Mensajes clave
- Las universidades en Estados Unidos (EEUU) está sufriendo un ataque sin precedentes por parte de la Administración presidida por Donald Trump, con recortes millonarios, investigaciones por supuestas violaciones de normas federales, retirada de visados a estudiantes internacionales y presiones ideológicas que amenazan la autonomía institucional.
- Estas medidas buscan, sobre todo, desmantelar la influencia progresista en la educación superior, en un contexto de paulatino desprestigio de las universidades por su elitismo, cierto sesgo ideológico, altos costes y falta de conexión con amplios sectores de la sociedad.
- Frente a esta crisis, se propone una doble estrategia para las universidades: resistir legal y colectivamente las acciones del gobierno y, al mismo tiempo, acometer reformas internas profundas para recuperar la legitimidad y la confianza ciudadana.
Análisis
La educación superior en EEUU está sufriendo un ataque sin precedentes por parte de la Administración del presidente Trump. Durante la campaña electoral, Trump criticó duramente a las universidades de EEUU, acusándolas de “adoctrinar a la juventud estadounidense” y prometiendo “recuperar nuestras otrora excelentes instituciones educativas de la izquierda radical”. El vicepresidente Vance llegó incluso a describirlas en una conferencia como “el enemigo”. Además, el Proyecto 2025, un plan de acción conservador de la Fundación Heritage, que Trump está usando como la base de muchas de sus políticas, incluye propuestas ambiciosas que traerían cambios profundos a la educación superior, incluyendo la privatización de los préstamos estudiantiles, la liquidación del Departamento de Educación, la modificación del Título IX para incluir requisitos de debido proceso, la definición de “sexo” bajo el Título IX para significar únicamente el sexo biológico reconocido al nacer, la modernización del sistema de acreditación y la eliminación de los programas de diversidad.
Motivado por el deseo de castigar a sus enemigos, desmantelar la elite intelectual progresista que piensa que domina los campus y construir una nueva elite que refleje los valores culturales conservadores, Trump ha retirado cientos de millones de dólares de fondos federales a las universidades, y ha lanzado una ofensiva sin precedentes contra docenas de universidades que según él están incumpliendo las leyes y reglamentos federales por utilizar preferencias raciales en sus procesos de admisión, promover el antisemitismo y no proteger a los judíos en sus campus o a las mujeres en el deporte. La Administración Trump ha cancelado más de 2.500 millones de dólares en fondos federales para la investigación en educación superior a nivel nacional desde fines de abril. El Departamento de Educación abrió investigaciones sobre docenas de universidades por su participación en programas de diversidad, equidad e inclusión, y ha puesto a unas 60 universidades bajo investigación por antisemitismo, amenazándolas con severas sanciones. El gobierno también ha suspendido cientos de millones de dólares en fondos aprobados para instituciones como Brown, Columbia, Harvard, Princeton y la Universidad de Pensilvania exigiendo que cedieran ante sus exigencias para restaurar la financiación. Estos ataques se dirigen en particular contras las universidades de elite: seis de las ocho universidades de la Ivy League se enfrentan a importantes amenazas de cortes en la financiación federal, que ascienden a miles de millones de dólares, mientras que el gobierno federal está investigando a siete de ellas (todas menos la Universidad de Dartmouth) por acusaciones de haber permitido el antisemitismo en sus campus y las amenaza con sancionarlas. Además, congeló 2.200 millones de dólares en subvenciones gubernamentales a Harvard, solicitó al IRS que revocara la exención de impuestos de la universidad y ha revocado su elegibilidad para recibir estudiantes extranjeros. Además, ha desmantelado el Departamento de Educación, despidiendo a la mayoría del personal responsable de las políticas y supervisión de la educación superior, ha declarado inconstitucionales los programas de diversidad (DEI en inglés), ha reformado el sistema de acreditación universitaria y ha iniciado investigaciones sobre universidades a las que acusa de favorecer a estudiantes minoritarios en sus procesos de admisión.
