¿Quién teme a la Convención?

¿Quién teme a la Convención?

Tema: La propuesta del Presidium de la Convención Europea de redefinir la mayoría cualificada en el Consejo en relación a la población supone la reapertura del aspecto más conflictivo y problemático del Tratado de Niza. De ser finalmente adoptada, dicha propuesta desbarataría completamente los muy positivos resultados que España obtuvo en las negociaciones de dicho Tratado y, por extensión, las expectativas que nuestro país se había forjado respecto a su peso institucional en la Unión ampliada

Resumen: La propuesta del Presidium de la Convención Europea de redefinir la mayoría cualificada en el Consejo en relación a la población supone la reapertura del aspecto más conflictivo y problemático del Tratado de Niza. De ser finalmente adoptada, dicha propuesta desbarataría completamente los muy positivos resultados que España obtuvo en las negociaciones de dicho Tratado y, por extensión, las expectativas que nuestro país se había forjado respecto a su peso institucional en la Unión ampliada. Preocupado porque la Convención pudiera borrar de un plumazo el estatuto de país grande que España había logrado, si quiera de facto más que de iure, el gobierno español ha amagado con vetar el texto final que surja de la Convención si se mantiene la propuesta de artículo 17 en sus actuales términos. Este análisis examina la propuesta de la Convención, las opciones que afronta el gobierno español y, en términos más generales, la posibilidad de mejorar la capacidad negociadora de nuestro país en los grandes asuntos europeos.

Análisis: Las propuestas de la Convención
El 23 de abril pasado, el Presidium de la Convención hacía pública su propuesta para el Título IV, el referido a los aspectos institucionales, del proyecto de Tratado Constitucional. El proyecto, que lleva el sello inconfundible del Presidente de la Convención, Valéry Giscard d’Estaing, ha suscitado una polémica muy notable: primero, entre los propios Estados miembros, dadas las quejas, bastante ajustadas, de los Estados más pequeños en el sentido de que el texto está demasiado sesgado a favor de los intereses de los Estados más grandes; segundo, entre las propias instituciones de la Unión, y especialmente la Comisión Europea, que ha criticado duramente las propuestas de Giscard debido a su clara preferencia por reforzar el Consejo Europeo a la vez que por el mantenimiento de la Comisión Europea bajo el estrecho tutelaje de los Estados miembros. Independientemente de cómo se juzguen las propuestas y posiciones de unos y otros, la propuesta de Título IV presentada por Giscard deja en evidencia que éste no ha concebido su papel como el de un mero broker o mediador entre diferentes Estados miembros e instituciones de la Unión, sino como un actor autónomo con sus propias preferencias.

Una consecuencia indirecta de esta polémica entre Estados grandes y pequeños y entre las Presidencias de la Convención y de la Comisión ha sido el hecho de que el artículo 17.3 del proyecto, en el que se opta por una nueva definición de mayoría cualificada en el Consejo de Ministros, haya pasado prácticamente inadvertido. El artículo en cuestión presenta la siguiente fórmula: “cuando el Consejo Europeo o el Consejo de Ministros actúen por mayoría cualificada, ésta se definirá como una mayoría de Estados miembros que represente al menos los tres quintos de la población de la Unión”.

El artículo introduce dos cambios sustanciales respecto al sistema vigente. El primer cambio se refiere a la asignación de votos en el Consejo, que en lugar de derivarse de una división histórica implícita entre Estados grandes, medianos y pequeños, pasa a ser estrictamente proporcional a la población de cada Estado miembro. El segundo tiene que ver con la rebaja del umbral en el que se establece la mayoría cualificada, que pasa a ser el 60%, cuando tradicionalmente ha venido siendo del 71%. La combinación de ambos elementos supone un cambio radical: de adoptarse el artículo 17.3, las decisiones del Consejo requerirán el doble apoyo de la mitad más uno de los Estados miembros de la Unión y del 60% de los europeos. Por tanto, a la hora de adoptar decisiones en el Consejo, se adoptaría un sistema de doble lista: en la lista A, cada Estado tendría un solo voto; en la lista B, cada Estado tendría tantos votos como porcentaje de población. Así, en la lista A, Alemania tendría el mismo número de votos que Luxemburgo, pero en la lista B, Alemania tendría 170 votos (correspondientes al 17,0% de población de la UE), España 82 (correspondientes al 8,2% de la población) y así sucesivamente (véase tabla 1). En una Unión Europea a 27 miembros, esto supondría que cualquier coalición que representara 13 Estados miembros o el 41% de la población podría constituir una minoría de bloqueo. Las virtudes y defectos del nuevo sistema pueden ser juzgados desde dos planos complementarios: el europeo en general y el español en particular. A esta tarea están dedicadas las dos siguientes secciones.

