Elecciones generales en España: parte de la volatilidad europea

Elecciones en España (Colegio electoral en Gijón, 2011). Foto: Patricia Simón (CC BY-NC-ND 2.0). Blog Elcano
Elecciones en España (Colegio electoral en Gijón, 2011). Foto: Patricia Simón (CC BY-NC-ND 2.0)
Elecciones en España (Colegio electoral en Gijón, 2011). Foto: Patricia Simón (CC BY-NC-ND 2.0). Blog Elcano
Elecciones en España (Colegio electoral en Gijón, 2011). Foto: Patricia Simón (CC BY-NC-ND 2.0)

¿Gane quien gane, marcarán el paso a unos nuevos tiempos las elecciones generales en España convocadas para el 20 de diciembre? Hay que verlas no sólo en el propio contexto español, sino en la volatilidad, el estado de fluctuación, de los electorados, de las sociedades y de los sistemas sociales y políticos que se está dando en casi toda Europa. Se refleja en la emergencia de nuevos partidos y el crecimiento de otros que antes eran relativamente marginales, en la pérdida de lealtad de muchos votantes e incluso en cambios en las constituciones. Como resultado, parlamentos fragmentados, gobiernos de coalición o en minoría, y pactos a veces contra natura están a la orden del día. Todo derivado de las consecuencias de la crisis que han acelerado algunos efectos de la globalización y la digitalización, de las políticas de austeridad, con un hundimiento de una parte de las clases medias y trabajadoras, y un crecimiento de las cuestiones identitarias ante la inmigración, los refugiados u otras dimensiones.

Es más que probable que, tras el 20D, sean necesarias en España coaliciones para la investidura de un presidente del Gobierno para gobernar y legislar, en un grado mucho mayor que lo vivido en ocasiones anteriores. Es también previsible que se avance hacia una reforma de cierta profundidad de la Constitución de 1978. Aunque España se incorporó tarde a la democracia debido a la longevidad de la dictadura de Franco, desde entonces los sistemas de partidos y las constituciones en España y en el conjunto de la UE (excepción hecha, claro está, de los que dejaron el comunismo soviético) han sido bastante estables en esta Europa y aún más duraderas que lo que ocurrió entre 1870 y 1914. Francia (1958) e Italia (1947), por ejemplo, no han cambiado de constituciones, aunque sí las han reformado, y sus sistemas se están transformando. Italia está inmersa en una mutación de cierto calado de su sistema político. Alemania ha reformado muchas veces su Constitución, entre otras razones para conseguir la reunificación, pero la base sigue siendo la Ley Fundamental de 1949. Efectivamente, se trata de reformar, no echar por la borda constituciones que tanto han durado.

Claro que hay otra “constitución”: los tratados europeos, que priman sobre las constituciones nacionales, y que sí han ido cambiando a lo largo de los años. Aunque ahora que sería necesario, no es posible reformar el Tratado de Lisboa (suscrito en 2007 tras el fracaso del Tratado Constitucional y que entró en vigor en 2010) debido a que las dinámicas internas en algunos países lo impiden. Algunos quieren apurar su interpretación (Alemania) o reinterpretarlo (Cameron), al menos hasta que se pueda modificar.

Incluso el Reino Unido está inmerso en una revisión de cierta profundidad de su constitución no escrita de la mano de los nuevos poderes para Escocia y para las ciudades. La anterior legislatura británica fue un paréntesis que permitió al Partido Liberal Demócrata participar en el Gobierno. Pero sobre todo, ha surgido el UKIP, el antieuropeo Partido de la Independencia del Reino Unido, con una influencia y capacidad de contaminación mucho mayor que sus votos o escaños en cuanto al debate sobre la salida o permanencia en la UE y la política de inmigración. Debido al sistema electoral, Cameron logró en mayo pasado una gran victoria en escaños (50,7%), pero en votos (36,9%) sólo obtuvo ocho décimas más que cinco años antes. En 1997, el año de su gran victoria, Blair ganó con el 43,2% de los votos, algo menos que Thatcher (43,9%) en su mayor triunfo en 1979.

En Grecia, el sistema se ha transformado, sobre todo por la izquierda. En Portugal también, sembrando dudas sobre quién gobernará: los conservadores, los más votados pero sin escaños suficientes, o una coalición de izquierdas liderada por los socialistas en acuerdo con el relativamente nuevo Bloco de Esquerda y el Partido Comunista. En Francia, desde la derecha anti-europea y xenófoba, el crecimiento del Frente Nacional plantea retos de envergadura a los socialistas y al centro derecha. En Suiza, el partido más votado en las recientes elecciones ha sido el de anti-inmigración Pueblo Suizo. En Noruega, Suecia y Finlandia han crecido partidos xenófobos, algunos de los cuales participan en el Gobierno o se han situado como árbitros. Y en Polonia, en las presidenciales de mayo y las generales del pasado domingo, han vuelto los euroescépticos, anti-inmigración y ultracatólicos de Ley y Justicia (PiS).

Los electorados están mutando, porque hay una mutación social en curso. Y no sólo entre izquierda y derecha, que también, o entre radicalismos, sino entre lo nuevo y lo viejo. Incluso en Alemania, la democristiana Angela Merkel está en coalición con los socialdemócratas, pero sus socios socialcristianos de Baviera se han vuelto respondones y le están surgiendo movimientos xenófobos y anti-islámicos como Pegida, o anti-europeos como Alternativa para Alemania. En toda Europa la socialdemocracia ha perdido parte de sus bases sociales tradicionales. Todo ello dificulta los consensos en la UE, ya sea frente a los refugiados y la inmigración o para dar nuevos pasos en la integración económica, por no decir política.

Lo de España hay que verlo en este contexto: es parte de la volatilidad general europea. Los dos grandes partidos nacionales, PP y PSOE, resisten mejor de lo que se suponía hace un año. Pero las elecciones europeas, las municipales, las autonómicas y las catalanas indican que muchas cosas están cambiando. Han surgido no sólo nuevos partidos (Ciudadanos, Podemos), sino nuevos movimientos políticos y sociales de amalgama, con cierto éxito. Es difícil saber si esto será un paréntesis, o, más probablemente, un cambio de calado que no se limitará a unas cuantas elecciones. Como en casi toda Europa, participamos de las mismas tendencias, de la misma fluctuación, salvo que aquí no han surgido (¿aún?) movimientos xenófobos de envergadura, pero las cuestiones identitarias también se dan. No somos (tan) diferentes. Estamos, todo el Viejo Continente, en cambio, diría en transición si supiéramos hacia qué. Pero no lo sabemos. El futuro ya no es lo que era.