Votar y vetar en la Unión: una interpretación de la posición española en la CIG 2003

Votar y vetar en la Unión: una interpretación de la posición española en la CIG 2003

Tema: El sábado 4 de octubre se abrió en Roma la Conferencia Intergubernamental (CIG) que debe examinar el Proyecto de Tratado Constitucional elaborado por la Convención Europea. Como era previsible, la cuestión del sistema de representación y votación de los Estados Miembros en el Consejo de la Unión se ha situado en primer plano de debate y polémica. Este análisis examina en detalle la posición del Gobierno español tanto desde el punto de vista de su fundamento y justificación como desde el ámbito de sus estrategias negociadoras y posibilidades de éxito.

Resumen: En línea con lo manifestado por el Gobierno español durante y después de la Convención, nuestro Gobierno ha situado como elemento central de su posición ante el proyecto de Tratado Constitucional, que examina estos días la Conferencia Intergubernamental, el rechazo a las reglas de decisión en el Consejo propuestas por el artículo 24 de dicho proyecto constitucional. En lugar de la doble mayoría (simple) de Estados y población (tres quintos) que plantea el proyecto constitucional, el Gobierno español ha reiterado públicamente en numerosas ocasiones que el mantenimiento de los acuerdos alcanzados en Niza era una cuestión de principios.

Este análisis plantea el examen de la posición española desde un triple ámbito. Primero, en razón de la coherencia de los argumentos esgrimidos por el Gobierno. Segundo, en cuanto a la existencia o no de alternativas. Tercero, en cuanto a la calidad de las estrategias negociadoras y sus consecuencias. De este análisis pueden extraerse tres conclusiones. Primero, que la estrategia de aferrarse a Niza tiene pocas posibilidades de éxito. Segundo, que el diseño planteado por la Convención otorga demasiado poder de bloqueo a los Estados más grandes, por lo que podría y debería ser mejorado. Tercero, que en cuanto a las estrategias negociadoras del Gobierno español, existe una contradicción entre la crítica pública a la propuesta de la Convención, que justifica su rechazo en el hecho de que la Unión quedaría en manos de los Estados más poblados, y los mensajes y señales que emite el Gobierno español a puerta cerrada, en el sentido de que aceptaría el sistema de la Convención siempre que se rebajara el umbral de población necesario para bloquear, de tal manera que España preservara el estatuto de país grande que obtuvo en Niza. Aceptar un acuerdo sobre estas bases, se advierte en las conclusiones, supone reforzar el poder no sólo de España, sino de todos los grandes y, más notablemente, de Francia y Alemania, a la vez que dejar en evidencia los argumentos y principios que el Gobierno ha venido planteando como justificadores de su posición.

Análisis: Niza, un puente muy lejano
España consiguió en Niza el estatuto de país grande. Este fue un hecho histórico, ya que en el momento de su adhesión a la (entonces) Comunidad Europea en 1986, España, debido a su débil posición negociadora y a las diferencias de población con respecto a los más grandes, recibió una asignación de 8 votos en lugar de los 10 disfrutaban los cuatro grandes. El éxito de Niza se debió a la combinación de dos factores. Por un lado, la habilidad negociadora del Gobierno español, que supo canjear en votos contantes y sonantes los compromisos obtenidos durante las negociaciones del Tratado de Ámsterdam tres años antes, jugó un papel indudable. Pero, por otro, debemos mucho a la obstinación del Presidente Chirac, ya que al rechazar de plano cualquier sistema de asignación de votos en el Consejo que implicara que Francia tuviera menos votos que Alemania desató un efecto cascada del cual se benefició notablemente España.

Sin embargo, el problema de Niza es que complicó notablemente un sistema de votación que ya era bastante complicado de por sí. Por un lado, se realizó una asignación de votos basada en la población (los grandes dispondrían de 29 o 27 votos, los medianos entre 14 y 10 y los pequeños entre 7 y 3); por otro, se aprobó una regla decisoria que sitúa la mayoría cualificada en el 72% de dichos votos. Pero es que, además, se exigió que las decisiones en el Consejo contaran con el apoyo de una mayoría simple de Estados (14 en una UE a 27) y que representaran al menos al 62% de la población.

