Arafat y Palestina: un legado oneroso

Arafat y Palestina: un legado oneroso

Tema: La muerte de Yaser Arafat abre la posibilidad de que surja un liderazgo palestino democrático y legítimo.

Resumen: La muerte del líder palestino Yaser Arafat abre una nueva era, auguran políticos, expertos y analistas de todo el mundo. La mayoría de los centenares, si no miles, de comentarios publicados en las últimas semanas coinciden por lo menos en que su desaparición podría permitir la reapertura de la ventana de oportunidad cerrada estrepitosamente tantas veces anteriores (para alguno se trata incluso de “una puerta grande que se abre de par en par”). Efectivamente, quedó entreabierto un resquicio en la ventana de oportunidad, pero en lugar de la brisa de esperanza que muchos presagian y desean, podrían muy bien soplar nuevamente los vientos de guerra que la cierren estrepitosamente por enésima vez si los líderes de ambas partes y las potencias involucradas no actúan coherentemente.

Análisis

Los palestinos en la era post-Arafat

Actuar racionalmente nunca ha sido cualidad sobresaliente de la mayoría de los políticos de Oriente Próximo. En esta parte del mundo se comienza a actuar con racionalidad solo después de agotado el repertorio de desaciertos. A esta conclusión puede llegar sin mayor dificultad todo aquél que siga de cerca el desarrollo del casi centenario conflicto palestino-israelí.

Oriente Próximo, una región afectada desde tiempo inmemorial por prolongados períodos de conflictos políticos, económicos, sociales y religiosos y donde la tónica es de siempre la incertidumbre, está lejos de pasar por uno de sus mejores momentos. La región se debate entre serios problemas políticos, económicos y sociales para los que no se vislumbra salida. Entre las crisis y conflictos sobresale el palestino-israelí, que alcanzó altas cotas de violencia precisamente en momentos en que una nueva iniciativa internacional pareció presagiar una solución aceptable para las partes, pero una renovada e imparable espiral de violencia, la de la sempiterna ecuación terrorismo-represalias, hizo impracticable siquiera la búsqueda misma de soluciones.

Un nuevo plan de paz, el enésimo, diseñado por el Cuarteto para Oriente Próximo (Estados Unidos, Unión Europea, ONU y Rusia), bajo el sugestivo título de Hoja de Ruta, cuya presentación coincidió con el discurso del presidente George W. Bush, de junio de 2003, en el que expuso su visión de “dos Estados, israelí y palestino, conviviendo pacíficamente”, fue aceptado por ambas partes después de trabajosas gestiones no exentas de presiones por parte del Cuarteto.

Esta iniciativa de paz está dirigida, según reza su texto, a avanzar mediante pasos recíprocos de ambas partes en el campo político y de la seguridad, así como en el económico-social, con el objetivo primordial de lograr antes del fin de 2005 un acuerdo final y general del conflicto, que culmine con la creación del Estado palestino. Pero la actuación de ambas partes y la falta de voluntad política de sus inspiradores, sobre todo de la administración del presidente Bush, alteró rápidamente la Hoja de Ruta, dejándola sin destino. Palestinos e israelíes incumplieron sus compromisos y se desviaron de la ruta señalada por el Cuarteto, entrando en un intrincado y laberíntico desvío del que no pudieron escapar hasta el día de hoy. En los anales del conflicto palestino-israelí ningún plan de paz pudo ejecutarse hasta sus últimas consecuencias. ¿Correrá el mismo destino la Hoja de Ruta?

Todo cambió para el proceso de paz palestino-israelí desde el inicio de la segunda intifada, el 28 de septiembre de 2000, cuando el líder palestino Yaser Arafat decidió usar la violencia como instrumento legítimo para el logro de los objetivos políticos que no pudo obtener en la mesa de negociaciones. En lugar de intentar convencer a los palestinos de que el envío de bombas humanas suicidas es inhumano e intolerable, comenzó nuevamente a hablar reiteradamente de los millones de “mártires que reconquistarán Jerusalén”. Dio luz verde a las organizaciones fundamentalistas radicales palestinas como Yihad Islámica y Hamás para llevar a cabo operaciones suicidas contra objetivos civiles israelíes, excarceló o no persiguió a suicidas potenciales y a sus patrocinadores y autorizó la participación en acciones anti-israelíes de milicias pertenecientes a su propio partido, el Fatah, como Tanzim y las Brigadas de Mártires al-Aqsa. Cumplidos recientemente sus cuatro primeros años, la intifada palestina ha dejado un terrible reguero de sangre, más de cuatro mil muertos y miles de heridos y una situación de penuria que hace imposible la vida cotidiana de la población de los territorios palestinos, además de la destrucción de sus infraestructuras. Este es el dramático resultado de una violencia que debió convertirse en cosa del pasado desde el momento mismo en que ambas partes firmaron la Declaración de Principios de Oslo, de septiembre de 1993, por la que se reconocieron mutuamente, comenzando un proceso negociador para la búsqueda de una solución justa a su conflicto.

