¿El regreso de los generales?: relaciones civiles-militares en América Latina en tiempos de pandemia

Militares del Comando Conjunto de Planalto realiza la desinfección del Aeropuerto Internacional de Brasilia (Brasil) en abril de 2020. Foto: Leopoldo Silva/Agência Senado - Senado Federal (CC BY 2.0)

Versión en inglés: The return of the generals? Civil-military relations in Latin America at times of pandemic.

Tema

El presente texto se centra en analizar los cambios de las relaciones civiles-militares en América Latina en el escenario de crisis creado por el crecimiento del crimen organizado, el deterioro de la situación socioeconómica y la pandemia.

Resumen

Las recientes voces políticas y académicas que denuncian la reemergencia del poder de los militares latinoamericanos como una amenaza contra la democracia se basan en la expansión de las misiones de los uniformados en áreas como la lucha contra el narcotráfico y su papel en crisis como la sucedida en Bolivia. Sin embargo, estas preocupaciones no se ajustan a la realidad de unas fuerzas armadas que han visto reducido dramáticamente sus recursos durante las pasadas décadas y están bajo el control de los gobiernos civiles. En realidad, el nuevo protagonismo de los uniformados tiene menos que ver con un incremento de su influencia política y más con los pobres resultados de los intentos por modernizar las administraciones civiles latinoamericanas. Este fracaso los ha convertido en un instrumento clave de los gobiernos civiles para responder a una crisis, sea esta una emergencia de salud pública o una oleada de criminalidad. Bajo estas circunstancias, resulta fundamental que los gobiernos de la región fortalezcan los mecanismos de control y conducción de las fuerzas armadas con miras a poder hacer uso de sus recursos para afrontar los que prometen ser unos años cargados de inestabilidad y violencia en la región.

Análisis

Una característica de los debates académicos en América Latina es su capacidad para perpetuarse mucho después de que se hayan superado los conflictos políticos y sociales que los generaron. Ciertas discusiones intelectuales parecen condenadas a mantenerse vivas incluso después de que el contexto en que surgieron haya cambiado y los problemas reales sean muy distintos. Uno de estos debates “zombis” gira en torno a las supuestas inclinaciones golpistas de las fuerzas armadas latinoamericanas y su permanente amenaza a la democracia. Mas de tres décadas después de que el general Pinochet entregara el poder poniendo fin a 17 años de dictadura y señalando el ocaso de los regímenes militares que gobernaron la región durante las décadas de los 60 y 70, académicos y políticos latinoamericanos resucitan el fantasma del golpismo con denuncias de ruido de sables y llamadas de atención sobre el creciente poder de los uniformados. Entre tantas alertas y acusaciones, la inevitable pregunta es cuánto de verdad y cuánto de ficción hay en la aparente persistencia de una amenaza militar contra la democracia en América Latina.

¿Golpismo con nuevos ropajes?

Las acusaciones de golpismo han abundado en la política latinoamericana de los pasados años, pero la mayoría no han sido más que intentos de deslegitimar al rival y nada han tenido que ver con las fuerzas armadas. Tanto la destitución del presidente paraguayo, Fernando Lugo, en 2012, como el juicio parlamentario que llevó a la salida del poder de su homóloga brasileña, Dilma Rousseff, en 2016, dieron lugar a denuncias de golpismo, por mucho que ambos procesos se ajustaron a las reglas constitucionales. Otros incidentes más graves se han prestado a alguna confusión con el imaginario tradicional de uniformados derrocando impecables gobiernos democráticos. El ultimo, en El Salvador el pasado febrero, cuando el presidente Nayib Bukele ordenó la ocupación militar del Congreso para presionar a los parlamentarios para que aprobaran la negociación de un préstamo para modernizar la policía y las fuerzas armadas. Si bien las tensiones entre Ejecutivo y Legislativo se redujeron, la imagen de soldados armados dentro del Congreso reviviría recuerdos de un pasado que muchos daban por zanjado.

El último supuesto episodio golpista fue en Bolivia en noviembre de 2019, después de las protestas de fraude electoral por Evo Morales, algo reconocido por la OEA y la UE. Tras negarse a cumplir la orden de reprimir a los manifestantes, los comandantes de las fuerzas armadas y de la policía emitieron sendos comunicados solicitando la renuncia de Morales, lo que lo empujó a abandonar el país, dando paso a un gobierno provisional encabezado por Jeanine Añez, segunda vicepresidenta del Senado y reemplazo legal del presidente huido. La odisea tuvo un final feliz para el mandatario boliviano después de que unas nuevas elecciones en octubre pasado le dieron la victoria al candidato de su partido, y pudo regresar al país sin contratiempos. En ningún momento este proceso fue interferido por los mismos militares y policías que un año atrás habían sido acusados de ejecutar un golpe.

