El Pacto Ribbentrop-Molotov, 80 años después

Viacheslav Mólotov (izda.) y Joachim von Ribbentrop (dcha.) tras la firma del Tratado de Amistad entre la Unión Soviética y Alemania, 28 de septiembre de 1939. Un mes antes habían firmado el pacto Molotov-Ribbentrob. Foto: фонд ЦГАКФД (Wikimedia Commons / Dominio público)
Viacheslav Mólotov (izda.) y Joachim von Ribbentrop (dcha.) tras la firma del Tratado de Amistad entre la Unión Soviética y Alemania, 28 de septiembre de 1939. Un mes antes habían firmado el pacto Molotov-Ribbentrob. Foto: фонд ЦГАКФД (Wikimedia Commons / Dominio público)
Viacheslav Mólotov (izda.) y Joachim von Ribbentrop (dcha.) tras la firma del Tratado de Amistad entre la Unión Soviética y Alemania, 28 de septiembre de 1939. Casi un mes antes habían firmado el pacto Molotov-Ribbentrob. Foto: фонд ЦГАКФД (Wikimedia Commons / Dominio público)
Viacheslav Mólotov (izda.) y Joachim von Ribbentrop (dcha.) tras la firma del Tratado de Amistad entre la Unión Soviética y Alemania, 28 de septiembre de 1939. Un mes antes habían firmado el pacto Molotov-Ribbentrob. Foto: фонд ЦГАКФД (Wikimedia Commons / Dominio público)

Este 23 de agosto cumple 80 años lo que se presentó como una ignominia a buena parte del resto del mundo: el pacto de no agresión y reparto secreto de una parte de Europa entre la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin. Muchos lo vieron, y lo ven, como un paso puramente táctico de ambos, como “la alianza de los diablos”, según el título del reciente libro de Roger Moorhouse. Suscrito por los respectivos ministros de Asuntos Exteriores, Ribbentrop y Molotov, según esta versión, se cerró casi únicamente para evitar en ese momento abrir un frente en el Este por parte del régimen nazi, y para retrasar una guerra por parte de Stalin, además de hacerse la Unión Soviética con los países Bálticos, Polonia oriental, Besarabia y Bukovina. Sin embargo, sus raíces son históricas y estratégicas. El acercamiento entre ambos países –es decir, esencialmente Rusia en la parte soviética– venía de lejos, tras el dolor de la Primera Guerra Mundial en la que Berlín intentó animar la sublevación soviética para desactivar su frente en el Este. Fue también el encuentro entre dos revoluciones, pese al odio mutuo que se profesaban.

Cabe considerar que, en parte, esas semillas geopolíticas de acercamiento entre ambos países, no ya regímenes, que tradicionalmente han mantenido relaciones de amor y odio, perduran hoy en día. Los actuales deseos alemanes de una normalización con Rusia, pese a la anexión de Crimea y el conflicto en Ucrania oriental, y las consiguientes sanciones, beben en una cultura del Drang Nach Osten que ya impulsara Otto von Bismark, el fundador de Alemania, la Ostpolitik de Willy Brandt o el acercamiento a Moscú para facilitar la unificación alemana tras la caída del Muro de Berlín. Luego con Boris Yeltsin y el primer Vladimir Putin.

Un personaje, delegado del Partido Comunista ruso, Karl Rádek (sobre cuya pista a este respecto me puso años atrás el maestro Manuel García Pelayo), desempeñó un papel importante en ese acercamiento tras la Primera Guerra Mundial y la revolución soviética. Emisario de la Komintern, llegó a Alemania para apoyar la creación del PC alemán, y el levantamiento espartaquista en 1919. Detenido junto a Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, no sería ejecutado, sino que desde la cárcel recibiría a todo tipo de gente, incluidos algunos que después fundarían el partido nazi, y a parte del Estado Mayor alemán.