1. Primeras consecuencias
La creciente confrontación con el gobierno federal ha generado un gran temor en los campus estadounidenses, socavando la libertad académica y la libertad de expresión, y está afectando a sus presupuestos (con muchas universidades viéndose forzadas a despedir a cientos de trabajadores para hacer frente a los recortes) y planificación estratégica. Además, la eliminación de miles de programas de investigación está dinamitando la investigación en proyectos científicos, medicina y tecnología, incluyendo programas que podrían salvar millones de vidas. El ataque, entre otros, a las universidades de Columbia (que ha accedido a las demandas de Trump) y de Harvard (que se ha opuesto y le ha llevado a los tribunales) son sólo la punta del iceberg de una estrategia concertada para microgestionar los campus, y terminar con la libertad de expresión y de cátedra, y es una continuación de la implementación de estrategias autoritarias para debilitar las universidades y la independencia del sector, como se ha visto ya en países como Hungría y Turquía. Este ataque al sector merece una oposición implacable y denuncia rotundas.
Sin embargo, este ataque deplorable que retrotrae a la época del McCarthysmo, no debe de obviar los errores que se han cometido en las universidades durante las últimas décadas, que han llevado a una situación de vulnerabilidad y debilidad que ha allanado el terreno para los ataques de Trump y los Republicanos, dejando pocos apoyos entre la sociedad. Además, dichos ataques contra la educación superior están ocurriendo en un momento de gran vulnerabilidad financiera para muchas universidades, que se enfrentan a las consecuencias de lo que se denomina “precipicio demográfico” causado por la disminución proyectada en el número de estudiantes que ingresarán a la universidad (según el censo de EEUU, se proyecta que el número de jóvenes de 18 años se contraiga tras alcanzar un máximo de alrededor de 4,2 millones de personas en 2033, reduciéndose a alrededor de 3,8 millones para 2039), con su impacto concomitante en la matrícula y los presupuestos universitarios, y que ya ha llevado al cierre o fusión de al menos 79 universidades públicas o privadas sin ánimo de lucro desde marzo de 2020.
La llegada de Trump al poder ha exacerbado considerablemente los desafíos políticos y de relaciones públicas que la educación superior ha afrontado durante los últimos años. En éste momento se precisa del apoyo de la sociedad civil en la confrontación contra Trump, tal y como reconoció la presidenta de la universidad MIT, Sally Kornbluth, en una reciente reunión de la universidad de la que informó el diario Boston Globe: “lo único que cambiará las cosas es cuando el público estadounidense en general se ponga de pie y diga que lo que está sucediendo es inaceptable y que está increíblemente preocupado por ello”. Sin embargo, hasta ahora la respuesta de la sociedad estadounidense a la ofensiva autoritaria del gobierno de Trump ha sido en general decepcionante. A través de órdenes ejecutivas, sus discursos, entrevistas y mensajes en las redes sociales, y las acciones de los miembros de su Administración a cargo del Departamento de Justicia y otras ministerios y agencias del gobierno, las acciones de Trump están paralizando instituciones que se erigen como pilares de la sociedad civil independiente de EEUU. Al enfrentarse a estas amenazas, los líderes cívicos (desde políticos a directivos de empresas y bufetes de abogados, a editores de periódico y presidentes de universidad) se enfrentan a un complejo problema de acción colectiva ya que el precio de oponerse al gobierno puede ser muy alto en perdida de financiación federal o de contratos públicos, en costes de litigación contra el gobierno, o en costos reputacionales… para sus organizaciones, y al tener la responsabilidad fiduciaria de proteger a sus instituciones tienen incentivos para apaciguar o mantenerse al margen, en lugar de oponerse, a estas acciones, esperando que alguien más dé un paso al frente. Por ello no debe sorprender que algunos de los líderes de la sociedad civil, así como líderes de los bufetes más prestigiosos, de universidades como Columbia, y de instituciones culturales o empresas (incluyendo las de comunicación como ABC o Paramount) hayan adoptado estrategias de autopreservación y hayan escogido mantenerse en silencio, o en muchos casos aceptado la intimidación autoritaria de Trump y otros miembros de su Administración llegando a acuerdos con su gobierno.
