Por qué debería reformarse la Nueva Agenda Transatlántica, y por qué no se reformará (ARI)

Por qué debería reformarse la Nueva Agenda Transatlántica, y por qué no se reformará (ARI)

Tema: La Nueva Agenda Transatlántica (NTA) fue creada en 1995 con el objetivo de reducir las tensiones transatlánticas. Diez años más tarde, se han multiplicado los conflictos entre EEUU y Europa y las relaciones transatlánticas se encuentran en su peor momento desde 1945.

Resumen: Tras la creación de la Unión Europea en noviembre de 1993, se fundó la Nueva Agenda Transatlántica (New Transatlantic Agenda, NTA) en la Cumbre UE-EEUU celebrada en Madrid en diciembre de 1995, para establecer un vínculo estructural básico entre Washington y Bruselas. Junto con la Asociación Económica Transatlántica de 1998 (Transatlantic Economic Partnership, TEP), la NTA ofrece un amplio y complejo marco institucional de alto nivel para gestionar las diferencias transatlánticas. De hecho, la NTA ha desempeñado un papel clave a la hora de moderar las tensiones transatlánticas, especialmente las de carácter económico y comercial. Pero las polémicas transatlánticas más enconadas vienen dadas por políticas de alto nivel como el uso de la fuerza y cuestiones en torno al orden mundial. Resulta paradójico que estas cuestiones también sean motivo de discrepancia en el propio seno de Europa. La consiguiente incapacidad de la UE de tener un criterio único en política exterior ha hecho que la NTA resulte inadecuada para afrontar los principales desafíos a los que está expuesta la relación transatlántica. De hecho, en la medida en que permanezca incierto el futuro de la Constitución europea, y con ella el futuro rumbo de la integración europea, seguirá faltando un consenso político transatlántico sobre cómo reformar la NTA. Ello implica que el principal papel de la NTA en un futuro próximo seguirá siendo el mismo que ha mantenido desde su fundación hace una década: impedir el estallido de una guerra comercial transatlántica.

AnálisisCreación de la NTA
Es erróneo creer que las tensiones transatlánticas dieron comienzo cuando George W. Bush asumió el control de la Casa Blanca en enero de 2001. En realidad, la historia de las relaciones entre EEUU y Europa desde el final de la Segunda Guerra Mundial ha sido la de las diferencias. La Crisis del Suez de 1956 abrió una brecha entre los aliados de la OTAN y la Guerra de Vietnam originó acalorados debates que se extendieron a lo largo del siguiente decenio. En 1965, el General De Gaulle proclamó: “Hoy, Estados Unidos supone el mayor peligro para la paz en el mundo”, a lo que siguió la retirada de Francia de la estructura militar de la OTAN en 1966. En septiembre de 1971 el New York Times publicaba un artículo titulado “Why Europe is Shocked” en el que se analizaba la frustración europea por las políticas del dólar de la Administración de Nixon. Durante la década de 1980, se produjeron amargos desencuentros transatlánticos con respecto a los misiles Pershing, la Ostpolitik de Willy Brandt y la representación que hacía de la Unión Soviética el presidente estadounidense Ronald Reagan como “el imperio del mal”. Más tarde, con el colapso soviético, Europa perdió de un plumazo su peso geopolítico en la balanza norteamericana. Por todo ello, el período posterior a la Guerra Fría se ha visto marcado por la tensión transatlántica, al luchar EEUU y Europa por reestructurar sus relaciones en ausencia de la amenaza soviética.

Tanto el Presidente George H.W. Bush como Bill Clinton mostraron interés por aportar una cierta estructura institucional a las relaciones de EEUU con Bruselas. En diciembre de 1989, el Secretario de Estado James Baker proponía “que EEUU y la Comunidad Europea colaboren para conseguir, en forma de tratado o de cualquier otra forma, un conjunto de vínculos consultivos e institucionales significativamente reforzados. Si se trabaja a partir de ideales compartidos y valores comunes, podremos hacer frente a varios desafíos mutuos: en economía, política exterior, medio ambiente, ciencia, y en tantas otras dimensiones. Por tanto, sería oportuno aspirar a elaborar respuestas conjuntas como una cuestión de interés común”.

