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“La cooperación internacional, como el amor
pasional, es algo bueno pero difícil de mantener”.
Benjamin Cohen (2000, p. 246)

Introducción

La crisis financiera internacional y la recesión que la ha seguido han puesto de manifiesto la necesidad de repensar la gobernanza económica global. El devastador impacto socioeconómico de la crisis hace imprescindible que la comunidad internacional abra un debate acerca de cuáles deben ser los límites de la liberalización económica (especialmente la financiera), cómo minimizar los riesgos de la apertura a través de una adecuada regulación y qué mecanismos institucionales son necesarios para mejorar la cooperación económica internacional. Este debate ha estado acallado durante las últimas dos décadas por el exceso de confianza tanto en la liberalización económica como en la auto-regulación de los mercados. Sin embargo, la crisis ha puesto sobre la mesa los peligros y la insostenibilidad de este modelo. Además, ya antes de la crisis se vislumbraba la necesidad de potenciar las reglas económicas globales para que la interacción de una economía muy internacionalizada con regulaciones esencialmente nacionales, segmentadas e inconexas, no generara resultados perversos. Tras la crisis mejorar la regulación económica internacional se ha vuelto sencillamente imprescindible.

A pesar de que parece existir consenso sobre la necesidad de que se produzcan avances sustantivos, es utópico pensar que será posible crear una gobernanza económica global democrática y legítima en todos los ámbitos relevantes. Además, la experiencia histórica indica que armonizar la legislación nacional de todos los países no es siempre una buena idea, tanto porque los distintos gobiernos no se ponen de acuerdo sobre cuál es el marco institucional y regulatorio más adecuado como porque el margen de maniobra para la innovación institucional es clave para el crecimiento de los países en desarrollo (y las reglas globales pueden dificultarla). Pero gobernanza económica global no tiene por qué significar reglas comunes en todos los ámbitos. De hecho, en los aspectos en los que no exista consenso sobre qué tipo de reglas supranacionales comunes a adoptar habrá que asegurarse de que los mercados no van más allá de los marcos regulatorios nacionales. Esta decisión de limitar parcialmente la globalización económica en algunos aspectos desestabilizadores (como, por ejemplo, regulando de forma distinta los movimientos internacionales de capital en función de las necesidades de cada país o incluso prohibiendo algunos instrumentos financieros) también debería ser consensuada y, por lo tanto, formar parte de lo que llamamos gobernanza económica global.

Al estallar la crisis financiera se produjeron importantes esfuerzos de coordinación económica internacional a través de las cumbres del G-20 de Washington y Londres, que pueden considerarse como relativamente exitosos y que contribuyeron a evitar un mayor colapso de la producción mundial, así como a contener (relativamente) las tensiones proteccionistas. Además, el hecho de que haya sido el G-20 y no el G-7 quien coordinara la respuesta internacional a la crisis supone un paso adelante en el aumento de legitimidad de los foros de decisión económica global, ya que el G-20 tiene una nutrida representación de países emergentes. Sin embargo, desde finales de 2009 los intereses económicos nacionales, la resistencia de la mayoría de los Estados a ceder mayores cuotas de soberanía a instituciones supranacionales y las distintas interpretaciones de cuáles son las mejores políticas para salir de la recesión o mejorar la regulación económica están dificultando la cooperación internacional. A ello sin duda está contribuyendo la aceleración del declive relativo (tanto económico como ideológico) de EEUU y Europa y la aceleración del auge de las potencias emergentes, que están sorteando la crisis con mayor facilidad que las avanzadas por primera vez. También, que una vez dejado atrás lo peor de esta crisis, los países sienten una menor urgencia por actuar de forma coordinada.

Pero incluso en los momentos más difíciles de la crisis, no todo ha sido mayor coordinación. Existen ámbitos en los que la recesión ha aumentado las tensiones económicas y geopolíticas haciendo más difícil la cooperación. La incipiente “guerra de divisas” que ha estallado en la segunda mitad de 2010, el fracaso de la Cumbre de Copenhague en diciembre de 2009 para hacer frente al cambio climático o el empleo de nuevas barreras no arancelarias en materia comercial (por no hablar de los nulos esfuerzos para concluir la Ronda de Doha de la OMC o la lentitud en la reforma interna del FMI) son buenos ejemplos.

Por ello, resulta paradójico que, cuando más necesaria parece ser la cooperación económica internacional, más difícil está siendo que la comunidad internacional avance en ella. Sin embargo, sería trágico no aprovechar la oportunidad que la crisis ha abierto para hacer un avance sustantivo tanto en la efectividad como en la legitimidad de las nuevas reglas económicas globales. En la actual coyuntura parece prioritario avanzar en los ámbitos financiero, monetario, cambiario y comercial. Pero también será necesario abordar la cooperación internacional en lo relativo a la energía y el cambio climático, la seguridad alimentaria, las migraciones internacionales y la lucha contra la pobreza; temas que han quedado en un segundo plano tras el estallido de la crisis pero que son cruciales para la estabilidad internacional y el crecimiento a largo plazo. También es importante precisar en qué áreas es factible adoptar una regulación común y en cuáles habrá que contentarse con la coordinación de las políticas nacionales. Pensar que se pueden adoptar reglas globales comúnmente aceptadas en todos los ámbitos no sólo es poco realista, sino que en algunos aspectos tampoco es deseable.

Asimismo, tan importante como avanzar en nuevas propuestas de reforma es debatir cuáles son las mejores instituciones para lograr los resultados adecuados, lo que exige definir y evaluar el papel del G-20 –que desde la cumbre de Pittsburgh en septiembre de 2009 se ha convertido en el directorio de la gobernanza económica global– y cómo esta institución informal debe coordinarse con otras como las Naciones Unidas, el FMI, el Banco Mundial o la OMC.

Este trabajo aborda estos temas. Se centra en cómo la comunidad internacional debería priorizar la agenda de la gobernanza económica global y en qué papel debe cumplir el G-20 en dicho proceso. Para ello, la primera sección analiza cuáles son los retos a los que se enfrenta la comunidad internacional, explorando qué elementos de esta compleja agenda tienen más posibilidades ser abordados con éxito. La segunda sección discute qué entramado institucional es necesario para llevar a buen puerto las reformas y cuál es el papel del G-20 en el mismo.