Escenarios como el boliviano, donde los uniformados han asumido un papel más o menos protagonista en una crisis política, se ha repetido en otros países en el pasado reciente. Fue el caso del motín protagonizado por un sector la policía de Ecuador en septiembre de 2010 en protesta por unos cambios en sus condiciones laborales aprobados por Rafael Correa. El mandatario estuvo retenido varias horas en el Hospital de la Policía Nacional. Sin embargo, el episodio concluyó rápidamente después de que el alto mando militar declarase su apoyo al presidente, movilizase tropas hacia Quito y una unidad de operaciones especiales de la Policía Nacional le liberara.

Un año antes, en junio de 2009, había sido derrocado el presidente hondureño Manuel Zelaya tras insistir en sus planes de celebrar un referéndum para reformar la constitución, abriendo las puertas a su reelección, a pesar de que dicha opción había sido rechazada por el Congreso, el Tribunal Electoral y la Corte Suprema. Después de que el presidente destituyese al comandante de las fuerzas armadas por negarse a distribuir material electoral para la consulta y la Corte Suprema dictase orden de captura en su contra, el ejercito lo apresó para posteriormente expulsarlo a Costa Rica. Encabezado por el presidente del Congreso, Roberto Micheletti, el nuevo gobierno se enfrentó a protestas internas y al aislamiento internacional. La situación se normalizó con nuevas elecciones en noviembre, saldadas con la victoria de Porfirio Lobo. Este autorizó la permanencia de Zelaya en Honduras (estaba refugiado en la embajada brasileña tras haber llegado en septiembre). La crisis demostró cómo las fuerzas armadas se convertían en un factor decisivo en una disputa entre políticos civiles, pero sin reemplazarlos en el gobierno.

Mas allá del protagonismo uniformado en algunas crisis políticas, las teorías que defienden la persistencia del poder militar en América Latina también se amparan en el creciente incremento de las misiones asumidas por los militares en el último tiempo, en particular en la lucha contra el crimen organizado. Estas últimas tareas, asociadas con el mantenimiento del orden público y la lucha contra el narcotráfico, han sido fuente de escándalo y polémica, como quedó de manifiesto en México el pasado octubre cuando el general Salvador Cienfuegos, secretario de Defensa con Enrique Peña Nieto, fue detenido en Los Ángeles acusado de colaborar con Beltrán Leyva. El desenlace de este episodio quedaría en suspenso después de que las autoridades de EEUU aceptasen enviar al alto oficial a México para que la investigación sobre sus posibles vínculos con el narcotráfico se llevase adelante en su país de origen. Pero más allá de la conclusión a la que se llegue en este caso concreto, para quienes insisten en ver a los militares como una amenaza contra la democracia, la corrupción en las fuerzas armadas no es solamente una señal de falta de integridad y transparencia institucional sino el síntoma de algo más peligroso. De acuerdo con esta perspectiva, los militares no están interesados en luchar contra el narcotráfico –un negocio del que se benefician– sino que utilizan esta misión para acrecentar su influencia política sobre los gobiernos civiles.

La existencia corrupción alimenta estas teorías conspirativas que consideran a las fuerzas armadas latinoamericanas como entidades criminales. En México, la reputación de sus fuerzas armadas sufrió un duro golpe a finales de los años 90 cuando un grupo de desertores –incluidos varios del Grupo Aerotransportado de Fuerzas Especiales (GAFE), las fuerzas especiales mexicanas– crearon los “Zetas”, que llegarían a ser la organización criminal más violenta del país. Desde entonces, los episodios de narco-corrupción se han sucedido, como demuestra el más reciente caso de la colaboración de integrantes del 22 regimiento de caballería motorizada con el cártel de Sinaloa en Sonora en 2015. Episodios semejantes han tenido lugar en otros ejércitos. En Guatemala se han repetido las acusaciones de infiltración del narcotráfico en las fuerzas armadas con episodios notorios como el reclutamiento de antiguos miembros de los “Kaibiles”, las fuerzas especiales del país centroamericano. El juicio contra Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”, en Nueva York puso de manifiesto que la maquinaria de sobornos del cártel de Sinaloa penetró las filas del ejército ecuatoriano.

Las críticas contra el papel de las fuerzas armadas latinoamericanas en la lucha contra el crimen organizado también se alimentan de denuncias de violaciones de derechos humanos ocurridas durante estas misiones. Este ha sido el caso de las acusaciones contra las intervenciones de las fuerzas armadas brasileñas en apoyo de las operaciones policiales en las favelas de Rio. Más allá de su impacto sobre la legitimidad de los gobiernos y los aparatos de militares, estas denuncias se han convertido en argumentos a favor de quienes ven el papel de los militares latinoamericanos en misiones de seguridad interna como una continuación de las actividades represivas desarrolladas durante las dictaduras de los años 60 y 70. Frente a esta percepción, la solución propuesta por la Alta Comisionada para los Derechos Humanos de la ONU y la ex presidenta chilena Michelle Bachelet ha sido sencilla: “cualquier uso de las fuerzas armadas en seguridad pública debería ser estrictamente excepcional”.