2. Pérdida de confianza en las universidades
En el caso específico de las universidades estadounidenses hay poco apoyo entre la sociedad porque durante la última década se ha producido una erosión profunda de la confianza en la educación superior: una encuesta de Gallup muestra que una proporción cada vez mayor de adultos estadounidenses afirma tener poca o ninguna confianza en la educación superior. Cuando Gallup midió por primera vez la confianza en la educación superior en 2015, el 57% tenía mucha o bastante confianza y el 10% poca o ninguna. Ahora, un 32% tiene cierta confianza, un 32% poca o ninguna confianza y sólo un 36% mucha o bastante. Ninguna otra institución ha experimentado una caída tan pronunciada de la confianza entre 2015 y 2023, y la división partidista es aún más profunda: tres cuartas partes de los Demócratas consideran las contribuciones de la educación superior de forma positiva, mientras que sólo un 37% de los Republicanos lo ven así. Y esto ocurre en un momento en que hay un descontento generalizado de cómo se han gestionado las protestas en los campus contra la guerra en Gaza, lo que ha llevado a críticas y continuadas audiencias en el Congreso de EEUU para investigar las acciones de las universidades, y contribuyó a la renuncia de tres presidentes de universidades de la Ivy League tras sus desastrosas comparecencias en el Congreso.
Esta pérdida de confianza en las universidades se fundamenta en tres grandes razones. En primer lugar, la percepción generalizada de que son instituciones partidistas que han adoptado una agenda liberal progresista y que se han alineado demasiado con las prioridades y políticas del Partido Demócrata y/o de la izquierda radical. El apoyo a programas de diversidad, a los derechos de las personas transgénero y LGBTQ+ y a políticas económicas progresistas, ha colocado a las universidades en el punto de mira de políticos y activistas conservadores, muchos de los cuales ahora ocupan puestos de poder en el ejecutivo y el Congreso y critican, a veces no sin razón, la creciente censura en muchos campus, donde a veces estudiantes intolerantes y un profesorado cada vez más izquierdista sofocan el debate abierto, así como la adopción por una parte de las universidades de una ideología académica y una visión del mundo woke que simplifica complejas historias sociales y políticas como luchas maniqueas entre los oprimidos y sus opresores, los débiles y los poderosos, los justos y los malvados. Esto se puso de relieve cuando Hamás lanzó su brutal ataque del 7 de octubre contra civiles israelíes. Todo ello las ha alejado de millones de ciudadanos estadounidenses que las ven como órganos radicales ensimismados en indoctrinar a sus estudiantes en políticas radicales y valores culturales muy distanciados de los suyos, así como adoptar y promover ideologías que consideran repulsivas.
En segundo lugar, se ha contribuido a crear un gravísimo problema de acceso a la educación superior: el coste de las universidades ha alcanzado niveles insostenibles. Según US News, el coste promedio de la matrícula y las cuotas entre las universidades privadas nacionales mejor clasificadas en los rankings ha aumentado alrededor de un 41% desde 2005. Entre 1978 y 1979, asistir a una universidad privada costaba 17,680 dólares al año y a una pública 8,250. Hoy en día, estos costes promedian 48,510 y 21,370 dólares, respectivamente, lo que hace que el acceso a la educación universitaria sea inasequible para millones de familias, y ha contribuido a perpetuar las desigualdades y el resentimiento contra la educación superior. El problema se agrava por la reducción de la financiación pública. Al limitar el acceso, se ha contribuido a un “sistema de segregación” basado en el mito del mérito, que ha enaltecido a la clase con estudios superiores por encima del resto. Y estos costes han contribuido a una explosión de la deuda educativa que, de acuerdo con los datos de Education Data Initiative, ya asciende a 1,693 billones de dólares. Por ponerlo en perspectiva, el estudiante promedio de una universidad pública solicita un préstamo de 31.960 dólares para obtener una licenciatura, y 42.7 millones de estudiantes tienen deudas por préstamos federales con un saldo promedio total (incluyendo la deuda privada) de 41.618 dólares, de los que un 4,86% se encontraba en mora al cuarto trimestre financiero de 2024. Una situación deplorable e insostenible que explica el resentimiento contra la educación superior.
