¿Superando el pasado?: verdad, justicia y resarcimiento en Guatemala (ARI)

¿Superando el pasado?: verdad, justicia y resarcimiento en Guatemala (ARI)

Tema: Este ensayo analiza la política de la memoria histórica en Guatemala, como país que ha salido de una situación de guerra civil y represión dictatorial.

Resumen: Los países que salen de guerras civiles y dictaduras represivas han probado una gama de mecanismos de justicia transicional, a menudo en combinación entre ellos. La mayoría ha optado por crear Comisiones de la Verdad; unos pocos han establecido tribunales especiales a nivel nacional o internacional; otros han hecho limpiezas y reformas en instituciones clave (fuerzas de seguridad, aparatos de inteligencia y el poder judicial); varios han seguido el camino del resarcimiento o de las reparaciones y, ocasionalmente, algún país –como España– ha tratado simplemente de olvidar. Este ensayo analiza la política de la memoria histórica en Guatemala, que ha sido más experimental que la de muchos otros países en situación similar. Los guatemaltecos han buscado la verdad, han tenido pugnas en torno a la justicia, han asumido los desafíos del resarcimiento y han intentado la reforma institucional.

Análisis

La elite y los militares guatemaltecos ofrecen su solución para enfrentarse con el pasado violento de su país. Desde sus despachos en Ciudad de Guatemala instan a perdonar, a olvidar y a enfocarse en los urgentes desafíos de la democracia y el desarrollo. “Yo creo que si seguimos mirando para atrás, no hay futuro. Lo que hay que hacer aquí es borrón y cuenta nueva y sentarnos como guatemaltecos y ver cómo salimos adelante, pero con resultados”, explica un terrateniente. Un ex ministro de Defensa insiste: “tenemos que perdonar para que juntos alcancemos metas. Si eso no se da, no va a haber reconciliación. Si en el fondo usted guarda rencor, no hay reconciliación. Si usted quiere tener paz, esa paz debe nacer de su corazón y para tener paz en el corazón tiene que haber perdón. Si no, no hay paz.”

Los supervivientes de las comunidades arrasadas por la guerra, repartidos por toda Guatemala, no se sienten capaces de olvidar y perdonar. Como dice una viuda: “es como una espina y nadie se lo puede quitar. Uno dice no saber que hacer con las personas que hicieron esa matanza. A veces uno lo piensa y a veces uno dice ¿por qué ha pasado?; esa lástima no se le quita a uno; esa misma espina a uno le recuerda todo. Se la quita solo muriéndose uno”. Otra viuda lo expresa de manera diferente: “no puedo, lo tengo en los ojos, en la mente, lo tengo en los oídos, los recuerdos, es imposible borrármelo, pero tenerlo siempre presente también muchas veces tiene valor, porque anima siempre recordarle.” Y una tercera, señalando el sitio del corazón, agrega: “aquí no hay perdón. Nosotros no podemos perdonar a un ejército que nos asesinaron. Un Estado que asesinó, masacró y arrasó a nuestras comunidades. Nosotros decimos que ellos tendrían que penar.”

La mayoría de los profesionales y académicos dedicados al tema de la justicia transicional están de acuerdo en que no es ni factible ni deseable que se cumplan los deseos de aquéllos que estuvieron más implicados en los crímenes y abusos en tiempos de guerra, o los de aquéllos que estuvieron más alejados del conflicto. No se puede hacer tabula rasa, así como tampoco se puede exigir perdón [por mucho que se desee –o que convenga–]. Al mismo tiempo, la mayoría de los expertos piden precaución ante el exceso de memoria o de responsabilidad, factores que podrían impedir la reconciliación necesaria para sostener la paz y fortalecer la democracia.

Los países que salen de guerras civiles y dictaduras represivas han probado una gama de mecanismos de justicia transicional, a menudo en combinación entre ellos. La mayoría ha optado por crear Comisiones de la Verdad; unos pocos han establecido tribunales especiales a nivel nacional o internacional; otros han hecho limpiezas y reformas en instituciones clave (fuerzas de seguridad, aparatos de inteligencia y el poder judicial); varios han seguido el camino del resarcimiento o de las reparaciones y, ocasionalmente, algún país –como España– ha tratado simplemente de olvidar. Este ensayo analiza la política de la memoria histórica en Guatemala, que ha sido más experimental que la de muchos otros países en situación similar. Los guatemaltecos han buscado la verdad, han tenido pugnas en torno a la justicia, han asumido los desafíos del resarcimiento y han intentado la reforma institucional.