Pero rápidamente la vía abierta en Oslo desembocó en un callejón sin salida. La atmósfera constructiva y optimista cedió al antagonismo y a una profunda crisis de desconfianza que no solamente dificultó enormemente las negociaciones, sino que logró descarrilarlas. El proceso de reconciliación entre palestinos e israelíes sufrió un duro revés. La romántica visión de un nuevo Oriente Próximo de paz y cooperación preconizado por el ex-primer ministro israelí Simon Peres, en el que los países del área cooperen para resolver los graves problemas económicos y sociales de la región se desdibujó, dando paso nuevamente a una situación harto conocida en el pasado de una imparable espiral de violencia. El Oriente Próximo sin guerras, sin frentes, sin enemigos, sin misiles balísticos y sin ojivas nucleares presagiado por Peres en su libro Battling for Peace[1] no es por el momento otra cosa que una ilusión. Israelíes y palestinos siguieron demostrando su incapacidad para aprender las lecciones de la historia.

Quizá nada resuma mejor la situación que el editorial del prestigioso cotidiano israelí Haaretz cuando dice que “mientras los palestinos no interioricen el hecho de que la violencia es el problema y no la solución, el cese de la violencia seguirá siendo considerado por ellos como un sometimiento a la ocupación. Mientras la ocupación continúe, lo mismo sucederá con la violencia. Mientras los israelíes no reconozcan que la ocupación es el problema y no la solución, su cese seguirá siendo considerado por los israelíes como una claudicación a la violencia. La ocupación continuará y con ella, la violencia.”

Recurriendo a una analogía que permita sintetizar la descripción del proceso político palestino-israelí, he utilizado el símil del túnel y la luz: con los acuerdos de Oslo israelíes y palestinos divisaron, por vez primera, la luz al final del tortuoso y largo túnel que recorren en su camino a la paz. Pero solo desembocaron en otro túnel, en el que divisaron nuevamente la luz de su final, la de las negociaciones de paz promovidas por el presidente Bill Clinton al final de su mandato, en Camp David, en julio de 2000. Pero la luz no fue otra cosa que el fulgurante resplandor de una nueva deflagración, la de la intifada que estallaría apenas dos meses después. Tiempo atrás, un diplomático norteamericano, involucrado durante largos años en la mediación entre palestinos e israelíes, diría que un nuevo túnel está allí y se divisa claramente la luz a su final –la Hoja de Ruta– pero el problema insoluble consistía en introducir en su interior, simultáneamente, a los líderes de ambas partes, el israelí Ariel Sharón y el palestino Yaser Arafat, cosa que la diplomacia internacional no pudo lograr.

La muerte del líder palestino Yaser Arafat abre una nueva era, auguran políticos, expertos y analistas de todo el mundo. La mayoría de los centenares, sino miles de comentarios publicados en las últimas semanas coinciden por lo menos en que su desaparición podría permitir la reapertura de la ventana de oportunidad cerrada estrepitosamente tantas veces anteriores (para alguno se trata incluso de “una puerta grande que se abre de par en par”). Efectivamente, quedó entreabierto un resquicio en la ventana de oportunidad, pero en lugar de la brisa de esperanza que muchos presagian y desean podrían muy bien soplar nuevamente los vientos de guerra que la cierren estrepitosamente por enésima vez si los líderes de ambas partes y las potencias involucradas no actúan coherentemente.

¿Nueva era en el frente palestino-israelí o una nueva realidad intrascendente?