Otro factor clave que ha distanciado las universidades de un gran segmento de la sociedad ha sido la adopción de políticas de diversidad en los procesos de admisiones y reclutamiento. El resultado de estas políticas ha sido que las universidades de elite se han integrado racialmente, pero han segregado económicamente. Las encuestas muestran que los estadounidenses apoyan la diversidad racial, pero no creen que las preferencias raciales sean la forma correcta de lograr ese objetivo, y apoyan los programas de discriminación positiva para los estudiantes económicamente desfavorecidos de todas las razas. La mayoría de los ciudadanos quieren que la educación enfatice lo que los estadounidenses tienen en común, independientemente de su raza. Un estudio reciente de Raj Chetty muestra que, en los últimos años, la brecha de movilidad económica por raza se ha ido cerrando, mientras que la brecha de clase ha aumentado. La Corte Suprema anuló las preferencias raciales en 2023 y muchas universidades han respondido aumentado sus programas de becas para las familias de menos ingresos.
Por último, cada vez hay más escepticismo sobre el valor de un título universitario. De acuerdo con una encuesta de Pell, solo el 22% de los adultos norteamericanos dice que vale la pena el costeo de obtener hoy un título universitario, y cuatro de cada 10 adultos dicen que no es muy importante o nada importante tener un título universitario de cuatro años para conseguir un trabajo bien remunerado. Un reciente estudio de la Reserva Federal de San Luis muestra que la prima por ingresos universitarios (el ingreso adicional que percibe una familia cuya cabeza posee un título universitario, en comparación con el de una familia similar cuyo jefe de familia no posee un título universitario) se mantiene positiva, pero ha disminuido para los recién graduados, y que la educación universitaria y de posgrado puede estar fallando a algunos recién graduados como inversión financiera.
Y éste escepticismo está justificado: la mayoría de los estudiantes no se gradúan de sus universidades (según el Centro Nacional de Estadísticas de Educación, en 2020, la tasa general de graduación a los seis años para estudiantes universitarios en el otoño de 2014 fue del 64%), más de la mitad de los graduados terminan subempleados (según un informe del Strada Institute for the Future of Work and the Burning Glass Institute, el 52% de los graduados universitarios de cuatro años están subempleados un año después de graduarse), y, como se ha visto, la mayoría de los estudiantes se gradúan con niveles crecientes de deuda. Además, al perpetuar el mito de que la educación superior es el único camino hacia la prosperidad, se está dejando fuera al 65% de los estadounidenses que no tienen títulos universitarios, lo que contribuye al resentimiento de la clase trabajadora contra la clase profesional (por ejemplo, las personas con títulos de educación superior) que ha sido un factor tan importante en esta elección.
Trump se ha aprovechado de este contexto tan desalentador para iniciar un ajuste de cuentas que es indefendible porque está violando todas las garantías procesales de las universidades, y está recortando millones de dólares federales en investigación a un número creciente de universidades bajo el pretexto de un “antisemitismo”, que pese a ser innegable, como muestra un reciente informe de la Universidad de Harvard y que hay que atajar de forma decisiva (como la islamofobia y todas las formas de discriminación), no puede servir de argumento para destruir nuestras instituciones de educación superior.
3. ¿Cómo deben responder las universidades a esta crisis?
En primer lugar, hay que partir de la base de que hay que cumplir la ley, de que las universidades tienen una responsabilidad de aceptar demandas que no excedan la autoridad legal de esta o cualquier otra Administración, y de que deben mantenerse abiertas al diálogo con cualquier gobierno sobre lo que han hecho, así como tomar acciones para mejorar la experiencia de cada miembro de su comunidad. Trump está usando el poder del gobierno para castigar a sus oponentes, y a muchos les está costando responder. Como se ha visto, muchos líderes de instituciones han decidido buscar acuerdos con la Administración Trump o mantenerse al margen para evitar los ataques de Trump y su gobierno. Estas estrategias (no hay más que ver el ejemplo de la Universidad de Columbia, que accedió prácticamente a todas las exigencias de la Administración de Trump, pero no recuperó su financiación y fue informada que ese era sólo el principio del proceso y que podría haber más recortes) no están funcionando. Al contrario, la aquiescencia está envalentonando aún más al gobierno, y animándolo a intensificar y ampliar sus ataques, como reconoció el mismo Trump cuando dijo: “Ves lo que estamos haciendo con las universidades, y todas se están inclinando y diciendo: ‘Señor, muchas gracias’, lo apreciamos”. Tal y como han enfatizado politólogos como Levitsky, Way y Ziblatt, si algo ha enseñado la historia es que “los autócratas rara vez se afianzan en el poder sólo mediante la fuerza; sino que se aprovechan del acomodo y la inacción de quienes podrían haberse resistido”. Por ello, lo más urgente, prioritario e imprescindible es llevar a la Administración Trump a los tribunales para luchar contra aquellas medidas y demandas que sean ilegales, arbitrarias, desproporcionadas o que violen los procedimientos legales.