La agenda de la gobernanza global

La agenda de la gobernanza económica global no ha hecho más que incrementarse en los últimos años. A los habituales retos de mantener un orden comercial multilateral abierto y bien regulado, diseñar una arquitectura financiera internacional que proporcione estabilidad y contribuya al crecimiento, y luchar de forma colectiva contra la pobreza, se le han sumado en los últimos años nuevos temas: la lucha contra el cambio climático, la gestión de las migraciones económicas internacionales, los riesgos del nuevo nacionalismo energético y la prevención de nuevas crisis alimentarias y pandemias globales. Además, la gran recesión de 2008-2010 ha incorporado nuevos temas, que están vinculados a la habitual agenda de cooperación comercial y monetaria, pero que deben ser abordados de forma diferente. Se trata de resolver los desequilibrios macroeconómicos globales para reequilibrar el crecimiento mundial y evitar las guerras comerciales y de divisas, abrir el debate sobre el futuro del dólar y avanzar de forma decidida en una nueva regulación financiera internacional en la que la “disciplina de mercado” sea sustituida por nuevas normas, a ser posible coordinadas internacionalmente. Por último, es imprescindible comenzar a tomar medidas de forma coordinada contra las emisiones de gases de efecto invernadero para hacer frente al problema del cambio climático. Todo ello exige además reformar las obsoletas instituciones económicas de gobernanza económica para aumentar tanto su legitimidad como su efectividad.

Todos estos retos constituyen una agenda muy amplia. Como es difícil lograr avances en todos los ámbitos resulta imprescindible priorizar. Estas prioridades deberían ser las siguientes: (1) reequilibrar la economía mundial (para reforzar crecimiento y evitar guerras de divisas y proteccionismo); (2) coordinar la reforma financiera (para evitar tanto nuevas crisis como el arbitraje regulatorio); (3) profundizar en la reforma interna del FMI (para aumentar su legitimidad y efectividad); (4) abrir el debate sobre la moneda de reserva global (para evitar una crisis del dólar); y (5) alcanzar un acuerdo internacional que limite las emisiones de gases de efecto invernadero (para hacer frente al problema del cambio climático y sus efectos sobre la pobreza).

(1) Reequilibrar la economía mundial (para reforzar crecimiento y evitar guerras de divisas y proteccionismo)
Como subraya el economista jefe del FMI Olivier Blanchard (2010), para que la recuperación global sea sostenible los países tienen que llevar a cabo dos ajustes en su forma de crecer. Uno interno, que consiste en aumentar la inversión y el consumo privado y reducir el gasto público; y otro externo, para el que se requiere que los países con superávit por cuenta corriente incrementen su demanda interna y aquellos con déficit la reduzcan. Ambos procesos son clave y están avanzando con mayor lentitud de lo deseable. Pero mientras que el ajuste interno debe hacerlo cada país, el externo debe ser coordinado internacionalmente.

Resolver estos desequilibrios macroeconómicos globales (exceso de ahorro en China, Japón, Alemania, los países exportadores de petróleo y algunas otras potencias emergentes asiáticas, y exceso de gasto en EEUU, el Reino Unido y los países periféricos de la UE) ya era una prioridad antes de esta crisis. Para autores como Wolf (2006) y Rajan (2010) este modelo de crecimiento tan desequilibrado, que se ha bautizado como Bretton Woods II, fue uno de los causantes de la crisis. Los bajos tipos de interés en EEUU y el exceso de ahorro en los países emergentes dieron lugar a un exceso de liquidez que terminó generando una burbuja en los mercados de activos, que además vino alimentado por la desregulación financiera y la creación de nuevos instrumentos de inversión. Pero ahora que la recuperación se ha iniciado, estos desequilibrios macroeconómicos han reaparecido e imponen dos tipos de riesgos al crecimiento mundial.

El primero es que el nivel de endeudamiento privado de EEUU, Japón y la mayoría de los países europeos es tan elevado que el mundo necesita nuevas fuentes de crecimiento para sostener el dinamismo de la última década. Este mayor crecimiento debe proceder de los países emergentes, tanto porque se han recuperado mucho mejor de la crisis que los avanzados como porque tienen poblaciones menos envejecidas y un potencial de crecimiento más elevado (FMI, 2010). Y para ello hay que tomar medidas de coordinación internacional que permitan que el aumento de la demanda interna en estos países sea una realidad.

El segundo es que la persistencia de estos desequilibrios está aumentando las tensiones políticas entre China, EEUU y otros países emergentes. La negativa de China a reevaluar su moneda, la posibilidad de que la Reserva Federal estadounidense comience otra ola de facilitación cuantitativa para luchar contra la deflación, crear empleo y depreciar el dólar y el impacto nocivo de ambas políticas sobre los países emergentes (que están recibiendo fuertes entradas de capital que les generan inflación) están alimentando una incipiente guerra de divisas. Si ésta no ser resuelve de forma multilateral podría dar lugar a un auge del proteccionismo como en los años 30, que tensó las relaciones económicas internacionales y agudizó la Gran Depresión (Eichengreen y Irwin, 2010).

Lo ideal sería que, a través del G-20, se coordinara un acuerdo para que China aprecie nominalmente su moneda y la desligue del dólar; EEUU, Japón, la zona euro y el Reino Unido coordinen una expansión monetaria a través de medidas de facilitación cuantitativa, y las restantes economías emergentes especifiquen claramente qué tipo de controles de capital piensan utilizar en el caso de que sus monedas se aprecien demasiado como consecuencia de la política monetaria expansiva estadounidense. Esta solución cooperativa permitiría que los ajustes de los tipos de cambio reales contribuyeran a reequilibrar la economía mundial, alejaría el riesgo de deflación que se cierne sobre los países ricos y legitimaría el uso de ciertos controles de capital en potencias emergentes como Brasil o la India, que están experimentando grandes entradas de capital que les generan inflación y burbujas en los mercados de activos y ser el embrión de la próxima crisis financiera. De hecho, el “Marco para el crecimiento sostenible y equilibrado” que el G-20 aprobó en la cumbre de Pittsburgh en septiembre de 2009 estaba pensado precisamente para facilitar este proceso de reequilibrio del crecimiento mundial bajo la supervisión del FMI.

