Tema: La celebración de elecciones legislativas y provinciales en la mayoría de los distritos argentinos ha comenzado a aclarar el panorama político. La firma del acuerdo con el FMI ha hecho lo propio en el económico. Sin embargo, y más allá del fuerte respaldo popular al presidente, todavía hay muchas dudas sobre el futuro argentino, especialmente en lo que respecta al papel que le tocará jugar al Partido Justicialista.
Resumen: Durante las últimas semanas se han llevado a cabo comicios para elegir gobernadores y legisladores en la mayoría de las provincias argentinas. El resultado tiene varias facetas: han revalidado sus títulos casi todos los caciques territoriales, el justicialismo ha confirmado su carácter de partido dominante y el flamante presidente Néstor Kirchner pudo fortalecerse al imponer a sus candidatos en la ciudad de Buenos Aires y en otros distritos menores. Sin embargo, Kirchner no ejerce el liderazgo del partido y ello lo ha llevado a tejer coaliciones transversales que molestan al aparato tradicional justicialista. Hay, por ahora, una sorda puja que puede terminar en un conflicto abierto o en un consenso intra-justicialista. A favor del presidente juegan su gran popularidad inicial y el ciclo económico expansivo; a favor de los caciques territoriales, comandados por el ex presidente Eduardo Duhalde, los enormes recursos políticos acumulados en las gobernaciones y en el Congreso. El tiempo dirá.
Análisis: Las elecciones llevadas a cabo en la mayoría de las provincias argentinas durante las últimas semanas han arrojado resultados que no admiten interpretaciones simples. Es indiscutible que a más de veinte meses de la rebelión social que expulsó del poder a Fernando De la Rúa, cuya consigna unificadora era “que se vayan todos los políticos”, los ganadores de los comicios son “todos los que estaban”. Sólo en Tierra del Fuego, una provincia creada por la reforma constitucional de 1994 y cuyas fuerzas y tradiciones políticas están todavía poco arraigadas, el gobernador a cargo no pudo renovar su mandato ni imponer –como ocurrió en otros distritos– un candidato propio con una imagen algo renovada. También es indiscutible que el Partido Justicialista ha ratificado su posición de partido dominante (aunque no hegemónico): desde el próximo 10 de diciembre, cuando asuman –o reasuman– sus mandatos las autoridades locales y los legisladores electos, el movimiento político creado por Juan Domingo Perón controlará tres cuartas partes de las gobernaciones y tendrá quórum propio en ambas cámaras del Congreso. Menos clara es la situación del presidente Néstor Kirchner después del veredicto de las urnas. Si bien ha acumulado desde que llegó al cargo una enorme popularidad, sus recursos políticos no están a la altura de los favores de la opinión pública. Ya no es aquel mandatario débil que había alcanzado la presidencia sólo porque otros candidatos de mayor peso abandonaron la contienda, pero todavía no tiene la fuerza suficiente como para imponer un liderazgo nacional. Por fin, habrá que tomar en cuenta que una sombra planea sobre el escenario político. Aunque las cifras no sean las mismas que en aquel momento de exaltación antipolítica vivido en ocasión de las elecciones legislativas de octubre de 2001, el absentismo llegó al 30% del censo y el voto negativo –en blanco o nulo– al 7%.
Un Justicialismo bicéfalo
De todas maneras, en otras épocas, cuando gobernando el justicialismo era un dato que el ejercicio de la presidencia y el liderazgo del partido debían coincidir en una sola persona, estos resultados electorales hubieran bastado para despejar la mayoría de las incógnitas políticas. Pero éste no es el caso. El presidente no es, por ahora, el jefe del partido; y el partido es un mosaico de barones provinciales entre los cuales destaca el ex presidente Eduardo Duhalde, que a pesar de no tener cargo alguno ha revalidado sus títulos en la poderosa provincia de Buenos Aires a través del triunfo de sus candidatos. Que la presidencia de la Nación y el liderazgo partidario no estén fundidos en una única persona es una experiencia poco menos que inédita para el justicialismo. La única vez que ocurrió algo parecido (durante 1973, Héctor Cámpora en el gobierno y Perón con el dominio absoluto del partido), la experiencia duró apenas cuarenta días y terminó con un golpe de palacio que llevó a Perón a la presidencia a través de unas elecciones abrumadoramente plebiscitarias. Sin embargo, pese a sus aires setentistas, Kirchner no es Cámpora justamente porque no hay un Perón en el partido justicialista. Cámpora ejerció fugazmente la titularidad del Poder Ejecutivo apenas por delegación; Kirchner, aún cuando llegó a la presidencia como el último recurso de Eduardo Duhalde para detener a Carlos Menem, aprovechó la fragmentación dentro de su propio partido y en el conjunto del arco político para iniciar desde el primer día de su gestión una apurada carrera hacia la construcción de un poder propio. En esa carrera no se ha confinado a los límites del justicialismo: ha sellado coaliciones transversales si eso servía a su objetivo; ha desafiado con candidatos de su confianza a los candidatos oficiales de su partido; ha apoyado con su presencia activa y con dinero público a aquellos candidatos oficiales que le demostraron lealtad; y, finalmente, se acercó resignada y prudentemente a los candidatos oficiales a los que no podía derrotar.