Para ello hay que defender la independencia de las universidades tal como escribió elocuentemente el presidente de Harvard, Alan Garber, en su mensaje al campus el 14 de abril: “Ningún gobierno, independientemente del partido que esté en el poder, debería dictar qué pueden enseñar las universidades privadas, a quién pueden admitir y contratar, y qué áreas de estudio e investigación pueden seguir”. La Universidad de Harvard ya ha iniciado ese camino llevando a los tribunales al gobierno de Trump y otras universidades la están siguiendo. Tras presenciar lo ocurrido con la Universidad de Columbia, Harvard decidió que no tenía otra opción, sobre todo porque en la carta que recibió de la Administración Trump el 11 de abril incluía exigencias, como el requisito de diversidad de puntos de vista en cada departamento, que si las aceptaban convertirían a Harvard en una filial totalmente controlada por el gobierno federal. Harvard respondió a esa carta declarando públicamente que no cumpliría con las exigencias del gobierno, al considerarlas ilegales e intrusivas, y argumentando que la carta no estaba autorizada y que las exigencias eran tan extremas que era imposible llegar a un acuerdo. En su respuesta Harvard reafirmo que “La universidad no renunciará a su independencia ni a sus derechos constitucionales”, y que tomaría medidas para defender su autonomía y contraatacar las acciones del gobierno. El 21 de abril Harvard demandó a la Administración Trump en un tribunal federal por sus recortes multimillonarios a la financiación de la investigación de la universidad, acusando a la Casa Blanca de emprender una campaña arbitraria e inconstitucional para “castigar a Harvard por proteger sus derechos constitucionales”. La base legal de la demanda de Harvard contra el gobierno de Trump es que las acciones de su Administración violan las protecciones constitucionales, especialmente en torno a la libertad de expresión, así como los procedimientos detallados para juzgar cuestiones como las violaciones de los derechos civiles. Y el 23 de mayo cursó otra demanda ante un juez federal contra la decisión de revocar la certificación del Programa de Estudiantes y Visitantes de Intercambio (SEVIS en inglés) que elimina la capacidad de la universidad para inscribir a estudiantes internacionales. Cabe esperar que muchas otras universidades sigan el mismo camino.
Al mismo tiempo, más allá de la estrategia legal, habrá que unir esfuerzos y presentar un frente común. Parte de la estrategia de la Administración de Trump es atacar las universidades una a una porque así son más débiles y además provoca divisiones en el sector. Se deberá resistir esa estrategia, colaborar y comprometerse a un apoyo mutuo. Una defensa colectiva ayudará a movilizar apoyos porque proporcionará cobertura política a otros indecisos o atemorizados, y permitirá compartir los costes financieros y reputacionales de la resistencia, incentivando a otros a unirse a la lucha. Afortunadamente líderes y profesores de universidades estadounidenses ya se están uniendo para intentar resistir los ataques de la Administración Trump a las libertades académicas. Profesores de un grupo de universidades que forman parte de los Big Ten ya han aprobado una resolución iniciada por la Universidad de Rutgers para establecer un pacto de apoyo mutuo con otras universidades para defender las libertades académicas. La resolución incluye una provisión de defensa común inspirada por el art. 5 del Tratado de la OTAN que sostiene que: “La preservación de la integridad de una institución es una responsabilidad de todos y una infracción contra una universidad miembro de los Big Ten se considerará una infracción contra todas”. Y cientos de rectores universitarios y otros funcionarios han firmado una carta publicada por la Asociación Americana de Colegios y Universidades en protesta por la “extralimitación gubernamental y la interferencia política sin precedentes” que enfrenta la educación superior bajo la Administración Trump, en la que manifiestan que “estamos abiertos a una reforma constructiva y no nos oponemos a la supervisión gubernamental legítima. Sin embargo, debemos oponernos a la intromisión indebida del gobierno en la vida de quienes estudian, viven y trabajan en nuestros campus”.