Sin embargo, esta solución coordinada, que ya se compara con el acuerdo del Plaza de 1985, que entonces sirvió para depreciar el dólar, será difícil de plasmar en un acuerdo (además autores como Rodrik (2009a) no la consideran como la más idónea). Ello se debe a varios motivos. Primero, a la resistencia de China a reevaluar su tipo de cambio por motivos políticos internos. Segundo, a la desconfianza de las autoridades estadounidenses hacia China y otras economías emergentes que intervienen en los mercados cambiarios y acumulan reservas en dólares. Tercero, a la incertidumbre sobre cuál será el impacto de una nueva oleada de facilitación cuantitativa por parte de la Reserva Federal, el Banco Central de Japón y el del Reino Unido, que podría o no contribuir a la lucha contra la deflación pero que afectará a los tipos de cambio. Cuarto, a la indiferencia con la que el Banco Central Europeo (BCE), siguiendo fielmente el guión que marca Alemania, está tratando el problema de la volatilidad de los tipos de cambio y la fortaleza del euro. Y quinto, a la peligrosa sensación general de que cada país tenderá a buscar soluciones a sus propios problemas sin atender a las necesidades de la economía mundial, algo que afecta especialmente a los países relativamente pequeños que se ven incapaces de evitar que las políticas unilaterales adoptadas por las grandes potencias les afecten de forma adversa. Esto último es aplicable a países  tan diversos como Corea, Suiza, Brasil, Tailandia o Indonesia, que ven como sus monedas se están apreciando sin que puedan evitarlo. Pero también a países de la periferia de la zona euro, que ven como el corsé que les supone la moneda única y la actitud conservadora del BCE dificultan la recuperación vía exportaciones debido a la fortaleza del euro. En definitiva, los determinantes políticos internos están obstaculizando una solución cooperativa al nivel internacional.

(2) Coordinar la reforma financiera (para evitar tanto nuevas crisis como el arbitraje regulatorio)
Si los desequilibrios macroeconómicos globales fueron una causa de la crisis, la otra (y posiblemente la más importante), fue la desregulación financiera llevada a cabo desde los años ochenta (Roubini y Mihm, 2010). Dicha liberalización, basada en la confianza en la disciplina de mercado y en la capacidad auto-reguladora de los mercados financieros, permitió el auge del sistema bancario en la sombra, el crecimiento del apalancamiento y una evaluación del riesgo inadecuada, que condujo a la crisis cuando los precios inmobiliarios comenzaron a caer. Además, la globalización financiera actuó como correa de transmisión de la crisis, lo que hizo que su propagación fuera mucho más rápida que en pasadas ocasiones.

Por todo ello existe consenso en la necesidad de reformar profundamente la regulación y supervisión financiera, especialmente en los mercados y segmentos que han resultado, en palabras de Warren Buffett, “armas de destrucción masiva” para el resto de la economía. Aunque existen matices en cuanto a cómo abordar la reforma, parece haber acuerdo en que es imprescindible limitar los niveles de apalancamiento y riesgo, aumentar la información y la transparencia en los mercados, cambiar los incentivos y la forma de remunerar a los ejecutivos del sector financiero, redefinir y homogeneizar las reglas de valoración contable, regular los paraísos fiscales, aumentar los requerimientos de capital de las instituciones financieras, extender la regulación a algunos mercados hasta ahora opacos, lograr que el crédito no sea tan procíclico, supervisar mejor los mercados de derivados, asegurar que el precio de los activos se incorpora mejor a la política monetaria para evitar la aparición de burbujas y revisar el funcionamiento de las agencias de calificación.

De hecho, ya se han producido algunos avances, como la aprobación de los criterios de Basilea III para aumentar el capital “de alta calidad” de las instituciones financieras o los pasos que han dado EEUU y la UE en sus respectivas reformas financieras.

Aún así, existen dos debates abiertos. El primero se refiere al conflicto entre quienes defienden más regulación y quienes consideran que tan solo son necesarias mejores reglas. Los primeros, que sostienen que la crisis fue un colosal fallo de mercado, abogan por volver al modelo vigente entre la Segunda Guerra mundial y los años 80 (Roubini y Mihm, 2010; Stiglitz, 2010). Dicho modelo, impulsado en EEUU por la ley Glass-Steagall de 1933, se caracterizó por la separación entre la banca comercial y la de inversión, la división de las instituciones “demasiado grandes para quebrar”, la prohibición de algunos productos financieros sofisticados, una fuerte limitación de los niveles de apalancamiento y los controles al libre movimiento internacional de capitales. Además, quienes defienden este modelo más intervencionista, también abogan por impuestos a la banca y a las transacciones internacionales.

Los que discrepan de este punto de vista afirman que la crisis fue sobre todo un fallo de regulación y no de mercado. Aceptan que es necesario mejorar las reglas financieras, pero no necesariamente incrementarlas, y alertan contra los riesgos de un exceso de normas que reduzca el crédito, y con él, los niveles de crecimiento económico. Esta posición es la que defienden Wall Street y la mayoría del sector financiero internacional. También la apoyan algunos economistas de corte liberal. En este momento la balanza parece inclinarse más a favor de la posición de “más regulación”. Sin embargo, tanto las reformas aprobadas en Europa y EEUU como las recomendaciones del Banco Internacional de Pagos y del Consejo de Estabilidad Financiera pueden ser calificadas de moderadas.