La búsqueda de la justicia transicional en Guatemala

El conflicto armado guatemalteco fue objeto de indagaciones por parte de dos comisiones investigadoras, el REMHI eclesiástico y una comisión (CEH) establecida por los acuerdos de paz. Los dos informes, emitidos en 1998 y 1999, respectivamente, y basados en documentación primaria y en testimonios de supervivientes, llegan a conclusiones esencialmente similares. Culpan al Estado y a sus fuerzas de seguridad del 90% al 93% de las 200.000 muertes y desapariciones ocurridas durante el conflicto armado interno que duró 36 años (1960-1996). El informe de la CEH fue más allá, culpando al ejército de genocidio contra la población maya de Guatemala, basándose para ello en un análisis de los datos recopilados en cuatro de las regiones más golpeadas del país.

La esperanza de que la verdad fuera a fomentar la reconciliación se desvaneció con las reacciones políticas que surgieron tras la publicación de los informes. Por una parte, varios miles de víctimas de la represión, junto con miembros de grupos indígenas y de derechos humanos salieron a la calle y llenaron un estadio para celebrar la publicación de un informe que había desvirtuado con creces los temores de un intento oficial por ocultar la verdad. Alentados por las revelaciones y las recomendaciones –que incluyeron un llamamiento a someter a juicio a quienes instigaron y fomentaron el genocidio, la tortura y la desaparición forzada–, la comunidad de ONG redobló su búsqueda de justicia. Se iniciaron procedimientos legales –con timidez en Guatemala y con más fuerza en el extranjero–, recurriendo a la Corte Interamericana de Derechos Humanos basada en San José y al sistema judicial español, que había demostrado una voluntad de someter a juicio tanto a Augusto Pinochet como a miembros de la dictadura argentina.

Las reacciones del ejército, la elite y el Estado, fueron igualmente rápidas, pero notablemente distintas. La oficialidad militar denunció que los informes eran parciales o, como señalaron varios, producto de “comisiones de mentiras”. Así delineados los frentes de la batalla política, se produjo más que una guerra de palabras. El obispo Juan Gerardi fue asesinado brutalmente menos de dos días después de encabezar la entrega de Guatemala Nunca Mas, del REMHI. El presidente Arzú, comprensiblemente escarmentado, optó por no aceptar en persona el informe de la CEH, Memoria del Silencio en febrero de 1999, y desestimó la necesidad de tomar medidas específicas para implementar las recomendaciones, que incluían la urgencia del resarcimiento y de reformas institucionales, además de la exigencia de justicia.

El asesinato de Gerardi fue sólo el primero de una serie de lúgubres recordatorios del pasado violento de Guatemala. En las elecciones nacionales que se llevaron a cabo nueve meses después de que la CEH hubiera completado su trabajo, los guatemaltecos le dieron el poder al Frente Republicano Guatemalteco (FRG), partido fundado y liderado por el general Ríos Montt, arquitecto principal de la política genocida denunciada en particular en Memoria del Silencio. La campaña de violencia e intimidación se intensificó. Un aparato clandestino de seguridad, operando en los márgenes y al amparo del poder, inició acciones contra antropólogos forenses, activistas de DDHH, periodistas, abogados y jueces. En cada caso, las víctimas eran individuos que buscaban revelar evidencia de los crímenes o bien enjuiciar a los perpetradores de estos delitos. Exacerbando aún más las tensiones del clima político, la campaña electoral del FRG prometió compensar a las patrullas de autodefensa civil (PACS) que habían proveído gran parte de los efectivos (carne de cañón, en efecto) durante la campaña militar antisubversiva, y que habían cometido una parte sustancial de los abusos y crímenes.

