El gran reto de Europa: equilibrar seguridad externa con cohesión social interna

La bandera de la Unión Europea ondea en primer plano (27/06/2018) sobre un cielo claro y despejado.
La bandera de la Unión Europea ondea en primer plano sobre un cielo despejado (27/06/2018). Foto: Jacques LOIC / Getty Images.

Mensajes clave

  • La inestabilidad internacional ha reactivado la necesidad de una política exterior europea sólida, cuya fortaleza dependerá en buena medida de la cohesión social interna.
  • Las desigualdades, la precariedad y la sensación de inseguridad económica y social alimentan la desafección ciudadana y fortalecen los discursos populistas que cuestionan el consenso democrático.
  • Aumentar el gasto militar en detrimento del Estado de bienestar puede erosionar la legitimidad democrática y socavar la resiliencia social sobre la que se sustenta también la seguridad.
  • La fortaleza exterior de Europa exige equilibrar seguridad y cohesión interna, orientando la inversión en defensa hacia capacidades concretas, cooperación industrial y autonomía estratégica.
  • La financiación de la defensa europea debería abordarse con mecanismos solidarios –como los eurobonos–, que la integren en el marco de los bienes públicos europeos sin poner en riesgo la inversión social.

Análisis

La cohesión social como condición estratégica

La creciente inestabilidad internacional ha reactivado en Europa el debate sobre la necesidad de contar con una política exterior más cohesionada y estratégica. Sin embargo, este objetivo podría tropezar con un problema interno de primer orden: la erosión de la cohesión social dentro de los Estados miembros. Mientras los gobiernos europeos piden a sus ciudadanos que se preparen para un escenario geopolítico más conflictivo, afronten sacrificios y se preparen para financiar mayores gastos en seguridad y defensa, las sociedades se enfrentan a dificultades cotidianas que pueden erosionar su confianza en las instituciones: inflación persistente (sobre todo en alimentos), caída del poder adquisitivo, acceso cada vez más limitado a la vivienda, precariedad e inseguridad laboral, y una mayor brecha entre las élites y el ciudadano de a pie.

El debate actual sobre cómo gravar a los superricos refleja el vínculo entre fiscalidad, cohesión social y legitimidad democrática. En Europa existen 677 hogares milmillonarios cuya riqueza acumulada equivale al 13,9% del PIB del continente, una concentración que evidencia el desajuste entre acumulación privada y bienestar colectivo. Esta situación, unida a la baja presión fiscal efectiva sobre los grandes patrimonios y ciertas multinacionales, alimenta la percepción de que los Estados sacrifican el bienestar de las mayorías mientras preservan las fortunas de una élite móvil y protegida. Lo que se constata en Francia, el Reino Unido y los Países Bajos, por poner tres ejemplos, es precisamente ese déficit fiscal de los grandes patrimonios: mientras la mayor parte de la población paga entre un 25% y un 50% de sus ingresos en impuestos a lo largo de toda la distribución de la renta, los milmillonarios y centimillonarios tributan entre un 20% y un 25%. El debate está hoy en primera plana en Francia, donde se discute el llamado Impuesto Zucman –un tipo mínimo del 2% sobre el patrimonio de las muy grandes fortunas, definido como los hogares con 100 millones de euros o más–, que cuenta con el apoyo del 86% de los franceses según una encuesta de Ifop.

Sin embargo, los detractores advierten que una medida de este tipo sólo sería viable globalmente, ya que la movilidad del capital y la capacidad de los superricos para desplazar sus activos podrían neutralizar sus efectos y provocar fugas de riqueza hacia jurisdicciones más favorables. Además, cuestionan la eficacia real de una tasa así, argumentando que podría generar distorsiones en la inversión y recaudar menos de lo esperado. A esto, Zucman y otros responden que los Estados tienen la capacidad de tasar a sus ciudadanos, incluso si emigran del país.