Pero una estrategia de contrataque y confrontación no será suficiente. Al mismo tiempo habrá que luchar por recuperar el apoyo que se ha perdido ante la sociedad, apoyo que se necesita desesperadamente en estos momentos si se desea parar estos ataques al sector. Mantener el rumbo como si todos los problemas fueran invenciones de los Republicanos y de Trump, y esperar como blancos fáciles a los ataques que llegan por todos lados no parece una opción productiva, sobre todo dada la vulnerabilidad de las instituciones. Por ello, también debe ser prioritario y urgente tomar acciones para resolver los errores propios que han llevado a esta situación.
En primer lugar, deben reafirmar y convencer al público de que no son instituciones partidistas y woke, garantizando la diversidad ideológica y de puntos de vista en los campus. Para ello es imprescindible que se reafirme una cultura de libre investigación, de diversidad de puntos de vista y de exploración académica. Muchos reconocen que en los últimos años no se ha estado a la altura de los ideales y que muchas instituciones han adoptado una ortodoxia ideológica que contradice la apertura universal que exige el nombre de universitatis. Sin duda, como ya se ha resaltado con anterioridad, hay que defender la independencia, pero eso no debe de estar reñido con una defensa de la libertad de expresión, y de la diversidad ideológica y de puntos de vista. Sin embargo, la libertad de expresión no significa privar a otras personas de su libertad de expresión, invitar sólo a los campus a aquellos con los que la mayoría de los miembros de dichas comunidades están de acuerdo ignorando otras perspectivas legítimas, o silenciar y/o cancelar cursos o a oradores que vienen a los campus con los que no estamos de acuerdo, o apoderarse y ocupar un espacio común en los campus y declararlo a favor de una ideología. El mismo presidente de Harvard, Alan Garber, reconoció en una carta a la comunidad de obligada lectura que “necesitamos asegurarnos de que la universidad esté a la altura de sus objetivos de reafirmar una cultura de libre investigación, diversidad de puntos de vista y exploración académica”. Para ello se deberá defender una cultura que fomente el diálogo abierto, el desacuerdo respetuoso y la libertad académica, y promover programas destinados a reducir las diferencias en los campus. Al mismo tiempo, se debe evitar que las instituciones se posicionen públicamente en apoyo de políticas sobre temas que no tienen que ver directamente con sus misiones y funciones que pueden ser consideradas partidistas. Esto ya ha comenzado. Muchas universidades, en respuesta a las críticas recibidas por sus mensajes institucionales sobre la guerra en Gaza, han adoptado diferentes versiones de la política de neutralidad institucional del Comité Kalven de la Universidad de Chicago de 1967 para reafirmar el compromiso de sus universidades con la libertad académica y cierta forma de “neutralidad institucional” en cuestiones políticas y sociales. Sin embargo, es crucial enfatizar que cierta forma de neutralidad institucional no es incompatible con la defensa de unos valores, que aún merecen ser defendidos.
En segundo lugar, se deberá ser humilde y resaltar el papel de las universidades en la sociedad. Durante décadas, la mayoría de las universidades han aceptado la expectativa (¿imperativo?) social de que su labor es brindar a los graduados una educación que les permita obtener buenos empleos y seguridad económica, y se ha aceptado en gran medida el principio de que el acceso a la educación superior es clave para ofrecer a las personas la oportunidad de superar los obstáculos estructurales que enfrentan y asegurarse una buena vida. Para la mayoría de las instituciones, las perspectivas de matriculación han llegado a depender del cumplimiento de esa expectativa, y se han convertido en un instrumento esencial para garantizar la competitividad de la economía estadounidense. Mientras se pueda cumplir con esa expectativa, los estudiantes se matricularán y se prosperará. Sin embargo, como se ha mencionado anteriormente, cada vez se falla más en cumplir esas expectativas.