En julio de 2004, en parte para desactivar el tema –política y jurídicamente complicado– de los pagos a ex miembros de las PAC, y para superar el impasse judicial heredado del FRG, el gobierno de Portillo estableció la Comisión Nacional de Reconciliación (CNR) en julio e 2003, cuyo mandato consistía en diseñar un plan de reparaciones (resarcimiento) para las víctimas del CAI, tal como lo había recomendado la CEH. Con un presupuesto anual inicial de 13 millones de quetzales, la CNR estaba a cargo de la respetada directora de la Coordinadora Nacional de Viudas de Guatemala (CONAVIGUA) y se componía de representantes gubernamentales y de miembros de organizaciones de víctimas, indígenas y DDHH. Dos años más tarde, el gobierno intervino, tomando control de una comisión desprestigiada que había sido incapaz de hacer un solo pago de resarcimiento.

¿Qué causó el fracaso?

Compromiso político y resistencia
Como toda iniciativa política, la efectividad de cualquier programa de justicia transicional depende del compromiso de los líderes de ir acompañando y guiando el proyecto a través de sus varias etapas. La efectividad de estas políticas también refleja el grado de dedicación, aceptación y resistencia de otros actores, tanto de los involucrados en el proceso como de los que se verán potencialmente afectados por los resultados. Se entiende que algunos actores políticos estarán más a la defensiva que otros, y manifestarán mayor resistencia a ciertas políticas que a otras. Sin embargo, dado el contexto político de incertidumbre (post conflicto, post dictadura) en que se impulsan típicamente las impredecibles iniciativas de justicia transicional, el riesgo político es especialmente alto. Al estar tanto en juego para tantos actores –miembros del régimen democrático que se inicia que quieren estabilizar la democracia y del régimen que se retira, tratando de proteger sus intereses–, el juego político tiende a ser defensivo.

Esto fue ciertamente así en el caso guatemalteco. Temerosos de los resultados, el gobierno, las FFAA e incluso los representantes de la guerrilla que negociaban los términos de la paz, asumieron desde el comienzo una postura defensiva, esmerándose en evitar primero y en diluir luego las demandas de responsabilidad que provenían de la sociedad civil. La CEH, que no iba a mencionar nombres ni a servir de preludio a juicios, y que además estaba mal financiada, bajo presión de tiempo, y sin poderes de exigir la entrega de documentos o la presentación de testigos, produjo a pesar de todo esto la alarmante revelación de que el ejército había cometido genocidio. En ese momento, los involucrados vacilaron. Las víctimas aplaudieron y como espectadores constataron cómo se cerraba la defensa. El resultado es que se negó la verdad y la justicia, se pospuso el resarcimiento, y comenzó la resistencia violenta.

¿Despolitización, diálogo y reconciliación?
Quienes abogan por la justicia transicional ponen grandes esperanzas tanto en el proceso como en los resultados. Desde su punto de vista, un reconocimiento del pasado, cuidadosamente planeado y ejecutado, servirá en efecto para estabilizar la democracia. Lo logra por medio de proveer un espacio neutral para la discusión de temas políticos de alta sensibilidad: una comisión, o un tribunal, dirigido y compuesto por un selecto grupo cuyos miembros, individualmente o como equipo, sean considerados como profesionales e imparciales. Luego se abre para apelar a antiguos adversarios políticos y a la sociedad en general en un proceso que fomenta los valores democráticos del diálogo, el acuerdo y la tolerancia, si no el consenso. También produce conocimiento y reconocimiento del mal causado y un compromiso para resarcir, resultados cruciales que promueven la reconciliación necesaria para consolidar la paz y la democracia.

Algunos mecanismos de justicia transicional cuentan con una clara preferencia por encima de otros. La verdad, por lo general, otorga la mayor oportunidad de alcanzar el conjunto de bienes que conducen tanto a la estabilidad democrática como a la reconciliación, mientras que los procesos judiciales son los que menos contribuyen en este aspecto. Las distinciones clave entre los dos mecanismos se encuentran etiquetadas. En contraste con el tipo de justicia vengativa o retributiva que se dispensa en los tribunales, la verdad (como las reparaciones) ofrece una forma de justicia conciliadora o restauradora.

Los guatemaltecos no han tenido ocasión real de evaluar el impacto de la justicia legal. La legislatura dominada por el FRG, encabezado (de 2000 a 2004) por Ríos Montt, nombra los jueces de la corte suprema, garantizando así la continua impunidad favorecida por el FRG. Al mismo tiempo, la sola amenaza de establecer responsabilidades penales ha generado una reacción lo suficientemente violenta como para descarrilar el intento dentro del país, lo que explica la persistencia de la búsqueda de justicia en cortes internacionales.

