¿Alianza de Civilizaciones o “Alianza de los Civilizados”?

¿Alianza de Civilizaciones o “Alianza de los Civilizados”?

Tema

¿El problema subyacente de la Alianza de Civilizaciones es que malinterpreta la propia naturaleza de la cuestión?

Resumen

Los éxitos de la Alianza de Civilizaciones son meramente “presentacionales”. La necesidad de un nuevo enfoque en la diplomacia del siglo XXI es incuestionable; sin embargo, la Alianza de Civilizaciones no es la respuesta. Presenta problemas tanto teóricos como prácticos, sobre todo en cuanto al enfoque de los conflictos y de las diferencias entre civilizaciones y valores, que incluso podrían empeorar el clima internacional. No obstante, en vez de descartarla, la Alianza de Civilizaciones podría reformarse, especialmente en lo que se refiere al enfoque de problemas concretos y a la necesidad de dar un mayor protagonismo a las ONG.

Análisis

La Alianza de Civilizaciones ha logrado mucho desde que fue propuesta por José Luis Rodríguez Zapatero en septiembre de 2004, aunque más en términos de presentación que de contenido. En solo tres meses fue aprobada por la XIV Cumbre Iberoamericana en San José de Costa Rica y por la reunión de la Liga Árabe en El Cairo. Posteriormente, el secretario general de la ONU ha creado un grupo de alto nivel para llevar el proyecto a cabo. El primer ministro de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, ha aceptado copatrocinarlo. Hace solo dos meses, el Consejo de Ministros de la UE expresó su “fuerte apoyo” a la Alianza e invocó su ayuda en la controvertida cuestión de las caricaturas de Mahoma publicadas en Dinamarca.

Al mismo tiempo, no se puede cuestionar la necesidad de un nuevo enfoque en la diplomacia, que sea capaz de ir mucho más allá que la diplomacia tradicional. En un sistema internacional cada día más interconectado y mas interdependiente y, por lo tanto, más sensible a choques y crisis no previstos, ha surgido una nueva agenda internacional mucho más amplia que los tradicionales enfoques geoestratégicos. Por nombrar solo algunos de los temas más llamativos de esta nueva agenda de seguridad, podemos citar las epidemias y pandemias, el crimen organizado, la degradación medioambiental, las migraciones masivas, la pobreza y, por supuesto, el terrorismo. Todas estas cuestiones tienen unos puntos en común: no pueden ser resueltas por ningún país, ni región, a solas; son interdependientes –ningún tema se puede tratar, ni mucho menos resolver, aisladamente; sus soluciones no son obvias –ni siquiera está claro si hay soluciones–; y su gestión precisa de una colaboración internacional que se extiende más allá de los gobiernos o elites políticas hasta llegar a la sociedad civil. La diplomacia tradicional no tiene ni la cultura ni las capacidades necesarias para afrontar estos desafíos.

El problema es que tampoco es obvio que la Alianza de Civilizaciones sirva para algo en este contexto. Presenta problemas tanto teóricos como prácticos que incluso podrían empeorar el clima internacional. En el plano teórico, hablar de una alianza civilizaciones supone de entrada admitir la tesis de Huntington sobre el choque de civilizaciones. Un ministro de Exteriores árabe comentó en una ocasión que la tesis de Huntington era absurda, pero que la podríamos convertir en una realidad. Una manera de hacerlo sería precisamente lanzar un proyecto internacional basado en el reconocimiento de la existencia de un problema entre civilizaciones. Esto otorga credibilidad a los miserables argumentos de Osama bin Laden sobre el enfrentamiento inevitable entre el islam y Occidente. Al hablar de civilizaciones, se pone el énfasis en los valores y en las diferencias entre los valores de una “civilización” y otra, de manera tal que solo se puede llegar al conflicto, a la imposición de unos valores sobre otros o al relativismo ético.

Dada la obsesión con el terrorismo, y la reciente crisis de las caricaturas danesas, la Alianza de Civilizaciones inevitablemente se ha convertido en una solución del conflicto entre Occidente y el islam, con la implicación de son dos civilizaciones diferentes. De hecho, en su discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas en septiembre de 2004, Zapatero dijo explícitamente: “… quiero proponer ante esta asamblea una Alianza de Civilizaciones entre el mundo occidental y el mundo árabe y musulmán”. La implicación que los mundos occidental y musulmán representan dos civilizaciones es, históricamente, más que cuestionable. Aparte del hecho de que, en términos islámicos, tanto cristianos como judíos y los propios musulmanes son todos “pueblos del libro”, la historia compartida de intercambios culturales y científicos continuos y el común monoteísmo –que ha condicionado el desarrollo intelectual y ético tanto de Occidente como del islam– dan más la impresión que se trata más bien de una sola civilización sometida a un conflicto interno. Así parecería a un chino o a un hindú, o a cualquier representante de una civilización verdaderamente diferente. Es más, ¿que sugiere una alianza de civilizaciones entre el mundo occidental y el mundo árabe al resto del mundo? ¿Como reaccionarán a su exclusión de dicha alianza los que no son ni occidentales ni musulmanes pero que, sin embargo, representan la mitad de la población mundial y sin cuya colaboración será imposible la resolución de los problemas globales mencionados anteriormente?