Un año más tarde, en noviembre de 1990, EEUU y Europa se comprometían a realizar consultas políticas a todos los niveles mediante la Declaración Transatlántica. Las reuniones se celebrarían en un formato bilateral (Gobierno de EEUU y Comisión Europea). Además, la Declaración también formalizaba los intercambios entre el Parlamento Europeo y el Congreso de EEUU. Para la Casa Blanca, el objetivo de estas reuniones era influir en el desarrollo de la política exterior europea, en un intento de garantizar que la CE no tomara un rumbo independiente del ya establecido consenso transatlántico. Para Bruselas, la Declaración Transatlántica significaba obtener reconocimiento y un mayor protagonismo a escala internacional.

Sin embargo, transcurridos tan sólo seis meses desde la firma de la Declaración Transatlántica, Yugoslavia comenzó a derrumbarse. A pesar de la creciente frustración de Europa, la Administración Bush se negó a que Estados Unidos se involucrase en los Balcanes. De hecho, EEUU pidió explícitamente a Europa que asumiera la responsabilidad principal de la crisis de Bosnia. Baker, que definía el interés nacional de EEUU en términos estrictamente clásicos de fronteras seguras y supervivencia material, afirmaba en 1991: “Nuestros perros no participan en esta pelea”. Clinton, que comenzó su mandato en enero de 1993, continuó con esta política de no intervención durante dos años más, hasta septiembre de 1994, cuando EEUU tomó la decisión de realizar una intervención militar para garantizar el acuerdo de Dayton (y de nuevo en 1999 para resolver la crisis de Kosovo). Para entonces, las relaciones políticas transatlánticas se habían hecho extremadamente tensas. A pesar de la creación de la UE en 1993, los Balcanes habían dejado claro que la política exterior europea tenía que ver más con la ambición que con la realidad. La incapacidad europea para mantener el orden en sus propias puertas provocó el desprecio de la Casa Blanca de Clinton y, por ello, las reuniones autorizadas por la Declaración Transatlántica no estuvieron a la altura de lo que se esperaba de ellas.

Pero algunos de los elementos transatlánticos perturbadores posteriores a la Guerra Fría tienen que ver no con la seguridad, sino con el comercio. Por ejemplo, en 1989 Washington gravó con impuestos una serie de productos agrícolas procedentes de la UE, después de que Bruselas prohibiera la importación de carne de vacuno tratada con hormonas. Las diferencias entre EEUU y Europa en torno a la política comercial agrícola retrasaron varios años la conclusión de la Ronda de Uruguay de Negociaciones Comerciales Multilaterales, hasta que finalmente se llegó a un acuerdo en diciembre de 1993. Más aún, la relación transatlántica se vio gravemente afectada con la proliferación de sanciones económicas unilaterales de EEUU. En un período de tan solo cuatro años (1993-1996), en EEUU se aprobaron más de 60 leyes o acciones ejecutivas que autorizaban sanciones económicas unilaterales con objetivos de política exterior. Estas sanciones, dirigidas a 35 países que suponían cerca de una quinta parte de los mercados de exportación del mundo, dañaron seriamente la credibilidad de EEUU y minaron su liderazgo en la liberalización del comercio multilateral, destinado principalmente a conservar abierta la “fortaleza Europa”.

En 1995, al Gobierno de Clinton le preocupaba que los continuos conflictos comerciales empañasen las relaciones generales entre EEUU y Europa, por lo que los líderes de ambos lados del Atlántico comenzaron a pedir una nueva iniciativa principal y otros gestos políticos que pusieran de relieve la perduración de la alianza transatlántica. En junio de 1995, el Secretario de Estado Warren Christopher pronunció un discurso en Madrid titulado “Charting a Transatlantic Agenda for the 21st Century” en el que pedía que se promoviese un gran avance de las relaciones transatlánticas: una “agenda transatlántica de medidas políticas y económicas comunes” de amplio alcance. En julio de 1995, el ministro de Asuntos Exteriores alemán Klaus Kinkel pedía la creación de un Área Transatlántica de Libre Comercio (Transatlantic Free Trade Area, TAFTA). Y en octubre de 1995, la Transatlantic Policy Network (TPN), grupo de empresarios y políticos europeos y estadounidenses de alto nivel, redactaba un documento con el título “Toward Transatlantic Partnership: The Partnership Project”, en el que se recomendaba vincular los aspectos económicos, políticos y de seguridad de la relación transatlántica.

