En el marco de la encerrona que Volodímir Zelenski sufrió en el despacho oval a finales de febrero, Donald Trump insistió en que Ucrania no tenía ninguna carta que jugar ante Rusia y que, por lo tanto, tan sólo le quedaba la opción de claudicar y aceptar las condiciones que Moscú (y Washington) imponía para llegar a algún tipo de acuerdo. La operación Telaraña, desarrollada por el Servicio de Seguridad de Ucrania (SBU) el pasado día 1 en pleno territorio ruso, demuestra precisamente todo lo contrario. En una brillante acción de guerra asimétrica Kyiv ha demostrado que tiene todavía capacidades militares y voluntad política para cuestionar la superioridad rusa en el campo de batalla. Una acción precedida de un sabotaje realizado por el Servicio Militar de Inteligencia (HUR) contra una instalación militar rusa en la lejana Vladivostok y la eliminación de un alto mando militar en la ciudad de Stavropol, sin olvidar la creciente frecuencia de los ataques con drones contra Moscú y otras localidades rusas.
En una brillante acción de guerra asimétrica Kyiv ha demostrado que tiene todavía capacidades militares y voluntad política para cuestionar la superioridad rusa en el campo de batalla.
Hasta donde se sabe, parece claro que el SBU logró la sorpresa táctica introduciendo en Rusia varios camiones cargados de un total de 117 drones kamikazes, activados por control remoto, para destruir diferentes objetivos localizados en cuatro aeródromos militares en los que Moscú estacionaba buena parte de su flota estratégica de bombarderos. Y aunque hay discrepancias sobre el número exacto de aviones destruidos o dañados –Kyiv insiste en que suponen un tercio de toda la flota de bombarderos estratégicos, mientras que Moscú no aporta ninguna cifra–, es innegable concluir que se trata de un golpe mayúsculo. Lo es, en primer lugar, porque muestra la vulnerabilidad rusa tanto en el control de sus fronteras como en la defensa inmediata de sus bases aéreas. A eso se añade que la pérdida de los Tu-95, Tu-160 y A-50 reduce su capacidad para seguir sosteniendo la campaña de bombardeos diarios con los que trata de agotar a los ucranianos hasta la rendición, dando por hecho que tampoco puede reemplazar de inmediato esos aviones debido a que la cadena de producción o bien está cerrada (en el caso de los Tu-95) o carece de medios para producir otros modelos a un mayor ritmo.
Tampoco es menor el efecto psicológico, buscando que los rusos sientan en sus propias vidas las consecuencias del aventurerismo belicista del Kremlin y, sobre todo, generando una notable inquietud entre los gobernantes y altos mandos militares encargados de gestionar la invasión. Basta con pensar que lo ocurrido convierte en sospechoso cualquier camión que transite por las carreteras rusas, así como a todos los camioneros. La dimensión del ataque obligará a Moscú a detraer recursos de primera línea para dedicarlos a controlar su propio territorio, incluso a miles de kilómetros de distancia de la frontera con Ucrania. Y, por supuesto, también le forzará a redesplegar sus medios para no ofrecer objetivos rentables a su enemigo, lo que en definitiva redundará negativamente en sus planes de ataque.
Parecería que Zelenski ha dejado de sentirse atado por los límites que sus propios aliados occidentales le han impuesto desde el principio de la invasión rusa, no sólo porque estos han ido abriendo la mano paulatinamente, sino también porque Ucrania ya es capaz de cubrir el 40% de sus necesidades de material con producción propia, especialmente en la fabricación de drones. También queda claro que tanto el SBU como el HUR disponen de medios para llevar a cabo acciones cada vez más sofisticadas; y si primero fueron los gasoductos Nord Stream 1 y 2, y ayer las bases de los bombarderos estratégicos, seguro que el puente sobre el estrecho de Kerch ya está en la lista de futuros objetivos a batir. Aun así, queda la duda de hasta qué punto Ucrania puede llevar a cabo este tipo de ataques empleando únicamente sus propios medios, porque, aunque disponga de muy diversos tipos de drones, se asume que en general sigue necesitando la información en inteligencia que Estados Unidos (EEUU) y otros aliados le vienen prestando desde hace años.
Lo que en todo caso resulta más obvio es que Kyiv, ante las dificultades para frenar a las unidades invasoras sobre el terreno (ahora con Sumy como punto de referencia central de la ofensiva rusa), está decidido a emplear todos los medios a su alcance para provocar un cambio de rumbo en una dinámica que de momento avanza en su contra. Esa actitud plantea simultáneamente dos posibles derivas. La primera puede llevar a un cambio de posición por parte de Vladímir Putin, flexibilizando su planteamiento en la mesa de negociaciones y abandonando propuestas inasumibles para Kyiv. Por el contrario, la segunda, más probable, puede desembocar en una intensificación de los ataques rusos, tratando de apaciguar el descontento que el castigo recibido haya podido causar entre la población rusa y, sobre todo, de demostrar que la pérdida de los bombarderos estratégicos no merma su capacidad para seguir golpeando tanto a las unidades ucranianas como a su población. Y por el camino puede acabar provocando que Trump termine por desentenderse de su supuesto papel de mediador (en realidad está alineado con Moscú) y de suministrador de ayuda económica y militar, insistiendo en que lo ocurrido demostraría que Zelenski no quiere la paz, lo que sería una pésima noticia para los intereses de Ucrania.