El debate muestra cómo uno de los principales desafíos para las sociedades europeas en los próximos años será mantener un equilibrio entre la estabilidad fiscal y la preservación de los sistemas de protección social. En un contexto marcado por la subida de precios en alimentos y vivienda, la precariedad y el aumento de la desigualdad (real o percibida), la cuestión no es sólo cómo financiar el gasto público, sino cómo hacerlo de manera que no se erosione la cohesión social ni la legitimidad de las instituciones. La fiscalidad del capital y de los grandes patrimonios se inscribe así en un debate más amplio sobre la sostenibilidad y la equidad del modelo europeo, que exige adaptar los sistemas tributarios a las dinámicas de la economía digital y a una globalización cada vez más fragmentada por las tensiones geopolítica pero todavía caracterizada por la alta movilidad del capital.

Ahora bien, tampoco está claro que un mayor gasto social se traduzca automáticamente en una reducción del malestar o del sentimiento de agravio. La experiencia de la Política Agrícola Común (PAC) es ilustrativa: durante más de seis décadas ha canalizado ingentes recursos hacia el mundo rural sin lograr atenuar de forma duradera el descontento de los agricultores, que hoy sigue manifestándose en buena parte del continente. Ello sugiere que las causas del malestar social son más complejas y que la legitimidad institucional depende tanto de la percepción de justicia y trato equitativo como de la eficacia real de las políticas públicas.

Además, en el contexto actual marcado por la invasión rusa de Ucrania, la prioridad que distintos Estados miembros conceden a la cuestión social o a la de seguridad varía sustancialmente. Para los países del norte y el este de Europa –desde Polonia hasta los bálticos y los nórdicos–, la amenaza rusa en sus fronteras hace comprensible que la seguridad y la defensa se sitúen por encima de otros objetivos.  

Independientemente de todos estos factores, lo cierto es que el contexto actual ayuda a que los partidos populistas de derecha radical hayan capitalizado la combinación de agravios culturales y económicos. Aunque las preocupaciones culturales son un predictor más fuerte del voto, la inseguridad económica moviliza a sectores más amplios. Un estudio de la Fundación Friedrich Ebert (2022), vinculada al Partido Socialdemócrata alemán (SPD), así lo ilustra: en un electorado hipotético de 110 personas, 5 de los 10 “culturalistas” votarían a la derecha radical (50%), frente a 10 de los 100 “materialistas” (10%). Sin embargo, en términos absolutos, estos últimos resultan más decisivos, lo que demuestra que el avance de estas formaciones depende de su capacidad para unir a ambos grupos.

El auge de estas fuerzas se ha visto favorecido por un contexto de crisis sucesivas que han erosionado tanto la seguridad material como los consensos culturales en torno a la identidad europea y las bases del contrato social. A la crisis financiera de 2007-2008 y la posterior crisis de deuda de 2010-2012 –que marcaron a una generación, sobre todo en el sur de Europa– se sumaron la crisis migratoria de 2015, el Brexit de 2016, la pandemia del COVID-19 (2020-2021) y la guerra de Rusia contra Ucrania (2022-en curso), con sus efectos inflacionarios. Todo ello ha confluido con transformaciones estructurales como el envejecimiento demográfico, la digitalización acelerada de los mercados laborales, la creciente brecha de renta y los efectos cada vez más tangibles del cambio climático.

En paralelo, la izquierda radical también ha canalizado parte del malestar social, especialmente entre los sectores más modestos y precarizados. En Francia, La France insoumise se ha consolidado como la principal fuerza de la izquierda, con un 22% de los votos en las elecciones presidenciales de 2022. Los datos de los comicios europeos del 9 de junio de 2024 confirman esta tendencia: los votantes con ingresos inferiores a 1.250 euros mensuales apoyaron en un 38% a los partidos del Nuevo Frente Popular. De forma similar, en Alemania, Die Linke logró alrededor del 9% de los votos en las últimas elecciones federales duplicando su resultado de 2021, siendo el principal partido de los jóvenes y con un importante arraigo en el este.