Consecuencias para la Unión Europea
Como es sabido, la Unión Europea arrastra desde hace tiempo importantes problemas tanto de eficacia como de legitimidad democrática. Esto es particularmente evidente en las cuestiones relacionadas con las reformas institucionales: el Tratado de Ámsterdam (1998) fue incapaz de cerrar las reformas institucionales que hicieran posible la ampliación, dejando así abierta la necesidad de un nuevo tratado que se ocupase de los ‘flecos’ dejado por éste. Sin embargo, este nuevo tratado, el Tratado de Niza (2002), tampoco consiguió resolver eficazmente la cuestión. Más bien al contrario, las negociaciones nocturnas en torno a la adjudicación de votos en el Consejo de Ministros que vimos en Niza, que se reflejaron en un cúmulo de argumentos ad hoc, amenazas abiertas o encubiertas, porcentajes que no cuadraban y discriminaciones completamente arbitrarias entre Estados, no hicieron sino poner de manifiesto los problemas de la Unión Europea. Efectivamente, aunque Niza acordara una distribución de votos en el Consejo más acorde con la población de cada Estado, resulta revelador que en ningún sitio en los Tratados sea posible encontrar la fórmula por la cual se convierte la población en votos. Así, examinando los resultados de Niza, se observa que Francia, Italia y el Reino Unido, con 23 millones menos de habitantes, tienen los mismos votos que Alemania; que España, con la mitad de habitantes que Alemania, tiene sólo dos votos menos que ésta; y que los países del Benelux, con 26 millones de habitantes, tienen juntos tantos votos (29) como un país grande. El caso es que bien como resultado de decisiones heredadas del pasado (como el caso de los votos del Benelux) bien como resultado de la habilidad negociadora (caso de España), los criterios de asignación de votos en el Consejo son discriminatorios y poco transparentes por lo que no cumplen condiciones mínimas de legitimidad democrática.

Por tanto, el sistema actual no es democrático. El problema es que, frente a lo que pudiera esperarse, tampoco es eficaz. En efecto, todos los análisis cuantitativos efectuados sobre las reformas acometidas por el Tratado de Niza, sea cual sea el método adoptado, dejan en evidencia que la fórmula adoptada en Niza dista mucho de mejorar la eficacia decisoria de la Unión. Esto se debe a que Niza no alteró los parámetros básicos del sistema que pretendía reformar: moderó la sobrerrepresentación histórica de los Estados más pequeños, pero mantuvo el umbral decisorio en el 71% (incluso lo elevó algo), además de introducir un tercer criterio o red de seguridad respecto a la población representada en las decisiones aprobadas (que debería ser de al menos el 62 por ciento).

En realidad, la única propuesta que se presentó en Niza que podría haber conciliado legitimidad democrática y eficacia fue precisamente aquélla que no fue adoptada. De acuerdo con la propuesta de ‘doble lista’ presentada por la Comisión Europea, los Estados votarían en una lista con el principio de ‘un Estado, un voto’ y en otra lista en términos proporcionales a su población, de tal manera que toda decisión adoptada por la Unión tuviera la doble legitimidad de haber sido apoyada tanto por una mayoría de Estados como por una mayoría de europeos.