En un intento por reestructurar las relaciones transatlánticas, habida cuenta de las nuevas realidades de una economía globalizada, Clinton y el Presidente de Gobierno Felipe González firmaron la Nueva Agenda Transatlántica (NTA) junto con un Plan de Acción Conjunta (Joint Action Plan, JAP) en la Cumbre UE-EEUU celebrada en Madrid en diciembre de 1995. La NTA, que complementaba la Declaración Transatlántica de 1990 tanto en lo esencial como en el propio proceso, establecía un vínculo estructural básico entre Washington y Bruselas al crear un marco institucional de alto nivel para gestionar las principales diferencias transatlánticas. De hecho, aunque la Declaración Transatlántica fue concebida para crear una relación de consulta, el objetivo de la NTA era dar lugar a una acción conjunta. La NTA, que abarca la economía, el comercio y la seguridad, proponía acciones conjuntas en cuatro dimensiones principales: (1) promover la paz y la estabilidad, la democracia y el desarrollo en todo el mundo; (2) responder a los desafíos globales; (3) contribuir a la expansión del comercio mundial y a unas relaciones económicas más cercanas; y (4) tender puentes a ambos lados del Atlántico.

El pilar económico de la NTA era el llamado Nuevo Mercado Transatlántico (New Transatlantic Marketplace, NTM), cuya finalidad era “reducir o eliminar paulatinamente los obstáculos que impiden el flujo de bienes, servicios y capitales”. El Diálogo Comercial Transatlántico (Transatlantic Business Dialogue, TABD), una agrupación de dirigentes empresariales europeos y estadounidenses de alto nivel, se creó para definir y promover una agenda comercial y de inversiones específica y necesaria para que fructificase el NTM. El logro más significativo del NTM en materia de negociaciones fue el acuerdo sobre un paquete de Acuerdos de Reconocimiento Mutuo (Mutual Recognition Agreements, MRA), mediante los que se eliminaban la duplicación de comprobaciones y certificaciones de seis sectores que representaban un intercambio comercial por valor de 50.0000 millones de dólares. Los MRA entre EEUU y la UE se firmaron en junio de 1997, aunque no entraron en vigor hasta diciembre de 1998.

Aunque estos MRA ejemplifican el nivel más profundo de cooperación contemplado por la NTA y gracias a ellos se pudieron tejer redes entre organismos reguladores transatlánticos de alto nivel, algunos aspectos clave de los MRA no lograron progresar y dieron lugar a una considerable tensión entre administraciones y reguladores estadounidenses y europeos. Es más, se produjeron nuevos conflictos comerciales a ambos lados del Atlántico debido, entre otras cosas, a la legislación sancionadora aprobada por el Congreso de EEUU. Lógicamente, los europeos reaccionaron con furia ante la Ley Helms-Burton y la Ley de Sanciones a Irán y Libia (ILSA), que amenazaban con imponer sanciones “extraterritoriales” a empresas que tuvieran negocios en Cuba, Irán y Libia. También aumentó la fricción cuando varios Estados miembros de la UE se resistieron a importar variedades de maíz modificadas genéticamente y otros productos procedentes de EEUU.

En un esfuerzo por superar estos conflictos y volver a impulsar el proceso de liberalización comercial, en marzo de 1988 el Comisario de la UE Sir Leon Brittan presentó al NTM una ambiciosa propuesta radical que proponía acelerar la eliminación de los obstáculos al comercio y la inversión entre la UE y EEUU, con el objetivo último de crear un mercado transatlántico para 2010. Pero esta propuesta se encontró con la fuerte oposición de varios gobiernos de la UE, especialmente el de Francia, que temía que EEUU emplease las negociaciones con la Comisión Europea para abrirse camino en los sectores audiovisual y agrícola europeos, y el de los Países Bajos, que temía que el NTM socavase el poder de la OMC. Por su parte, la Administración Clinton difícilmente habría podido eliminar los aranceles aduaneros impuestos al sector textil y otros políticamente sensibles, dado que el comercio es una cuestión que suscita división en el seno del Partido Demócrata.

Así, se redactó una versión más edulcorada de la iniciativa británica bajo el nombre de Asociación Económica Transatlántica (Transatlantic Economic Partnership, TEP), que se presentó en la Cumbre UE-EEUU celebrada en mayo de 1998 en Birmingham. En un primer momento, se centraba en la eliminación de los obstáculos comerciales y en superar las barreras regulatorias. De hecho, aunque el NTM era básicamente la propuesta de un acuerdo de libre comercio transatlántico y, por tanto, no estaba exento de controversia política, la TEP pedía una eliminación progresiva de los obstáculos al comercio y la inversión y, de esa forma, desplazaba el proceso de la esfera política a la técnica. Ambas partes también ratificaron la Asociación Transatlántica sobre Cooperación Política (Transatlantic Partnership on Political Cooperation), un acuerdo en torno a la cuestión de las sanciones, que formaliza el apoyo activo de la UE a ciertos objetivos políticos de EEUU, a cambio de la exención de disposiciones específicas de la legislación sancionadora de EEUU.

