Donald Trump se negó a asistir, justificó su ausencia con la afirmación inventada de que en Sudáfrica “se está matando a los afrikáners” e intentó desprestigiar la cumbre al insistir en que el país anfitrión celebrara una ceremonia de traspaso de poderes con un diplomático estadounidense de bajo rango. El presidente Cyril Ramaphosa, alentado por otros miembros del G20, rechazó ceder a la presión de EEUU. Es más, incluso “se atrevió” a emitir una declaración de líderes del G20 sin el visto bueno de la Casa Blanca. ¿Un paso sin precedentes hacia el mundo de “después de la hegemonía”, parafraseando a Robert Keohane?
La Cumbre del G20 en Johannesburgo permite vislumbrar de un modo tímido e incipiente cómo sería la gobernanza mundial sin el liderazgo de EEUU. El mundo no se ha adentrado por completo en el sistema post hegemónico, pero sí ha presenciado un primer miniensayo.
Por supuesto, este momento no supone el inicio de un nuevo orden mundial, ni mucho menos. Lo que sí demuestra –de un modo vacilante, imperfecto y simbólico– es que el multilateralismo puede sobrevivir sin EEUU. El G20 elaboró una declaración final, se reafirmaron los compromisos climáticos y las principales economías coordinaron sus posiciones diplomáticas. No son logros baladíes. Apuntan a un mundo que está empezando a funcionar “después de la hegemonía”: un mundo en el que la cooperación persiste porque los Estados y sus respectivas sociedades civiles ven valor en la acción colectiva sin que una potencia hegemónica dirija el proceso. Así quedó patente en los debates de la Cumbre Think-Tank 20 (T20) a los que asistí en los últimos años y en los que EEUU ha estado cada vez menos presente.
Y esto no es más que el principio. Las conclusiones de la cumbre de Johannesburgo plantean más preguntas que respuestas sobre el aspecto que tendría un sistema multilateral post hegemónico.
El boicot estadounidense
El contexto político del boicot estadounidense marcó el tono de esta cumbre del G20. Así pude apreciarlo con claridad en mis conversaciones durante el T20. Los funcionarios y think tankers sudafricanos y muchos otros interlocutores de África interpretaron la ausencia de Trump como un insulto al país anfitrión y a todo el continente. Su insistencia en un relato inventado sobre la matanza de afrikáners añadió matices raciales e ideológicos. En líneas más generales, el boicot ilustra la transformación más amplia de EEUU desde erigirse como una presencia estabilizadora en la gobernanza mundial a convertirse en un interlocutor más impredecible, selectivo y, en ocasiones, abiertamente hostil.
Este cambio quedó patente en el momento elegido para presentar el plan estadounidense de 28 puntos destinado a poner fin a la guerra en Ucrania, apenas unas horas antes del inicio de la cumbre del G20 y pese a la ausencia de Washington. La percepción generalizada de las capitales europeas sobre el plan es que presenta un sesgo favorable hacia Rusia y ofrece concesiones que socavan los principios fundamentales de la soberanía ucraniana. Lo que más preocupó a las delegaciones europeas no fue el contenido, sino el método: EEUU intentó imponer un acuerdo de paz de forma unilateral, sin consultarlo con nadie y sin estar presente en el encuentro multilateral más importante del mundo.
Esta combinación de boicot y unilateralismo constituye una ruptura inequívoca del papel histórico que ha desempeñado EEUU en el pasado. En vez de ejercer un liderazgo que sustente la cooperación, Washington actúa ahora sin tapujos como una potencia hegemónica “depredadora”: utiliza su poder para influir en los resultados en función de sus propios intereses, esquivando los procesos institucionales adecuados y, lo que es aún más importante, sin atender a la reacción que puedan provocar esas acciones entre sus aliados más cercanos. Las implicaciones para el G20 son de índole existencial. ¿Podrá sobrevivir sin la participación de EEUU?
Europa y el sur plural
Una de las dinámicas centrales en Johannesburgo fue la convergencia incipiente –aún frágil y coyuntural– entre Europa y algunas partes del sur global. No es un nuevo eje político, ni tampoco una coalición coherente con una cosmovisión unificada. Se trata más bien de una alianza provisional nacida de la necesidad, impulsada por el interés común de evitar que el G20 se vea abocado a la irrelevancia.
Para Europa, lo que está en juego también es de carácter existencial. Ese es el motivo por el que, según se ha informado, los europeos llevaron la voz cantante en favor de emitir la declaración de líderes del G20. No hacer pública una declaración final por el mero hecho de que EEUU se opusiese implicaría “ceder soberanía a Washington” en un momento crucial en el que está en juego la seguridad del Viejo Continente. En ese sentido, llamó la atención que los países europeos –junto a Japón y Canadá– adoptaran una postura aún más enérgica en Johannesburgo al oponerse de manera colectiva a la propuesta ruso-estadounidense sobre Ucrania, pedir que “se siguiese trabajando” y negarse a aceptar un proceso que obviaba por completo las normas multilaterales.
Para el sur global (cuyo nombre más adecuado debería ser el sur plural, habida cuenta de que no se trata de un bloque coherente, sino de docenas de países con su propia idiosincrasia y sus propios intereses), la prioridad aquí consiste en ganar influencia en la escena mundial. Sudáfrica, Brasil, la India e Indonesia comparten el interés de demostrar que el G20 no puede supeditarse a los ciclos políticos de EEUU ni ser un instrumento al servicio de la rivalidad entre las grandes potencias. La decisión de Ramaphosa de publicar una declaración completa tras la cumbre a pesar de las quejas estadounidenses constituyó una afirmación deliberada de que las potencias emergentes son capaces de custodiar los procesos mundiales de manera responsable.