¿Qué significa esta proliferación de cláusulas y umbrales que España quiere mantener a toda costa? En la práctica poco, ya que todos los estudios sobre las reglas de decisión de Niza demuestran que el triple umbral (72% de votos, 51% de Estados y 62% de población) no tiene ningún sentido práctico, ya que el primero cancela a todos los demás. Además de los notables problemas técnicos del Tratado de Niza (recuérdese que los porcentajes no cuadraban, los umbrales no se correspondían con los votos, etc) y de legitimidad (los criterios de asignación de votos no son públicos ni tampoco equitativos de acuerdo a ningún principio visible), el principal problema de Niza es que el empeño por salvaguardar el poder decisorio nacional se cobró un altísimo precio. Niza tenía como objetivo corregir la sobrerrepresentación de los Estados más pequeños a favor de los más grandes, pero también y sobre todo, mejorar la eficacia decisoria en una Unión ampliada. Sin embargo, aquí de nuevo, todos los estudios técnicos demuestran que Niza ralentizará la toma de decisiones en una UE ampliada.

Por tanto, aunque España pueda estar orgullosa de lo alcanzado en Niza, desde el punto de vista del interés general europeo, el Tratado puso en evidencia que encomendar a los Estados miembros la defensa de los intereses colectivos de la Unión y, a la vez, los suyos propios, sesga los resultados hacia la satisfacción de los intereses nacionales. Se entiende así la decisión de articular un doble proceso como el que se ha llevado a cabo: primero una Convención que atendiera a los intereses generales para, a continuación, convocar una Conferencia Intergubernamental en la que los Estados puedan defender sus intereses nacionales, pero en el marco de los intereses generales. Nos encontramos, por tanto, ante un escenario sustancialmente distinto al de Niza ya que debido al método seguido por la Convención se hace muy difícil defender intereses nacionales sin, a la vez, justificar cómo y de qué manera éstos promueven el interés general europeo.

La Convención
Aunque sólo tuviera un mandato genérico para las cuestiones institucionales, resultaba inconcebible que la Convención, convocada para ofrecer a los europeos un proyecto de Constitución, dejara a un lado la cuestión del sistema de votación en el Consejo; máxime cuando el sistema aprobado en Niza había dejado tantos flancos al descubierto en términos de eficacia y democracia. En cualquier caso, la esencia técnica del sistema de votación propuesto por la Convención y que hoy se discute en la CIG reside en la adopción de la regla de doble mayoría de Estados y población. De esta manera, las decisiones en el Consejo se adoptarán siempre que exista una mayoría concurrente de Estados (de la mitad más uno) y de población (de 3/5, o el 60%). Por su parte, la esencia política de la fórmula planteada por la Convención es la renuncia de Francia a mantener la paridad formal de votos con Alemania (sobre todo, como tan esclarecedoramente ha dejado caer Giscard d’Estaing, tras haberse dado cuenta de que el precio de esa paridad es dar a España el mismo peso que a Francia). Sea como fuere, esta renuncia no tiene marcha atrás y se asienta en un compromiso entre ambos países de actuar coordinadamente en los asuntos europeos de tal manera que Alemania nunca vote en contra de Francia en una cuestión esencial para esta última y viceversa.

Ciertamente, la propuesta se introdujo de forma tardía, fue objeto de poco debate y, además, un gran número de países se manifestaron muy temprana e intensamente en contra de ella. Por tanto, tienen razón quienes rechazan la sacralización dogmática y política de dicha fórmula y plantean la necesidad de negociarla. Sería bueno, además, que se aprovechara la oportunidad para negociar el capítulo institucional en su conjunto, ya que la fórmula franco-alemana adoptada es también manifiestamente mejorable. Sin embargo, la dificultad de España a la hora de restaurar el status quo alcanzado en Niza no sólo se basa en la inamovilidad del pacto franco-alemán en esta materia sino en una cuestión técnica que no puede ser pasada por alto.