¿Estamos entonces en vísperas del inicio de una nueva era? ¿O solamente ante una nueva realidad que podría ser tan intrascendente para la paz como las anteriores? ¿Y si es así, que puede depararnos la nueva era que tantos auguran y desean? La desaparición de Arafat, líder indiscutido, símbolo prominente de la causa palestina, dejó un vacío que difícilmente puedan llenar sus herederos. Desde los años sesenta Arafat ha sido para los palestinos el prócer de la causa palestina, el único capaz de unificar a su pueblo y liderarlo en su larga lucha después de la derrota sufrida a manos de los israelíes en 1948. Ha globalizado la causa de su pueblo logrando que todo el mundo árabe e islámico la asuma como suya. Ninguna de las incontables críticas que se le han hecho ha podido con su imagen. Ha sido el fundador de la nación palestina y su dedicación a la causa logró que los errores por él cometidos sean perdonados, aunque muchos de esos errores han sido más que onerosos para su pueblo.

El omnipresente y controvertido legado que dejó a los palestinos abre serios interrogantes para algunos de los cuales difícilmente sus sucesores tengan respuestas en un futuro previsible. En esta etapa es imposible prever el rumbo que tomará el proceso de paz, más aún, intentarlo sería una imprudencia. Nada hay más peligroso para un analista en esta parte del mundo que aventurar una predicción sobre el futuro. El célebre estadista británico Benjamin Disraeli dijo hace más de un siglo que lo que anticipamos rara vez ocurre y aquello que menos esperamos es lo que generalmente sucede. La historia del Oriente Próximo lo demuestra con harta frecuencia.

Una de las mayores dificultades en el análisis del conflicto palestino-israelí estriba en el hecho de que a cada una de las partes le falta una mejor comprensión de las motivaciones de la otra. El conflicto palestino-israelí es esencialmente un conflicto político, pero cuando, como ha sucedido en este caso, se siembra la discordia religiosa se cosechan torbellinos. En una época en que la religión alimenta las esperanzas y gobierna la intensidad de las reacciones humanas, escribe la profesora de Historia Jean E. Rosenfeld[2], los gobiernos deben comprender cómo y porqué la religión es un importante factor en la política contemporánea. Cuando los problemas comprenden símbolos arraigados, emociones y sentimientos religiosos, las soluciones parecen extremadamente difíciles, sobre todo si los sentimientos religiosos son explotados con propósitos políticos, como sucede en el conflicto palestino-israelí. Conflictos religiosos sobre tierras sagradas condujeron frecuentemente a guerras en el pasado. Un conflicto de dimensión puramente nacionalista está casi siempre abierto a una solución de compromiso. Por eso, cuando como en el conflicto palestino-israelí se le agregó (en sectores de ambas partes) la interpretación de la religión como fuente de una verdad indivisible, la propia por supuesto, la posibilidad de una solución se alejó, haciendo más difíciles las concesiones que pueden facilitar el compromiso y por ende el acuerdo.

Israelíes y palestinos libran dos guerras superpuestas. Nadie describe mejor la esencia del conflicto que uno de los más célebres escritores israelíes, Amos Oz, quién define una de ellas como la guerra palestina para liberarse de la ocupación y por el derecho a ser un Estado independiente y la otra, como la guerra que libran los fundamentalistas islámicos fanáticos para destruir a Israel y expulsar a los judíos de su tierra. “Ningún plan de paz habrá de apaciguar a los palestinos radicales que ven en las negociaciones una etapa interina en el camino a la erradicación de Israel”, escribe el ex Secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger[3].

Como cito en un artículo publicado en la revista Política Exterior[4], los palestinos obtuvieron su éxito más apreciable en el curso de la primera guerra, cuando en septiembre de 1993 firmaron conjuntamente con los israelíes la Declaración de Principios de Oslo, reconociéndose mutuamente e iniciando lo que fue considerado casi unánimemente como el inicio de un proceso que llevaría en pocos años a la retirada israelí de los territorios de Cisjordania y Gaza y a la creación de un Estado palestino y, finalmente, a un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes que pondría fin a un conflicto que se prolonga cerca de un siglo. Cada vez son menos los israelíes que no están dispuestos a reconocer el derecho de los palestinos a establecer un Estado, compatible con su dignidad propia, siempre y cuando pueda haber una convivencia razonable y se cumplan las garantías de seguridad que exige Israel.