Este cúmulo de desafíos ha tenido un efecto corrosivo sobre la cohesión social. Aunque no todas las sociedades europeas lo están sufriendo con la misma intensidad, las consecuencias son bastante visibles: creciente radicalización política hacia los extremos, sobre todo hacia la derecha, discursos anti-establishment muy extendidos e, incluso, tendencias autoritarias en muchos países. La combinación de inseguridad económica y agravios culturales ha sido un terreno fértil para el auge de los partidos populistas de derecha radical. Las elecciones europeas de 2024 confirmaron esta tendencia. Hoy mismo, las encuestas muestran cómo Alternativa para Alemania (Alternative für Deutschland, AfD) y Die Linke tendrían más de un tercio de los votos en Alemania, la mayor economía de la Unión Europea (UE).

El avance de estas fuerzas no puede entenderse sin mirar atrás, hacia las fracturas abiertas por la gestión de la crisis del euro. La austeridad impuesta por Berlín y Bruselas, a través de la troika, y la falta de una respuesta común, en la crisis del euro fue interpretada por amplios sectores sociales como un fracaso institucional. Lejos de reforzar la confianza en los gobiernos, la gestión de la crisis económica deterioró la percepción de la integridad de las élites políticas y de su capacidad para velar por el bien común. Esta desafección fue especialmente visible en España, uno de los países más europeístas y golpeados por la crisis financiera y de deuda. Entre 2009 y 2011, la imagen positiva de la UE se redujo a la mitad, mientras que la negativa se dobló, hasta el punto de que en 2013 –en pleno rescate bancario y con una tasa de paro cercana al 27%– un 77% de los españoles consideraba que su voz no era tenida en cuenta por la UE y un 70% desconfiaba de sus instituciones. El 37% incluso abogaba por salir del euro, reflejando hasta qué punto se había deteriorado el vínculo de legitimidad entre la ciudadanía y las instituciones europeas, siendo esa desafección todavía mayor con las instituciones nacionales, aumentando así el sentimiento de desamparo.  

Las heridas de aquella crisis cicatrizaron mal en toda Europa por la sucesión de crisis que han venido después. En el caso español, además, el reto no radica únicamente en una brecha creciente entre ricos y pobres, sino en la debilidad estructural de los ingresos de la mayoría social: amplias capas de la población se concentran en tramos de renta bajos y medios-bajos, lo que limita su capacidad de resiliencia económica y aumenta su vulnerabilidad ante shocks externos.

Posteriormente, la migración se convirtió –y sigue siéndolo– en un elemento central del debate político europeo, utilizado por la derecha radical como catalizador de su discurso identitario y de seguridad. La pandemia, por su parte, puso a prueba los sistemas de bienestar y la capacidad de los Estados para sostener a sus poblaciones en contextos de crisis prolongada. Aunque en una primera fase reforzó la confianza en la acción pública a nivel europeo y revalorizó el papel del Estado en el plano nacional, sus efectos posteriores –inflación, endeudamiento y deterioro de los servicios públicos– contribuyeron a reactivar el malestar social.

Más allá de los efectos coyunturales de cada una de estas crisis, las tendencias de fondo muestran una evolución desigual del bienestar en Europa. En términos macroeconómicos, algunos indicadores reflejan una ligera mejora: la desigualdad de ingresos se ha reducido y las tasas de riesgo de pobreza han descendido en varios países europeos. La evolución del Índice de Gini confirma esta tendencia, con una leve reducción de la desigualdad de ingresos en la UE durante la última década, lo que ha permitido volver a niveles previos a la crisis de 2008. Sin embargo, el aumento de la desigualdad desde los años 80 sigue siendo una tendencia estructural en la mayoría de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Además, existen diferencias significativas entre Estados: España y Finlandia han visto crecer la desigualdad de riqueza desde 2008, mientras que países como Eslovaquia y Eslovenia mantienen una distribución más equitativa.