En marzo de 2002, la UE y EEUU creaban el Diálogo sobre la Reglamentación de los Mercados Financieros (Financial Markets Regulatory Dialogue), que ofrece un foro para debatir cuestiones financieras y regulatorias bilaterales con la finalidad de promover un mercado de capitales transatlántico eficaz y transparente. En abril de 2002, EEUU y la UE dieron por concluidas las ya antiguas negociaciones sobre una serie de Directrices sobre Cooperación y Transparencia Regulatoria (Guidelines on Regulatory Cooperation and Transparency) dirigidas a reducir los conflictos comerciales provocados por cuestiones regulatorias. En mayo de 2002, el Presidente de EEUU George W. Bush y sus homólogos europeos iniciaban la Agenda Económica Positiva (Positive Economic Agenda, PEA), concebida para reducir la conflictividad comercial. En la Cumbre UE-EEUU celebrada en junio de 2004 en Irlanda, ambas partes creaban la Hoja de Ruta para la Cooperación y Transparencia Regulatoria entre EEUU y la UE (Roadmap for US-EU Regulatory Cooperation and Transparency) en la que se esbozaban una serie de actividades de cooperación regulatoria.

Una de las principales características del TEP era su enfoque multilateral. Hacía referencia a iniciativas de inversión, competencia, adquisiciones públicas y medio ambiente para “foros multilaterales apropiados” que expresaban implícitamente un compromiso con una nueva ronda de la OMC. De hecho, la cooperación EEUU-UE desempeñó un papel fundamental a la hora de lograr un acuerdo que propulsara una nueva ronda de negociaciones comerciales multilaterales en la reunión ministerial de comercio de la OMC celebrada en noviembre de 2001 en Doha, Qatar (también se percibió como un acto de solidaridad internacional tras el 11 de septiembre). La agenda de Doha pedía una negociación completa de tres años que abarcara el comercio de servicios, aranceles industriales y agricultura, y que culminara en 2005.

Sin embargo, en septiembre de 2003 estas aspiraciones sufrieron un grave revés con el enconado y confuso colapso que sufrió la reunión de la OMC en Cancún por las polémicas cuestiones de la agricultura y las normas que rigen la inversión extranjera en los países en vías de desarrollo. Aunque EEUU y Europa habían acercado posiciones en cuanto a la agricultura, y el fracaso de Cancún tenía que ver más con conflictos entre los países desarrollados y los países en vías de desarrollo, algunos analistas creen que esta debacle podría marcar el principio del fin del TEP. Habida cuenta del interés mutuo por seguir adelante con la Ronda Doha, EEUU y la UE se esforzaron en calmar los conflictos comerciales bilaterales. Pero el fracaso de Cancún había eliminado un incentivo importante para la cooperación transatlántica.

Valoración de la NTA
La década en la que se lanzó la NTA fue el mayor período de integración económica transatlántica de la historia. Las economías conjuntas de EEUU y Europa, de 2,5 billones de dólares, suponen la asociación económica actual más fuerte e independiente del mundo, pues representa un 41% del PIB mundial, un 32% de las importaciones mundiales, un 27% de las exportaciones mundiales, un 58% de la entradas de inversión directa extranjera y un 77% del flujo inversor al exterior.

La inversión extranjera, piedra angular de la economía transatlántica, ha experimentado un gran auge. Las empresas estadounidenses han invertido más capital en ultramar durante la década de 1990 (más de 750.000 millones de dólares) que en las cuatro décadas anteriores juntas; aproximadamente la mitad del total general tuvo como destino Europa. Los activos de empresas estadounidenses en el Reino Unido son equivalentes a los activos que poseen en Asia, América Latina y Oriente Próximo combinados. EEUU invierte en Irlanda el doble que en China, y sus activos en Alemania superan a los de toda Sudamérica. Europa representa actualmente la mitad del total de ingresos globales que obtienen las empresas estadounidenses.

Además, las empresas europeas nunca se han encontrado tan expuestas a EEUU como lo están ahora. Las inversiones europeas en EEUU han crecido hasta superar los 850.000 millones de dólares, lo que representa cerca de un 25% más que las inversiones que tiene EEUU en el Viejo Continente. Las empresas europeas son los principales inversores internacionales en 44 de los 50 estados de EEUU. Solo en Tejas, la inversión europea supera a la de EEUU en Japón.