La otra guerra, agrega Amos Oz, es la de los sectores fundamentalistas radicales palestinos, en la que todo está permitido en nombre de Alá y cuyo arma más mortífera es el envío de bombas humanas suicidas. Esta guerra santa no llegará a su término ni siquiera cuando israelíes y palestinos firmen, tarde o temprano, un acuerdo de paz y se establezca el Estado palestino. El gran error de Yaser Arafat ha sido el de “adoptar” en el curso de la segunda intifada la guerra de los fanáticos del islam, superponiéndola a la primera, en la errónea consideración de que así serviría a la causa de su pueblo.

¿Por qué fracasaron las negociaciones en Camp David y en Taba en el año 2000?, se pregunta el escritor mexicano Enrique Krauze[5]: Arafat ha sido quién inexplicablemente frustró la solución política que habría llevado al establecimiento inmediato del Estado palestino. Su decisión –agrega– evitó que lo rebasara su ala radical pero implicó necesariamente la apuesta definitiva por el terrorismo martirológico. Sin pretender ignorar la parte que cupo a los gobiernos israelíes en la creación de la situación actual (esto es tema para otro análisis), es evidente que Arafat, al propiciar el recurso a la violencia, superponiendo las dos guerras palestino-israelíes, no solamente ha dejado escapar una oportunidad histórica, sino que condujo a israelíes y palestinos hasta el borde mismo del abismo. La Autoridad Nacional Palestina por él presidida nunca asumió posiciones claras contra quienes no ocultaron sus designios de sabotear cualquier negociación con Israel, cuestionando así las esperanzas de su pueblo de independencia en esta generación. El único “logro” de las organizaciones fundamentalistas palestinas que han recurrido al terrorismo ha sido el de posponer indefinidamente la creación de un Estado palestino, cosa que no quiso comprender Yaser Arafat.

Una década atrás, escribe el analista Roger Cohen[6], los negros de Sudáfrica y los palestinos se encontraban en medio de aperturas políticas similares que ofrecían la dignidad de la soberanía y la libertad después de años de sufrimiento, cuando en Sudáfrica se desmoronó el apartheid y los palestinos firmaron los acuerdos de Oslo. Las analogías se terminan aquí por cuanto sus respectivos líderes demostraron ser personas de cualidades diferentes: Nelson Mandela, después de 27 años de cárcel, eligió el camino de vivir con el enemigo en lugar de intentar destruirlo, mientras que Arafat nunca consideró a Israel como legítimo socio de su pueblo para la paz, constituyéndose la ambigüedad en el centro de su ser político. Siempre dijo “sí”, pero el “sí” suyo podía significar “no” o “puede ser” o “nunca”, escribe Cohen, agregando que pese a las provocaciones y errores de Israel, no se puede olvidar el destructivo papel de quién no supo hacer lo que Mandela si supo: abandonar la guerra revolucionaria en favor de una actitud realista.

Shimon Peres, en un artículo publicado en El País, considera que traicionó las esperanzas de mucha gente y perdió su credibilidad ante aquellos que más podrían haber hecho por su causa[7].

En un artículo publicado en el New York Times, uno de los mayores expertos en Oriente Próximo, Thomas L. Friedman[8], expresa su comprensión por la manera en que los palestinos reverencian a Arafat por haber situado la causa nacional palestina en el mapa mundial, pero esto para él fue más bien un fin que un medio, por lo que su impacto en la historia será “tan duradero como una huella en el desierto”. ¿Tiene razón Friedman? Solo la perspectiva que nos dé el tiempo lo dirá. Lo que es evidente es que Arafat no desperdició prácticamente ninguna oportunidad de perder una oportunidad.

¿Y ahora qué? El desafío para los palestinos

La desaparición de Yaser Arafat coincidió paradójicamente con la reelección del presidente de EEUU, George W. Bush, el odiado aliado de su archienemigo el primer ministro Ariel Sharón. Pero, sobre todo, con el gradual cambio que viene observándose en la política del primer ministro israelí, al aceptar públicamente la inevitabilidad del establecimiento de un Estado palestino. Su plan de desconexión (o “desenganche”, como prefiere llamarlo el ministro de Asuntos Exteriores de España, Miguel Ángel Moratinos), de implementarse, conducirá a la evacuación total de los asentamientos y de las fuerzas militares israelíes en la franja de Gaza y el norte de Cisjordania. Este plan, en opinión de políticos y observadores, contribuirá a reactivar el proceso de paz palestino-israelí y es considerado por el Cuarteto como un significativo primer paso para la implementación de la Hoja de Ruta, habiendo mejorado notablemente la posición internacional de Israel (además de provocar una crisis política interna israelí que dejó a su primer ministro sin mayoría parlamentaria y le obligó a gestionar la integración de una nueva coalición gubernamental que apoye la implementación de su plan de desconexión y que en un futuro no muy lejano podría incluso motivar un reajuste de su complicado entramado político).