Esto plantea un problema lingüístico del proyecto. De hecho, Zapatero ha tenido la mala suerte de que el entonces presidente Jatamí de Irán ya había propuesto un dialogo de civilizaciones en 1998. La diferencia entre “dialogo” y “alianza” es importante. Un dialogo es un proceso abierto y inclusivo. En contraste, una alianza es por definición exclusiva, es una alianza de A y B contra alguien. Luego si se ha lanzado una alianza de los mundos occidental y musulmán, ¿contra quién va dirigida? Es de esperar que no esté dirigida contra otras civilizaciones. El verdadero objetivo de la alianza es, por supuesto, bien conocido: los fundamentalistas islámicos. Como ha dicho Máximo Cajal, asesor del grupo de alto nivel del secretario general de la ONU: “hay que hacer frente a los extremistas en su propio terreno… Deben imponerse la democracia y el respeto de los derechos humanos” (El Pais, 4/VII/2005). Es difícil ver en que se diferencia esto –a nivel teórico– de la visión de los neoconservadores americanos. A nivel práctico, quizá los métodos de la Alianza de Civilizaciones sean menos agresivos que los de los neoconservadores. Sin embargo, la idea subyacente, por lo menos en la interpretación de Máximo Cajal, es la misma: que Occidente puede dividir a los musulmanes entre buenos y malos y formar una alianza con los buenos contra los malos para promover la imposición de valores occidentales en los países musulmanes. No está nada claro cómo este enfoque puede ayudar a resolver el problema del terrorismo islamista, por no hablar de los demás temas de la agenda internacional de seguridad.

El problema fundamental de la Alianza de Civilizaciones es consecuencia de una mala interpretación de la propia naturaleza de la cuestión. Lejos de un choque, o problema, entre civilizaciones, la verdadera cuestión es el choque o conflicto dentro de una civilización; es decir, el conflicto entre el secularismo liberal y el fundamentalismo religioso, sea cristiano, islámico o judío. Aunque la forma de estos conflictos, y el nivel de violencia pueden variar entre las diferentes religiones, los fundamentos estructurales son iguales. El secularismo que se pensaba que le había ganado la partida a la superchería religiosa en el siglo XX se encuentra, al inicio del siglo XXI, sometido a un ataque en toda regla. El fundamentalista cristiano que intenta reintroducir el “creacionismo” en los colegios americanos tiene más en común con un mulá iraní que con el presidente del Gobierno español cuando hizo su propuesta en la ONU. Los choques o conflictos entre civilizaciones tampoco explican por qué cuatro jóvenes británicos decidieron suicidarse en el transporte público londinense matando a 50 de sus conciudadanos. En todas las sociedades tanto occidentales como musulmanas se viene experimentando un rechazo –por una proporción importante de la población– de la modernidad y, especialmente, la modernidad globalizada, en combinación con una sensación de cinismo respecto a la política tradicional y, para algunos, con un sentimiento de impotencia ante lo que se considera como pax americana. La consecuencia son diversas formas de resistencia asimétrica, sean manifestaciones del movimiento anti-globalización, terrorismo islámico o el retorno a interpretaciones literales de las religiones monoteístas. Pero estos son fenómenos generalizados que tienen más que ver con reacciones a la globalización, y sus consecuencias políticas, económicas y sociales, que con diferencias o conflictos entre civilizaciones. Por citar un ejemplo, llama la atención que tanto en EEUU como en Gran Bretaña algunos jóvenes, especialmente varones, muestran su rechazo a la modernidad mediante su conversión al islam. Es éste el tipo de fenómeno que debe explicarse y entenderse.

No es solo que el concepto de una alianza de civilizaciones presenta problemas teóricos, sino que también entraña graves riesgos prácticos. En cierta medida estos riesgos prácticos son la materialización de los problemas teóricos. Así, la Alianza corre el riesgo de convertirse en una especie de tertulia internacional en la que los “expertos” intercambian discursos interminables sobre las diferencias entre civilizaciones y sus valores. No es solo que con esto no se consigue nada, sino que se corre el riesgo adicional de enfatizar las diferencias entre las civilizaciones y sus valores en vez de centrarse en lo que tienen en común. Ya se han visto las consecuencias de este enfoque en la reunión de Doha de febrero de este año sobre las caricaturas danesas. Como hemos señalado, si nos centramos solamente en los valores, la discusión solo puede conducir al conflicto o al relativismo ético. Así ocurrió en Doha. Tanto el ministro español de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, como el Sr. PESC, Javier Solana, en lugar de defender vigorosamente el derecho a la libre expresión, se disculparon ante la comunidad islámica y dieron a entender que dicho derecho no era absoluto Aunque sea obvio, por muchas razones (véase el ejemplo de Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que dice pero, sin embargo, defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo”), que esto es inaceptable, es una consecuencia casi inevitable del hecho de que la Alianza de Civilizaciones se enfoque hacia los valores como problema.