En efecto, la principal virtud de la regla de la doble mayoría es su flexibilidad, ya que permite situar en diferentes umbrales la mayoría (simple o del 51%, pero también estableciendo supermayorías de 3/5, 2/3, 5/7, 3/4, etc). También, permite anclar ambos umbrales decisorios (número de Estados y número de población) en el mismo punto o, como se ha optado, establecerlos en diferentes techos (mayoría simple de Estados pero mayoría de población de 3/5). Por tanto, no estamos ante una fórmula rígida, como es el caso de Niza, en la que, además, la traducción de población en votos es opaca, sino ante una fórmula que permite traducir todo tipo de propuestas normativas en unos porcentajes visibles. Por ejemplo, los Estados pequeños, defensores del principio de igualdad entre Estados, preferirán un umbral de población cercano al 51%, mientras que los Estados grandes preferirán un umbral más alto de población ya que así tendrían más fácil bloquear cualquier medida. Sin embargo, también sería posible otorgar algunas ventajas importantes a los pequeños elevando a 3/5 o a 5/7 el número de Estados necesario para aprobar una medida ya que, de esta manera, en lugar de catorce Estados, bastaría con once (en el primer caso) o nueve Estados (en el segundo), independientemente de su tamaño, para bloquear una medida cualquiera. Obviamente, la flexibilidad del sistema para acomodar todo tipo de propuestas pone en una posición muy difícil a aquellos, como el Gobierno español, que niegan que sus intereses puedan ser acomodados dentro de ese sistema y plantean como una cuestión de principios el retorno a Niza. Es fácil por tanto, predecir que España acabará inevitablemente obligada a traducir sus preferencias en unos porcentajes que entren dentro de esa lógica. El problema es que, cuando lo haga, los porcentajes que proponga deberán cuadrar con los argumentos que ha venido defendiendo públicamente hasta la fecha. ¿Cuáles son esos argumentos?

Argumentos mejores y peores, tácticos y de principios
La lección más importante de Niza, cara a la presente Conferencia Intergubernamental, reside en lo eficaz que puede ser una adecuada combinación de dos elementos: habilidad negociadora y buenos argumentos. En Niza, la habilidad negociadora se manifestó en una prudente y a la vez paciente labor de zapa por parte de nuestros diplomáticos, que a lo largo de los años han ido construyendo el marco argumentativo, político y legal en el cual se pudiera insertar la consideración de España como país grande. Esta habilidad negociadora nos dejó en una inmejorable posición para que, una vez abiertas las negociaciones en Niza, los argumentos de España fueran irrebatibles. Así, España pudo argumentar que si Francia, con veinticuatro millones de habitantes menos que Alemania, podía reclamar la misma cuota de poder, España, con veinte millones de habitantes menos que Francia, también podría reclamar una cuota igual a la de esta última. Un contraste muy notable, como es obvio, con la actual Conferencia Intergubernamental, en la que España parte de una posición de debilidad ya que su influencia en el diseño de las reglas de decisión que se discuten ahora ha sido nula y, lo que es peor, los argumentos que plantea, aunque correctos desde el punto de vista del interés nacional, tienen peor encaje tanto con los intereses nacionales de terceros países (excepto los de Polonia) como con los intereses colectivos de la Unión.

Respecto a los argumentos, resulta notable que en una cuestión de tanto calado e importancia para España y su futuro en la Unión Europea, el Gobierno español no haya hecho público ningún documento en el que se explique claramente en qué consiste su posición negociadora, cuáles son los argumentos, expectativas y cálculos que la justifican y de qué manera afecta realmente a los españoles y a su futuro dicha cuestión, máxime cuando España ha hecho de su defensa el núcleo de su posición en la Conferencia Intergubernamental, y teniendo en cuenta que el proyecto constitucional será sometido a referéndum en los próximos meses. En lugar de elaborar un Libro Blanco acerca del proyecto constitucional y la política de nuestro país en una Unión ampliada, como se ha hecho en el Reino Unido, nos encontramos con una posición negociadora de la que se va dando cuenta día a día, de forma fragmentaria y, en ocasiones, de forma abiertamente contradictoria. A falta de un documento (público) de posiciones que merezca tal nombre, del ramillete de argumentos ofrecidos por el Presidente del Gobierno y la Ministra de Exteriores en sus comparecencias en los últimos meses es posible reconstruir la posición española en los siguientes términos.

Un núcleo destacado lo ocupan los argumentos que cuestionan el mandato de la Convención para cambiar el sistema de Niza (que se dice que era “preparatorio, no revocatorio”), la oportunidad de cambiar las reglas del juego cuando acaban de ser ratificadas por los Quince y los candidatos (“el consenso político que ha hecho posible la ampliación es Niza”), y también los argumentos formales (“Niza está en vigor y la Convención no, por tanto España no veta nada, son los demás los que tienen que convencer a España de que su sistema es mejor” e, implícitamente, esforzarse por acomodar los intereses de España en el nuevo sistema). Estos argumentos no tienen más valor que el táctico ya que están destinados a reforzar la posición negociadora del Gobierno español. Dicho de otra manera, su objetivo es elevar el precio que estaríamos dispuestos a pagar por abandonar Niza pero no hacen imposible abandonar Niza: aunque la Convención no tuviera mandato, la Conferencia Gubernamental tiene toda la legitimidad para acordar un nuevo sistema de votación, establecer el consenso político en un punto distinto y solicitar a Parlamentos nacionales y opiniones públicas que lo conviertan en norma legal. Por tanto, son argumentos que carecen de carácter sustantivo.