Las cosas han empeorado a medida que los gobiernos de la región han recurrido a los militares para confrontar los problemas de orden público asociados a la reciente crisis política y social. Este nuevo papel de las fuerzas armadas se hizo visible durante las protestas en Ecuador y Chile en octubre de 2019, cuando los presidentes Moreno y Piñera recurrieron al ejército en apoyo de una policía desbordada por la violencia. En ambos casos, las criticas llovieron ante lo que se interpretó como el regreso de los militares a sus tareas represivas de épocas dictatoriales. El rechazo fue particularmente duro en Chile, donde la decisión de decretar el estado de emergencia, convocar el Consejo de Seguridad Nacional (COSENA) y desplegar militares en apoyo de los Carabineros llevó a comparaciones inevitables con la dictadura. El presidente del Partido Socialista Chileno, Álvaro Elizalde, recordó que “Chile tiene una pésima experiencia con la doctrina de seguridad nacional”, una referencia a la doctrina que inspiro el golpe de Augusto Pinochet en 1973.

Con la pandemia, la respuesta de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos fue imitar a los europeos, con restricciones a la vida social para frenar la espiral de contagios, responsabilizando de su implementación a la policía y las fuerzas armadas. Este ha sido el caso de Chile, Perú, Brasil, Colombia y México. Además, los militares han expandido sus tareas a la provisión de servicios de emergencia, incluida la asistencia sanitaria y la distribución de alimentos para aliviar el confinamiento. Esta mezcla de funciones de vigilancia y apoyo a la provisión de servicios civiles ha reavivado la combinación de misiones de seguridad y apoyo al desarrollo asociados a las campañas de contrainsurgencia, que cimentaron la influencia política de los militares varias décadas atrás. Como era previsible, las reacciones no se hicieron esperar. El politólogo argentino Fabián Calle lo resumía diciendo que las fuerzas armadas aprovecharan su protagonismo en la lucha contra la pandemia para acrecentar su peso político: “Habrá… más recursos económicos y más influencia, porque esto no será gratis”.

Lo que ha cambiado: unas fuerzas armadas más débiles y despolitizadas

Así las cosas, cabe preguntarse si el temor de una resurrección del poder militar en la región tiene algún fundamento. Para responder a esta cuestión, vale la pena recordar que el peso político de las fuerzas armadas en América Latina –como en otros escenarios– depende de tres factores: recursos económicos, influencia social y una concepción político-estratégica que justifique su intervención. Pero los militares de la región suspenden en estos tres indicadores. Según el Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI), entre 1989 y 2019, el gasto en defensa cayó en Argentina del 1,9% al 0,7% del PIB, en Brasil del 2,7% al 1,5%, en Chile del 3,6% al 1,8% y en Perú del 2,2% al 1,2%. Las únicas notas discordantes fueron México, donde permaneció estable, en el 0,5% en ambos años, y Colombia, donde saltó de gastar el 2,2% al 3,2% del PIB, una anomalía fácil de explicar si se tiene en cuenta que ambos Estados estaban afrontando crecientes niveles de violencia alimentada por el narcotráfico.

Los efectivos también se han reducido sustancialmente. De acuerdo con cálculos basados en datos del Military Balance del International Institute for Strategic Studies, en el mismo período, Argentina paso de 2,3 a 1,6 soldados por cada 1.000 habitantes, Brasil de 2,2 a 1,7, Chile de 7,6 a 4,3 y Perú de 5,8 a 2,6. Las únicas excepciones fueron de nuevo México (de 1,7 a 1,9) y, sobre todo, Colombia, de 4,4 a 6,0. La paradoja que definitivamente desmiente la sospecha de que los militares han permanecido como un poder en la sombra es que son precisamente aquellos países que sufrieron golpes en los años 60 y 70 –Argentina, Brasil, Chile y Perú– quienes experimentan unas reducciones radicales en sus aparatos de defensa mientras que los que quedaron al margen –México y Colombia– aumentaron el presupuesto de defensa y el tamaño de las fuerzas armadas. En otras palabras, las elites políticas antaño víctimas de asonadas militares recuperaron las palancas del poder con suficiente fuerza como para imponer a sus estamentos militares recortes sustantivos de sus recursos.