En el debate sobre la nueva regulación financiera, hay un segundo escenario de confrontación de ideas, el que se refiere al nivel en el que deben fijarse las nuevas normas: internacional, regional o nacional. Mientras que algunos abogan por reglas internacionales de aplicación en todos los países, otros consideran que las peculiaridades de los sistemas financieros da cada país hacen imposible (e indeseable) una única regulación común. Esta posición es la que lideran los países emergentes. Subrayan con razón que la crisis proviene de las deficiencias de los sistemas financieros de los países ricos y que ellos tenían sistemas regulatorios  adecuados y simplemente han sufrido el contagio del norte. Sostienen que lo prioritario es que se endurezcan las reglas en EEUU, el Reino Unido y la zona euro (que son los principales centros financieros del mundo). Aún así, todos coinciden en la necesidad de coordinar las reformas para que todos los marcos normativos nacionales tengan unos principios comunes, evitando así el arbitraje regulatorio; es decir, que le capital fluya hacia las jurisdicciones donde la regulación es más laxa. Este proceso de coordinación, que ya está en marcha, debe hacerse bajo el liderazgo del G-20 y del Consejo de Estabilidad Financiera, que desde que se amplió a los países emergentes en la cumbre de Londres del G-20 en 2009, se ha convertido en el brazo ejecutor de las decisiones de este foro informal.

(3) Profundizar en la reforma interna del FMI (para aumentar su legitimidad y efectividad)
Ya antes del estallido de la crisis financiera internacional existía cierto consenso sobre la necesidad de reformar el FMI –y también el Banco Mundial– para hacerlo más representativo y legítimo a los ojos de las potencias emergentes y permitirle así ganar efectividad.

Sin embargo, el debate sobre la gobernanza, la legitimidad y la representatividad del FMI, aunque siguió estando presente e incluso dio lugar a una reforma de cuotas y votos en 2006-2008, quedó relegado a un segundo plano al menos por dos motivos, Primero, porque los países en desarrollo optaron por auto asegurarse mediante la acumulación de reservas para evitar tener que volver a acudir a un FMI de cuya condicionalidad desconfiaban. Segundo, porque tras la resaca que siguió a la crisis asiática de 1997 la economía internacional entró en una fase de alto crecimiento, estabilidad macroeconómica y ausencia de crisis sistémicas, lo que creó la sensación de que la reforma del FMI no era una prioridad para la gobernanza económica mundial.

Pero todo esto ha cambiado con el gran crack de 2008. Aunque el FMI no ha podido anticiparse y evitar la crisis –en parte porque sus países miembros más ricos no estuvieron dispuestos a seguir algunas de sus recomendaciones– su papel se ha visto rápidamente redimensionado. Tras mantener una importante actividad ante el estallido de la crisis acudiendo al rescate de países con necesidades de liquidez mediante nuevos instrumentos como la línea de crédito flexible y apoyando un estímulo fiscal coordinado, en la cumbre del G-20 de abril de 2009 en Londres, se decidió cuadruplicar su financiación hasta el billón de dólares mediante distintos instrumentos (aumento de los Derechos Especiales de Giro, incremento de cuotas y capacidad para emitir deuda en los mercados financieros internacionales). Asimismo, alrededor del FMI, del Consejo de Estabilidad Financiera y del Banco Internacional de Pagos se está intentando construir una nueva arquitectura financiera internacional más sólida que permita evitar futuras debacles financieras. El FMI también ha recibido la difícil tarea de intentar promover un mayor equilibrio del crecimiento mundial mediante la implementación del “Marco para el crecimiento sostenible y equilibrado” que el G-20 aprobó en la cumbre de Pittsburgh en septiembre de 2009. Finalmente, sus renovadas (y para muchos heterodoxas) recomendaciones sobre el uso de controles de capital en economías emergentes le están permitiendo recuperar cierto liderazgo intelectual a los ojos de los países que le retiraron su apoyo tras la crisis asiática (Rodrik, 2009b).

En este contexto, el debate sobre la necesidad de reformar la gobernanza interna del FMI para darle mayor legitimidad ha vuelto a ocupar un papel primordial. Así, la crisis ha dado una nueva oportunidad al Fondo, pero a largo plazo sólo podrá consolidar su ahora creciente posición de liderazgo si es capaz de abordar de forma eficaz y definitiva una ambiciosa y amplia reforma interna. La prueba de fuego para reformar la institución era (y sigue siendo) la modificación de sus cuotas, que determinan el número de votos.

La necesidad de avanzar en esta reforma para aumentar la legitimidad y la representatividad del FMI puede ilustrarse con una simple comparación. La suma de los PIB de Italia, los Países Bajos, Bélgica, Suecia y Suiza sumados como porcentaje del total mundial es menor que la suma de los PIB de China, la India, Brasil, Corea y México (8,1% contra 11,9% medido a tipos de cambio de mercado y 5,8% contra 20,1% si se mide en Paridad de Poder de Compra). Sin embargo, antes de la reforma de 2006 estos cinco países europeos tenían el 10,4% de los votos del FMI mientras que los cinco grandes emergentes sólo tenían el 8,2% (Bryant, 2008). Y como el crecimiento de las economías emergentes era superior al de las europeas (y tras la crisis lo está siendo todavía más) esta brecha, que de por sí es difícil de justificar, no hace más que aumentar.

Cada vez que se plantea una reforma de las cuotas hay que debatir dos temas. Primero, una posible ampliación de las mismas, que se aprueba si se estima que el FMI necesita más recursos. Segundo, la distribución de dicha ampliación, que puede generar cambios en el equilibrio de poder interno ya que –al tratarse de un juego de suma cero– el aumento de los votos de un país significa la reducción del los votos de otro. En cualquier caso, cualquier cambio que genere ganadores y perdedores pasa por un cambio en la fórmula que se utiliza para determinar las cuotas y, además, debe de ser aprobado con un 85% de los votos, lo que implica que EEUU, que tiene el 17% de los votos, es el único país con poder de veto.

Tras la tímida reforma de 2006-2008, el G-20 dio un paso importante en Seúl en noviembre de 2010. Acordó trasladar un 6% de las cuotas (y por tanto un porcentaje de votos similar) desde los países avanzados a los países en desarrollo. Este ajuste llevará a China desde la sexta a la tercera posición, quedando sólo por detrás de EEUU y Japón en número de votos. Además, en una histórica decisión, los países europeos han acordado ceder definitivamente dos de sus ocho sillas en la Junta Directiva del FMI (sobre un total de 24) a los países emergentes. Aunque los detalles de este acuerdo no se concretarán hasta 2012 es posible que otro “gesto” sea que los países avanzados permitan que el próximo Director Gerente del FMI sea un chino, terminando así con la regla no escrita según la cual un europeo siempre ocupa este cargo.