A continuación es posible observar una serie de argumentos de difícil catalogación que o bien son desafortunados o erróneos técnicamente o, como mínimo, problemáticos desde el punto de vista político. Entre ellos, destaca la persistente reivindicación de la eficacia decisoria del sistema de Niza, cuando absolutamente todos los estudios técnicos demuestran que la doble mayoría que se discute estos días incrementa sustancialmente el número de coaliciones ganadoras posibles respecto a Niza. Esto se debe a que el sistema más eficaz de toma de decisiones es la mayoría simple. Dado que la doble mayoría que estipula el proyecto constitucional (del 60%) está por debajo del umbral decisorio del 72% fijado en Niza, su eficacia es mayor. Por tanto, aunque es completamente legítimo defender umbrales decisorios elevados (supermayorías), carece de sentido ocultar que la máxima eficacia, e incluso bajo algunos supuestos la máxima equidad, la otorga un sistema de mayoría simple en el que la misma coalición puede tanto aprobar como rechazar cualquier medida. También destaca entre esta categoría genérica de argumentos el rechazo a la introducción de criterios de población en términos de la novedad de este principio o de la dificultad de contabilizar exactamente la población de cada Estado miembro. Esto sorprende ya que el propio Tratado de Niza, ratificado por España, aprobó una cláusula de representación de población del 62% (por cierto, aunque se olvide, un umbral superior al planteado por la Convención), de tal manera que cualquier Estado pudiera reclamar que se comprobara si una decisión del Consejo era representativa de al menos el 62% de la población antes de ser aprobada y, cuando, además, España apadrinó en 1994 el Compromiso de Ioannina por el que países que sumaran cien millones de habitantes podrían pedir una segunda lectura de una decisión antes de ser aprobada. Más problemáticas resultan, con todo, las constantes apelaciones al tamaño de la población turca como argumento para rechazar la ponderación de población ya que no contribuyen en nada al debate, agitan los recelos, ya bastante elevados, hacia Turquía, y son, por tanto, contradictorias con la posición de apoyo que España mantiene hacia la candidatura de adhesión de este país.

Finalmente hay una serie de argumentos sustantivos o de principio, que son los que merecen mayor atención. El más fundamental centra la crítica a la propuesta incluida en el proyecto constitucional en el hecho de que la introducción de una cláusula de población estrictamente proporcional rompe el equilibrio histórico entre grandes, medianos y pequeños, otorgando un peso desproporcionado a los Estados más grandes en lo que a capacidad de bloqueo se refiere. Este argumento es sin duda fundado y ajustado a la realidad ya que los estudios técnicos demuestran que con la propuesta de doble mayoría que tenemos encima de la mesa los grandes mejoran su cuota de poder notablemente. En realidad, ahí reside la clave de la jugada de Giscard d’Estaing en la Convención: hizo suya la propuesta de doble mayoría que la Comisión y algunos de los Estados más pequeños plantearon fallidamente en Niza, pero la adaptó para garantizarse que el eje franco-alemán, gracias a su porcentaje de población combinada y a la sintonía entre los objetivos de ambos, tuviera un peso dominante en la Unión ampliada. Francia aceptó ser un grande de segunda, junto con Italia y el Reino Unido, respecto a Alemania, pero a cambio redujo a la categoría de grandes de tercera a España y Polonia.

Ciertamente, en lo que se refiere a los intereses de España, la diferencia sustancial entre Niza y la Convención es que con el sistema de Niza ninguna coalición de tres países grandes alcanza automáticamente la minoría de bloqueo, mientras que con el sistema de la Convención se produce un doble fenómeno: que tres países grandes, siempre que uno de ellos sea Alemania, pueden conseguir una minoría de bloqueo (al sumar más del 40% de la población, que es el nuevo umbral), pero que ni España ni Polonia tienen estatuto suficiente para formar parte de esa eventual minoría de bloqueo de tres países grandes. El problema es que, paradójicamente, las propuestas de compromiso que España estaría ofreciendo en la CIG irían en dirección contraria a muchos de los argumentos públicos que el propio Gobierno español ha venido ofreciendo hasta la fecha. Veamos por qué.

