La ampliación de la OTAN: ¿una señal contundente?

Milo Đukanović, primer ministro de Montenegro, y Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, el pasado mes de mayo. Foto: OTAN
Milo Đukanović, primer ministro de Montenegro, y Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, el pasado mes de mayo. Foto: OTAN
Milo Đukanović, primer ministro de Montenegro, y Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, el pasado mes de mayo. Foto: OTAN
Milo Đukanović, primer ministro de Montenegro, y Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, el pasado mes de mayo. Foto: OTAN

La Cumbre de la OTAN de Varsovia confirma a nivel de jefes de Estado y de Gobierno la invitación del pasado mes de mayo a Montenegro para convertirse en el 29º Estado de la Alianza. Formalmente esta iniciativa se ajusta al contenido del primer párrafo del Study on NATO Enlargement de 1995, donde se dice que cada nuevo aliado europeo constituye un paso para “reforzar la seguridad y la estabilidad en el área atlántica, dentro del contexto de una amplia arquitectura europea de seguridad”.  Sin embargo, más de dos décadas después, el escenario de seguridad europeo ha cambiado y todas aquellas disquisiciones sobre arquitecturas de seguridad, proyectadas antes de consolidar los cimientos, parecen quedar muy atrás. En efecto, la OSCE, el foro paneuropeo más importante en materia de seguridad, al menos por su número de Estados participantes, quedó reducida a un papel marginal, conforme la OTAN y la UE se entregaban despreocupadamente a una oleada de ampliaciones que, más que en un medio, se convirtió en un fin en sí mismo. Toda ampliación era, per se, una garantía de estabilidad, una puesta en escena del postulado del fin de la división de Europa. Ampliar en este caso la OTAN, o la UE, representaba la extensión del espacio democrático a través del continente europeo ya que todos los Estados compartirían los mismos valores e instituciones, aunque antes fuera preciso preparar a los nuevos miembros con las reformas democráticas, en especial el control civil de las fuerzas armadas, el fomento de las relaciones de buena vecindad y de los hábitos de cooperación, consulta y consenso entre aliados, conforme al párrafo tercero del citado estudio.

La ampliación debería ser entendida, por tanto, como una señal de la vitalidad de la OTAN en la inmediata posguerra fría. En 1995, fecha del estudio sobre la ampliación, la Alianza había contribuido decisivamente a finalizar el conflicto de Bosnia-Herzegovina y, salvo el punto caliente de Kosovo, podría creerse que los Balcanes occidentales entraban en una fase de estabilización. De ahí que ampliar la OTAN, según el párrafo cuarto del estudio, se inscribiera en el contexto de una amplia arquitectura de seguridad europea basada en la cooperación y  no representaría una amenaza para nadie, en alusión implícita a Rusia. Acaso estos planteamientos participaran de la filosofía optimista de Francis Fukuyama, ampliamente matizada en los últimos años, de que la culminación de la Historia había llegado tras el triunfo de la democracia liberal y la economía de mercado. El problema es que para Rusia, carente de tradición en ambas, ese triunfo, representado por la ampliación de la OTAN y la UE a sus vecinos, no suponía una garantía de estabilidad porque internamente cuestionaba el papel de un Estado todopoderoso en las dimensiones política y económica, y externamente, desde una visión geopolítica, implicaba la extensión de la influencia hasta sus mismas fronteras del bloque rival con el que estuvo enfrentado durante la guerra fría y, si apuramos la percepción histórica, desde las guerras napoleónicas. Para Moscú, la armonización de sistemas político-económicos no era la paz sino un envite geopolítico. Esto explica que para los rusos, cualquier ampliación de la OTAN, más cerca o más lejos de sus fronteras, bien se trate de Montenegro, Macedonia, Suecia, Finlandia, Ucrania o Georgia, resulte algo inaceptable. Rusia llamaría a todo esto “esferas de influencia”, un término que los occidentales tampoco obviarían, por ejemplo, para calificar los esfuerzos de la diplomacia rusa para incrementar sus ámbitos de cooperación en Europa central y los Balcanes, aunque los países del área sean miembros o socios de la OTAN y la UE.

Hay quien afirma que la ampliación de la OTAN, en este caso con Montenegro, es una señal contundente enviada a Moscú para que respete la libertad de los Estados de formar parte de tratados de alianza o de permanecer neutrales, conforme a los principios de la OSCE. De hecho, no se esperan objeciones importantes en la ratificación de la candidatura del país balcánico por los 28 parlamentos correspondientes, pero es muy probable que en el futuro esto no sea así si se invitara, que no es tan seguro porque no existirá unanimidad, a otros Estados a incorporarse a la Alianza. Sobre este particular, habría que fijarse en el párrafo cuarto del estudio sobre la ampliación, donde se afirma que otro objetivo de la misma es reforzar la efectividad y cohesión de la Alianza, y preservar su capacidad política y militar de desempeñar sus funciones esenciales de defensa común así como realizar tareas de mantenimiento de la paz y otras nuevas misiones. ¿No existe una contradicción entre el tradicional papel de defensa colectiva de la OTAN, que ha tomado un perfil preponderante tras los sucesos de Crimea y el este de Ucrania, y una ampliación, que apenas presentaba problemas en un entorno de “confianza” fundamentado en una seguridad basada en la cooperación? Los diecisiete miembros del ejército montenegrino presentes en Afganistán y, en definitiva, el conjunto de poco más de dos mil efectivos de las fuerzas del nuevo Estado miembro no supondrán especiales problemas para reforzar la cohesión y la efectividad de la Alianza. La llegada de Montenegro al club atlántico no es, ni mucho menos, una señal contundente para Moscú. Es una ampliación “obligada” y sin apenas objeciones, pero no es seguro que la candidatura de otros Estados suponga un refuerzo para la cohesión de la OTAN en su papel de defensa colectiva.