A pesar de estos avances, como señala Pissani Ferry (2009: 6): “Keynes solía decir que el papel del FMI era el de decir la verdad con dureza. Pero hoy el Fondo no tiene ni la legitimidad necesaria para decirle la verdad a China [sobre su tipo de cambio], ni la independencia suficiente para decirle la verdad a EEUU [sobre su desequilibrio externo]”. Uno de los retos de la gobernanza global es conseguir que sea capaz de hacerlo. Sólo así podrá servir para, entre otras cosas, evitar que en futuro se vuelvan a reproducir los desequilibrios macroeconómicos globales, que son una de las principales causas de la crisis en la que estamos inmersos. El problema es que los principales países todavía se resisten a ceder mayores cuotas de soberanía a la institución, lo que hace difícil que los cambios avancen con mayor celeridad.

(4) Abrir el debate sobre la moneda de reserva global (para evitar una crisis del dólar)
El dólar ha sido durante décadas la única moneda de reserva global. Sin embargo, ya antes del estallido de la crisis financiera internacional, la creación del euro, el auge de las potencias emergentes y la acumulación de activos denominados en dólares fuera de EEUU, venían planteando dudas sobre su futuro. Aunque al estallar la crisis financiera en 2008 el dólar se ha revelado una vez más como la moneda refugio, tanto el aumento de los niveles de endeudamiento estadounidenses como su menor influencia geopolítica futura podrían acelerar su declive. En este contexto, han aparecido numerosas hipótesis (Helleiner y Kirshner, 2009). Algunos autores sostienen que el euro reemplazará al dólar (Frankel y Menzie, 2008), otros que el sistema de monedas de reserva se convertirá en un oligopolio en el que el dólar el euro y un yuan chino convertible coexistirán como monedas regionales (Cohen, 2009); y otros que el dólar se mantendrá como moneda hegemónica (Posen, 2008).

Es imposible anticipar qué sucederá a largo plazo. Sin embargo, parece claro que resulta cada vez más arriesgado (debido a su potencial inestabilidad) que el sistema monetario internacional siga siendo tan dependiente del dólar como fuente de liquidez. Pero mientras el dólar siga manteniendo su actual status nos encontraremos, como ya sucediera a finales de los años sesenta, en lo que se que se conoce como el Dilema de Triffin (1960): la creciente acumulación de activos denominados en dólares en el exterior de EEUU tarde o temprano llevará a una pérdida de confianza en la moneda estadounidense que forzará una abrupta salida del sistema a través de una caída del dólar (Crespo y Steinberg, 2005). Alternativamente, si EEUU quisiera preservar la credibilidad de su moneda, reduciría la liquidez global y con ello ralentizaría el crecimiento de los países de la periferia, destruyendo también el sistema.

Sin embargo, como en la actualidad el sistema monetario internacional funciona bajo un patrón fiduciario, es imposible anticipar cuándo los países de la periferia dejarán de tener confianza en el dólar. Por ejemplo, McKinnon (2009) sostiene que mientras la Reserva Federal preserve el valor del dólar manteniendo la inflación relativamente baja, los países asiáticos –y sobre todo China– estarán dispuestos a continuar adquiriendo activos en dólares y financiando el déficit por cuenta corriente para asegurar su propio crecimiento. Por lo tanto, para McKinnon el sistema es estable y la hegemonía del dólar no está en cuestión. Por el contrario Bergsten (2009) es mucho más pesimista. Plantea que la dinámica de crecimiento explosivo de la deuda estadounidense forzará una pérdida de confianza en el dólar, por lo que EEUU debería apresurarse a realizar un ajuste fiscal para preservar su fortaleza económica a largo plazo. Señala también que EEUU debería darse cuenta de que promover el mantenimiento del dólar cómo única moneda de reserva global ya no se corresponde con su interés nacional porque dificulta la disciplina interna que la economía necesita para reducir su enorme endeudamiento.

En cualquier caso, cada vez son más las voces que piden una solución multilateral a este potencial riesgo. Además, coinciden con las críticas de algunas potencias emergentes que nunca han estado cómodas con la hegemonía estadounidense. También se está produciendo una fuerte apreciación del oro, que demuestra que cada vez hay más dudas sobre la voluntad de las instituciones estadounidenses por mantener el poder adquisitivo del dólar.

Así, las autoridades chinas han hecho declaraciones públicas en las que instan a EEUU a seguir una política fiscal responsable para proteger el valor del dólar –y, por tanto, de las reservas de China– a largo plazo. El gobernador del Banco Central chino incluso ha propuesto la sustitución del dólar por los Derechos Especiales de Giro (DEG) del FMI como moneda de reserva global como único medio de evitar que la estabilidad del sistema de pagos internacional dependa de las políticas fiscales y monetarias estadounidenses, que considera cada vez menos fiables (Zhou Xiaochuan, 2009). También Francia ha planteado la necesidad de abordar este debate, y ya ha anunciado que será el centro de atención de su presidencia del G-20, en el primer semestre de 2011.

Tanto Francia como China, que cuentan con el apoyo de otros países emergentes y europeos verían con buenos ojos una reforma del sistema monetario internacional basada en el establecimiento de tipos de cambio “gestionados” dentro de ciertas bandas de fluctuación. Además apoyarían la emisión de DEG por parte del FMI como fuente de liquidez adicional al dólar, al tiempo que intentarían que el euro (y el yuan cuando sea convertible) fueran ganándole terreno a la moneda verde tanto en reservas internacionales como para emisiones de títulos e invoicing del comercio.

En principio ni EEUU ni el Reino Unido (y seguramente tampoco Japón) apoyarán esta propuesta. Sin embargo, sería importante que este debate se abriera en el G-20 para poder explorar los pros y contras de las distintas opciones. Se trata de evitar un escenario de crisis del dólar o de caos monetario internacional debido a la falta de liderazgo y a la rivalidad geopolítica entre las principales potencias. Aunque hoy este escenario es poco probable, podría ser una realidad futura si no se toman medidas durante la próxima década.