“The Spanish Prisoner”
Como se ha visto, el núcleo duro de la argumentación española consiste en que, como se ha dicho, la Unión Europea no es una “democracia” sino una “demoi-cracia”, es decir: una unión de Estados y ciudadanos que requiere de un respeto elevado por las peculiaridades e identidades nacionales, unas reglas de decisión lo más incluyentes posibles y un estricto respeto por las minorías. Todo ello apuntaría, se dice, a la necesidad de instaurar múltiples puntos de veto y mayorías cualificadas o supermayorías en el sistema decisorio, especialmente en el Consejo, que es donde se encuentran representados los Estados y, especialmente, a no dejar la Unión en manos de una serie de (tres) Estados grandes.

Obviamente, el sistema más respetuoso con la igualdad de los pueblos y la soberanía de los Estados sería la concesión de un voto a cada Estado, independientemente de su población y, simultáneamente, la elevación del umbral decisorio hasta, por ejemplo, los 3/4, de tal manera que toda decisión que se aprobará en la Unión representara por lo menos al 75% de los Estados. El problema es que con dicho sistema, dadas las disparidades de población existentes en la Unión, nos podríamos encontrar con que los veinte Estados más pequeños aprobaran una decisión con la oposición de los siete Estados más poblados, a pesar de que estos últimos representarían a su vez casi el 75% de la población. Este ejemplo sirve para ilustrar por qué es necesario introducir criterios de población en las decisiones en el Consejo, a pesar de que dicha institución represente a los Estados, pero no aclara qué criterio de ponderación deberíamos usar.

En todo proceso constitucional, la selección de dicho criterio de ponderación, así como su traslación a una regla de decisión, debe hacerse sobre la base de algún principio general: diseñar las constituciones o los sistemas decisorios para que cuadren exactamente los intereses de uno es siempre una tentación, pero está demostrado que en todos los procesos constituyentes la dinámica de deliberación pública hace que los argumentos puramente auto-interesados queden en evidencia y tengan escasas posibilidades de triunfar. Por esta razón, el diseño de las reglas del juego está siempre presidido por cuestiones relacionadas con el interés general, no sólo con los intereses particulares. Con razón, PP y PSOE se oponen a que el PNV cambie el sistema electoral en el País Vasco de tal manera que se sobrerrepresente al medio rural, donde el PNV domina, frente a los grande núcleos urbanos, en los que son mayoría los partidos constitucionalistas. Igualmente, el Secretario de Estado de Asuntos Exteriores, en el planteamiento de la posición española ante la reforma del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, ha destacado que “el incremento de miembros permanentes es antidemocrático y profundamente ineficaz […] Los países que pretenden acceder a un puesto permanente no buscan realmente que el Consejo funcione, sino simplemente garantizarse una mayor esfera de poder nacional. Ese no es nuestro camino”.

¿Cuál es entonces nuestro camino? Si descartamos Niza, ¿qué combinación de umbrales deberíamos plantear? ¿Existe una combinación que satisfaga nuestros intereses nacionales y, la vez, sea buena para la Unión? Dado que el sistema de la Convención excluye a España del círculo de los grandes, España tiene el objetivo natural y la obligación de recuperar su cuota de poder. La cuestión es que la solución a su problema no es evidente ya que toda elevación del umbral de población, por ejemplo de los tres quintos a los dos tercios, o incluso a los tres cuartos, mejora notablemente la posibilidad de España de estar en una coalición de grandes que pudieran vetar cualquier medida. El problema esencial, sin embargo, es que siempre que se mantenga un criterio de representación estrictamente proporcional, con cada concesión que España obtenga de los grandes respecto a la elevación de dicho umbral, también está contribuyendo a reforzar el peso de esos mismos Estados grandes.