¿Cómo puede sorprender que las humanidades estén siendo cuestionadas y ya no sean valoradas por muchos futuros estudiantes, quienes no las ven como una puerta de entrada a un buen empleo, un buen salario y una carrera profesional? Esto explica el interés en las profesiones empresariales o de la salud (según el Centro Nacional de Estadísticas de Educación, las ciencias empresariales, con un 19%, y la salud y programas afines, con un 13%, fueron las dos disciplinas principales en las que se otorgaron títulos en 2021-2022). De alguna manera, muchos parecen haber olvidado que las humanidades y las ciencias sociales son cruciales para proporcionar a los estudiantes los recursos intelectuales y las habilidades (por ejemplo, el pensamiento crítico) que necesitarán para abordar los desafíos de la humanidad y comprender (y confrontar) los problemas estructurales que obstaculizan el progreso en la resolución de estos desafíos. De hecho, las humanidades y las ciencias sociales son clave para comprender y combatir la desigualdad o el cambio climático, y para prepararse para el mundo de la IA. En lugar de comprometerse a brindar sólo desarrollo profesional y buenos empleos, algo que no sólo depende de las universidades y que difícilmente se pueden lograr solos, también se debería resaltar su papel en formar a personas integrales y en brindar a los estudiantes los conocimientos, las habilidades, los valores y las experiencias necesarios para vivir vidas personales, profesionales y cívicas productivas y plenas. Para lograrlo, las universidades deben renovar su compromiso con su misión original, que no era sólo la preparación laboral, sino también la producción y difusión del conocimiento para abordar los desafíos a los que se enfrenta la humanidad, así como educar a la ciudadanía en los fundamentos democráticos y cívicos, y contribuir a definir las políticas públicas.
Al mismo tiempo hay que cambiar la narrativa tan negativa sobre el valor de la educación superior. Pese al creciente escepticismo descrito anteriormente, los argumentos a favor de una educación universitaria siguen siendo sólidos. Otro reciente estudio de la Reserva Federal de Nueva York muestra que, en los últimos años, el graduado universitario típico con una licenciatura tenía unos ingresos anuales de aproximadamente 80.000 dólares, frente a los 47.000 dólares de quienes sólo tenían un diploma de secundaria, lo que representa una ventaja del 68%. Pero más allá de los beneficios económicos también hay que resaltar que la educación superior tiene otras recompensas y beneficios. Según un reciente informe de la Fundación Lumina y Gallup, los beneficios de la educación superior van mucho más allá del empleo y los ingresos; un título postsecundario puede mejorar los resultados en todo, desde la salud personal y el carácter hasta el compromiso cívico y las relaciones, y contribuir al desarrollo personal, a una mayor satisfacción laboral, a unas relaciones sociales más fuertes y a una mayor comprensión del mundo, lo que en última instancia contribuye a una vida más rica y plena.
En cuarto lugar, la democracia estadounidense (como la de muchos otros países) está en crisis, y el clima actual de polarización y confrontación hace aún más urgente que las universidades desempeñen un papel central en la formación de ciudadanos para la democracia. Se deberá enseñar a los estudiantes los fundamentos intelectuales y éticos de la ciudadanía democrática y capacitarlos para construir comunidades, conectar el interés propio con el interés público, interactuar eficazmente con los demás, aceptar desacuerdos legítimos y superar las divisiones ideológicas y culturales para abordar los problemas públicos. Además, el cinismo y la negatividad sobre EEUU suelen reinar en los campus, mientras que el patriotismo es motivo de vergüenza. Si se desea reconstruir la confianza y llegar a quienes no tienen acceso a la educación superior, habrá que tener discusiones y análisis más optimistas del país en los campus y en los programas académicos que puedan ayudar a cerrar la brecha.
En quinto lugar, se deberán trascender las puertas de los campus y colaborar con las comunidades de las que forman parte. Los estudiantes deben tener oportunidades de aprendizaje experiencial y participar en proyectos que apoyen a las comunidades, incluyendo proyectos relacionados con el bienestar de EEUU. Se ha dicho que hay una crisis de respeto por parte de quienes se sienten olvidados, y sólo ampliando el alcance hacia ellos se podrá cerrar la brecha y reconstruir la confianza.