Ya en 1922, por el Tratado de Rapallo, la república de Weimar fue el primer país capitalista en reconocer formalmente el régimen soviético. Los marginados del sistema internacional de la época comenzaron a entenderse. Con el Convenio de Locarno, tres años después, Alemania pareció aceptar un frente común contra la Rusia soviética, pero el de Berlín de 1926 volvería a acercar a ambos países, con una colaboración tanto en el campo económico como en el militar, burlando así las disposiciones del Tratado de Versalles. Cuando Hitler llega a la cancillería, ya hay un poso de intensas relaciones entre Berlín y Moscú.

Pese a su anticomunismo visceral –y al pacto anti Komintern de 1936–, el sentimiento revanchista llevó a una parte del nazismo, como la que representaban Goebbels y Strasser, a valorar a Rusia y la revolución bolchevique. Ya en 1934, el propio Hitler había confiado a algún allegado que “podía ser inevitable una alianza con Rusia”. En 1938, con Ribbentrop en Exteriores, se produjo la crisis de los Sudetes y la famosa conferencia de Múnich en la que no participaron los soviéticos y que entregó Checoslovaquia a los alemanes.

Stalin, en plenas purgas, quería evitar a toda costa una nueva guerra con Alemania. Con el tiempo, los discursos públicos de “los dos astros gemelos: Hitler-Stalin”, como los llamaría León Trotsky (Hannah Arendt indagaría posteriormente en los orígenes de ambos totalitarismos), se matizaron y así, el 10 de marzo de 1939, el dictador soviético llegaría a señalar que la URSS no debía verse envuelta en un conflicto “por culpa de los belicistas, que están acostumbrados a que otros les saquen las castañas del fuego”. Fue Stalin el que propuso un acuerdo económico, con el que Berlín pudo burlar parte de su bloqueo. Hitler quería un acuerdo político de no agresión, que finalmente Ribbentrop y Molotov firmaron en Moscú aquel 23 de agosto de 1939, con unas cláusulas secretas sobre ocupaciones y “esferas de intereses” de ambas potencias, que los soviéticos negaron, aunque acabaron saliendo a la luz, además de ponerse en práctica. Era también una manera de evitar que la URSS se uniera a la alianza franco-británica. Y para los soviéticos, una combinación de disuasión y acomodo, pese a su crítica al apaciguamiento británico. “Tengo el mundo en mi bolsillo”, exclamaría Hitler tras el pacto. El acuerdo cayó como un jarro de agua fría en Londres, París y otras capitales, por no hablar de tantos comunistas frustrados en Occidente, aunque muchos obedientes. Nueve días después, según lo pactado, los ejércitos de Hitler invadían Polonia, y Stalin mandaba a los suyos a ocupar la parte oriental del país, formalmente para proteger a poblaciones bielorrusas y ucranianas, y hacerse con los Bálticos.

Hitler, pese a la opinión de muchos de sus generales, acabó invadiendo la Unión Soviética, en la operación Barbarossa, lanzada el 21 de junio de 1941, una vez conquistada Francia y detenida la invasión de Gran Bretaña. En realidad, Stalin, como bien ha documentado Stephen Kotkin en su biografía del dictador soviético, frenó algunos preparativos frente a la invasión que muchos daban por inminente. Tenía dudas de que fuera a llegar tan pronto, pese a que sus servicios de inteligencia le informaban de lo contrario. Las “esferas de intereses” y los intereses habían chocado. En la guerra que siguió, la reacción y resistencia de la Unión Soviética fue también decisiva en la derrota de los ejércitos nazis.

La historia no se entiende si sólo se ven movimientos tácticos y se olvidan las raíces. Las relaciones entre Berlín y Moscú –que han marcado la historia europea casi tanto como las francoalemanas– han pasado por diversas fases, pero son una de las constantes a menudo menos resaltada en el devenir de Europa. Una historia que, afortunadamente, a pesar de los renovados peligros, amenazas y nuevos desencuentros, ha entrado en un sendero muy diferente del que transitó en aquel aciago agosto de 1939.