Dicho de otra manera, dado que Francia y Alemania tienen combinadamente el 29.3% de la población, cualquier elevación del umbral decisorio en términos de población por encima del 70% otorgaría a Francia y a Alemania un derecho de veto automático sobre toda decisión. Dado que actualmente, el umbral está en el 60%, el margen de maniobra de los negociadores españoles no es muy amplio: para que España pudiera comenzar a contar como un grande a efectos de bloqueo, el umbral se tendría que elevar. A partir del 62%, España podría bloquear con otros dos grandes siempre que uno de ellos fuera Alemania; pero si quisiera poder bloquear con cualquier combinación de dos de los cuatro grandes (por ejemplo, junto con el Reino Unido e Italia) debería elevar el umbral hasta el 67%; finalmente, si quisiera bloquear con tres grandes siendo uno de ellos Polonia (Reino Unido, Polonia y España) debería elevar el umbral hasta el 71%. Sin embargo, cada elevación mejora las posibilidades combinadas de Francia y Alemania: Francia, Alemania y el Benelux, que suelen compartir puntos de vista, suman el 37% de la población, lo que supone que una oferta española de elevar el umbral al 65% de población (con bloqueo en el 35%) podría ser, para nuestra sorpresa, rápidamente aceptada por Francia y Alemania.

¿Dónde está entonces la salida después de las idas y venidas a las que nos han sometido Giscard y Chirac? La primera opción es elevar el umbral de población y aceptar resignadamente las consecuencias. El problema es que, como se ha explicado, la situación de Niza se ha invertido de tal manera que Francia nos paga con la misma moneda: si mantenemos la doble mayoría y, a la vez, nos planteamos acrecentar nuestro poder dentro del sistema, lo haremos a costa de acrecentar también el de Francia y de dejar en evidencia nuestro compromiso con los países más pequeños y los argumentos acerca de la “demoi-cracia” incluyente. Difícilmente se entendería que nuestra cuestión de principios acerca de la sobrerrepresentación de los Estados grandes y en contra de los directorios se desvaneciera en cuanto fuéramos considerados un Estado grande y se nos aceptara en dicho directorio: con razón se nos criticaría por considerar que los directorios en los que no estamos son malos y en los que estamos son buenos.

La segunda opción es plantear rebajar el umbral desde el 60% hasta el 51%, configurando así una doble mayoría simple (de Estados y de población). Esta propuesta, originalmente formulada por la Comisión Europea en Niza, es más simple, más eficaz y, a la vez, reduce el poder de los Estados más grandes y aumenta el poder de los medianos y pequeños. Configuraría una Unión mucho más fluida, en la que las coaliciones permanentes fueran difíciles de establecer y mantener y abriría el camino a un papel más amplio todavía de la Comisión y el Parlamento, incluyendo un refuerzo notable de los partidos europeos. Sin embargo, esta posición sería doblemente mala para la política europea de este Gobierno: primero porque reduciría el peso del Consejo en el entramado institucional y, por tanto, el papel de los Gobiernos en el proceso de construcción europeo; y segundo porque reduciría el peso de España en el sistema decisorio del Consejo. A cambio, el único beneficio observable es que habría contribuido decisivamente a rebajar la cuota de poder de los más grandes, incluyendo la debilitación sustancial de cualquier directorio de países grandes basado en un eje franco-alemán. No es de extrañar que el Gobierno se niegue a elegir entre hacerse un hueco entre el eje franco-alemán a costa de reforzarlo o dinamitar su propio poder institucional con la esperanza de arrastrar en su caída a los grandes que rechazaron aceptar a nuestro país como un igual. Sin embargo, por poco que nos guste, este dilema será estructural en la Unión ampliada, de la cual la CIG es sólo el primer avance y en la que España sólo tendrá el 8% de la población, así que convendría empezar a pensar en la posición de España en la Unión ampliada no como una sucesión de batallas (hoy la CIG, mañana el presupuesto), sino con una perspectiva de principios generales, intereses a largo plazo y coaliciones estables.

