Para quien está convencido de haber resuelto ocho guerras (que en realidad siguen activas) y, aún más, de merecer el Nóbel de la Paz, poner fin a la guerra en Ucrania, la misma que iba a resolver en 24 horas, destaca ahora como su próximo objetivo para cimentar su pretendida figura de pacificador universal. Donald Trump vuelve a concentrar su interés en lograr algún tipo de acuerdo entre Volodímir Zelenski, al que ha vuelto a recibir en la Casa Blanca, y Vladímir Putin, con el que previsiblemente se verá en Budapest en unos días. Pero incluso en el improbable caso de que logre que ambos actores se avengan a negociar algún pacto, sería muy arriesgado aventurar que la paz estaría ya entonces a la vuelta de la esquina en Ucrania.
En la reunión entre Trump y Zelenski del pasado día 18 de octubre ha vuelto a quedar clara la distancia que separa los intereses de Washington de los de Kyiv.
Y es que, al menos de momento, las posiciones de ambos siguen estando muy alejadas. Para Zelenski, a pesar de lo irreal de su planteamiento, todo pasa por la expulsión total de las tropas invasoras del territorio que actualmente ocupan; un sueño que está fuera del alcance de sus propias fuerzas y para el que, como se viene demostrando más allá de las palabras de apoyo, no cuenta con el respaldo económico y militar suficiente por parte de sus aliados. Para Putin lo mínimo exigible es la confirmación de que los oblasts de Lugansk, Donetsk, Zaporiyia y Jersón, más la península de Crimea, pasen definitivamente a formar parte de Rusia, que Ucrania se desmilitarice y que abandone definitivamente la idea de formar parte de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). Una posición maximalista de la que no se ha movido en ningún momento y a la que Trump no ha puesto ningún reparo.
En la reunión entre Trump y Zelenski del pasado día 18 de octubre ha vuelto a quedar clara la distancia que separa los intereses de Washington de los de Kyiv. El segundo es consciente de que por sí solo no puede cambiar la dinámica de la guerra sobre el terreno, sin medios humanos, económicos y militares para forzar a Putin a renunciar a un maximalismo trufado de una visión histórica muy sesgada. Por eso ha vuelto a pedir más y mejores armas con las que tratar de convencer a Moscú de que el tiempo ya no corre a su favor. Y aunque lo que más urgentemente necesita son sistemas de defensa antiaérea, con los que neutralizar los ataques con drones y misiles que diariamente castigan a su población y a su ejército, el foco mediático se ha centrado en la petición de misiles crucero Tomahawk. Una petición, de momento, desatendida.
Una petición que, aunque fuera satisfecha, tampoco permitiría cambiar el signo de la guerra, como ya se comprobó cuando Kyiv recibió en el pasado otros sistemas de armas que se quisieron hacer pasar por determinantes. Cabe recordar que en su versión convencional los misiles Tomahawk tienen un alcance de unos 1.600 km. Es cierto que eso, unido a su gran precisión y a su maniobrabilidad en vuelo, permitiría a Kyiv batir objetivos en profundidad, complicando aún más los planes militares rusos. Pero conviene recordar que Ucrania ya está logrando realizar ese tipo de ataques a esas distancias, especialmente contra objetivos militares e infraestructuras críticas, empleando tanto sus propios drones y misiles (incluyendo el Flamingo, con un alcance superior al Tomahawk) como los que le han suministrado hasta hoy sus aliados. Si a eso se le añade las limitadas existencias que Washington puede tener ahora mismo (está gastando más misiles de los que fabrica), se entiende que en el mejor de los casos Zelenski sólo recibiría unas decenas de dichos misiles (más sus lanzadores correspondientes). Una cantidad que muy difícilmente le permitiría volver a su favor la dinámica de los combates sobre el terreno y que tampoco provocaría la temida escalada con la que habitualmente amenaza Moscú en estas ocasiones (como ya hizo cuando Kyiv comenzó a recibir los HIMARS, los ATACMS, los F-16…).
Más allá de las palabras, Trump, por su parte, no parece dispuesto a abandonar su actitud, ralentizando a su antojo tanto la ayuda económica como la militar a Kyiv. Y así, tras el esperpéntico espectáculo orquestado a su mayor gloria personal en Sharm el Sheij, amplificado con la presencia de un nutrido grupo de meros figurantes, ahora se centra en Ucrania con un doble propósito. Por un lado, seguir haciendo negocios con la venta de material de defensa a Kyiv, hasta el nivel y cantidad que considere adecuado, siempre que los aliados europeos pongan sobre la mesa el dinero necesario para cubrir las necesidades militares ucranianas. Por otro, forzar a Putin hasta el punto en el que acepte sentarse a una mesa de negociación, empleando a Zelenski como punta de lanza meramente instrumental y haciéndole creer que está decidido a armarlo hasta dónde sea preciso para derrotar a su enemigo.
Lo malo para Kyiv es que, obviamente, Putin es consciente del juego estadounidense y hasta ahora ha demostrado una maestría incuestionable en el manejo de la ambigüedad estratégica para mantener a raya a Trump, sin ceder nada a cambio.