Más aún, estos vínculos se reforzaron, en lugar de debilitarse, durante el primer mandato de George W. Bush. A pesar del alejamiento de las relaciones transatlánticas por Irak, las filiales europeas de EEUU anunciaron un récord en sus beneficios, que ascendieron a 60.000 millones de dólares en 2004. Y aunque los conflictos transatlánticos acaparan las portadas, las disputas por el plátano, el vacuno o el acero representan tan solo un 1% del total de la actividad económica transatlántica. Sea como fuere, estas disputas no han alterado la percepción empresarial de seguridad y previsibilidad a ambos lados del Atlántico. De hecho, puede que la relación económica sea la que mantenga unida la relación política transatlántica.

Habida cuenta de los intereses mutuos en la prosperidad transatlántica, es lógico que la NTA haya resultado más eficaz a la hora de abordar la economía y el comercio. Sin embargo, dejando de lado esta cuestión, también ha facilitado una cooperación transatlántica progresivamente más estrecha en la lucha contra el terrorismo y en impedir la proliferación de armas de destrucción masiva (ADM). La Cumbre UE-EEUU de junio de 2003 celebrada en Washington culminó con la firma de la Asistencia Legal Mutua (Mutual Legal Assistance, MLA) y los Acuerdos de Extradición, y propició la apertura de negociaciones sobre un Acuerdo Aéreo Transatlántico. Además, se han realizado declaraciones conjuntas sobre seguridad de los contenedores y cooperación aduanera, así como la Declaración de No-Proliferación de ADM de la UE y EEUU. Estados Unidos y Europa también han liderado iniciativas multilaterales contra el terrorismo y han contribuido a la creación del Comité de la ONU Contra el Terrorismo y el Grupo de Acción Contra el Terrorismo del G8.

Aunque está de moda entre analistas de ambos lados del Atlántico discutir acerca del creciente distanciamiento en cuanto a valores, las diferencias entre EEUU y la UE acerca del medio ambiente, la pena de muerte o los alimentos modificados genéticamente, lejos de ser estratégicas, son esencialmente tácticas. Europa y EEUU tienen más puntos en común de los que comparten otras dos regiones cualesquiera del mundo, y mantienen opiniones parecidas en valores esenciales como la democracia, el Estado de Derecho y la necesidad de disponer de un sistema de comercio internacional abierto. En un documento de marzo de 2005 titulado “Una diferencia que marca la diferencia: valores y cultura en Europa y EEUU”, Emilio Lamo de Espinosa escribe que “la idea de que una nueva división cultural está surgiendo entre ambos lados del Atlántico es una enorme distorsión de la realidad” (tengamos en cuenta, por ejemplo, el interés transatlántico por Michael Moore). De hecho, los intereses compartidos y los valores compatibles hacen a cada lado del Atlántico el socio preferido del otro. En lo que discrepan EEUU y Europa suele ser simplemente la forma de lograr lo que son objetivos comunes.

Sin embargo, la NTA no ha logrado reducir significativamente las tensiones transatlánticas, a pesar de intereses y valores compartidos. Incluso tras la incorporación del llamado “sistema de alerta rápida” de 1999, concebido para fomentar debates sobre cuestiones regulatorias que puedan causar tensiones en el comercio, se han incrementado las diferencias y desacuerdos abiertos al más alto nivel de gobierno. Esto se debe en gran parte a profundos problemas estructurales. Por ejemplo, las cuestiones de seguridad que afectan a EEUU y Europa se han desplazado del continente europeo a un escenario mundial más amplio, especialmente en Asia y Oriente Medio; a fin de cuentas, la seguridad de Europa está asegurada en lo fundamental. Estas cuestiones son las que han puesto más a prueba las relaciones transatlánticas. Debido a las diferencias en cultura estratégica y la asimetría del poder militar de un lado del Atlántico al otro, EEUU y Europa suelen diferir sobre el modo de actuar en relación con el exterior. Habida cuenta de sus excepcionales capacidades y responsabilidades, EEUU a veces prefiere que Europa se mantenga al margen para poder actuar por su cuenta.