(5) Alcanzar un acuerdo internacional que limite las emisiones de gases de efecto invernadero (para hacer frente al problema del cambio climático y sus efectos sobre la pobreza)
El último de los temas prioritarios, aunque no el menos importante, es avanzar con acuerdos multilaterales en la lucha contra el cambio climático. En un entorno de lento crecimiento económico en los países ricos, este tema se ha caído de la lista de prioridades. Sin embargo, a medio y largo plazo es posiblemente el principal reto al que se enfrenta la comunidad internacional. Como indican los informes del IPCC (Intergubernamental Panel on Climate Change de las Naciones Unidas) y explica de forma clara y transparente Stern (2009), la causalidad entre actividad humana y cambio climático existe, lo que exige algún tipo de cambio de actitud por parte de los principales emisores de CO2. Pero como también señalan estos trabajos, la comunidad internacional todavía está a tiempo de estabilizar los niveles de CO2 y otros gases de efecto invernadero en niveles que eviten un aumento demasiado elevado de la temperatura del planeta, de forma que los efectos nocivos del cambio climático sean manejables. De no ser así, se producirán sucesos impredecibles y de consecuencias probablemente trágicas, como sequías y hambrunas o migraciones descontroladas. Además, su impacto tenderá a ser mucho mayor sobre los países en desarrollo, lo que hará que los avances en la lucha contra la pobreza que se logren en las próximas décadas puedan quedar anulados.

Afrontar el problema del cambio climático requiere sobre todo esfuerzos al nivel nacional, pero los acuerdos internacionales pueden resultar de gran ayuda. Aunque los países (especialmente los más contaminantes) son los que tienen que modificar sus políticas y modos de producir, los acuerdos internacionales sirven para acordar los instrumentos más adecuados, fijar reglas comunes, repartir los costes, proveer incentivos y negociar compensaciones o transferencias tecnológicas desde los países ricos hacia los pobres. Por último, como el aumento de la eficiencia y el ahorro energético, así como el cambio del modelo energético mundial hacia uno libre de combustibles fósiles, son objetivos compartidos a largo plazo, los acuerdos internacionales de cooperación para la investigación también pueden ser útiles. Aunque todos los países están compitiendo para desarrollar nuevas tecnologías energéticas y obtener beneficios mediante su exportación, hay proyectos cuya escala es tan grande que sólo podrán llevarse a cabo combinando los recursos financieros y técnicos de varios países.

Por lo tanto, parece haber coincidencia en el diagnóstico, pero los limitados avances de la cumbre de Copenhague en diciembre de 2009 demuestran que las dificultades para forjar un acuerdo internacional que sustituya al Protocolo de Kioto a partir de 2012 son enormes (dentro del G-20 existe un acuerdo para coordinar la reducción de subsidios al uso de combustibles fósiles, pero el impacto de este acuerdo es limitado). El problema fundamental radica en la resistencia de los países en desarrollo a asumir de forma equitativa con los ricos la carga del ajuste (en forma de reducción de emisiones). Sostienen que la contaminación acumulada es producto de la industrialización de los países avanzados y que ellos tienen derecho a comportarse como free riders del sistema o a ser compensados por cambiar sus políticas, ya que estas llevarían a un menor crecimiento económico y frenarían su desarrollo. Pero como China es ya el mayor emisor de CO2 del planeta (en términos absolutos, no por habitante), y otros países emergentes, especialmente India, también han aumentado sus emisiones en los últimos años debido a su crecimiento, si estos países no se comprometen a reducir sus emisiones de poco servirá que los países avanzados realicen grandes recortes.

Tampoco hay acuerdo sobre cuáles son los instrumentos más adecuados. Se han planteado impuestos ambientales, la generalización del mecanismo europeo de permisos transferibles para crear un mercado mundial de emisiones y varias alternativas de tipo voluntario que podrían ser interesantes para algunas empresas porque les serviría para mejorar su imagen en términos de responsabilidad social/ambiental corporativa (Lázaro Touza, 2008). Además, la UE ya ha avanzado de forma unilateral endureciendo su legislación ambiental y comprometiéndose a aceptar mayores reducciones de emisiones si otros países mejoran sus ofertas. Sin embargo, por el momento los avances han sido lentos. La nueva legislación aprobada en EEUU es débil y tanto China como India, que están dando cada vez más muestras de preocuparse por los problemas ambientales, todavía no están dispuestas a aceptar los compromisos que les exige el resto de la comunidad internacional.

Para lograr avances concretos será necesario un mayor liderazgo internacional en la cumbre de Cancún de finales de 2010. El G-20 puede ser un catalizador para el acuerdo, ya que todos los actores clave pertenecen al grupo.

El papel del G-20 en el entramado de la gobernanza económica global

La crisis económica global ha precipitado el paso del G-7/8 al G-20 como directorio de la economía mundial. Existe un acuerdo bastante generalizado sobre que este cambio será útil porque aumenta sensiblemente la legitimidad del anacrónico G-7/8 y tiene el potencial de aportar el liderazgo necesario para avanzar en la reforma de las instituciones económicas internacionales. Además, llega en el momento en que más necesario es reforzar la gobernanza económica global (tanto por la crisis como por el propio proceso de globalización económica) y modernizar las obsoletas instituciones que nacieron de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el auge del G-20 también abre una serie de preguntas. Por una parte, persisten interrogantes sobre su propia legitimidad y representatividad, así como sobre su “encaje” en el complejo entramado de instituciones internacionales existentes. Por otra, aparecen dudas sobre su capacidad para propiciar realmente un cambio de paradigma en el modo en que se toman las decisiones económicas internacionales, integrando puntos de vista hoy considerados heterodoxos que vayan más allá del consenso ideológico imperante en las democracias occidentales durante las últimas décadas. A continuación abordamos estos temas. La discusión que sigue se centra en elementos institucionales y en procesos de toma de decisiones. La agenda que el G-20 tiene que abordar es la que se ha descrito arriba.

