Europa, contaminada

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(image via European Parliament - DEVE Development Committee)
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(European Parliament)

Europa necesita cambiar, reinventarse. Ese es el mensaje de las elecciones europeas. Hacia otra Europa, combinación de más Europa en algunos sentidos, menos en otros, y sobre todo, mejor Europa. Pero los resultados de los comicios son desalentadores. El avance se va a ver frenado por la baja participación, inversamente proporcional al poder que ha ido ganando el Parlamento Europeo. Y, sobre todo, por los resultados de partidos no sólo contrarios a que la UE avance, sino partidarios de que retroceda. De que vuelvan las fronteras, al menos para las gentes. De que Europa se cierre. De un repliegue nacional. Y no se trata de casos aislados, sino de Francia, el Reino Unido y Dinamarca a la cabeza, con los Países Bajos también (aunque el partido de Geert Wilders haya retrocedido) y muchos otros, incluso Alemania. Aunque mucho más alta en general en la Nueva que en la Vieja Europa (lo que dice mucho), la no participación se ha mantenido en los niveles de hace cinco años pese a haber sido la campaña más europea de todas las libradas para tales elecciones desde 1979 y para un Parlamento Europeo con más poderes que nunca antes. Y esta no participación, que ni siquiera cabe llamar abstención, vacía el sentido de Europa. Es reflejo de un alejamiento de la gente de una idea europea que anda perdida, y de una crisis de la política que viene de lejos. El impacto de estos resultados se hará sentir menos en el propio Parlamento Europeo, donde la situación va a resultar ruidosa pero manejable, que en los parlamentos y gobiernos nacionales, que –presionados por los eurófobos– se pueden ver forzados a restringir los avances e incluso a pedir una revisión a la baja de la UE como ya han hecho mandatarios del centro derecha como David Cameron, desde fuera del euro, o el primer ministro liberal holandés, Mark Rutte, desde dentro. O desde su posición en Francia, el ex presidente Nicolas Sarkozy, que a la vez propone un directorio económico franco-alemán y volver a las fronteras desmantelando Schengen, mientras desde el gobierno socialista Manuel Valls intenta frenar la inmigración. Pero influir en el parlamento nacional es el objetivo declarado de Marine Le Pen, Nigel Farage y el propio Wilders: influir, en un sentido antieuropeo, en casa antes que en Estrasburgo o Bruselas. Atacar a la UE desde los Estados. La Unión, en su política europea y en sus políticas nacionales, por fuera y por dentro, ha quedado contaminada por los eurófobos de uno u otro signo. Desde luego en la crucial cuestión de la inmigración no se va a poder ignorar sobre todo cuando se ha planteado una ampliación poco pensada y acelerada de la UE que ha generado un sifón entre dos Europas separadas por una tremenda desigualdad económica y ahora incluso política. Aunque la inmigración es también la cabeza de turco frente a la pérdida de la identidad nacional en la globalización sin que la remplace una europea. Las preguntas que los eurófobos hacen tienen que tener respuestas, pero han de ser respuestas diferentes a las que ellos aportan. También en ir a políticas de crecimiento, tras los años de austeridad. Pues todo esto tiene mucho que ver con la crisis. Cuando más necesita un salto adelante, la UE se puede ver frenada. ¿Quién y cómo la descontaminará? Se va a necesitar liderazgo, un liderazgo más lleno de auctoritas que de potestas. Y en Europa este liderazgo no se encuentra en estos momentos, salvo en Alemania, en Angela Merkel, ahora apoyada en el gobierno de gran coalición por los socialdemócratas. Las esperanzas de reconducir la situación reposan en una dirigente alemana que tardó en convencerse de que la salida a la crisis pasaba por más integración, y más solidaridad, y que ha hecho virar a los propios reticentes alemanes; aunque aún debe demostrar su capacidad de liderazgo en la nueva situación, y lo tendrá difícil al carecer de una pareja de baile estable y convencida en Francia. Esta última es crucial para la política europea, como Alemania lo es para la economía. Siempre se supo que el gran problema soberanista en el camino hacia la integración sería Francia; y tras el triunfo del Frente Nacional, mucho más. Mientras, es en Alemania donde se está reflexionando con más profundidad sobre Europa. Incluso la contaminación puede alcanzar al TTIP, el acuerdo para una Asociación Transatlántica de Comercio e Inversiones, que corre peligro, no sólo por sus dificultades intrínsecas, sino porque crece la oposición desde los extremos por la derecha y por la izquierda. Más ruido. La UE, sobre todo la eurozona, está necesitada de reformas en los tratados y en las políticas para avanzar en una unión económica que equilibre la unión monetaria y para colmar el déficit democrático. Cameron, desde fuera del euro lo sabe, y ofrece apoyarlas a cambio de esa jibarización de la Unión general. Vamos a una gran negociación, que incluirá a España. Una España que, a pesar de lo sufrido en la crisis, también ha escapado al populismo antieuropeo y xenófobo –aunque cuidado con el antisemitismo y los temores ante la inmigración irregular– lo que, pese a la fragmentación del voto de estas elecciones, la convierte en un socio fiable en Europa, aunque no escape al terremoto y deba tener cuidado con la contaminación. Nadie está libre de ella.