Con esa estrategia ha recogido frutos pero también ha sembrado una sorda desconfianza entre muchos dirigentes justicialistas. Los frutos están a la vista: ha ganado la ciudad de Buenos Aires, el segundo distrito del país, apoyando a un candidato de centro-izquierda –Aníbal Ibarra– que hubiera sido derrotado de no contar con el respaldo presidencial; también ha ganado en la pequeña provincia de Misiones, enfrentándose allí al oficialismo partidario; naturalmente ha triunfado en su casi desértica provincia de Santa Cruz; los gobernadores justicialistas están cerrando filas, por lo menos formalmente, detrás de la figura presidencial; las fuerzas políticas progresistas lo están acompañando, con más o menos recelo según los casos. La otra cara es la desconfianza de la dirección del partido, que no ve con buenos ojos ni la estrategia transversalista del presidente ni su desprecio poco disimulado por las estructuras tradicionales del partido. De hecho, el justicialismo no pudo arrebatarle a la Unión Cívica Radical una gobernación –la de la provincia de Río Negro– porque Kirchner impulsó allí una candidatura paralela que dividió los votos. Esas prácticas no se perdonan fácilmente en el justicialismo, y si las críticas no fueron públicas ello sólo obedece a la popularidad del flamante presidente.
Pasado el proceso electoral, el interrogante político más importante en Argentina es cómo se resolverán las tensiones dentro del partido dominante (o, bien se podría decir, entre el partido dominante y el presidente). El ejercicio del poder con un estilo decisionista y con una agenda innovadora es, por el momento, la principal carta del presidente Kirchner: ha prometido eliminar la corrupción y los negocios oscuros en el aparato del Estado, terminar con los intercambios de favores políticos y sanear la inmensa e ineficiente obra social de los jubilados; ha comenzado a renovar, con el apoyo del Congreso, la desprestigiada Corte Suprema de Justicia; está negociando con dureza con las empresas de servicios públicos privatizadas y ha usado esa misma dureza para cerrar un acuerdo bastante favorable con el FMI; ha conseguido, por fin, que el Congreso anule las leyes que, durante el gobierno de Alfonsín, pusieron límites a los juicios contra los militares acusados de delitos de lesa humanidad durante la última dictadura. Todo ello, unido a una reactivación económica que ya había comenzado durante la presidencia de Eduardo Duhalde, pero que en los últimos meses se ha vuelto más palpable, constituye el dique de contención para los descontentos. Ningún jefe territorial del partido levantará siquiera una voz disonante contra un presidente popular.
Que la lucha política transcurra en silencio y con aires florentinos infrecuentes en el justicialismo no significa ausencia de lucha. La estrategia de Duhalde y de otros influyentes líderes locales es ofrecerle al presidente de la Nación la presidencia del partido y un apoyo irrestricto del bloque legislativo a la gestión del gobierno. El argumento es tan previsible como explícito: el justicialismo no puede ser bicéfalo o multicéfalo. A cambio, sólo piden que Kirchner cese en su intento de armar una coalición transversal que amenaza el dominio justicialista y en la que conviven dirigentes del partido subordinados incondicionalmente a su figura, fuerzas políticas de centro-izquierda y personalidades independientes que, como la del canciller Rafael Bielsa, sólo irradian una luz que es reflejo de la suya. Hasta ahora, Kirchner no ha aceptado el convite y ha hecho saber a través de algunos portavoces que no lo aceptará. El contraargumento que esgrime es de impecable raíz republicana: el presidente lo es de todos los argentinos y no puede ser al mismo tiempo jefe de una facción. Sin embargo, la razón de fondo es de otra naturaleza: Kirchner no quiere detener su crecimiento político atrapado en la telaraña justicialista, por más generosos que aparezcan sus dirigentes; no quiere ser el rey elegido en la mesa redonda de los señores feudales, un primus inter pares. Quiere, en cambio, ejercer el poder que emana de la presidencia y delinear a partir de ello un mapa político que le resulte más favorable.