Mas allá de la reducción de recursos, la ausencia total de doctrina político-estratégica impide justificar y guiar cualquier intervención militar en la política. Durante los años 60 y 70, una lista de escritos teóricos, muchos de ellos inspirados en el concepto de “guerra total” europeo, circuló entre los estados mayores y escuelas de guerra latinoamericanos como fundamento conceptual para explicar la crisis de sus países y argumentar a favor de la implantación de regímenes militares como la mejor respuesta. Este conjunto de ideas, que fue denominada por numerosos políticos y académicos como “doctrina de la seguridad nacional”, justificó el proyecto de que las fuerzas armadas reemplazaran a las elites políticas civiles en la conducción de sus Estados.

Hoy no sólo hay una completa ausencia de estos planteamientos, sino que también las fuerzas armadas parecen absolutamente convencidas de que su papel no está en la política y que las crisis deben ser resueltas por las elites civiles. Esta visión explica que en los episodios apuntados como supuestos intentos golpistas las fuerzas armadas de Bolivia, Ecuador y Honduras nunca pretendieron hacerse con el poder y reemplazar a los civiles. Sus intervenciones fueron producto de la necesidad de tomar postura frente a conflictos políticos donde las partes enfrentadas reclamaban su apoyo. Sus intervenciones se limitaron a apoyar a uno de los lados y luego replegarse a su papel institucional para que los políticos continuasen al frente del país y buscasen una salida definitiva a la crisis, habitualmente por vía electoral. Se puede estar de acuerdo o no con la postura escogida en cada caso, pero resulta difícil no aceptar que su comportamiento fue radicalmente distinto del vivido en los golpes de 50 años atrás.

Frente a estos hechos, algunos académicos y políticos argumentan que el peligro militar se ha travestido y que utilizan métodos electorales para mantener su influencia política. Sin embargo, esta afirmación debe ser cuestionada por dos razones. Primero, los triunfos electorales de ciertos ex militares no equivalen a la victoria de sus instituciones. Las fuerzas armadas latinoamericanas –igual que las de otras latitudes– están lejos de ser corporaciones homogéneas y albergan individuos con visiones políticas diversas. Resulta significativo que los militares que alcanzaron el poder por las urnas luego implementaron políticas muy dispares (como Hugo Banzer y Ollanta Humala). Segundo, los militares que llegaron al poder por lo general lo abandonaron de forma institucional y, llegado el caso, fueron destituidos o procesados. Fue el caso de del presidente guatemalteco Otto Pérez Molina y el arresto del peruano Ollanta Humala al poco de dejar la presidencia. En ningún caso su pasado militar les ayudó a encontrar respaldo uniformado para evitar su debacle política. Con estos antecedentes, cabe preguntarse si los temores de que el presidente Jair Bolsonaro alimente un nuevo militarismo en Brasil son producto de una sobreestimación de su influencia sobre sus antiguos compañeros de armas y una subestimación del profesionalismo de estos últimos.

La gran excepción a esta regla fue Hugo Chávez, que llegó a la presidencia por las urnas para luego destruir la democracia venezolana e instaurar una dictadura que le ha sobrevivido. Sin embargo, dos diferencias claves separan su caso de los anteriores. Por un lado, Chávez contó desde el principio con un proyecto ideológico antiliberal que justificó su asalto contra la democracia, le ofreció una hoja de ruta para conducir su gobierno y un punto de llegada en forma de régimen autoritario nacional-populista. Por otra parte, el mandatario se apoyó en una coalición de grupos de extrema izquierda afines a su proyecto que le proporcionaron una sólida red de movilización para competir elección tras elección y capturar progresivamente espacios de la sociedad civil y fragmentos del Estado, incluidas las fuerzas armadas. Chávez contó con una ideología y un partido –o una alianza de ellos– que le permitieron tomar el poder y mantenerse en el mismo. Por el contrario, estos elementos no han estado presentes en las aventuras electorales de otros antiguos uniformados. Ninguno de ellos se ha presentado a la cabeza de un proyecto dirigido a reemplazar la democracia liberal –por mucho que algunos la hayan criticado– y no han contado con una estructura de movilización política tan sólida y efectiva como en Venezuela.

Las causas del protagonismo militar: el fracaso de la modernización del Estado

Bajo estas circunstancias, vale la pena preguntarse por qué, pese a la reducción de recursos y la imperante desconfianza entre amplios sectores civiles, las fuerzas armadas se han mantenido como un instrumento clave al servicio de los gobiernos latinoamericanos, particularmente cuando se trata de responder a una crisis, sea de criminalidad o de salud pública. Al menos en parte, la respuesta descansa en el fracaso de las elites políticas en su esfuerzo para construir administraciones civiles eficaces y la permanente necesidad de recurrir a las instituciones militares para cubrir las deficiencias y fallas de la burocracia estatal.