Esto presenta un misterio que debe ser resuelto por el campo de la justicia transicional. En la superficie, los hechos confirman la sabiduría convencional, que considera que los juicios, como forma de establecer responsabilidad, son fuentes de división y de inestabilidad, por lo que es poco probable que conduzcan a la reconciliación; no valdría por lo tanto la pena arriesgar con ellos la paz y la democracia. Sin embargo, muchos sobrevivientes guatemaltecos, a menudo los mejor organizados entre ellos, se mantienen firmes en su continua búsqueda de justicia. “¿Pero cómo es posible?”, explica un dirigente maya, “ellos viven tranquilos, tienen poder; no es justo, porque ellos son culpables y algún castigo deben tener”. A pesar de los obstáculos, los sobrevivientes persisten en su conceptualización de la justicia como una forma fundamental de reconocimiento y resarcimiento, así como en considerar que la ausencia de justicia es un impedimento tanto para la democracia como para la reconciliación. Se podría argumentar que las tensiones provocadas por la lucha por la justicia resultan tan desestabilizadoras como el castigo que resulte de un juicio.

La neutralidad política, el diálogo y la reconciliación son ideales difíciles de alcanzar en cualquier lugar, sin importar el mecanismo utilizado. Los desafíos son particularmente difíciles en países como Guatemala, que sale de una dictadura particularmente represiva y de un conflicto que causó grandes divisiones. No había figuras neutrales o profesionales irreprochables, a nivel nacional o internacional, que lideraran las comisiones de verdad. El proceso mismo no fue ni apolítico ni conducente al diálogo. Los victimarios y las víctimas comprendieron que había mucho en juego, y reaccionaron de manera acorde. Los militares no entregaron datos, mientras que los sobrevivientes hicieron sentir el peso de su número. La exitosa movilización de una fracción de las víctimas de la contrainsurgencia para dar testimonio fue un gran factor de ayuda para que la Comisión alcanzara su veredicto de genocidio a manos del ejército. No debe sorprender que la inesperada dureza del veredicto final, que aumentó la posibilidad de nuevas formas de responsabilidad penal, generara más polarización que reconciliación. Surgieron acusaciones cada vez más destempladas sobre las supuestas “comisiones de mentiras”, compuestas de curas guerrilleros y de izquierdistas irredentos, al mismo tiempo que surgió una escalada de intimidación y violencia que se enfrentó a las demandas crecientes de justicia real y merecida hechas por asociaciones de víctimas y por organizaciones de DDHH.

La decisión gubernamental de establecer una comisión de resarcimiento fue una maniobra política tomada como medio para librarse del pantano causado por el continuo debate sobre los pagos a los antiguos miembros de las PAC y por las insistentes demandas insatisfechas por parte de los sobrevivientes. El gobierno de Berger esperaba que la CNR le permitiera desactivar la tensión política al ofrecer compensación a víctimas del conflicto armado indiscutiblemente calificadas para recibirla y, en general, le permitiera sustituir la justicia penal con compensaciones materiales y simbólicas.

Pero el plan del gobierno fracasó. El ejecutivo apenas logró transferir las disputas desde el congreso y desde los tribunales de justicia hacia un nuevo campo de confrontación, el cual se convirtió en un escenario aparte de batallas, nuevas y conocidas, acerca de cómo enfrentarse al pasado. Hubo mucho diálogo, pero poco acuerdo, poca tolerancia y poco consenso. Los representantes indígenas, de las víctimas y de DDHH de la CNR se enfrentaron con los delegados de gobierno acerca de si la justicia constituía una forma de resarcimiento y acerca de si el genocidio debería servir de base para determinar una escala compensatoria. Si bien estaban prácticamente de acuerdo acerca de la justicia y el genocidio, los representantes de la sociedad civil se pelearon entre ellos por prioridades programáticas, puntos de vista y la administración de fondos. Todas estas diferencias se extendieron hasta incluir a actores externos con interés en el proceso –en esta ocasión no solamente los que cometieron los abusos de DDHH–. Surgieron también conflictos que dividieron a las comunidades de sobrevivientes, separando a los que se beneficiarían de los que temían no ser incluidos entre los recipientes del PNR. Finalmente, al consolidarse la parálisis programática, los sobrevivientes se convirtieron en ardientes opositores de una iniciativa que había levantado expectativas sin lograr nada, victimizándolos de este modo una vez más.

