El secularismo ha muerto. El propio Ratzinger, siendo cardenal, se reunió con el filósofo alemán Jürgen Habermas en la Academia Católica de Baviera en 2004 para concluir que vivimos en una sociedad postsecular. Un católico conservador y un ateo liberal de antecedentes marxistas reconocían que el secularismo había dejado de ser el principio normativo para regular las relaciones entre religión y política. El poder debía entonces orientar sus esfuerzos, no a privatizar o erradicar las creencias y prácticas religiosas de la vida pública, sino a reacomodarlas bajo el marco de un Estado aconfesional a fin de alcanzar democracias más pluralistas.
Sin llegar al cisma, el último Papa abrió la brecha, en la Iglesia y entre actores de la política global (…), al dejar emerger otras posibles formas de acomodar religión y política en las coordenadas postseculares de este siglo.
El siglo XXI se ha iniciado, como en otros momentos de la Historia, con la apertura de un espacio de lucha por el poder de definir y dar forma a los tipos de religiosidad que sirven para la promoción de unas políticas de seguridad, libertad y justicia propias de determinadas racionalidades de gobierno. Un ejemplo son los esfuerzos de Estados Unidos (EEUU), desde la Administración demócrata de Obama (2009-2017) hasta las republicanas de Trump (2017-2021 y 2025), por insertar la religión en sus agendas de seguridad nacional a través del diseño legal y político de lo que es la libertad religiosa; las “buenas” y “malas” formas de religiosidad en el mundo, aptas para ser reconocidas y protegidas o demonizadas y sancionadas en nombre de determinados modelos de “vida buena”. El Vaticano no tardó en ocupar con avidez su lugar en esta contienda. Ratzinger dio la batalla en la dimensión de la teología política, aceptando buena parte de la ingeniería liberal de la postsecularidad, mientras que Francisco la dio en el terreno de la comunidad de creyentes, reconociendo, en ocasiones, formas micropolíticas de religiosidad más allá de los marcos liberal o conservador.
Si bien no abandonó la política institucional –buscó “limpiar” el Vaticano y desarrolló una diplomacia más visible y aparentemente activa que Papados previos, aunque poco efectiva en incidencia política–, la estrategia de Francisco consistió en aumentar y modelar la comunidad católica de creyentes. Más que abrazar la religión como un código moral (un conjunto de dogmas) institucionalizado en una Iglesia, dirigió la atención a las prácticas de religiosidad católica en las geografías del planeta. Según datos publicados por la Oficina Central de Estadística de la Iglesia en 2025, el catolicismo ha crecido en los cinco continentes (hasta situarse en 1.406 millones), siendo África (3,31%), América (0,9%) y Asia (0,6%) los que presentan las mayores tasas de crecimiento anual. África alberga el 20% de la población católica mundial (281 millones) –al igual que Europa (20,4%) pero con un crecimiento menor (0,2%)– y la República Democrática del Congo y Nigeria son los países africanos más católicos. En América vive el 47,8% de los católicos del mundo, principalmente en Centroamérica (13,8%) y Sudamérica (27,4%), destacando Brasil con 182 millones (13% de la población católica mundial). Y Asia aglutina el 11% del catolicismo mundial (154 millones), con una mayor concentración en Filipinas (93 millones) y la India (23 millones), así como un incremento llamativo en países como Corea del Sur y un crecimiento sostenido en China desde los años 70.
La tendencia demográfica mundial del catolicismo y la búsqueda de jóvenes para alimentar el futuro de la Iglesia han sido claves estratégicas en el gobierno de Francisco. En el siglo XXI, la Iglesia católica ya no es europea ni occidental, lo cual ha empujado la aplicación de medidas como revertir el desequilibrio entre la oferta pastoral (sacerdotes, obispos, cardenales y otros cargos) y la demanda de creyentes católicos en África, América y Asia; un reforzamiento institucional que se refleja en las procedencias (y experiencias) de los 133 cardenales que participan en el cónclave de esta semana para la elección del nuevo pontífice. Si bien el número de cardenales europeos ha disminuido respecto al cónclave anterior (52 y 60, respectivamente) y participan por primera vez 12 países mayoritariamente africanos y asiáticos (Haití, Cabo Verde, República Centroafricana, Sudán, Papúa Nueva Guinea, Malasia, Timor Oriental, Singapur, Paraguay, Luxemburgo, Suecia y Serbia), la representación del catolicismo en África, Asia y América Latina continúa en una tendencia de alza ya visible en el cónclave de Benedicto XVI.
Por otra parte, el interés de Francisco por la religiosidad “viva” ha abierto un espacio político para comprender y hacer Iglesia desde las modulaciones del catolicismo “situado”; es decir, desde las prácticas cotidianas de los creyentes. Más allá de una comprensión e institucionalización del “ser católico” como un código de identidad y conducta monolítico que atraviesa el cuerpo, la mente y la agencia política de sus creyentes, este espacio ha dado visibilidad (y curso político) a las realidades complejas, no-lineales, diversas e incluso contradictorias de quienes forman la Iglesia. Mujeres católicas, feministas y defensoras del derecho al aborto, estadounidenses de origen latinoamericano partidarios de las políticas antiinmigración de Trump, personas católicas con una práctica ritual sincrética entre religiones y otras espiritualidades o fuerzas de la Naturaleza, sicarios que le rezan a la Virgen, madres solteras que viven de la prostitución o de la venta de contenido sexual por Internet y personas creyentes trans, son algunos ejemplos de los múltiples (re)ajustes entre religión y política que emergen de la vida cotidiana.
Este espacio, abierto no sin límites (ej., el aborto y la ordenación sacerdotal de las mujeres), fomenta el encuentro con la “diferencia” y cuestiona las ideas de persona católica “normal” y “anormal”, “buena” y “mala”, “segura” y “peligrosa” que han sido históricamente producidas a través de ingenierías de poder, sean conservadoras o liberales, autoritarias o democráticas. En este sentido, es significativo el alcance político de frases como “quién soy yo para juzgarles [(…) a los católicos trans]” o “la Iglesia no puede cerrarle la puerta a nadie; el día que pierda su universalidad, dejará de ser Iglesia”, pronunciadas por el Papa Francisco.
“Periferia” ha sido un concepto central en el gobierno misionero de Francisco. La reconfiguración geográfica de la comunidad católica hacia el sur es una lectura válida. Sin embargo, su poder político radica fundamentalmente en la idea de “límite”, entendida como hacer comunidad en el encuentro cotidiano con “los límites de” aquello que consideramos “lo posible, lo normal, lo bueno y lo justo”. Sin llegar al cisma, el último Papa abrió la brecha, en la Iglesia y entre actores de la política global (ej., Estados, organizaciones internacionales, movimientos sociales, ONG, academia y empresas), al dejar emerger otras posibles formas de acomodar religión y política en las coordenadas postseculares de este siglo. Quien le suceda en el cónclave, no seguirá su camino por su origen geográfico periférico, pobremente interpretado como una acción de descolonización, sino por el empeño de seguir forzando los límites; esto es, de producir creyentes y ciudadanos “periféricos” en tiempos oscuros.