¿Acarreará la partida de Arafat cambios significativos en los escenarios palestino e israelí o se constituirá en un nuevo pretexto para la procrastinación? El centenario conflicto entre israelíes y palestinos ingresa en un incierto período transitorio, en el que los dirigentes políticos de ambas partes estarán obligados a adoptar decisiones trascendentales si quieren impedir que sectores minoritarios, las organizaciones terroristas palestinas, por una parte, y las fuerzas ultranacionalistas israelíes, por la otra, dos extremos que se tocan con demasiada frecuencia, prosigan imponiendo a sus pueblos agendas que impidan el progreso en el camino a la conciliación. Si se quiere aprovechar la ventana de oportunidad, ambas partes deberán tomar decisiones estratégicas trascendentales: Israel deberá aceptar las dolorosas concesiones que se le exigen para llegar a un compromiso con los palestinos y éstos deberán, de una vez por todas, aceptar la legitimidad de Israel como Estado independiente y judío en Oriente Próximo. Henry Kissinger, en el artículo arriba mencionado, escribe que Israel deberá reconocer que las tendencias demográficas y tecnológicas hacen muy precaria la procrastinación, mientras que los líderes palestinos deberán entender que si rechazan un compromiso con Israel solo lograrán conducir a su pueblo a otra generación de sufrimiento y frustración[9].

La sociedad palestina está enfrentada a serios desafíos, uno de los cuales, como bien señala el Dr Bishara Khader, catedrático de la Universidad Católica de Lovaina, en un artículo publicado en Vanguardia Dossier[10], atañe a la reactivación por la Autoridad Nacional Palestina del sistema que bloqueó hasta ahora (yo agregaría, no poco gracias a la desacertada gestión del propio Arafat) el ascenso de las nuevas generaciones y la renovación de las elites políticas y sociales, lo que vulnera la aspiración del pueblo palestino a una democracia para la cuál, según Khader, está perfectamente preparado. Esto evidentemente dependerá del curso que tomen las negociaciones con Israel y su impacto en la sociedad palestina, pero muy especialmente de la actuación del nuevo liderazgo palestino, sobre todo si logran implementar las profundas reformas administrativas y de los organismos de seguridad exigidas por el Cuarteto, Israel y los propios palestinos.

A primera vista, de considerarse la desalentadora situación de los palestinos, las perspectivas parecerían no ser prometedoras ¿Se justifica entonces el optimismo de aquellos que hablan de una nueva era y de nuevas oportunidades? El israelí Gershon Baskin y el palestino Jaled Duzdar, que presiden el Israel-Palestine Center for Research and Information (IPCRI), en un trabajo conjunto publicado por el Centro[11] el 11 de noviembre último, responden positivamente. En opinión de ambos, existen razones para el optimismo en el frente palestino-israelí. Dado que los últimos cuatro años proporcionaron pocas oportunidades para el optimismo, es importante “apresar” las que se están presentando.

Una de las principales razones para el optimismo de ambos analistas, es que la transición del poder a los sucesores de Arafat se está realizando, por lo menos mientras se escriben estas líneas, en forma pacífica y sin mayores incidentes, pese a los temores más que justificados de políticos y observadores que anticiparon turbulencias políticas, desórdenes callejeros e incluso enfrentamientos armados entre las diversas facciones de Fatah o entre este movimiento y las organizaciones fundamentalistas islámicas. Además, como lo demuestran recientes encuestas de opinión pública, el apoyo de la calle palestina a los ataques terroristas contra Israel ha disminuido notablemente: si en el mes de junio último llegaba al 65 %, hoy solamente un 40% considera que la continuación de los ataques contra Israel es la respuesta adecuada en la situación actual. El 60% de los palestinos ven hoy el futuro con optimismo, frente al 45% de junio. El 57% de los palestinos considera que la solución del conflicto con Israel pasa por la existencia de dos Estados, mientras que el 23% prefiere un Estado binacional, en el que los palestinos serían la mayoría en pocos años.