Gracias al boom de las materias primas se ha engordado sustancialmente el volumen del sector público en las décadas pasadas. De acuerdo con cálculos basados en datos de la CEPAL, entre 2000 y 2018 el crecimiento anual promedio del gasto público fue del 3,2% en Argentina, del 5,8% en Bolivia, del 4,2% en Chile, del 5,3% en Colombia, del 5,5% en Ecuador y del 5,8% en Perú. Sn embargo, este incremento del volumen de recursos no vino acompañado de un aumento comparable en la capacidad del Estado para responder a las necesidades de la población. La encuesta de LAPOP realizada en 18 países latinoamericanos y del Caribe en 2018-2019 revela algunos datos preocupantes. Según la misma, el respaldo social al sistema político cayó del 54,5% al 48,8% entre 2010 y 2019. La confianza en el aparato de justicia pasó del 47,5% al 41,1%, la credibilidad del Legislativo cayó del 46,4% al 39,4% y la confianza en el ejecutivo se desplomó del 55,2% al 42,8%. Si bien los gobiernos gastaron más, el incremento en recursos disponibles no significó que la población se sintiese mejor atendida.

Una parte del problema se puede achacar al incremento en las expectativas de la población, que ha generado un incremento de sus demandas y una menor tolerancia a los fallos del Estado. Es posible que, en ciertos casos, los ciudadanos reciban más, pero no lo “agradecen” lo suficiente porque sus aspiraciones han aumentado a medida que se sumaban a las precarias clases medias. Pero, además, hay debilidades estatales que los gobiernos han sido incapaces de resolver. El Estado gasta más, pero no ha mejorado ni la calidad de sus servicios, ni la capacidad para distribuirlos a toda la sociedad y el territorio nacional.

Al menos en parte, este fracaso se explica por la forma en que se ha gastado el dinero público, muchas veces perdido por corrupción o desviado por intereses políticos y sesgos ideológicos. Un ejemplo del despilfarro de ingentes cantidades de fondos con escasa ganancia para el bienestar ciudadano y ninguna para la modernización del Estado está en la proliferación de subsidios que poco benefician a los sectores de bajos ingresos y mucho a políticos interesados en mantener su popularidad y grupos económicos incrustados en el engranaje productivo. Es el caso de los subsidios a los combustibles en Ecuador, que sólo pudieron ser cancelados recientemente por el gobierno de Lenín Moreno. Lo mismo se puede decir de las múltiples subvenciones a los servicios públicos de los gobiernos peronistas. Este despilfarro de recursos públicos frecuentemente terminó en los bolsillos de sectores privilegiados, como fue el caso de gran parte del gasto asistencialista en Colombia.

Mas allá de los problemas con el gasto público, la fragilidad del Estado se nutre de las debilidades en la gestión de los recursos humanos. La calidad del reclutamiento de los empleados públicos deja mucho que desear. Los aspirantes a trabajar en el gobierno no proceden en su mayoría de las mejores universidades y suelen ser los perdedores de sistemas educativos con grandes desigualdades. En muchos casos, la selección de los funcionarios carece de mínimos criterios de objetividad y termina siendo una pieza del entramado clientelar con que se premia a los aliados después de cada elección. El resultado es que muchas veces el incremento presupuestario sirve para aumentar el número de funcionarios, pero no su calidad o compromiso con los ciudadanos ni la efectividad de la administración en su conjunto.

Además, los líderes políticos son conscientes de la delicadeza política que requiere el manejo de los funcionarios del Estado. Se trata de un sector vinculado a la provisión de servicios públicos claves, está fuertemente sindicalizado, puede recurrir a la huelga u otras formas de presión y goza de privilegios que dificultan su despido o reducción de salario. Estos trabajadores tienen una gran capacidad de presión sobre los gobiernos sin que estos puedan hacer mucho para escapar de ella. Un buen ejemplo son los sindicatos de la enseñanza pública en países como México –Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, SNTE– o Colombia –Federación Colombiana de los Trabajadores de la Educación, FECODE– que han mantenido su influencia política por encima de los programas de liberalización o reformas educativas de sus gobiernos. Por eso, la posibilidad de confiar en los funcionarios civiles a la hora de afrontar una crisis tiene fuertes limitaciones.