En sexto lugar, las universidades deben reducir sus costes, enfocándose en su misión educativa fundamental: garantizar el acceso. Como ya se ha visto, el coste de las matrículas ha alcanzado niveles insostenibles, lo que hace que el acceso a la educación universitaria sea inasequible para millones de familias, contribuyendo a perpetuar las desigualdades. Las universidades deberían buscar maneras de reducir sus costes centrándose en sus misiones y dejando de lado inversiones y gastos que redundan poco en la educación de los estudiantes (como las residencias suntuosas de estudiantes que parecen hoteles de cinco estrellas, los comedores con selección de comidas de docenas de países, o las fastuosas instalaciones atléticas…). Además, se deberá dejar de priorizar la movilidad ascendente de las elites y, en cambio, centrarse más en ampliar el acceso para fomentar la inclusión social. Se deberá considerar a las personas de todos los grupos de la sociedad y, en particular, a los jóvenes de la clase trabajadora. Esto será crucial para cerrar la brecha existente entre las elites y la clase trabajadora y abordar el creciente resentimiento contra las universidades.
Por último, las universidades no deben abandonar su compromiso con la diversidad y la inclusión y seguir desempeñando un papel fundamental para ayudar a EEUU a convertirse en una democracia multirracial y multiétnica próspera. Pero es necesaria una perspectiva mucho más amplia de la diversidad para asegurar que todos los grupos sean reconocidos y que la clase social también se tenga en cuenta, no sólo la identidad. Las universidades también deben asegurarse de que los estudiantes aprendan, aparte de las estructuras de desigualdad, cómo fomentar la inclusión social. En definitiva, es necesario ayudarlos a superar las brechas que han llevado a este punto.
Conclusiones
Nada de esto será fácil y es probable que genere intensos debates en los campus. Paradójicamente, los ataques de la Administración Trump están sirviendo para unir a las comunidades universitarias, lo que puede facilitar la tarea. Si el objetivo de su Administración es socavar la autonomía institucional y autonomía académica, e imponer su visión de la educación superior al sector, no lo conseguirá. En este momento la Administración Trump se enfrenta a demandas por casi todos los aspectos de su agenda de educación superior, desde los despidos del Departamento de Educación, hasta las cancelaciones de financiación de programas de investigación, la eliminación de visados y las deportaciones de estudiantes internacionales, y, en algunos de estos casos, ya está empezando a perder en los tribunales. Además, la corriente de opinión pública parece que está empezando a cambiar: una nueva encuesta de The Associated Press-NORC Center for Public Affairs Research (AP-NORC) muestra que la mayoría de los estadounidenses no están de acuerdo con las medidas punitivas de la Administración Trump contra las universidades. El 62% de los encuestados, incluido el 75% de los Demócratas y el 57% de los Republicanos, apoyan mantener la financiación a la investigación científica en las universidades. Tan sólo el 27% de los encuestados se ha mostrado a favor de la estrategia del presidente de retener fondos federales a las universidades que no cumplen con ciertas exigencias; mientras que el 45% se opone y un 26% afirma no oponerse ni estar a favor de la congelación de fondos. La encuesta confirma, sin embargo, la división partidista: el 51% de los Republicanos apoyaba la congelación de fondos, el 49% apoyaba la eliminación de la exención de impuestos y el 60% desaprobaba los programas de diversidad, equidad e inclusión.
Pero pese a estas necesarias acciones en contra de las arbitrariedades del gobierno de Trump, también hay que reconocer que este es un momento decisivo para las universidades, y que es imperativo que se cuestionen a sí mismas, reconociendo sus errores y deficiencias. Además de luchar contra estos intentos de socavar la autonomía e independencia, es imperativo que también se revise lo que se ha hecho mal para llegar a este punto y aceptar que el cambio es inevitable. El Trumpismo es una amenaza real para las instituciones, pero la amenaza aún mayor es tratar de mantener el rumbo, culpar a Trump de todo, y aislarse aún más de la sociedad. Las universidades son pilares de las democracias, guardianes de los valores y cultura, e impulsores de la movilidad social. Si han perdurado tanto tiempo es gracias a su labor como generadoras y difusoras de nuevas ideas que son el motor del progreso científico, económico y cultural de las sociedades democráticas. Si se quiere recuperar el apoyo de la sociedad, prosperar y seguir siendo relevantes, y mantener una posición como focos del conocimiento y la verdad se deberá seguir generando ideas y creando conocimiento, contribuir a abordar los problemas y desafíos de la humanidad, y priorizar el renacimiento de las grandes, aunque imperfectas, democracias. Las últimas semanas han sumido a las universidades en una profunda crisis. Los próximos meses y años serán claves para determinar si se logra sobrevivir a la tormenta. No se puede fracasar, pues hay mucho en juego.