Otra razón para el optimismo, según Baskin y Dudzar, han sido las declaraciones de uno de los líderes de Hamás, el jeque Hasan Yusef, recientemente liberado por Israel de su prisión. Ha comenzado a hablar de la posibilidad de una Hudna (tregua) de diez años con Israel y sobre la participación de su movimiento en la política palestina y de una “nueva generación de Hamás”, involucrada en negociaciones con Israel y coexistiendo con este país. Parecería que pese a que Hamás boicotea las elecciones presidenciales del 9 de enero próximo y sus grupos armados continúan llevando a cabo acciones terroristas contra objetivos israelíes, muchos de sus simpatizantes se aprestan a participar en las elecciones.

Entre otras razones que apuntan en una dirección positiva debemos considerar la renovada implicación internacional, que se manifiesta en una intensa ofensiva diplomática, que comenzó con la gira de despedida del Secretario de Estado norteamericano Colin Powell, y prosiguió con las visitas del ministro de Asuntos Exteriores británico, Jack Straw, de sus colegas ruso Sergei Lavrov, español Miguel Ángel Moratinos y alemán Joschka Fisher. Todo ello mientras se escriben estas líneas. A continuación se espera al nuevo Director del Consejo de Seguridad Nacional de EEUU, Steven Hadley, al ministro de Asuntos Exteriores de Turquía y al primer ministro británico Tony Blair. Otros seguirán sus pasos. El Cuarteto salió finalmente de su larga hibernación y se reunió con la presencia del Secretario de Estado Powell, el secretario general de las Naciones Unidas Kofi Anan, el alto representante de Política exterior y Seguridad de la Unión Europea Javier Solana y el ministro de Exteriores Levrov.

El objetivo inmediato de esta campaña internacional es el de contribuir a asegurar el éxito de las próximas elecciones presidenciales, que se han constituido en la primera prueba de fuego de los palestinos y de los demás implicados en el proceso de paz: si se desarrollan normalmente y surge un nuevo liderazgo que devuelva la estabilidad a la Autoridad Nacional Palestina, acabe con la anarquía política existente en los territorios palestinos y, sobre todo, logre una tregua por parte de las organizaciones terroristas palestinas y de las operaciones militares israelíes en territorios palestinos, podría muy bien lograrse el relanzamiento del proceso de paz.

Otra razón para el optimismo han sido los gestos positivos de parte del gobierno israelí hacia el nuevo liderazgo palestino, entre ellos la retirada de las fuerzas israelíes en los días precedentes e inmediatamente posteriores al día de las elecciones, así como la autorización para que los palestinos residentes en la Jerusalén árabe puedan participar en las elecciones. La casi segura aceptación por parte del gobierno israelí a negociar con los palestinos lo que hasta ahora consideró que debería ser una medida unilateral israelí, la retirada israelí de la franja de Gaza y del norte de Cisjordania, es considerada como el gesto más significativo.

Estados Unidos y los europeos (e Israel) esperan y desean ver a la cabeza de la Autoridad Nacional Palestina después del 9 de enero al moderado Mahmud Abbas (Abu Mazen), uno de los padres fundadores de Fatah y probablemente el dirigente más destacado de la vieja guardia y personaje clave de la política palestina. Abbas, que nunca escondió su opinión de que la intifada armada ha sido un desastroso equívoco (cosa que los sectores militantes de Fatah nunca vieron con buenos ojos y que le ha ocasionado más de un disgusto con Arafat y lo ha hecho impopular en la calle palestina), es la figura más descollante y sólida del nuevo liderazgo palestino, pero carece de apoyo popular, lo que le obligará en primer lugar a intentar consolidar su poder y legitimidad. Por el momento se busca reforzar su posición, así como la de Ahmed Qurei (Abu Ala), el moderado primer ministro que posiblemente sea ratificado por Abbas después de su nominación si, como se espera, gana las elecciones.