Nos encontramos hoy con que una propuesta prácticamente idéntica (el artículo 17.3) es presentada como propuesta por el Presidium de la Convención Europea. Sin duda, es una propuesta que satisface el deseo de los países grandes de que la población sea tenida en cuenta y, a la vez, el deseo de los pequeños de mantener intacto el principio de igualdad entre los Estados. En una UE a 27 miembros, Alemania, más cualquier combinación de dos de los tres grandes (Francia, Reino Unido e Italia), podría constituir una minoría de bloqueo, pero los seis grandes necesitarían el concurso de al menos siete medianos o pequeños para aprobar una medida. Paradójicamente, el nuevo sistema mantiene una condición histórica del sistema de votación en la UE: que los grandes pueden vetar cualquier decisión, pero no pueden imponerla a los medianos y pequeños.

Por tanto, el sistema es eficaz, ya que la rebaja del umbral decisorio del 71 al 60%, no siendo tan eficaz como una rebaja al 51%, aumentará notablemente el número de coaliciones ganadores posibles. Además, cumple condiciones de legitimidad democrática: es transparente, no discriminatorio y predecible. Finalmente, no hay que olvidar que el nuevo sistema zanjaría definitivamente la cuestión de la distribución de los votos y las reglas de votación: cualquier futuro miembro de la Unión sabrá de antemano cuál será su peso institucional en la UE y, a la vez, la UE tendrá que evitar renegociar los votos de todos los Estados con cada nueva ampliación. Por último, el sistema se ajustaría bien tanto a una UE a 25 miembros como a una UE a 35. En consecuencia, existen numerosas razones de peso para apoyar el artículo 17.3.

Consecuencias para España
Sin duda, el artículo 17.3 es bueno para Europa. Ahora bien ¿es bueno para España? El gobierno no parece haberlo entendido así, ya que nuestra representante en la Convención, la ministra Ana Palacio, ha propuesto suprimir el artículo en cuestión del proyecto y restituir el actual artículo 205 (que refleja las modificaciones pactadas en el Protocolo acerca de la ampliación del Tratado de Niza y en el Tratado de Adhesión firmado con los candidatos el 16 de abril de 2003 en Atenas). ‘Mi país’, ha advertido Ana Palacio, ‘no podrá aceptar la modificación de los acuerdos de Niza en este ámbito’. En lenguaje diplomático esto supone una amenaza de veto.

La argumentación del gobierno español es impecable. Por un lado, se afirma, la Convención no ha recibido ningún mandato en este sentido (hecho que el propio Presidium reconoce en su nota introductoria). Por otra parte, se insiste en que el objeto mismo de Niza fue pactar la distribución de votos (entre otras materias) en una Unión ampliada, y que dichas decisiones han sido ratificadas en Copenhague y Atenas en diciembre de 2002 y abril de 2003, respectivamente, e incorporadas a los Tratados de Adhesión, por lo que carece de sentido cuestionarlas. Sin embargo, el gobierno español puede encontrarse con que sus argumentos no sean suficientes. ¿Por qué? Porque ambos argumentos son argumentos de oportunidad y se basan en el interés propio, mientras que los argumentos contrarios, a favor del artículo 17.3, se construirán sobre la base del principio de eficacia (al que es difícil oponerse) y cuestiones normativas amplias como la legitimidad democrática (a las que también resultará difícil oponerse). Como el criterio de ‘oportunidad’ de una reforma es netamente inferior al de la mejora de la eficacia o la legitimidad democrática que se obtendría de aplicarse dicha reforma, parece evidente que las dos razones ‘oficiales’ tienen pocas posibilidades de llevarnos lejos.

Existe sin embargo un tercer factor que debilita notablemente la posición negociadora española y es que, gracias a su habilidad negociadora, España consiguió en Niza ser el único país grande con una representación prácticamente proporcional en el Consejo en términos de votos. Mientras que Alemania tendría, con el 17% de la población sólo el 7,8% de los votos en el Consejo (29 sobre 345), España, con el 8,2 de la población, tendría el 7,8% de los votos (27 sobre 345). Por tanto, a la hora de negociar el artículo 17.3, España no podrá evitar enfrentarse al argumento de que está negando a los otros grandes lo que ésta ya consiguió para sí en Niza. Lo que es más, dado que el artículo 17.3 plantea una proporcionalidad estricta en términos de población, con la propuesta del Presidium, España subiría su cuota de votos del 7,8 actual al 8,2%. Por tanto, el problema de España es que mejora su posición en términos absolutos pero la empeora en términos relativos. Como parece evidente, explicar por qué nos oponemos a una propuesta que mejora la equidad respecto al statu quo va a resultar notablemente difícil.