Esta lista de deficiencias y debilidades se hace mucho más aguda cuando se valora la situación de las instituciones gubernamentales en el interior del país, fuera de las capitales nacionales. Es fácil hacerse una idea equivocada de la solidez de las arquitecturas estatales cuando el observador se limita a visitar las grandes ciudades del continente donde siempre se concentran la población más rica, la infraestructura más moderna y los organismos estatales más efectivos. Las cosas son bien distintas cuando se visita el “interior” o “las regiones”, donde se hace evidente la brecha en términos de capacidad gubernamental para proveer servicios básicos o garantizar que las órdenes de la capital se cumplen. Hay un abismo en términos de solidez institucional entre Bogotá y el departamento de Choco, entre Lima y el departamento de Madre de Dios y entre Buenos Aires y la provincia de Jujuy. Los vicios que lastran las instituciones estatales no se distribuyen de manera homogénea sobre el territorio, sino que alcanzan niveles críticos en la periferia, donde problemas como la corrupción o la falta de formación de los empleados públicos son moneda común.

Policías, militares y gendarmes

Muchos problemas que debilitan la administración civil se repiten con los cuerpos de policía y explican por qué los intentos de construir fuerzas de seguridad interna modernas, que hagan innecesario el recurso a las fuerzas armadas para mantener el orden público, han fracasado en muchos países. Los recursos no se suelen invertir donde hacen falta sino donde conviene más a la popularidad de los políticos y el lucro de los hombres de negocios, mejor en los distritos de clase alta que en los más pobres y peligrosos. En ciertos casos, la selección del personal dista de ser óptima. Influencias y corruptelas juegan su papel en el reclutamiento. Como ocurre con el resto de los funcionarios civiles, los policías están a cargo de una función crítica –la seguridad pública– son difíciles de despedir y pueden hacer huelga. La huelga de la Policía Federal en México en julio de 2019, la de la policía del estado de Ceará en febrero de 2020 y la de la Provincia de Buenos Aires el pasado septiembre son algunos ejemplos.

Los problemas de la policía se ven agravados porque su modelo institucional suele basarse en principios poco realistas. A partir de los años 90 la mayoría de las fuerzas policiales fueron diseñadas en base a una concepción de seguridad ciudadana surgida en el contexto de las transiciones democráticas del Cono Sur. Esta visión del trabajo policial enfatizaba su preferencia por instituciones civiles, fuertemente descentralizadas a nivel local, enfocadas en la lucha contra el pequeño crimen, comprometidas con el uso mínimo de la fuerza y confiadas en la capacidad de los programas sociales para atajar por sí mismos el crecimiento de la delincuencia. Además, era un modelo enfocado a las grandes ciudades que prestaba mucha menor atención a las localidades menores y a las zonas rurales. La expectativa era prevenir que las policías pudiesen convertirse en agentes de un régimen autoritario al tiempo que se esperaba que la reducción del pequeño delito crease un entorno de ley y orden para los ciudadanos.

Pero, estos planteamientos ignoraron la eclosión de las economías ilícitas y las estructuras criminales asociadas a las mismas que ocurrieron en la mayor parte de América Latina. La visión de la seguridad ciudadana copiada de Argentina y Chile, que entonces no afrontaban niveles significativos de crimen organizado, promovió modelos policiales inefectivos para combatir estos fenómenos. La apuesta por policías locales podía resultar un paso en la dirección correcta de acercarse al ciudadano, pero multiplicaba los problemas de coordinación entre cuerpos de seguridad que frecuentemente contaban con recursos limitados, débil capacitación técnica y una notable vulnerabilidad a la corrupción. La preferencia por un modelo policial con fuertes restricciones en el uso de la fuerza podía ser deseable, pero también en ocasiones limitó la capacidad de las organizaciones policiales para hacer frente a enemigos de la magnitud de las bandas carcelarias brasileñas o los cárteles mexicanos.

La mayoría de los cuerpos de policía latinoamericanos no aplicó este concepto en su totalidad y se rindió a la evidencia de que los modelos de seguridad centrados en luchar contra la pequeña delincuencia eran inviables si se enfrentaban a organizaciones criminales con una abrumadora capacidad para ejercer la violencia y la corrupción. Como consecuencia, un buen número de cuerpos de policía mezcló la aplicación de la mencionada versión de la seguridad ciudadana con el desarrollo de capacidades más robustas para afrontar amenazas de más entidad. Tal vez, el mejor ejemplo de este equilibrio fue la Policía Nacional colombiana, que consiguió construir una organización de amplio espectro, capaz de cuidar los parques en Bogotá y desmantelar laboratorios de producción de cocaína en las selvas del Putumayo.

Pero no todos los cuerpos de policía contaron con los recursos, la capacidad técnica y el respaldo político para construir modelos organizativos tan complejos como el colombiano. En muchos casos, la visión de la seguridad ciudadana directamente traducida de las transiciones democráticas del Cono Sur se convirtió en el paradigma de lo deseable y lo aceptable, definiendo una hoja de ruta para el desarrollo de doctrinas y la inversión en recursos que resultaba insuficiente justo cuando la región se enfrentaba a una imparable oleada de delincuencia organizada. Este enfoque errado de las políticas de seguridad publica explica en buena medida el fracaso de muchos gobiernos para reducir de manera sostenible la violencia.