¿Promesas sin cumplir?
Los mecanismos de justicia transnacionales pueden causar la mayor decepción, quizá debido a que exceden su alcance. Sus promotores normalmente se encuentran en una situación de argumentar a favor de confrontar un pasado que sigue siendo una espina clavada en la vida de los desposeídos pero que muchos de los actores políticos privilegiados, por varias razones, preferirían dejar atrás, haciendo “borrón y cuenta nueva”. Al intentar convencer a los escépticos, por lo tanto, tienden a prometer más de lo que pueden entregar, insistiendo que el proceso de reconocimiento del pasado tendrá beneficios tangibles y casi inmediatos, no sólo para la víctima o superviviente, sino para la sociedad en general.

Esto ha quedado especialmente claro en el caso del mecanismo más frecuente y más estudiado: la comisión de la verdad. Sus defensores hacen notar el beneficio psicológico que decir la verdad les trae a los supervivientes de violencia masiva, al ser oídos y escuchados y recibir validación. Los expertos hablan de víctimas que rompen una “conspiración de silencio”, superando su “aislamiento, soledad y desconfianza”, “derrotando su miedo” y “recuperando su dignidad humana”. También insisten en que las comisiones de la verdad ayudan tanto a los supervivientes como a la sociedad en general a enfrentar, procesar y superar el pasado por medio del conocimiento conciliatorio, o de la comprensión que adquieren en el proceso. Todos se benefician, más aún, porque la verdad así recogida pasa a constituir un registro histórico que informa el futuro político de la nación, prometiendo que se impedirán así las repeticiones de la violencia en masa: “nunca más”.

Cada una de estas aspiraciones estaba contenida en las comisiones de la verdad guatemaltecas. Sin embargo, la experiencia real fue muy diferente. Aunque algunos sobrevivientes “sacaron lo que tenían dentro” por primera vez, como decían, lo cierto es que muchos ya habían contado su historia antes, mientras que la gran mayoría de los que no lo habían hecho se contenían por miedo, por tristeza o porque nadie les había pedido que contaran. Los que hablaron sabían que se iban a sentir más tristes después de hacerlo. Pero dieron su testimonio de todas maneras, porque querían que otros supieran lo que les había sucedido a ellos y porque esperaban recuperar su dignidad por medio del resarcimiento prometido. Como sabemos, sin embargo, la verdad que se recopiló apenas fue reconocida y ha llevado más a la violencia que a la paz y la reconciliación.

La comisión de resarcimiento, que se comprometió a dignificar a las víctimas por medio de compensaciones, tampoco cumplió con las expectativas que había levantado. El PNR nunca entregó resarcimiento alguno, en parte porque su proceso no contribuyó a aumentar la dignificación de las víctimas. Las disputas entre los delegados indígenas y no-indígenas al PNR iban más allá de desacuerdos sobre tácticas y estrategias. La insistencia indígena en que se diera resarcimiento apropiado a la cultura maya, además, atrajo la resistencia y el desprecio de los miembros ladinos que los acusaron de querer “indianizar el proceso”. “Sí, queríamos restaurar las prácticas de nuestros ancianos, de los guías espirituales, y como memoriales queríamos que se restauren nuestros lugares sagrados que fueron destruidos por los militares”, explicaba un delegado maya, “pero ellos insistían en la terapia occidental, y para ellos un memorial quería decir poner una cruz o un letrero en el parque, que diga algo como ‘llamamos a la reconciliación’. Pero para nosotros eso no significa gran cosa.” En tanto el PNR fuera un reflejo fiel de una sociedad guatemalteca discriminatoria, sería incapaz de cumplir su cometido de dignificar individuos, comunidades y una cultura históricamente denigrada.

Conclusiones

¿Qué hacer?
A estas alturas, puede parecer inevitable que la verdad, la justicia y el resarcimiento en Guatemala produzcan más desilusión. Los proponentes de estos mecanismos excedieron su verdadero alcance –exageraron su potencial de afianzar la reconciliación y la democracia en una sociedad que había conocido demasiado poco de reconciliación y demasiado poco de democracia, un país en el que las heridas estaban todavía abiertas, y un país donde no había incentivos para que cooperaran en el proceso los que podrían haber hecho una verdadera diferencia.