Esto destaca otra deficiencia del proceso actual de la NTA que tiene que ver con la confusa estructura de la propia UE. A pesar de una mayor integración europea y del continuado desarrollo de la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), Europa sigue sin disponer de una voz única en numerosas cuestiones. El hecho de que en las Cumbres UE-EEUU participen dos o tres representantes de Europa demuestra que ninguno de ellos dispone de la autoridad con que cuenta el presidente de EEUU. Mientras que el presidente de EEUU acude a la cumbre con capacidad de negociar, el liderazgo de la UE se ve restringido por la existencia o no de consenso entre sus Estados miembros. Ante esta situación, los presidentes de EEUU suelen considerar que la UE se encuentra dividida y confusa, por lo que no merece la pena alcanzar un acuerdo. Esta impresión se ve reforzada por el entusiasmo con que los dirigentes de prácticamente todos los Estados miembros de la UE mantienen sus propias relaciones independientes con el presidente de EEUU. ¿Qué dirigente europeo rechazaría una invitación a Crawford por miedo a ofender a sus homólogos de la UE?

Es más, la mayoría de los presidentes de EEUU terminan concentrándose en la “alta política”, como el uso de la fuerza, mientras que la UE sigue conservando la reputación que tiene en Washington de ser una institución que se centra en cuestiones de “políticas de segundo nivel” como pueden ser la política comercial, industrial y medioambiental. Ante esta situación, las administraciones estadounidenses creen que la forma más eficaz de relacionarse con Europa en cuestiones de seguridad es mediante la bilateralidad con los Estados miembros de la UE, a escala nacional o a través de la OTAN. Por tanto, resulta lógico que la Administración Bush haya decidido unilateralmente reducir a una al año el número de cumbres con la UE.

El futuro de la NTA
Por tanto, la pregunta sería ¿dónde llevar la relación EEUU-UE? Con ocasión del décimo aniversario de la NTA, muchos analistas afirman que EEUU y Europa necesitan elaborar de manera urgente una Nueva Carta Atlántica que establezca con claridad meridiana el carácter de la relación transatlántica. Y las propuestas no faltan.

En septiembre de 2003, el Centre for Strategic and International Studies (CSIS), con sede en Washington, lanzó una “Iniciativa para una Nueva Asociación Transatlántica” que pedía la creación de un nuevo grupo de acción como mecanismo internacional que permita realizar consultas más directas entre EEUU y la UE. Este enfoque daría paso a un “nuevo pacto atlántico para el nuevo siglo”. En diciembre de 2003, el TPN birregional publicaba un documento de 30 páginas titulado A Strategy to Strengthen Transatlantic Partnership, en el que se ofrecen recomendaciones para mejorar las relaciones transatlánticas en los ámbitos de la política, la economía y la defensa y seguridad. También pedía sustituir la NTA por un nuevo “Acuerdo de Asociación Transatlántica” que se ponga en marcha a partir de 2007.

En marzo de 2004, el Council on Foreign Relations (CFR), con sede en Nueva York, patrocinó un grupo de trabajo independiente denominado Renewing the Atlantic Partnership, cuyo presidente era el ex Secretario de Estado Henry Kissinger. En las conclusiones de dicho grupo de trabajo se afirmaba que Europa y Estados Unidos deben concebir nuevas “reglas del juego que gobiernen el uso de la fuerza, adaptar la OTAN para que haga frente a las actuales amenazas desde fuera de Europa y lanzar una iniciativa de mayor envergadura para lograr la reforma política y económica del gran Oriente Medio”.

En diciembre de 2004, el anterior Primer Ministro italiano Giuliano Amato, el ex director de la London School of Economics Lord Dahrendorf y el antiguo Presidente francés Valery Giscard d’Estaing, sugerían en una carta desde Europa publicada en el International Herald Tribune la creación de un nuevo foro estratégico bajo la forma de un “grupo de contacto” que diese lugar a lo que denominaron un nuevo acuerdo transatlántico. Desde entonces, el canciller alemán Gerhard Schroeder ha pedido convocar un grupo de sabios que reevalúen las responsabilidades institucionales relativas de la OTAN y la Unión Europea.

En febrero de 2005, 55 destacados expertos en política exterior y seguridad nacional de ambos lados del Atlántico redactaron y ratificaron el denominado Compact Between the United States and Europe, un manifiesto diplomático que ofrece recomendaciones políticas específicas para tratar la mayoría de los desafíos estratégicos de la actualidad. Una resolución remitida ese mismo mes al Comité de Relaciones Internacionales de la Cámara de Diputados de EEUU para conmemorar el décimo aniversario de la NTA pedía su revisión y transformación en una “Nueva Asociación Transatlántica de Acción”.