Del G-7/8 al G-20: Mayor legitimidad y más eficacia
Hace años que los países emergentes venían criticando al G-7/8 por considerarlo un foro demasiado poco representativo de la actual estructura de poder de la economía mundial. Pero durante años, los países avanzados hacían oídos sordos a estas críticas y tan sólo se limitaban a invitar a algunos países emergentes a sus reuniones. Con la crisis todo ha cambiado. Como afirma Wolf (2009): “Las crisis modifican los ordenes establecidas. La crisis económica y financiera de 2007-2009 no es una excepción a esta regla. El aumento de la importancia del G-20 es un cambio de proporciones históricas ya que por primera vez desde la revolución industrial el poder económico no está concentrado exclusivamente en manos occidentales”. Y es que la comunidad internacional ha necesitado pasar por una debacle financiera devastadora y una dura recesión para darse cuenta de que el grupo formado por EEUU, Japón, Alemania, Francia, el Reino Unido, Italia y Canadá –y al que se sumó Rusia en los años 90– ya no resulta suficientemente representativo para responder a los retos de la globalización. Como afirma Moises Naim, ex director de la revista Foreign Policy y uno de los más sutiles analistas de la globalización, esta crisis al menos ha servido para enterrar definitivamente al G-7. La necesidad de incorporar a las potencias emergentes para hacer frente a una recesión global y al auge del nacionalismo económico ha obligado a otorgar a un grupo de países mayor, como el G-20 ampliado, el liderazgo para diseñar las nuevas reglas que aseguren que la globalización no se auto destruya.

El G-20 es un foro informal creado tras la crisis financiera asiática de 1997. Desde la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008 se ha reunido cinco veces en menos de dos años (en Washington en noviembre de 2008, en Londres en abril de 2009, en Pittsburg en septiembre de 2009, en Toronto en junio de 2010 y en Seúl en noviembre de 2010). Es un grupo suficientemente amplio (y por tanto legítimo) como para convertirse en el embrión de las reformas económicas globales y suficientemente pequeño como para ser efectivo. Por tanto, su consolidación como sustituto del G-7/8 es una excelente noticia. Aún así, sigue habiendo voces escépticas, como Roubini y Mihm (2010: 261), que afirman que “Es poco probable que el G-20 pueda hacer cambios sustanciales en la economía mundial y el sistema monetario internacional”.

Este escepticismo responde tanto a que las dificultades para alcanzar acuerdos entre tantos países son enormes como a que, como el G-20 no es una institución internacional, no puede obligar a nadie a que cumpla sus acuerdos. Tampoco puede establecer sanciones o incentivos de forma multilateral ni ha logrado forjar “consensos cognitivos”, que, como nos muestra la experiencia, son clave para lograr respuestas consensuadas y duraderas de cooperación económica internacional. Sólo puede actuar como punto focal para el diseño de nuevas reglas que coordinen tanto las reforma de la legislación económica interna de los países como los estatutos de las organizaciones económicas internacionales. Pero aunque esto pueda parecer poco, proveer ese liderazgo compartido y actuar de catalizador de las reformas es precisamente lo que la comunidad internacional necesita en este momento. Como el auge de las potencias emergentes está configurando un mundo cada vez más multipolar (Zakaria, 2008) ya no hay una potencia hegemónica capaz de tomar las riendas de la situación y aportar en solitario el liderazgo, como sucedió con EEUU tras la Segunda Guerra Mundial. Pero, al mismo tiempo, la demanda de regímenes internacionales de cooperación económica que faciliten los acuerdos, reduzcan los costes de transacción y mejoren la información (Kehoane, 1982) no ha hecho más que aumentar.

Esta mayor demanda de gobernanza económica internacional responde a que en las últimas dos décadas los mercados se han globalizado, mientras que las políticas para regularlos continúan siendo fundamentalmente nacionales. Sin embargo, la oferta de cooperación económica no está siendo capaz de satisfacer la demanda. El mosaico de reglas e instituciones económicas internacionales existentes no está siendo capaz de dar respuesta a las preocupaciones ciudadanas, sobre todo a la reducción del margen de maniobra del Estado que la internacionalización económica produce, que en la práctica supone una reducción de su soberanía en materia de política económica y socava la democracia (Dervis, 2005; Stiglitz, 2006). Todo ello estaba llevando ya antes de la actual crisis a un creciente conflicto en las relaciones económicas internacionales alimentado por las actuaciones unilaterales de muchos países, que no se mostraban dispuestos a adaptar sus políticas nacionales a las necesidades globales.

Pero, por difícil que resulte, en un mundo económicamente cada vez más integrado e interdependiente, los países, a pesar de tener intereses contrapuestos, están condenados a cooperar. El mantenimiento de un sistema económico abierto, ordenado y claramente regulado es un bien público global porque beneficia a todos los ciudadanos del mundo. Pero, como sucede con todos los bienes públicos internacionales, su provisión, en ausencia de una potencia hegemónica, requiere de la cooperación internacional (Keohane, 1984). Además, en el caso de la gobernanza de la globalización, entendida no como Gobierno sino como procedimiento de toma de decisiones basado en la negociación permanente y el respeto a la ley (Lamy 2008) se introducen consideraciones de legitimidad internacional, e incluso de justicia distributiva (Kapstein, 2007; Ocampo, 2010). Sólo si las reglas de la economía global son percibidas como legítimas, inclusivas y razonablemente democráticas por la opinión pública de los principales países serán efectivas y duraderas porque permitirán a los ciudadanos recuperar a nivel supranacional parte de la soberanía económica perdida a nivel nacional con la globalización. Este elemento de legitimidad se ha vuelto especialmente importante tras la crisis financiera internacional, cuyos devastadores efectos han generado un creciente rechazo por la globalización.

En este contexto, la comunidad internacional necesita construir liderazgos compartidos que faciliten y refuercen la cooperación multilateral mediante un mejor diálogo entre los países avanzados y las potencias emergentes. Para lograrlo son imprescindibles foros flexibles y legítimos de diálogo como el G-20. La pluralidad de puntos de vista y el hecho de que en el G-20 estén representados los principales protagonistas de los problemas de la agenda económica global, convierten al grupo en el embrión más adecuado para fraguar acuerdos internacionales, que luego puedan tomar forma jurídica a través de las organizaciones internacionales existentes, como el FMI, la OMC o las distintas agencias de Naciones Unidas.