Frente a este fracaso, se ha ido abriendo paso la idea de crear fuerzas de policía militarizada o gendarmerías para apuntalar a las frágiles policías civiles y evitar recurrir a los militares en la lucha contra bandas criminales y carteles. La idea no es nueva y las gendarmerías no son raras en América Latina. Eso son la Gendarmería argentina, los Carabineros chilenos o las Policías Militares de los estados brasileños. La cuestión es si tiene sentido multiplicar estas instituciones con el único objetivo de reemplazar a las fuerzas armadas en la lucha contra el crimen. La respuesta tiene que ver con la estructura del sistema de seguridad de cada país y uno de los pocos principios fijos en seguridad: lo más simple siempre es lo mejor.

Las gendarmerías han sido la fórmula escogida para contar con instituciones de carácter militar capaces de cumplir misiones de seguridad interna que demandan un uso de la fuerza por encima del habitual en una policía civil –lucha contra el narcotráfico, seguridad fronteriza, etc.– en el contexto de sistemas de seguridad descentralizados. Este fue el caso de la Gendarmería argentina y la Guardia Nacional venezolana, antes de que las reformas chavistas del sistema de seguridad trastocaran el modelo para garantizar el control político. Sin embargo, la única respuesta para cumplir este tipo de tareas de seguridad interna no ha sido la creación de una policía militarizada. La otra opción usada con frecuencia ha sido el empleo de las fuerzas armadas en apoyo de la policía civil. Una opción tan poco extravagante como para que también haya sido empleada por países tan poco inclinados al autoritarismo como el Reino Unido, cuando se enfrentó al terrorismo norirlandés, o Italia, en la lucha contra la mafia a finales de los 80. Todo ello antes de que la amenaza del terrorismo islamista llenase de soldados las calles de Francia, Bélgica y Austria.

Los países latinoamericanos presentan una multiplicidad de modelos de seguridad en los que fuerzas armadas, gendarmerías y policías civiles se combinan de forma distinta. La cuestión es si la participación de los militares en la lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico es tan nociva como para que aquellos países que los utilizan se lancen a modificar su arquitectura de seguridad y crear una nueva fuerza de policía militarizada para reemplazarlos. Este sería el camino de López Obrador con la Guardia Nacional mexicana, con la salvedad de que no es formalmente un cuerpo militar, aunque integre a antiguos miembros de las fuerzas armadas, cuenta con armamento de guerra y cumple las misiones propias de una gendarmería.

Vale la pena recordar que hubo casos, como Argentina y Uruguay, en los que la intervención de las fuerzas armadas en tareas de seguridad interna fue un precedente de los golpes de 1973 y 1976. Pero también es verdad que países como Colombia y México, que han desplegado sistemáticamente a los uniformados dentro de su territorio, han estado exentos de intentonas golpistas. En consecuencia, no es fácil encontrar una relación directa entre participación militar en seguridad interna y golpismo. Por otra parte, las gendarmerías también han sido cuestionadas por abusos de derechos humanos. Fue el caso de la Policía Militar de Orden Público (PMOP) hondureña –resultado de transformar el cuerpo de policía militar de las fuerzas armadas en una gendarmería– que recibió fuertes críticas por parte de la Oficina del alto comisionado de los Derechos Humanos de la ONU por su desempeño durante las elecciones de 2017.

La combinación de capacidades militares y funciones policiales –incluida la investigación criminal– que forma el elemento característico de una gendarmería los convierte en organizaciones efectivas, pero enormemente poderosas. Por eso, aquellos que miran a las fuerzas de policía militarizada como una alternativa menos peligrosa para desempeñar funciones de seguridad interna omiten que los militares suelen ver restringidas sus operaciones al apoyo a la policía, la vigilancia y el combate a grupos armados considerados blancos militares legítimos de acuerdo a la legislación internacional. Sin embargo, no pueden investigar actos criminales o realizar detenciones sin presencia de la policía. Esto restringe su poder sobre la población, un límite que no tienen las gendarmerías.

La construcción de un cuerpo de seguridad desde la nada demanda tiempo, resulta caro y se enfrenta a resultados inciertos. Las instituciones de seguridad –como prácticamente cualquier otra organización– son entidades vivas que acumulan experiencia –buena y mala– y aprenden de sus errores. En consecuencia, no se puede aspirar a improvisar una gendarmería a corto plazo y bajo coste. Reclutar, entrenar, encuadrar y desplegar una fuerza efectiva a la vez que respetuosa de los derechos humanos requiere años e inversiones millonarias, condiciones inaceptables para líderes políticos urgidos de conseguir resultados en el corto plazo.