No obstante, en el plano social la realidad sigue siendo preocupante. Aumentan la privación material, la pobreza laboral y la dificultad para llegar a fin de mes incluso entre quienes tienen empleo. En consecuencia, se observa una brecha creciente entre la mejora macroeconómica y la experiencia cotidiana de muchos hogares, lo que alimenta la desconfianza hacia las instituciones y una sensación de injusticia que trasciende los indicadores estadísticos. Este desfase entre los avances agregados y la percepción individual del bienestar está estrechamente vinculado con la desigualdad social percibida.

Los sistemas de protección social siguen siendo un pilar esencial para erradicar la pobreza, pero en la UE continúan percibiéndose principalmente como un coste presupuestario y no como una inversión social y económica de largo plazo. Tal como señala el EAPN Poverty Watch, falta un enfoque sistémico que integre coherentemente todas las fases del ciclo de las políticas públicas –desde la formulación hasta la evaluación–, lo que limita su eficacia y sostenibilidad. Además, las personas más afectadas por la pobreza y la exclusión social participan escasamente en el diseño de estas políticas, lo que contribuye a una desconexión entre las prioridades institucionales y las necesidades reales de la población. Persisten, asimismo, problemas de coherencia, cobertura y financiación, agravados por retos estructurales como la transición tecnológica, el cambio climático, el envejecimiento demográfico, las guerras y la crisis de legitimidad democrática que afecta a buena parte de los regímenes liberales.  

A ello se suma una crisis del coste de la vida que continúa afectando a amplias capas sociales. La inflación se mantiene en niveles elevados en toda Europa –con un promedio del 12,6% en alimentos y bebidas no alcohólicas en julio de 2024– y está deteriorando la capacidad adquisitiva de los hogares. Este encarecimiento persistente de la vida erosiona la confianza ciudadana en la capacidad de los gobiernos para proteger a la población y gestionar de forma efectiva la crisis económica. En 2023, el 45,4% de los europeos declaraba tener dificultades para llegar a fin de mes, con notables diferencias entre países: en torno al 25% en los Estados nórdicos y más del 80% en Bulgaria y Grecia. Otro de los problemas más acuciantes a nivel europeo es el acceso a la vivienda. Entre 2015 y 2023, los precios de la vivienda aumentaron una media del 49% en la UE, aunque en ciudades como Praga y Brno el incremento alcanzó el 140%. Esta presión sobre la vivienda se ha convertido en uno de los principales factores de frustración intergeneracional y desigualdad territorial en la UE.

Por último, la desigualdad y la pobreza laboral muestran una evolución desigual. Si bien a largo plazo la desigualdad de ingresos ha tendido a moderarse en Europa, en los últimos años se observan señales de reversión: entre 2022 y 2023, la desigualdad aumentó en un tercio de los Estados miembros, mientras que la pobreza laboral se mantuvo elevada –en torno al 8,3%–, afectando sobre todo a trabajadores temporales y a tiempo parcial, en su mayoría mujeres. Aunque los sistemas fiscales y de protección social contribuyen a moderar las desigualdades, muchos países siguen sin abordar las causas estructurales de la precariedad. En este contexto, el empleo ya no garantiza una protección efectiva frente a la pobreza: el ingreso laboral, incluso con trabajo a tiempo completo, resulta insuficiente para mantener unos estándares de vida dignos.

La sostenibilidad del Estado del bienestar requiere no sólo preservarlo, sino también reformarlo para adaptarlo a los nuevos desafíos económicos, tecnológicos y demográficos. Asegurar su viabilidad implica repensar la financiación pública mediante una base fiscal más amplia y progresiva, que desplace parte de la carga impositiva del trabajo hacia las rentas del capital y los patrimonios, y combata de forma más eficaz la evasión fiscal. Estas medidas son esenciales para garantizar los recursos necesarios que permitan sostener servicios públicos de calidad sin recurrir a políticas de austeridad que debiliten la cohesión social.