Las cosas se mueven y, como señala uno de los analistas políticos israelíes, reina casi un idilio entre Sharón y el nuevo liderazgo palestino. No pasan días sin noticias sobre encuentros entre representantes de ambas partes (los ministros de Turismo israelí y palestino incluso han firmado un acuerdo para fomentar el turismo y peregrinaje a Tierra Santa, cosa que pocos días atrás hubiera sido inaudito). Abbas asimismo ha declarado que la ANP “no tolerará que se lleven armas ilegales, lo que será atribución únicamente de las fuerzas de seguridad”. Los medios de comunicación palestinos, la televisión y la radio oficiales han recibido instrucciones de cesar la incitación contra Israel.

Es evidente la fragilidad del proceso de transición palestina. El más serio e inmediato problema será evitar la lucha interna entre las distintas facciones y generaciones de Fatah, el principal partido palestino. Por el momento Mahmud Abbas y Ahmed Qurei se han asegurado el apoyo de las instituciones máximas del partido controladas por la vieja guardia, la generación que regresó del exilio después de la firma de los acuerdos de Oslo de 1993 y que está empeñada en proteger sus posiciones y privilegios. También gozan de la confianza de los jefes de los distintos organismos de seguridad palestinos, elementos cruciales en la ecuación por cuanto ostentan considerable poder. Algunos de ellos están enfrentados, llegando en algunos casos al uso de la violencia en choques producidos entre sus elementos. Por otra parte, la retirada de la carrera electoral de Marwan Barghouti, el carismático líder de la joven generación de Fatah (encarcelado en Israel por su participación en la planificación de actos terroristas) y su público apoyo a Abbas permiten anticipar su victoria en las elecciones presidenciales, pese a que tendrá casi una docena de contrincantes de la izquierda y la derecha palestinas. La retirada de Barghouti es el resultado de un acuerdo entre las dos generaciones para impedir un cisma en el partido: el apoyo a Abbas ha sido concedido a cambio del compromiso de la vieja guardia que dirige el partido de convocar elecciones internas de Fatah (las primeras después de 16 años); elecciones que con toda seguridad traerán el cambio generacional en el liderazgo de Fatah. La guardia joven palestina, nacida en los años de la ocupación israelí, propugna reformas radicales, pero sobre todo busca desplazar a la vieja guardia. Estas elecciones podrían tener lugar en agosto de 2005.

La desaparición del escenario político palestino de Yaser Arafat ha generado grandes expectativas pero también una gran incertidumbre. Mientras muchos son los que esperan la reapertura de la ventana de oportunidad, otros estiman que el vacío creado por su ausencia podría provocar el caos y la anarquía en los territorios palestinos y con ellos una nueva e imparable espiral de violencia. Aunque ello no suceda, consideran los pesimistas, los sucesores de Arafat carecen de su carisma y estatura, por lo que difícilmente tengan la autoridad para asumir las necesarias concesiones que permitan un compromiso con Israel.

Arafat ha dejado libre el camino de un escollo que parecía insuperable. Nadie piensa que sea fácil reconducir el proceso de paz palestino-israelí. Pero no todo dependerá solamente de palestinos e israelíes, sino también, y quizá aún en mayor medida, de la implicación internacional. La convergencia de los nuevos factores de los que somos testigos podría reabrir, como quedó dicho, la ventana de oportunidad. Pero esto solo podrá suceder si, por una parte, la nueva-vieja administración de Washington se lo propone, una vez acabado el año sabático electoral de su diplomacia y si, por otra, la Unión Europea convence a sus socios transatlánticos de coordinar sus políticas hacia el conflicto palestino-israelí.

La administración del presidente George W. Bush, si quiere reencauzar el proceso de paz palestino-israelí, deberá asumir una decidida iniciativa y liderar un esfuerzo internacional mancomunado para reestructurar la Autoridad Nacional Palestina, reconstruir su administración y mejorar sus servicios de seguridad (unificando sus docena y media de organismos en tres o cuatro, cosa a lo que siempre se opuso Arafat) y sincronizar la ejecución de la Hoja de Ruta con todas las partes involucradas. El proceso de paz seguirá expuesto a la acción violencia de los grupos terroristas y sus patrocinadores que no cejarán en sus designios de descarrilarlo, por lo que el objetivo primordial de todas las partes debería ser el desmantelamiento de sus infraestructuras. Sobre todo se exige, como escribe Martin Indyk, ex embajador de EEUU en Israel y director del Saban Center por Middle East Policy del Brookings Institution[12] un compromiso estratégico del presidente Bush de dejar a un lado la cautela y el escepticismo que caracterizaron su primer mandato, en favor de un esfuerzo sostenido para redimir su visión de un Estado palestino democrático conviviendo pacíficamente con el Estado judío de Israel.