Curiosa batalla. Duhalde busca erigirse en el garante de la unidad del partido justicialista y ofrecérselo a Kirchner como herramienta de gobierno. Kirchner vacila en aceptar un poder que, de hecho, le es ajeno. El 25 de mayo pasado, día en que asumió la presidencia pronunciando un discurso ante la Asamblea Legislativa sin el menor reconocimiento a su antecesor, Kirchner le mostró a su jefe de gabinete Alberto Fernández el bastón de mando y le dijo que ese bastón era lo único que tenían. Desde ese momento tuvo algún éxito en convertir el poder simbólico en poder real, pero no lo suficiente. Si quiere rechazar efectivamente la oferta de Duhalde debe avanzar más, desplegando una estrategia agresiva en la que quedará evidente que la unidad del partido no es su prioridad. Así las cosas, si es por Duhalde no habrá un conflicto abierto, puesto que él expresa el statu quo de un justicialismo poderoso y a la vez fragmentado. Si emerge el conflicto será porque Kirchner lo decida. Pero esa decisión sólo puede tomarse si el presidente se convenciera de que puede rearmar la trama político garantizándose la gobernabilidad a través de un nuevo tipo de coalición política. En caso contrario, no habrá confrontación sino consenso intraperonista.
La oposición a la expectativa
Muchas veces se ha dicho que el justicialismo como partido dominante alberga en su seno al oficialismo y a la oposición en forma simultánea. El de estos tiempos es un ejemplo nítido. Los partidos que deberían jugar el papel de la oposición están literalmente paralizados, a la espera de definiciones en las que muy tenuemente pueden influir. Las fuerzas políticas que en las elecciones presidenciales encarnaron una oferta innovadora –Elisa Carrió desde posiciones de centro-izquierda y Ricardo López Murphy desde posiciones de centro-derecha– han retrocedido sorprendentemente, hasta el punto que el centro-derecha democrático se ha quedado prácticamente sin representación en el Congreso. Este puede ser el resultado de errores políticos de dirigentes noveles de escasa profesionalidad. Pero, alternativamente, quizá pueda interpretarse que las viejas tradiciones políticas no mueren fácilmente. En ese aspecto, tan sorprendente como el retroceso de las ofertas innovadoras (y ciertamente su contracara), es la supervivencia de la Unión Cívica Radical como segundo partido nacional, conservando cerca de 50 escaños en la Cámara de Diputados. El anclaje territorial del partido más antiguo de la Argentina brinda a sus dirigentes –quienes quiera que sean en el futuro– una oportunidad inesperada. ¿Qué significa esto para el desarrollo de los acontecimientos internos en el justicialismo? Es difícil saberlo a ciencia cierta, pero es probable que en la disyuntiva los radicales prefieran convivir con un paisaje político más parecido al del último medio siglo que con el que pareció surgir tras la catástrofe de Fernando De la Rúa. Si es así, Duhalde puede jugar con la idea de contar al partido de Raúl Alfonsín como un aliado.
La economía por su propio carril
Mientras se rearma el tablero político, el devenir económico exhibe una alta dosis de autonomía que parece inmunizarlo contra las incertidumbres que hemos descrito hasta aquí. El nivel de actividad se va a expandir por encima del 6% anual durante 2003 y, si no ocurre nada extraño, esa cifra puede repetirse el próximo año. El presidente Kirchner es el primero, desde que se restableció la democracia en 1983, que asume el mandato con el ciclo económico a favor. Un conjunto excepcional de factores concurren a explicar este buen desempeño que ningún analista pronosticó: todavía hay capacidad instalada ociosa después de la gran depresión de 1998-2002; hay sobrante de dólares como consecuencia de un superávit de comercio de más del 10% del PIB; y el fisco exhibe un excedente sobre los gastos primarios de casi un 2,5% del PIB, lo cual libera al gobierno del trago amargo de un ajuste contractivo. La estabilidad del tipo de cambio y el reciente y trabajoso acuerdo con el FMI han brindado más confianza a los actores económicos, y eso se refleja en un incremento de la inversión y el consumo.