Al mismo tiempo, la sostenibilidad social debe articularse con la ambiental. Las políticas climáticas y sociales tienden aún a avanzar por caminos paralelos, cuando deberían integrarse en una estrategia común que combine equidad y transición verde. Incorporar objetivos redistributivos en las políticas climáticas es clave para evitar nuevos desequilibrios y asegurar una transformación justa. Reforzar la participación ciudadana en el diseño y evaluación de las políticas públicas –especialmente de quienes padecen pobreza y precariedad– es igualmente fundamental para que el Estado del bienestar siga siendo una fuente de legitimidad democrática y resiliencia social.

La militarización y el dilema del gasto

Entre los servicios públicos, la seguridad ocupa hoy un lugar central en la percepción ciudadana europea. Según el Eurobarómetro de primavera de 2025, un 73% apoya aumentar la capacidad de producción militar y un 69% elevar el gasto en defensa. Este respaldo refleja que la seguridad se percibe como un bien público esencial, aunque no implica necesariamente aceptar recortes sociales a cambio. El Barómetro de Real Instituto Elcano (BRIE) de julio de 2025 muestra que la mayoría de los españoles (57%) considera que Europa debería incrementar su inversión en armamento y defensa, pero la opinión se divide cuando se trata de elevar el gasto militar nacional si eso conlleva reducir otras partidas públicas.

Existe un amplio consenso entre gobiernos, analistas y opinión pública en que Europa debe reforzar su esfuerzo en defensa. La amenaza rusa, el nuevo contexto de competencia geopolítica y la incertidumbre sobre el compromiso estadounidense hacen necesario desarrollar capacidades propias y fortalecer la base industrial europea. Sin embargo, este proceso plantea un dilema de fondo: cómo equilibrar la seguridad externa con la estabilidad interna.

Además, gastar más no equivale necesariamente a gastar mejor. Intentar alcanzar un porcentaje abstracto del PIB, en lugar de fijar objetivos de capacidades concretas, genera incentivos para gastar sin atender a resultados ni aprovechar economías de escala. Estas metas nacionales fragmentan la planificación, reducen la eficiencia y obstaculizan la cooperación industrial europea. Lo prioritario no es elevar el gasto de manera aislada, sino coordinar la demanda, consolidar la producción y realizar compras conjuntas coherentes que fortalezcan la autonomía estratégica europea.

La inversión en defensa puede tener efectos positivos sobre la economía: impulsa la industria, estimula la investigación y el desarrollo tecnológico, y genera empleo de alta cualificación. Sin embargo, la orientación del gasto no puede guiarse únicamente por consideraciones económicas e industriales. La defensa debe entenderse, ante todo, como un bien público vinculado a la seguridad y a la soberanía estratégica europea. Una Europa que aspire a ser un actor autónomo y con influencia debe gastar mejor: con visión común, planificación conjunta y un refuerzo sostenido de su base industrial y tecnológica de defensa.

La realidad es que el aumento de los presupuestos militares, en un escenario de recursos públicos limitados, y fuertes presiones sobre el gasto social, constituye un riesgo estratégico de primer orden. No se trata de que el gasto social esté estancado, sino de que el esfuerzo en defensa puede desplazar prioridades esenciales en ámbitos como la vivienda, la sanidad, la educación y las pensiones. Algunos líderes europeos lo han reconocido abiertamente: el primer ministro finés declaró en marzo de 2025 que “en Finlandia hemos tenido que recortar el gasto público” para poder incrementar el presupuesto militar. Por lo tanto, una estrategia centrada de forma desproporcionada en la dimensión militar podría, a medio plazo, minar la cohesión interna que busca proteger.