Los interlocutores de Solana y Moratinos en Doha son otro ejemplo de los riesgos prácticos. Hasta ahora la Alianza de Civilizaciones se ha desarrollado como un instrumento gubernamental entre los países occidentales y los regimenes islámicos “moderados” –Marruecos, Turquía, Egipto y los Estados del Golfo-. Sin embargo, estos regímenes son precisamente una parte importante de cualquier enfrentamiento entre Occidente y el islam. Los fundamentalistas islámicos se definen a sí mismos no solo en oposición a Occidente, sino también en oposición a estos gobiernos prooccidentales, aunque no por prooccidentales sino por su corrupción, autoritarismo y abuso de los derechos humanos. En la medida en que la Alianza de Civilizaciones se vea como una alianza con estos gobiernos, pierde cualquiera credibilidad entre la opinión pública árabe, es decir, pierde toda credibilidad donde más la necesita.

La credibilidad de la Alianza se ve afectada también por la participación occidental, aunque esto es más controvertido. Sin embargo, es importante cuestionarse si la participación de los gobiernos británico y norteamericano refuerza la Alianza o la mina, por lo menos a corto plazo. De nuevo, el problema es la opinión pública árabe (incluida la opinión de los árabes residentes en Europa), que ve a Bush y Blair como los líderes de una nueva cruzada contra el islam. El que estas percepciones estén justificadas o no es irrelevante, el caso es que existen y que afectan la credibilidad y la utilidad de la Alianza. Este dilema es consecuencia también de la naturaleza gubernamental, por lo menos hasta ahora, del proyecto. Aunque la Alianza incluye (o aspira a incluir) ONG y otros grupos cívicos, el liderazgo ha quedado en manos de gobiernos, sea el de España o el de Turquía, y de organizaciones internacionales, sean la ONU o la UE. Así, la capacidad de la Alianza de cumplir sus objetivos depende de la credibilidad de dichos gobiernos en la comunidad islámica. Si bien las ONG británicas o americanas podrían jugar un papel positivo y creíble en la reconstrucción de las relaciones con el mundo islámico, los gobiernos de estos países, a causa de la guerra en Irak y su apoyo casi incondicional a Israel, han perdido dicha capacidad. Su presencia solo puede dañar la eficacia de la Alianza.

Sobre todo, existe el riesgo de que la Alianza de Civilizaciones se convierta en una “Alianza de los Civilizados” contra los “bárbaros”. Esta tendencia es ya visible. Dado que el verdadero conflicto está dentro de las civilizaciones y no entre ellas, es decir, entre el secularismo y el fundamentalismo y entre el modernismo y el tradicionalismo, quizá sea inevitable que la Alianza se convierta en un club de autoproclamados modernistas sabios y razonables contra fundamentalistas musulmanes (similar al grupo de científicos creado por el Premio Nobel Gell Mann para combatir el creacionismo). El problema con este tipo de club de moderados cristianos y musulmanes es que se compone precisamente del tipo de personas que no tendrían ningún problema entre sí en ninguna situación. Excluye, casi por definición, a aquellos que no son amigos de Occidente, que son los que debería intentar alcanzar cualquiera alianza que fuera de utilidad. Su exclusión solo refuerza la posibilidad de un choque o conflicto.

Conclusión

Es importante decidir si la Alianza de Civilizaciones debe abandonarse antes de que agrave los conflictos en las relaciones internacionales del siglo XXI o si, por el contrario, se puede rescatar con un cambio de enfoque. Hemos señalado ya que la diplomacia tradicional no se ajusta a los desafíos del siglo XXI y que se deben buscar nuevos paradigmas y nuevas metas. La reforma conceptual y práctica de la Alianza podría permitirla jugar este papel. En primer lugar, es necesario cambiar su enfoque: del conflicto entre civilizaciones y sus valores hacia los problemas y desafíos de la nueva agenda de seguridad internacional. Un acuerdo sobre cuáles son los problemas tendría más posibilidades de éxito con una amplia gama de socios y colaboradores, que no incluyera solo gobiernos y elites políticas. Una vez identificados los problemas, un diálogo abierto sobre las posibles soluciones podría abrir el camino a una amplia colaboración. Sobre todo, al enfocarse sobre los problemas concretos que amenazan el bienestar económico y social de todos, se podría evitar el problema del conflicto de valores. En segundo lugar, no solo es necesario una mayor participación de las ONG, sino que habría que ofrecerles el liderazgo del proyecto, dejando claro que la alianza, y el diálogo que es su finalidad, e debe producir entre sociedades civiles y no entre gobiernos. Las ONG y otras organizaciones cívicas tienen más credibilidad donde ésta es necesaria, y su liderazgo evitaría los problemas ya señalados sobre la participación occidental o árabe en la Alianza. Por último, la Alianza deberá que ampliar su ámbito de actuación para incluir todas las “civilizaciones”, no solo la occidental y la islámica. Con una reforma así, se podría rescatar la iniciativa, ofrecer nuevas posibilidades de colaboración global en el siglo XXI y reforzar la reputación internacional de España y del gobierno español.