De todas maneras, el acuerdo con el FMI ha tenido ganadores y perdedores en el concierto internacional. El ganador ha sido el presidente George Bush, quien no sólo impulsó al organismo internacional a adoptar una actitud más concesiva frente a la Argentina, sino que también ha exhibido sus simpatías por las severas quitas de capital que acaba de proponer la administración Kirchner en las primeras negociaciones después de la cesación de pagos declarada durante los últimos días de diciembre de 2001. De hecho, en línea con sus asesores económicos, convencidos de que las crisis de las deudas soberanas deben tener soluciones de mercado (convocatoria de acreedores), Bush se ha convertido en el primer presidente pro-default de la historia de EEUU. Como una imagen invertida en el espejo, los perdedores del acuerdo con el FMI y de la propuesta de reestructuración de deuda han sido las naciones europeas con intereses en Argentina (España, Italia y Francia). Por un lado, en el texto del acuerdo con el FMI no figura un acuerdo formal para incrementar las tarifas de las empresas privatizadas que prestan servicios públicos ni para compensar a los bancos por la totalidad de sus pérdidas patrimoniales durante la crisis; por otro lado, hay muchos más tenedores de bonos argentinos damnificados por las quitas de capital en Europa que en EEUU.
Como sea que quede el tablero internacional, se están creando puestos de trabajo en la Argentina y ello mitiga los temores sociales y alimenta la demanda. Por cierto, que el desempleo y la pobreza van a seguir en patrones extraordinariamente altos, pero un círculo virtuoso se ha instalado en el corto plazo. Sin embargo, ya va siendo hora de mirar un poco más allá de la coyuntura. La economía argentina parece enfrentarse a una importante oportunidad. La combinación de un tipo de cambio real alto con una inflación controlada por la política monetaria y fiscal, y no por la fijación del valor de la moneda nacional contra la divisa, no se ha dado en décadas, quizá desde 1930. Y la conjunción de tipo de cambio real alto, estabilidad de precios y economía más o menos abierta hay que buscarla todavía más atrás, en la primera década del siglo XX. Fue en aquel momento, precisamente, cuando Argentina creció muy por encima del promedio mundial. No obstante, hay dos diferencias cruciales entre aquella época y la presente: entonces el país disfrutaba de mercados que compraban sus productos sin que se interpusieran barreras proteccionistas; además, no había cesación de pagos ni contratos quebrados, y el mercado financiero, si bien poco robusto, funcionaba normalmente. Se comprende que la tasa de inversión fuera muy alta mientras que ahora apenas alcanza a reponer el capital que se desgasta.
Aún considerando que la baja tasa de inversión de hoy está explicada en gran medida por el exceso de capacidad instalada, hay que prepararse para el momento en que se requieran volúmenes de inversión considerablemente más altos para seguir creciendo. Se necesitarán entonces las siempre difíciles políticas de acceso a los mercados internacionales y dejar atrás las secuelas del colapso de 2001 y 2002. Algo ha comenzado a moverse en este último sentido: las negociaciones con los acreedores privados han sido iniciadas y, probablemente, en el momento oportuno. Si se hubieran lanzado antes no habrían sido creíbles, porque Argentina dispone ahora del superávit fiscal primario que torna creíble su palabra; si se hubieran demorado más se corría el riesgo a futuro de postergar en demasía el momento de las inversiones. En esta misma línea, 2004 debería ser el año de la normalización financiera y de la renegociación de contratos con las empresas de servicios públicos privatizados. El gobierno del presidente Kirchner tiene por delante el armado del rompecabezas. Sólo si sale bien será posible que la redistribución regresiva del ingreso de los últimos años se convierta en inversión y no en fuga de capitales.
Conclusiones: Tras las elecciones legislativas de las últimas semanas surgen algunas certezas y algunas incógnitas. Está claro ahora que el partido justicialista es la fuerza política dominante, pero también que es una fuerza fragmentada. En su seno se libra una silenciosa batalla. El presidente Kirchner pretende afianzar su estrategia de coaliciones transversales que le permitan acumular poder propio frente a los líderes territoriales del partido; el ex presidente Eduardo Duhalde quiere ser el garante de la unidad partidaria, y le ofrece a Kirchner la jefatura del justicialismo y el apoyo a sus políticas a cambio de que el presidente abandone su política de alianzas por fuera del justicialismo. En ese escenario, las restantes fuerzas políticas permanecen como meras espectadoras hasta comprobar si prevalece el conflicto o el consenso intraperonista. Mientras tanto, la economía argentina corre por un carril paralelo. La reactivación sigue su marcha pero parece haber llegado el momento de despejar las incertidumbres que en el futuro pueden limitar la inversión.
Pablo Gerchunoff
Universidad Torcuato Di Tella, Argentina