Conclusión: ¿Éxito o fracaso?
Hace escasos meses, el Gobierno español se despidió de los resultados alcanzados por la Convención advirtiendo claramente de que no podría aceptar ninguna revisión de los acuerdos alcanzados en Niza respecto al sistema de votación en el Consejo. Frente a la propuesta de la Convención en el sentido de que toda decisión en el Consejo se alcanzara mediante una doble mayoría (simple) de Estados que a su vez representaran a una mayoría (de 3/5 o el 60%) de la población, el Gobierno español ha venido argumentando de forma pública y reiterada: en primer lugar, que Niza representa el consenso político que ha hecho posible la ampliación y que ha sido muy recientemente ratificado por todos los Estados miembros y candidatos, por lo que debe ser respetado; segundo, y más sustantivamente, que las reglas propuestas en el proyecto constitucional que estos días discute la CIG representan una alteración fundamental, a favor de los países más grandes, de los equilibrios históricos entre países grandes, pequeños y medianos, por lo que, de adoptarse, dejarían la Unión en manos de los Estados más poblados. Así, la Ministra de Exteriores declaraba al Corriere della Sera que “la posición de España no se funda en razones de táctica negociadora, sino en cuestiones de principio en la defensa de los intereses de la Unión al mismo tiempo que los intereses nacionales”. Igualmente, hace menos de un mes, el 30 de septiembre, la declaración oficial hispano-polaca afirmaba que el sistema propuesto por la Convención “es pernicioso para la Unión porque elimina en la práctica el equilibrio fundamental entre Estados que siempre ha existido en el Consejo de la Unión”. “La aceptación de dicho sistema”, continuaba la declaración “llevaría al empobrecimiento de la Unión ya que disminuiría radicalmente el peso de los Estados menos poblados y, por consiguiente, la influencia de la mayoría de los Estados de la Unión”.

Hoy, sin embargo, a tenor de lo visto tras las primeras escaramuzas negociadoras que han sucedido a la apertura en Roma el pasado 4 de octubre de la Conferencia Intergubernamental que revisará el proyecto de Constitución Europea elaborado por la Convención, el mensaje que España parece estar transmitiendo a sus socios será el de que “España está radicalmente en contra de que la Unión Europea funcione como un directorio de países grandes… a menos que España sea uno de ellos”. Técnicamente, esto se expresará en un porcentaje (2/3, o incluso 3/7), pero en esencia lo fundamental de cualquier solución que eleve el umbral decisorio por encima del 60% propuesto por la Convención, reduciendo así a 1/3 o a 2/7 el porcentaje de población que cualquier grupo de países necesitará reunir para bloquear una medida, es que no sólo incrementará el poder de bloqueo de España, sino también el de Francia, Alemania, el Reino Unido e Italia. Como es obvio, es por esta razón, y no por la habilidad negociadora de España por lo que nuestros socios de mayor tamaño pueden tener interés en aceptar la elevación del umbral decisorio y zanjar así la cuestión.

Así, España habría pasado en un lapso relativamente corto de tiempo de las grandes declaraciones de principios a una línea de actuación mucho más pragmática, basada exclusivamente en la maximización del poder de bloqueo nacional, notablemente desinteresada en defender hasta sus últimas consecuencias los principios que se han venido proclamando y sumamente dispuesta a aceptar una solución de compromiso que, dentro del sistema de la Convención, salvaguarde el poder decisorio de España.

¿Éxito o fracaso? ¿Cuál sería el balance para España? En su haber, el Gobierno podría proclamar con satisfacción, y con razón, que gracias a su habilidad negociadora el sistema de votación propuesto por la Convención, muy perjudicial para España, habría sido adaptado para garantizar que nuestro país mantendría el estatuto de país grande que consiguió en Niza. Como suele decirse, bien está lo que bien acaba. En su debe, sin embargo, el Gobierno podría anotar dos pasivos de cierto calado. Primero, que habrá contribuido a sobrerrepresentar aún más a los grandes a costa de los pequeños, dejando así en evidencia sus proclamas en favor del equilibrio entre grandes y pequeños, sus gestos como portavoz de estos últimos y, también, sus críticas a la ponderación estrictamente proporcional de la población en el Consejo. Con razón los pequeños no se fiaban de España, prefiriendo negociar el mantenimiento de su presencia en la Comisión que hipotecarse con una estrategia, como la española, que estaba en evidencia desde el primer día. Segundo, que habrá contribuido a disminuir la eficacia del proceso de toma de decisiones en la Unión Europea ya que, técnicamente, la máxima eficacia decisoria se alcanza cuanto más cerca se está de la mayoría simple y no, como estaría proponiendo el Gobierno, cuanto más se cualifica la mayoría.