Por ese motivo, el acercamiento entre Europa y el sur global se entiende como una coalición de quienes abogan por la continuidad institucional. No es ideológica ni está dirigida contra EEUU en concreto. Surge del reconocimiento de que, en un mundo fragmentado, el coste de dejar que las instituciones se hundan es más alto para todos, y eso incluye a EEUU, aunque Trump y algunos de sus asesores quizá no sean capaces de verlo.
Multilateralismo simbólico
Pese a que puede presentarse como una lista de buenas intenciones con pocas probabilidades de hacerse realidad, la declaración del G20 en Johannesburgo tiene un peso simbólico real. El cambio climático se menciona 13 veces, la sostenibilidad 66, la igualdad 44 y el género en cinco ocasiones. Son números importantes a nivel político. Apuntan a prioridades que un amplio abanico de países –de Europa, África, Asia y América Latina (al menos en el caso de Brasil, no tanto en Argentina)– están dispuestos a articular colectivamente, incluso si EEUU opta por no participar.
Ahora bien, el simbolismo no equivale a la sustancia. Es verdad que, en última instancia, la declaración constituye un catálogo de aspiraciones y no tanto una hoja de ruta orientada a la acción. El G20 no suele generar compromisos vinculantes y lo cierto es que, sin EEUU, la separación entre la retórica y la ejecución se acentúa aún más. El éxito o el fracaso de la cooperación multilateral no se puede medir por el número de veces que se menciona el clima en un comunicado, sino por el hecho de que se reduzcan las emisiones, se transformen los flujos financieros y se cumpla con los objetivos de desarrollo.
En ese sentido, la cumbre de 2025 pone de manifiesto la posibilidad –aún no la realidad– de un multilateralismo post hegemónico. El sistema ha demostrado ser lo suficientemente resistente para seguir funcionando en ausencia de EEUU, pero sin contar aún con eficacia suficiente para obtener resultados colectivos.
El papel estratégico de la Unión Europea
Si EEUU se apea de su liderazgo multilateral y China sigue mostrándose reacia a asumir ese papel, la Unión Europea (UE) se erigiría como el único interlocutor importante con la identidad normativa y el compromiso institucional necesarios para defender los principios del orden liberal. Ahora bien, para eso haría falta un cambio estratégico.
En primer lugar, la UE debe comprender que el sur global es un sur plural, con diversidad en cuanto a intereses, sistemas políticos y culturas estratégicas. Por lo tanto, la interacción debe ser bilateral, respetuosa y sin superioridad moral. Un relato único por parte de la UE no tendría el mismo eco en Brasilia, Yakarta, Riad o Pretoria. Lo esencial es forjar alianzas personalizadas.
En segundo lugar, la UE no debe tener miedo a profundizar en la cooperación con el sur plural por no traicionar a Washington. Es EEUU el que se está alejando de las estructuras multilaterales y está intentando influir en los resultados desde fuera. Preservar la gobernanza mundial no es deslealtad, sino autonomía estratégica a través de canales diplomáticos.
En tercer lugar, Europa debe asumir que ni EEUU ni China encabezarán este nuevo multilateralismo de “después de la hegemonía”. Las dos superpotencias consideran que el multilateralismo restringe su poder más de lo que lo potencia. Por ese motivo, la UE debe trabajar con sus socios del norte y el sur plurales para crear un nuevo multilateralismo.
Por último, en la actualidad, es la UE —y no los Estados Unidos de Trump— la que defiende con una mayor constancia los valores esenciales de la apertura, la cooperación basada en normas, la democracia y los derechos humanos. No es eurocentrismo, sino un reflejo de la realidad geopolítica. Si se pretende que esos valores sigan formando parte del sistema internacional, serán los europeos y sus socios en el norte y el sur plurales quienes tendrán que defenderlos.
Siguiente parada: Miami
La Cumbre del G20 en Johannesburgo permite vislumbrar de un modo tímido e incipiente cómo sería la gobernanza mundial sin el liderazgo de EEUU. El mundo no se ha adentrado por completo en el sistema post hegemónico, pero sí ha presenciado un primer miniensayo. Ha quedado demostrado que la cooperación es posible, se ha aprobado una declaración y tanto Europa como el sur global han colaborado con un espíritu pragmático.
Sin embargo, los límites están claros también. El simbolismo no puede sustituir a la ejecución real. La ausencia de EEUU crea un espacio político, pero también genera fragilidad institucional. Sigue siendo una incógnita si este multilateralismo emergente será capaz de ofrecer resultados reales en materia de, por ejemplo, clima, desarrollo o estabilidad macroeconómica y financiera.
La presidencia sudafricana del G20 marca el final de un ciclo. Todos los países que conforman este club han sido ya sede del foro. Por eso es bastante lamentable que EEUU haya boicoteado esta última cumbre y es aún más preocupante el riesgo de que la reunión del G20 en Miami en 2026 pueda convertirse en un ejercicio de protagonismo presidencial y que Trump piense en hacer girar la cumbre en torno a su prestigio personal, la ostentación y la escenificación política, en vez de en la resolución de los problemas colectivos.
Después de todo ese despliegue, quizás sea el momento de que, en 2027, la UE se plantee acoger por primera vez la reunión del G20. Si existe una capital en el mundo que pueda salvar el multilateralismo, no cabe duda de que esa ciudad es Bruselas.