Una cuarta razón por la que España no debería oponerse a esta propuesta es que su rechazo a la nueva fórmula de mayoría cualificada supone enfrentarse con los países grandes, que son los grandes beneficiados de este nuevo sistema. Los grandes, entre los que España quiere estar, le acusarán de falta de solidaridad por negarse a facilitar que ellos también mejoren su representación. El amago de veto de España es contradictorio, además, con la posición histórica defendida por España, que fue, junto con el Reino Unido, en Ioannina en 1994, uno de los países impulsores de la necesidad de ponderar más estrictamente la población en las decisiones de la Unión. Parece evidente que España, pionero de la introducción de criterios de ponderación del voto basados en la población, y que ha estado comportándose como un país grande en todos los asuntos (no sólo en lo que se refiere a los asuntos institucionales), no puede ahora intentar coaligarse con los pequeños para bloquear esta medida.

Por último, una quinta razón por la que España podría considerar su apoyo a la propuesta en cuestión es que sus efectos en términos de poder relativo no son tan desfavorables para España como pudiera parecer. Se dice que la propuesta beneficia a Alemania, pero ésta necesitará siempre el concurso de dos grandes (Francia, Italia o el Reino Unido) para bloquear una medida, lo que supone que el color político del gobierno italiano puede ser decisivo para Alemania. Sin embargo, también resulta evidente que Reino Unido, Italia, España y Polonia también suman el 40% de la población europea (una coalición nada improbable a tenor de lo visto en los últimos tiempos).

Conclusión: La fase final de la Convención Europea ha ofrecido a España un regalo envenenado: de acuerdo con la propuesta de redefinición de la mayoría cualificada que debate la Convención, España perdería lo ganado en el Tratado de Niza. España se sitúa así en una posición notablemente incómoda: si acepta el artículo 17.3, perderá los beneficios obtenidos en Niza; si veta en solitario el texto convencional, quedará aislada, desprestigiada y será sometida a presiones muy fuertes para levantar su oposición; si finalmente levanta su oposición tras haber amagado con un veto, será doblemente derrotada. Sin embargo, el artículo 17.3 tiene muchas posibilidades de salir adelante porque es bueno para la UE en su conjunto, también para los países grandes y, en buena medida, para los pequeños. Desde el punto de vista de España, los argumentos a contrario que se presentan, aunque correctos, son demasiado oportunistas e interesados como para resistir un embate fuerte sin que, además, resulte tan evidente que España pueda argumentar daños sustanciales. Se ha dicho, además, que la oposición a dicho artículo puede resultar contradictoria con nuestra vocación de país grande.

A modo de conclusión, resulta interesante extraer de este caso alguna lección más general respecto a la política europea de España. Es un hecho en los procesos de negociación en la UE que los que consiguen negociar sus intereses nacionales a cubierto de principios generales más amplios tienen una posición más sólida que los que lo hacen solamente desde detrás de intereses nacionales. Un principio general (la representación proporcional, la eficacia decisoria) puede actuar de sherpa de los intereses nacionales (maximizar la cuota de poder relativo de un país), logra los mismos objetivos nacionales con un desgaste menor y, además, promueve los intereses generales de Europa en su conjunto. Por el contrario, un interés nacional que no se aferra a ningún principio general sólo puede conducir al statu quo, cuando no hay acuerdo y se llega al veto, o al intercambio por otro interés nacional equivalente en una negociación. Los países que adoptan la primera estrategia ganan a largo plazo, porque el sistema es globalmente congruente con sus intereses, y pierden en el corto, porque tienen que hacer sacrificios puntuales para mantener el sistema funcionando. Por el contrario, los países que adoptan la segunda estrategia suelen ganar en el corto plazo, porque explotan las ventajas que otorga la unanimidad y los costes de mantenimiento del statu quo, pero pierden en el largo plazo, porque sus intereses están infrarrepresentados en los principios generales en los que se basa el sistema.