La pregunta evidente es si semejante resultado se podría conseguir, todavía hoy, con menos estridencias y a un menor coste. Extrañamente, hasta muy recientemente, el Gobierno apostó por dejar en un plano secundario la razón más sustantiva de su oposición: el hecho simple y desnudo de que el nuevo sistema de votación disminuye el poder relativo de España frente a los otros grandes, echando por tierra los muy satisfactorios resultados conseguidos en Niza, donde nuestro país consiguió un estatuto prácticamente de país grande. Así, en lugar de utilizar los canales y mecanismos diplomáticos habituales para, ya durante la Convención, y tal y como se hizo muy acertadamente durante las negociaciones del Tratado de Ámsterdam, hacer llegar a los cuatro grandes el mensaje de que España no se opondría a la nueva fórmula siempre que se diera satisfacción a su problema particular, la diplomacia española apostó por hacer del sistema de votación una cuestión de principios y plantear como una cuestión de interés general lo que era puramente un problema español (y, en este caso, polaco). Así, el Gobierno español ha pasado de plantear sus intereses como cuestiones de principio, y hacerlo con cierta estridencia, para, a continuación, negociar soterradamente la satisfacción de sus intereses desde una perspectiva notablemente pragmática.

Calificar este comportamiento como “estrategia” plantea algunos problemas: desde el punto de vista de la teoría de juegos, dicho proceder puede obedecer a una creencia (acertada o errónea, esa no es la cuestión) de que lo fundamental es, primero, señalizar la importancia de un asunto; segundo, reforzar la posición negociadora mediante amenazas de veto; y tercero, hacer creíbles dichas amenazas por medios retóricos y simbólicos; todo ello con el fin de elevar el precio que el contrario otorga a nuestro acuerdo. Sin embargo, la estrategia descrita también puede revelar una situación de debilidad o de error de cálculo: en términos coloquiales, se puede pensar que el órdago ha fallado y que se ha optado por facilitar al jugador que se retira una salida honrosa. Más allá de las valoraciones, resulta evidente que en esta negociación ni nuestros intereses han estado a la altura de los principios que decimos defender ni nuestros principios a la altura de los intereses. Puede ser culpa nuestra o de la Europa ampliada, pero quizá deberíamos pensar más estructuradamente sobre ello.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

UE-27

Pob.

Pob

Votos

Votos

 

Propuesta convención

 

 

 

mill

%

Pre-Niza

Niza

Lista A

Lista B

 

 

Alemania

82,54

17,02

10

29

1

170

 

Francia

59,62

12,30

10

29

1

123

 

Reino Unido

59,07

12,18

10

29

1

122

 

Italia

57,07

11,77

10

29

1

118

 

España

42,6

8,79

8

27

1

88

 

Polonia

38,21

7,88

 

27

1

79

 

Rumanía

21,81

4,50

 

14

1

45

 

Holanda

16,19

3,34

5

13

1

33

 

Grecia

11,02

2,27

5

12

1

23

 

Portugal

10,41

2,15

5

12

1

21

 

Bélgica

10,35

2,13

5

12

1

21

 

Rep. Checa

10,2

2,10

 

12

1

21

 

Hungría

10,15

2,09

 

12

1

21

 

Suecia

8,94

1,84

4

10

1

18

 

Austria

8,06

1,66

4

10

1

17

 

Bulgaria

7,84

1,62

 

10

1

16

 

Dinamarca

5,38

1,11

3

7

1

11

 

Eslovaquia

5,38

1,11

 

7

1

11

 

Finlandia

5,21

1,07

3

7

1

11

 

Irlanda

3,97

0,82

3

7

1

8

 

Lituania

3,47

0,72

 

7

1

7

 

Letonia

2,33

0,48

 

4

1

5

 

Eslovenia

1,99

0,41

 

4

1

4

 

Estonia

1,36

0,28

 

4

1

3

 

Chipre

0,8

0,17

 

4

1

2

 

Luxemburgo

0,45

0,09

2

4

1

1

 

Malta

0,4

0,08

 

3

1

1

 

UE-27

484,82

100

87

345

27

1000

 

Mayoría cualificada

 

62 votos

255 votos

14 Estados

y 600 votos

 

Mayoría cualificada

 

71,26%

73,91%

51%

60%

 

Bloqueo

 

26 votos

91 votos

14 Estados

o 401 votos

 

 

 

 

Fuente: Elaboración propia a partir de CONFER 4796/00 y EUROSTAT T3/20-2003

 

Datos provisionales y proyecciones para 2003

 

 

José Ignacio Torreblanca
Profesor titular de la UNED y colaborador del Real Instituto Elcano

 

José Ignacio Torreblanca

Escrito por José Ignacio Torreblanca