Queda aún por conocer cuál será la capacidad real de un nuevo liderazgo palestino democrático, moderado y conciliador, para imponer su autoridad, garantizar el orden público, reformando drásticamente los organismos de seguridad y modernizando un sistema judicial inoperante. Es evidente que se requerirá tiempo y paciencia, pero no es misión imposible. El vacío que dejó Arafat no es el de carencia de dirigentes que puedan asumir el liderazgo sino de ley, orden y legitimidad. Ninguno de los políticos que aspiran a ocupar un lugar en el nuevo régimen político palestino ignora que una demagógica “línea dura” contra Israel, la incitación y la promoción de ataques terroristas contra Israel (y, por supuesto, cuanto más espectaculares, mejor) seguirán siendo el medio más sencillo para ganar popularidad en la calle palestina. Pero tampoco ignoran que la violencia terrorista constituye el mayor obstáculo en el camino a la paz y que ponerle coto es condición imprescindible si verdaderamente aspiran a modificar sustancialmente la trágica situación en que vive su pueblo. No ignoran que solo poniendo fin al terrorismo contra Israel ganarán una legitimidad que es crucial a los ojos de la opinión pública israelí y el reconocimiento de sus derechos. Tampoco ignoran que EEUU, la Unión Europea y Egipto (y que esto será más fácil ahora que Arafat no está) presionarán sobre el nuevo liderazgo palestino para no desperdiciar una oportunidad que podría no repetirse en muchos años porque de no hacerlo no podrán evitar que los sectores fundamentalistas enemigos de la paz sigan imponiendo su agenda a los palestinos.

Conclusiones: El proceso de selección del sucesor de Arafat culminará en las previstas elecciones presidenciales, tema dominante en la vida política palestina en estos días. Las elecciones constituyen evidentemente un paso positivo que podría ser decisivo para el futuro de los palestinos. Pero ningún líder palestino podrá avanzar en la dirección debida sin la ayuda de la comunidad internacional. Su implicación será crucial y exige recomponer las relaciones entre EEUU y la UE a fin de superar sus diferencias y actuar coordinadamente, con la colaboración de los demás socios del Cuarteto. Y conjuntamente con Israel deberán hacer todo lo posible para asegurar primero que las elecciones sean libres y democráticas y posteriormente para ayudar al nuevo liderazgo a hacer frente a los retos a los que se tendrá que enfrentar. Si de verdad se consigue que surja un liderazgo democrático y legítimo estaremos ante un nuevo punto de partida en el camino a la paz. La alternativa será el caos y la violencia.

Samuel Hadas

Primer Embajador de Israel en España y ante la Santa Sede, analista diplomático, colaborador del diario La Vanguardia y de la revista Política Exterior, asesor del Centro Peres para la Paz, presidente del Israel Jewish Council for Interreligious Relations y asesor del Congreso Judío Mundial para Relaciones Interreligiosas


[1] Shimon Peres, Battling for Peace, Random House, Nueva York, 1995, p. 309.[2] Artículo publicado en Los Angeles Times, 4/X/2000.[3] Artículo publicado en el Washington Post, 3/XII/2004.[4] Samuel Hadas, Política Exterior, vol. XVIII, nº 102, noviembre-diciembre 2004, p. 84.[5] Enrique Krauze, En Defensa de Israel, Libros Certeza, Madrid, 2004, p. 119.[6] “Arafat’s Costly Refusal to Take Mandela’s Path”, International Herald Tribune, 10/XI/2004.[7] “Sobre Arafat”, El País, 12/XI/2004.[8] “Footprints in the Sand”, New York Times, 7/XI/2004.[9] Del artículo publicado en el Washington Post, mencionado en la nota 3.[10] “Los palestinos: un pueblo martirizado por la Historia”, Vanguardia Dossier, nº 8, octubre-diciembre 2003.[11] IPCRI, http://www.ipcri.org.[12] “Actions Speak Louder than Tours”, International Herald Tribune, 7/XII/2004.

Samuel Hadas

Escrito por Samuel Hadas