Pero el fracaso nunca fue inevitable. Se hizo inevitable porque faltó el mecanismo transicional crucial: la reforma de las instituciones y de las actitudes necesarias para preceder la búsqueda de la verdad, la justicia y el resarcimiento, o necesarias por lo menos para acompañar esos esfuerzos. Después de todo, los sobrevivientes entregarán su testimonio solamente en circunstancias en que no teman las represalias de algún vecino que haya perpetrado el daño. Así mismo, los juicios solamente pueden llevarse a cabo cuando existe de verdad el imperio de la ley, dentro de un Estado de Derecho. Por último, el resarcimiento sólo puede brindar dignidad a una cultura que ya cuente con un grado básico de respeto. La reforma del aparato de seguridad, la reestructuración del sistema judicial y la introducción de un marco legal y educativo que combata el racismo tan profundamente entrozizado eran tres elementos necesarios para que funcionara la justicia de la transición. Sin embargo, al estar los obstáculos tan profundamente enraizados, y al carecer los esfuerzos del apoyo político necesario, la verdad y el resarcimiento se transformaron en meros sucedáneos o sustitutos de un cambio más fundamental, con la esperanza mal concebida de que producirían los fundamentos y el impulso para reformas cruciales. Como dicen los guatemaltecos con frecuencia: “¿cómo nos vamos a reconciliar si nunca hemos estado conciliados?”.

Algunos sucesos ocurridos durante el verano pasado les han recordado a los guatemaltecos que es imposible hacer borrón y cuenta nueva. En el mes de julio, bomberos que fueron a investigar una supuesta fuga de gas en una fábrica de municiones, se encontraron inesperadamente con un gran archivo policial perdido. Varias habitaciones de la planta, infestadas de roedores e insectos, contenían montones de documentos empaquetados, tirados en bolsas de plástico u ordenados meticulosamente en archiveros cuyas etiquetas indicaban el contenido: “asesinatos”, “desapariciones”. Los bomberos habían dado, sin querer, con la historia oficial de la contrainsurgencia guatemalteca, información cuya existencia las fuerzas de seguridad se habían empeñado en negar. Un mes más tarde, inmensos aluviones causados por el huracán Stan sepultaron varias comunidades indígenas en las montañas occidentales. Stan destruyó la vida y los medios de supervivencia de quienes ya lo habían perdido todo una vez, o a veces dos, antes, ya sea a causa del conflicto armado o del gran terremoto que arrasó la zona en 1976. Fue en medio de las ruinas de ese terremoto que los militares perdieron la batalla por la conciencia de los indígenas frente a un movimiento guerrillero que aprovechó la total indiferencia del Estado hacia el sufrimiento soportado por la gente.

Aun antes de estos recientes eventos que remecieron el país, Guatemala había comenzado a mostrar señales esperanzadoras de cambio. La reforma militar estaba tomando fuerza, se contemplaba una modernización del aparato judicial, se promulgaron leyes para castigar la discriminación y se introdujeron reformas educativas que tomaban en cuenta la pluralidad cultural de Guatemala. El Estado ahora tiene una nueva oportunidad de llevar a cabo un esfuerzo cabal de justicia transicional, y no puede darse el lujo de desperdiciarla. Mucho depende del apoyo gubernamental para catalogar y diseminar el contenido de los archivos, que seguramente va a entregar nuevas verdades y demandas intensificadas de justicia y reforma de los servicios de seguridad. Si va en ayuda de los sobrevivientes del huracán de forma tal que se reafirme la dignidad humana de las víctimas, el gobierno podrá pasar la página de una importante época de la historia. Si bien es cierto que nunca podrá sacar la espina del dolor causado, podrá tal vez comenzar a fomentar un nuevo modelo de relación entre las elites del país y la mayoría indígena, basado en un compromiso con el respeto, la tolerancia y la igualdad. Acaso esto pueda ser el comienzo de un proceso de conciliación.

Anita Isaacs
Profesora del Departamento de Ciencia Política de Haverford College, Pensilvania