Asignaturas pendientes del G-20: más allá de la “euforia fundacional”
El alto nivel de coordinación económica internacional, vehiculado a través de las cumbres del G-20 de Washington y Londres, fue sin duda un éxito colectivo y un ejercicio responsable de gobernanza económica global ante la crisis. Sin embargo, tras este momento inicial, el G-20 ha ido perdiendo cohesión e impulso, tanto porque el posible colapso de la economía global ya no parecía un riesgo probable como porque las agendas políticas internas de los principales países restaban posibilidad a la cooperación internacional. Por lo tanto, el principal reto al que se enfrentará el G-20 es el de poder seguir siendo relevante. Para ello, tiene que demostrar que es útil en un contexto en el que la dureza de la recesión económica, la persistencia de altos niveles de desempleo y la asimetría regional de la recuperación global hacen que muchos países estén dejando en segundo plano la cooperación internacional para dedicarse únicamente a sus prioridades de política interna (Frieden, 2010).

Un segundo problema al que se enfrenta el G-20 es que sigue recibiendo críticas por su falta de representatividad y su déficit democrático (Wade y Vestergaard, 2010). Estas se centran en que en el grupo “faltan” algunos países y “sobran” otros, puesto que el proceso de selección fue arbitrario y no siguió criterios objetivos, como el PIB o el peso en el comercio mundial. Tampoco intentó lograr un equilibrio regional. Por ello, el grupo está desequilibrado en términos geográficos (al igual que el G-7, sigue teniendo un sesgo Europeo y Occidental y África está muy mal representada), los países más pobres no cuentan con ninguna representación, e institucionalmente, está desvinculado del sistema de Naciones Unidas, que es el único foco de legitimidad indiscutible del sistema político internacional.

Sin embargo, desde una perspectiva práctica y reconociendo que siempre hay un trade-off entre representatividad y eficacia, el grupo, en su constitución actual, es suficientemente pequeño como para poder tomar decisiones siendo representativo de más del 80% de la población y el PIB mundiales. Esto no significa que no sea mejorable, ni que no deba abrirse un debate para intentar cubrir sus lagunas de representatividad. Sin embargo, dada la dificultad de que sus actuales estados miembros acepten cambios sustanciales en la configuración del grupo, será necesario sacar el máximo rendimiento a su configuración actual.

Además, autores como Keohane, Macedo y Moravcsik (2009) han planteado que la existencia de instituciones multilaterales en un mundo muy globalizado reduce el problema del déficit democrático. En la medida en que el G-20 promueva la reforma de instituciones como el FMI o el Banco Mundial para volverlas más representativas y legítimas, estará contribuyendo (aunque de modo imperfecto) a reducir el problema del déficit democrático (que por otra parte afecta también a instituciones más representativas como la UE o Naciones Unidas porque el ciudadano las percibe como “demasiado lejanas”).

El último de los asuntos que el G-20 tendrá que definir es cuál será su “encaje” en el actual entramado de instituciones internacionales. Podría continuar siendo una reunión informal de Jefes de Estado y de Gobierno centrada en temas económicos como ya fuera el G-7, que sólo respondía ante los ciudadanos de sus países miembros. Sin embargo, dada la importancia de la empresa que tiene a su cargo, sería recomendable aumentar su institucionalidad, lo que además le ayudaría a resolver algunos de los problemas de legitimidad apuntados arriba. Concretamente, sería conveniente que pasara a formar parte del sistema de Naciones Unidas, al igual que el FMI y el Banco Mundial (la OMC, que por el momento es una organización internacional independiente, también debería hacerlo). Esto le permitiría dejar de ser percibido como un foro poco inclusivo y transparente, que se ha limitado a incorporar a nuevos miembros al club que todavía ostenta el poder económico internacional, lo que Beeson y Bell (2009) han bautizado como hegemonic incorporation. Piénsese que, por ejemplo, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que también necesita ser reformado, siempre fue considerado como más legítimo que el G-7 por formar parte del entramado de Naciones Unidas. Además, si el G-20 se involucra en mayor medida en los temas vinculados al cambio climático, tendrá que coordinarse con Naciones Unidas (en particular con la United Nations Framework Convention on Climate Change), por lo que le resultaría ventajoso aclarar su status en relación al sistema de Naciones Unidas.

El principal obstáculo para su integración en Naciones Unidos es que, para producirse, se tendría que abrir el debate sobre qué países “sobran” y qué países “faltan”. Y los países que pertenecen al grupo sin que su peso e influencia en la economía mundial lo justifique intentarían bloquear dicho debate.

Conclusión

A lo largo de este trabajo se ha expuesto la necesidad de que la comunidad internacional avance en la configuración de un marco institucional de gobernanza económica global capaz de dar respuesta a los crecientes retos económicos y climáticos a los que se enfrenta. La crisis financiera ha servido como llamada de atención sobre el riesgo de mantener una economía muy globalizada con reglas nacionales, así como sobre los riesgos que la laxitud de la regulación financiera supone para los ciudadanos.

Se ha explicado por qué las prioridades de la gobernanza económica global deberían ser reequilibrar la economía mundial, coordinar la reforma financiera, profundizar en la reforma interna del FMI, abrir el debate sobre la moneda de reserva global y establecer un marco multilateral para luchar contra el cambio climático. Estas medidas permitirían que el modelo de crecimiento sobre el que se sustenta la economía mundial sea más estable, sostenible e inclusivo. Además, se trata de reformas que es posible abordar si se construye un liderazgo compartido y suficientemente legítimo como el que el G-20 fue capaz de proporcionar al inicio de la crisis.

En este sentido, también se ha señalado que el G-20 se enfrenta a una serie de dificultades que sólo podrá superar si demuestra que es capaz de ser útil y representativo en un contexto en el que los problemas internos de los países están haciendo cada vez más difícil la cooperación económica internacional.

Federico Steinberg
Investigador principal de Economía y Comercio Internacional del Real Instituto Elcano y profesor de la Universidad Autónoma de Madrid

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[1] Este documento se presentó en el Primer Congreso Internacional de la RIBEI, celebrado en Buenos Aires el 19 de noviembre de 2010.