La forma en que se soslayan estas dificultades no siempre es la más apropiada. Ahí están los casos de la PMOP hondureña y la Guardia Nacional mexicana. Ambas organizaciones fueron construidas a partir de fragmentos de las respectivas fuerzas armadas –amalgamados con la antigua Policía Federal en México– con el resultado de que los militares fueron reemplazados por otros militares, esta vez integrados en una institución carente de cohesión, doctrina y experiencia. Una receta para una cosecha de problemas que ambos cuerpos han acumulado, por mucho que un buen número de observadores hayan sido más benignos con el experimento de López Obrador que con el de su homólogo Juan Orlando Hernández. Así las cosas, antes de trastocar el sistema de seguridad de un país y crear instituciones de orden público de la nada, valdría la pena valorar si es una opción estrictamente necesaria. Las reformas suelen ser caminos más seguros que las revoluciones. También en la lucha contra el crimen.

Conclusiones

La fragilidad del Estado y las dificultades para encontrar un reemplazo han consolidado el papel de los militares como una herramienta atractiva para los gobiernos latinoamericanos, en particular si se trata de afrontar una crisis. Aunque su proceso de reclutamiento y entrenamiento se enfrenta a deficiencias importantes, la gestión de personal de las fuerzas armadas resulta menos vulnerable a manejos políticos y favoritismos personales que la administración civil. Presidentes y ministros pueden cambiar a voluntad la cúpula militar, pero es mucho más raro que interfieran en los niveles inferiores del escalafón. Los principios de jerarquía y disciplina garantizan que las ordenes se cumplen sin el riesgo de huelgas o protestas laborales. Finalmente, las fuerzas armadas son probablemente la única institución bajo el control de los gobiernos con cobertura nacional. No solamente se pueden encontrar guarniciones militares en lugares remotos de las distintas geografías nacionales, sino que las marinas y fuerzas aéreas garantizan transporte a bajo coste a cualquier rincón del país.

Cuando se trata de luchar contra el crimen organizado, las fuerzas armadas también presentan algunas ventajas que los gobiernos de turno aprecian. Disponen de la capacidad para enfrentar a los grupos delictivos por bien armados que estén. Además, si sus unidades cumplen este tipo de misiones por tiempo limitado y luego son reemplazadas por otras, resultan más difíciles de corromper que las policías locales permanentemente vulnerables a la amenaza y el soborno. Por otra parte, la población suele mirarlas con más simpatía que a los agentes del orden locales dado que los soldados no suelen regular sus vidas cotidianas y no tiene autoridad para arrestarles. Finalmente, las misiones asociadas a la lucha contra el crimen pueden ser desarrolladas sin necesidad de aumentar significativamente unos presupuestos de defensa que se han mantenido bajo mínimos durante años. En otras palabras, la contribución militar a la lucha contra bandas criminales y cárteles es barata.

El protagonismo adquirido por las fuerzas armadas en los últimos años encierra una profunda paradoja: no tiene nada que ver con el fortalecimiento de las instituciones militares o su capacidad para ocupar parcelas de la actividad estatal, sino con el fracaso de una generación de políticos en su intento de modernizar el Estado y relegar a los uniformados a las tareas que les son propias sin verse obligados a acudir a ellos cada vez que una crisis desborda las limitadas capacidades de la administración pública. El ansiado regreso de los militares a los cuarteles por el que suspiran los adalides del antimilitarismo sólo será posible cuando se aborde con éxito la modernización de los Estados de la región.

El drama es que ya podría ser demasiado tarde. A las puertas de una depresión económica que hará retroceder a la región muchos años en términos de desarrollo económico, es poco probable que queden recursos y voluntad política para abordar unas reformas que no se hicieron en los años de las vacas gordas. En consecuencia, los gobiernos de la región y aquellos en EEUU y Europa que aspiran a ayudarles a navegar la actual tormenta tendrán que mirar a las fuerzas armadas como el último recurso de unos Estados perennemente débiles. El efecto combinado de la crisis de salud pública, la debacle económica y sus inevitables consecuencias en términos de inestabilidad política y violencia prometen convertirlos en un instrumento clave para proteger a la población y apuntalar las instituciones. El auténtico reto estará en cómo establecer los mecanismos de control civil y adaptación militar para poder usar las fuerzas armadas en apoyo de las frágiles democracias latinoamericanas asediadas al mismo tiempo por el caos y el autoritarismo en un escenario sin precedentes desde la década de 1930.

Román D. Ortiz
Vicepresidente de Cordillera Applications Group | @roman_d_ortiz

Militares del Comando Conjunto de Planalto realiza la desinfección del Aeropuerto Internacional de Brasilia (Brasil) en abril de 2020. Foto: Leopoldo Silva/Agência Senado – Senado Federal (CC BY 2.0)