Un gran número de los elementos necesarios para un nuevo enfoque en las relaciones transatlánticas ya existen. En la mayoría de las cuestiones, EEUU y Europa son los principales actores globales, lo que hace de la cooperación transatlántica la única vía práctica para ampliar y fortalecer las normas y disciplinas globales. En la primera reunión de la Iniciativa CSIS, celebrada en enero de 2005, la mayoría de los miembros del equipo consultivo acordaron que en última instancia sería importante que EEUU y Europa dispusieran de un Nuevo Pacto Atlántico para definir un sentido común de misión estratégica y función organizativa. Sin embargo, concluían que a medio plazo las prioridades habrían de pasar por “imponer una nueva trayectoria de acción conjunta en el panorama internacional” que confirmen el valor práctico de la NTA.

Sin embargo, cualquier intento de conseguir un nuevo gran proyecto que abarque Europa y EEUU sería prematuro, poco realista y con bastantes probabilidades de fracaso. Como afirma el Informe de la Comisión del 11 de septiembre: “Para EEUU, luchar contra el terrorismo se ha convertido sin lugar a dudas, en la primera prioridad nacional en materia de seguridad. Este cambio se ha operado con el apoyo incondicional del Congreso, los dos partidos mayoritarios, los medios de comunicación y el pueblo americano”. De hecho, el 11 de septiembre creó un debate fundamental sobre el carácter y la finalidad del papel que desempeña EEUU en el mundo, mientras que el electorado estadounidense exigía un liderazgo que encarnara la certeza nacionalista. Por consiguiente, cualquier gobierno estadounidense continuará aspirando a conservar la máxima libertad de acción mediante coaliciones ad hoc con los que estén dispuestos a colaborar, por ser el mejor medio de garantizar eficazmente los intereses norteamericanos. Es más, el ritmo al que EEUU responde a los acontecimientos no guarda sincronía con el funcionamiento de la PESC europea. De hecho, en el Pentágono siguen recordando con acritud el conflicto de Kosovo, donde el papel de la OTAN se redujo a luchar en la guerra mediante comités. Por tanto, muchos analistas de EEUU coinciden en que es improbable que el Gulliver estadounidense quede atado de manos por los liliputienses europeos mediante una reforma de la NTA. Consultar, afirman, no puede ser sinónimo de inactividad.

Es más, las persistentes incertidumbres en relación con la dinámica de la integración europea obstaculizarán el gran proyecto transatlántico. De hecho, la UE se enfrentará a una crisis existencial si los votantes rechazan la Constitución Europea, que necesita el refrendo de todos los 25 Estados miembros para entrar en vigor. Una votación en contra probablemente daría por terminado el proceso de una mayor integración y ampliación de la UE, y posiblemente pondría en riesgo los progresos alcanzados hasta la fecha. Algunos economistas incluso se han cuestionado la viabilidad a largo plazo del euro en el caso de que se paralizase la unión política. El triunfo del “no” también impediría el desarrollo de una identidad europea de defensa y política exterior colectiva más coherente. De hecho, se formarían coaliciones en las que ciertos países de la UE seguirían adelante con proyectos que otros se mostrarían reacios a aprobar. Y el hecho de que probablemente Alemania y Francia liderasen un “núcleo duro” de la UE convertiría a la política europea en algo intrínsecamente divisivo. Este núcleo tendría una opinión respecto a la política exterior que diferiría de la de los países periféricos, entre los que figuran muchos países “atlantistas”. Por tanto, una Europa así dividida difícilmente podrá potenciar su política exterior para resolver las amenazas externas. Ante esta situación, y habida cuenta de esta incertidumbre, parece comprensible que cualquier Gobierno de EEUU se muestre poco propenso a dedicar tiempo y energía en crear un gran proyecto estratégico con Europa, sobre todo cuando en la actualidad las necesidades más urgentes pasan por crear soluciones comunes específicas para desafíos comunes específicos.