Coincidiendo con el final de la Convención se ha reabierto el debate acerca del mandato real de la Convención y sus límites, así como acerca de la inminente conferencia intergubernamental (CIG) que, a la luz de lo acordado en la Convención, deberá reformar los Tratados. Chocan así dos lógicas contrapuestas: para unos, la Convención sería simplemente una mandataria de los Estados miembros, únicos depositarios de la legitimidad democrática y, por extensión, de la capacidad de reforma de los tratados; para otros, la Convención estaría sobradamente legitimada, tanto en razón de su composición plural como de la calidad de sus trabajos, para presentar un proyecto de texto constitucional que no reflejara exactamente el mínimo común denominador de las preferencias de los Estados miembros. En éste como en otros casos, alejarse de los maximalismos es siempre una buena opción. La Convención es un ejercicio típico de diseño de principios generales de funcionamiento de la Unión, algo que va mucho más allá de la dinámica de las conferencias intergubernamentales y en el que los intereses nacionales no pueden presentarse sin una cobertura de principios generales. Por tanto, para no temer a la Convención debemos pensar primero qué principios generales de funcionamiento institucional queremos defender (eficacia, transparencia, proporcionalidad, idiosincrasias, etc.) y cómo nos gustaría aplicarlos en defensa de nuestros intereses nacionales. Así podríamos protagonizar propuestas constructivas que, a la vez que impulsaran el proceso de integración en su conjunto, nos otorgaran una posibilidad de maximizar intereses nacionales, evitándonos así tener que centrarnos en propuestas defensivas destinadas a minimizar daños.

Tabla 1: Comparación entre sistema de asignación de votos en el Consejo (pre-Niza, Niza y propuesta del Presidium). UE-27.

 

Población

Población

Votos

Votos

Propuesta

Art 17.3

 

millones

%

Pre-Niza

Niza

Lista A

Lista B

Alemania

82,04

17,05

10

29

1

170

Francia

58,97

12,25

10

29

1

123

Reino Unido

59,25

12,31

10

29

1

122

Italia

57,61

11,97

10

29

1

120

España

39,39

8,18

8

27

1

82

Polonia

38,67

8,03

 

27

1

80

Rumania

22,49

4,67

 

14

1

47

Países Bajos

15,76

3,27

5

13

1

33

Grecia

10,53

2,18

5

12

1

22

Rep. Checa

10,29

2,13

 

12

1

21

Bélgica

10,21

2,12

5

12

1

21

Hungría

10,09

2,09

 

12

1

21

Portugal

9,98

2,07

5

12

1

21

Suecia

8,85

1,83

4

10

1

18

Bulgaria

8,23

1,71

 

10

1

17

Austria

8,08

1,67

4

10

1

17

Eslovaquia

5,39

1,12

 

7

1

11

Dinamarca

5,31

1,1

3

7

1

11

Finlandia

5,16

1,07

3

7

1

11

Irlanda

3,74

0,77

3

7

1

8

Lituania

3,7

0,76

 

7

1

8

Letonia

2,44

0,5

 

4

1

5

Eslovenia

1,98

0,41

 

4

1

4

Estonia

1,45

0,3

 

4

1

3

Chipre

0,75

0,15

 

4

1

2

Luxemburgo

0,43

0,08

2

4

1

1

Malta

0,38

0,07

 

3

1

1

 

481,17

99,86

87

345

27

1000

Mayoría cualificada

 

62 votos

255 votos

14 Estados

600 votos

Mayoría cualificada

 

71,30%

73.9%

51%

60%

 

José Ignacio Torreblanca
Profesor de la UNED y Colaborador del Real Instituto Elcano

 

José Ignacio Torreblanca

Escrito por José Ignacio Torreblanca