Tampoco puede obviarse que una defensa europea sostenible no puede basarse en la adquisición masiva de equipos estadounidenses. Esa dependencia tecnológica y comercial profundiza la subordinación estratégica con Washington y debilita la industria europea, impidiendo que el esfuerzo inversor se traduzca en innovación, productividad y soberanía tecnológica.

Al mismo tiempo, no puede perderse de vista que, para una gran parte de los europeos, sobre todo en occidente y en el sur, las amenazas cotidianas no adoptan la forma de misiles o ejércitos enemigos, sino de alquileres inasumibles, servicios públicos saturados o transportes ineficaces. El Eurobarómetro de primavera de 2025 indica que el 51% de los europeos del área del euro y el 48% fuera de ella señalan la inflación y el coste de la vida como su principal preocupación, por delante de la seguridad o la defensa. Hay que tener en cuenta que en la Unión Europea, 93 millones de personas viven en riesgo de pobreza o exclusión social, una cifra que subraya la necesidad de mantener un Estado del bienestar sólido. A ello se suma el deterioro del bienestar psicológico: según el Eurobarómetro de octubre de 2023, el 46% de los europeos ha experimentado algún problema emocional o psicosocial, como ansiedad o sentimientos depresivos, en los últimos doce meses

El fortalecimiento del Estado del bienestar a través de reformas debe entenderse, por tanto, como una estrategia de seguridad en sí misma. Esa visión hunde sus raíces en el modelo de capitalismo europeo solidario surgido en la cuenca del Rin –basado en la cooperación entre la democracia cristiana y socialdemocracia– que dio origen a las economías sociales de mercado después de la Segunda Guerra Mundial. Ese equilibrio social puede estar hoy en riesgo: el aumento del gasto militar puede amenazar con absorber el capital político y financiero que debería destinarse a la resiliencia climática, la igualdad digital, la educación y la sanidad. Al final, invertir en cohesión –en viviendas asequibles, educación de calidad, gobiernos locales sólidos y sistemas de salud robustos– es también invertir en seguridad.

Por lo tanto, Europa no debería concebir la seguridad como una disyuntiva entre defensa y bienestar. Ambos ámbitos son complementarios. La proyección exterior depende también de la cohesión interna y la fortaleza militar es mucho más sostenible si descansa sobre una base social sólida. En este sentido, Francia, que está sufriendo una inestabilidad política importante, ofrece el mejor ejemplo del reto por delante. Pese a ser el país de la UE que destina más recursos a protección social (un 32% del PIB), en los últimos años ha visto cómo la brecha entre los hogares más pobres y más ricos se ha ampliado de forma inédita tras la retirada de ayudas sociales y un contexto favorable para los sectores acomodados y protegidos. Este aumento de la desigualdad ha alimentado el malestar y ha debilitado la capacidad del Estado para sostener un contrato social inclusivo. En este marco, la construcción de un Estado fuerte y de una ciudadanía comprometida y dispuesta a asumir sacrificios se ve obstaculizada, y cualquier estrategia exterior se resiente al carecer de legitimidad interna. Francia es un claro ejemplo donde el Estado de bienestar debe ser reformado.

A diferencia de otras potencias, Europa no puede ni debe construir su seguridad sacrificando su modelo social. Regímenes autoritarios como Rusia pueden hacerlo, precisamente porque carecen de mecanismos de rendición de cuentas y basan parte de su legitimidad en el nacionalismo. En la actualidad, la defensa es el mayor sector económico ruso, que representa más del 7,5% del PIB –la cifra más alta desde la Unión Soviética– tras un aumento del 70% del gasto en 2024. Ese no es el modelo al que debería aspirar Europa.  

