La China verdadera y la China de Malraux

Encuentro entre André Malraux y Mao Zedong en 1965. Foto: Malraux.org. Blog Elcano
Encuentro entre André Malraux y Mao Zedong en 1965. Foto: Malraux.org.
Encuentro entre André Malraux y Mao Zedong en 1965. Foto: Malraux.org. Blog Elcano
Encuentro entre André Malraux y Mao Zedong en 1965. Foto: Malraux.org.

Se escriben y se dicen tantas cosas sobre China que las informaciones nos sobrepasan. Esto plantea una eterna cuestión: ¿de qué China estamos hablando? ¿De la China como superpotencia global del siglo XXI? ¿De la China fundada por Mao, una referencia idealizada para muchos intelectuales del siglo XX? ¿De la China de Confucio, con sus valores de armonía y jerarquía? ¿De la China como uno de los mayores milagros económicos de la historia reciente? China es mucho más que una nación, y casi es un continente. En realidad, se asemeja a un universo que puede ser abordado desde una multiplicidad de perspectivas, inagotables y capaces de sorprender. Ser sinólogo, y ciertamente yo no lo soy, resulta una tarea mucho más compleja que la de los sovietólogos del tiempo de la Guerra Fría, con unos conocimientos que parecían basarse más en la intuición que en la teoría política o en la razón.

Cansado de debates y especulaciones complejas y estériles, me encontré con la obra de un escritor que en el período de entreguerras pasaba por ser un experto en China y alcanzó la gloria literaria con su pretendida erudición. Me refiero a André Malraux, el hombre que pasó del comunismo al gaullismo sin apenas solución de continuidad. Malraux siempre fue un nacionalista, y Mao nunca dejó de ser nacionalista por el hecho de ser comunista. La guerra civil china fue un conflicto entre dos maneras de entender el nacionalismo, entre dos distintas influencias de Occidente. Al final uno acaba haciéndose la misma pregunta: ¿hasta qué punto China se occidentalizó? ¿Una civilización milenaria fue arrinconada en beneficio de dos ideologías occidentales, el marxismo y el nacionalismo? Con apenas veinte años, en 1921, André Malraux empezó a escribir un libro, de corta extensión, con el título de La tentación de Occidente, aunque no se publicó hasta cinco años después. La obra adopta la forma de epistolario entre un chino en Francia y un francés en China, a modo de homenaje a obras clásicas como las Cartas persas de Montesquieu o Las relaciones peligrosas de Pierre Choderlos de Laclos.

Según Malraux, China sufre la tentación de occidentalizarse, si bien la occidentalización resulta un instrumento para combatir la hegemonía de Occidente en el mundo. De hecho, el despertar de los territorios colonizados política o económicamente fue en paralelo a la recepción de ideologías occidentales. Pero además La tentación de Occidente refleja las inquietudes de un joven escritor ante el panorama de las ruinas físicas y morales dejadas en Europa por la Primera Guerra Mundial. Malraux es un seguidor de Nietzsche y un precursor del existencialismo, un hombre que piensa que la civilización europea se desliza hacia un nihilismo. Aparentemente ve en la milenaria civilización china una especie de tabla salvadora ante la desesperación y el vacío que invade a la sociedad y la política europea de su tiempo. En este sentido Ling, el viajero chino del libro, alaba la supuesta calma y serenidad de su civilización frente a los deseos de gloria y de acción de los occidentales. Considera que la intensidad de las emociones debería primar sobre las acciones. Según Ling, es inútil transformar el mundo. En realidad, es el mundo quien transforma al ser humano. Mientras los occidentales buscarían construir el tiempo, los chinos serían construidos por el tiempo. Estas consideraciones llevan a una conclusión: en las primeras etapas de su trayectoria vital y literaria, Malraux expresaba a menudo ideas del marxismo, pero en realidad no creía demasiado en los dogmas ideológicos. Su pensamiento no era tan acreedor de Marx como de Schopenhauer, que distinguía en el mundo entre voluntad y representación.

André Malraux es un novelista, y no un estudioso de las ciencias sociales. Hay quien le considera un representante de la posverdad por su habilidad en adornar los hechos y elevar la anécdota a la categoría de historia, relacionada con esa concepción del destino en la que solía complacerse su admirado De Gaulle. Lo demuestra el relato de su entrevista con Mao en 1965, contenido en sus Antimemorias, y que llevó a Nixon a solicitar consejo a Malraux antes de su histórico viaje a China. Sin embargo, La tentación de Occidente contiene una interesante reflexión que cien años después no ha quedado desfasada. El viajero francés, A.D., visita a Wang Loh, un sabio chino, en un hotel de Shanghái. Este se lamenta porque cree estar asistiendo al derrumbamiento de China, en concreto del confucianismo, “un sistema que consiguió vivir sin apoyarse ni sobre los dioses ni sobre los hombres”. Según Wang Loh, el confucianismo es lo más opuesto al individualismo occidental. Sin embargo, percibe que este espíritu chino se vacía poco a poco y no solo por el hecho de que los jóvenes adopten la vestimenta y las costumbres occidentales. Europa no seduce a unos jóvenes que, en el fondo la odian, pero termina penetrando en ellos y los deja vacíos.

Las reflexiones de Wang Loh sobre la decadencia del confucianismo han de contrastarse con las opiniones de Xi Jinping en torno a los autores de la tradición como Mencio y Confucio. En plena revolución cultural, las consignas de Mao arremetían contra el confucianismo, aunque esos tiempos han quedado atrás. Ahora el pasado de una civilización milenaria debe de encontrar su utilidad en las circunstancias del presente. Desde el poder se resaltan los valores de jerarquía, orden y disciplina propios del confucianismo, pero al mismo tiempo se percibe la inquietud por un cáncer que acecha a todos los regímenes políticos y sociales: la corrupción. La corrupción puede debilitar a una democracia y socavar a una dictadura. No necesariamente lleva al hundimiento de un régimen, aunque puede desembocar en un prolongado estado vegetativo. Frente a la corrupción, Xi Jinping tiene que oponer la determinación de Mao y la ética de Confucio. El régimen no puede cuestionar el legado del fundador de la República Popular China pues negaría su propia legitimidad. Ese legado ideológico es, en buena parte occidental, pero resultaría insuficiente para la proyección de China en el mundo. Las ideologías tomadas de Occidente no deberían marginar a una civilización milenaria, cuyo prestigio se ha construido de la mano de la sabiduría y de la ética. Un ejemplo de esa sabiduría es este dicho de Confucio: “Si te mueves solo por el beneficio, terminarás por despertar el resentimiento” (Analectas 4, 12). Es una advertencia contra la pérdida de valores morales y las situaciones de injusticia.

André Malraux nunca pareció entender a China. Era un maestro de la ornamentación literaria y tenía la capacidad de revestir a Mao, su “emperador de bronce”, con los rasgos de un héroe nietzscheano. Sin embargo, Wang Loh, su personaje ficticio, tenía razón al preocuparse por el vacío que Occidente podía provocar en el espíritu chino. El “sueño chino” no podrá tener un largo recorrido si prescinde de la sabiduría de la tradición.