Es posible que el euroescepticismo esté ganando terreno en Europa, pero también en Washington existe una ambivalencia cada vez mayor (en ciertos sectores, incluso hostilidad) con respecto a la dinámica de la integración europea. De hecho, hay muestras de que EEUU se está replanteando su apoyo tradicional a la unificación europea. Por ejemplo, un artículo publicado en la edición de noviembre/diciembre de Foreign Affairs, titulado “Saving NATO from Europe”, afirma que la actual propuesta de constitución europea aspira a equilibrar el poder de EEUU, más que a complementarlo. El artículo afirma que por estructura e inclinación, la nueva Europa se concentraría en “aumentar el poder de la UE a costa de la OTAN, la base de la relación de seguridad transatlántica desde hace más de medio siglo”. Esto vendría a confirmar la teoría realista de que cada hegemonía internacional suscita una alianza compensatoria de los Estados más débiles. En cualquier caso, es poco probable que dicha circunstancia le parezca de interés nacional a ningún Gobierno de EEUU. De hecho, un trabajo publicado en febrero de 2005 por el American Enterprise Institute (AEI) con el título de “Up with Europe. Down with the European Union” formula la siguiente pregunta: “¿Desea realmente América una Europa fuerte?”

Aunque la Secretaria de Estado Condoleezza Rice apremiaba a Europa en febrero de 2005 a enterrar desacuerdos pasados y abrir “un nuevo capítulo” en la alianza transatlántica, también dejó claro que para Washington la UE era un socio y no un contrapeso al poder estadounidense. En este orden de cosas, el Subsecretario de Estado de Asuntos Políticos de EEUU, Nicholas Burns, en un discurso pronunciado en Chatham House el 6 de abril, esbozó una agenda transatlántica más pragmática para el siguiente año. “Irak sigue acaparando nuestras preocupaciones”, afirmaba Burns. Aunque reconocía la necesidad de una relación de trabajo cotidiana más eficaz entre EEUU y Europa, también afirmaba que “para Estados Unidos, la OTAN seguirá siendo la principal vía”. EEUU quiere “recurrir más a la OTAN, y de manera más eficaz, como el principal foro transatlántico para los debates estratégicos sobre las cuestiones más vitales de la actualidad”, afirmaba Burns. En lo que se refiere a la reforma de Naciones Unidas, Burns explicaba que EEUU es favorable a la creación de la Comisión para la Consolidación de la Paz, cuya aspiración es mejorar las capacidades de consolidación de la paz de la ONU en escenarios posbélicos, y convertirla en “piedra angular de la misión de la ONU”. Pero Burns se mostraba decididamente ambivalente con respecto a ampliar el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

Otra limitación para la reforma de la NTA es la presencia de distracciones para los gobiernos de ambos lados del Atlántico. El Gobierno de Bush se ha embarcado en una ambiciosa agenda de reformas de la seguridad social, la tributación y el sistema jurídico. En política exterior, EEUU se concentra en áreas más allá de Europa, como por ejemplo Irán, Corea del Norte y el crecimiento de China. Por su parte, los gobiernos europeos tienen sus propias distracciones apremiantes, como la ratificación de la Constitución, gestionar la integración de los diez nuevos miembros en las estructuras de la UE y relanzar la agenda de Lisboa de reformas económicas para incrementar la competitividad económica de Europa a escala global.

En cualquier caso, puede que el principal impedimento para reformar la NTA resida en el hecho de que gran parte de los mayores conflictos transatlánticos incluyen modelos de seguridad y crecimiento económico aparentemente irreconciliables y que compiten entre sí. Entre otros, destacan el combate épico por establecer el orden económico mundial del futuro que enfrenta al modelo económico anglosajón de mercado libre con el modelo económico europeo que antepone la estabilidad al crecimiento económico. Es probable que ninguna de las partes ceda terreno sin luchar. De hecho, durante la visita de Bush a Europa en febrero de 2005, éste señaló su disposición para el compromiso al afirmar: “Estoy buscando un buen cowboy”.

Conclusión: Los principales obstáculos de la cooperación transatlántica incluyen tres ámbitos: los que existen en el seno de Europa, los que existen entre Europa y EEUU y los que transcienden el Atlántico. Los conflictos transatlánticos más insolubles son aquellos desafíos que se encuadran en la última categoría. Es cierto que EEUU y Europa comparten intereses comunes en la mayoría de los ámbitos de política internacional, y que ambos están del mismo lado a la hora de hacer frente a todos los grandes desafíos globales que el mundo afronta en la actualidad. Pero también es cierto que por mucho que EEUU y Europa sean socios, no dejan de ser rivales latentes. Aunque no se discute la necesidad de reformar la NTA, existe una voluntad política insuficiente en los niveles más altos de ambos lados del Atlántico para hacerlo. Ante esta situación, la NTA seguirá haciendo lo que mejor saber hacer: impedir que los conflictos comerciales desemboquen en una auténtica guerra comercial.

Soeren Kern
Investigador Principal, Estados Unidos y Diálogo Transatlántico, Real Instituto Elcano