En el siglo XXI, la solidez de las democracias europeas puede depender tanto de la acumulación de capacidades militares como de su capacidad para generar confianza y legitimidad. Esta no se construye con titulares sobre nuevos programas de defensa, sino también con respuestas eficaces a las preocupaciones cotidianas de la ciudadanía. No cabe duda de que Europa necesita reforzar sus capacidades militares para hacer frente a riesgos inmediatos, pero su seguridad a largo plazo dependerá también de la resiliencia social. Una sociedad cohesionada, con instituciones en las que se confía y con servicios básicos sólidos constituye la base indispensable sobre la que puede sostenerse cualquier estrategia de defensa nacional y europea.

Al mismo tiempo, resulta esencial avanzar en mecanismos financieros innovadores –como la emisión de eurobonos y la creación de recursos propios de carácter progresivo– que permitan reforzar la defensa común y otros bienes públicos europeos sin sobrecargar los presupuestos nacionales ni poner en riesgo la inversión social. El precedente de los fondos NextGenerationEU demostró que la acción mancomunada y la financiación europea pueden movilizar grandes recursos con un alto efecto transformador. Esa misma lógica podría aplicarse al ámbito de la seguridad y la defensa, concebidas como bienes públicos europeos cuya provisión debe ser colectiva y solidaria. El último Eurobarómetro muestra que cerca del 80% de los europeos apoya que la UE financie proyectos estratégicos comunes, lo que ofrece una base política sólida para avanzar en esta dirección. Integrar el esfuerzo de defensa en el Marco Financiero Plurianual, siguiendo el ejemplo de los fondos de recuperación, y combinarlo con políticas de cohesión, industrial, innovación y transición verde constituye, en definitiva, una vía coherente con los intereses de España y con el modelo europeo de seguridad y bienestar.

Conclusiones: cohesión social, resiliencia y legitimidad exterior

Europa necesita reforzar sus cimientos internos si aspira a proyectar fuerza hacia el exterior. La cohesión social constituye una de las bases de la resiliencia, y sin ella resulta significativamente difícil sostener una política exterior ambiciosa. Un contrato social sólido es una condición importante para que la acción exterior no se perciba como ajena o injusta; de lo contrario, corre el riesgo de ser deslegitimada ante la ciudadanía y perder credibilidad internacional.

La cohesión social no es un concepto abstracto, sino un elemento esencial de la resiliencia democrática de la UE y sus Estados miembros. Se manifiesta en la confianza institucional, la participación política, la inclusión y el compromiso ciudadano. Allí donde es fuerte, las instituciones gozan de legitimidad y los ciudadanos se sienten parte de un proyecto común; allí donde se rompe, crecen el escepticismo hacia las élites y la resistencia a aceptar sacrificios colectivos. La consecuencia es clara: sin cohesión interna, la resiliencia frente a choques externos se debilita y la estrategia exterior pierde sustento.

La pandemia del COVID-19 ofrece, en este sentido, una lección relevante. En un primer momento, la falta de coordinación europea –especialmente visible en países como Italia, donde la ayuda de Rusia y China contrastó con la respuesta dividida de la UE– alimentó la desconfianza y la percepción de abandono. Sin embargo, la posterior puesta en marcha de mecanismos de solidaridad, como los fondos NextGenerationEU, y la compra mancomunada de vacunas demostraron que las políticas expansivas y cooperativas pueden revertir la desafección y fortalecer la legitimidad institucional. La recuperación del apoyo ciudadano a la UE hasta niveles históricamente altos confirma que la confianza se reconstruye cuando las instituciones ofrecen respuestas tangibles y eficaces a las crisis.

La batalla contra el COVID-19 se ganó con unión y solidaridad a cambio de reformas. El gran reto europeo ahora es equilibrar seguridad externa y cohesión interna sobre la base de los principios renovados del capitalismo social de mercado que caracterizaron el continente desde la postguerra. Sólo así podrá articularse una política exterior sólida en un escenario internacional marcado por la rivalidad entre grandes potencias.


* Los autores agradecen a Ignacio Molina, Judith Arnal, Federico Steinberg, José Pablo Martínez y Raquel García por sus comentarios a versiones anteriores de este análisis.